XXV

Pasé una mala mañana pero a la hora de la comida decidí darme una vuelta por el Club a ver si allí estaba, como todos los días, el general Agustín Cedillo. Tomaba, a la vieja usanza, una copa de coñac antes del almuerzo y me invitó a sentarme. Preferí una cerveza, porque no la hay en el mundo mejor que la mexicana. Esto me hizo sentirme medio chovinista, pero agradecí esa sensación. Recordé lo que me dijo Diana sobre James Baldwin: Un negro y un blanco, por ser ambos norteamericanos, saben más sobre sí mismos y sobre el otro que cualquier europeo sobre uno u otro. Lo mismo ocurre con los mexicanos. La otra noche, había sentido el odio de clases estallar entre el general y yo. Esta tarde, en cambio, la cerveza me levantó el ánimo y me hizo reconocerme en él. Los dos pedimos a una sola voz "dos tehuacanes", a sabiendas que en ninguna otra parte del mundo entenderían qué cosa eran esas aguas minerales. Me invitó a comer y el ritual de la mesa -desde ordenar quesadillas de huitlacoche, sabiendo que sólo los mexicanos entendemos y apreciamos comernos el cáncer negro del maíz, hasta recibir un chiquihuite de tortillas calientes y escogerlas delicadamente, tenderlas sobre la palma abierta de la mano, untarlas de guacamole, añadir un chile piquín, y enrollarlo todo; desde la referencia en diminutivos y posesivos a la comida (sus frijolitos, sus chilitos, sus tortillitas) hasta las alusiones guardadas, familiares, tiernas, a la salud, el clima, la edad (se ha puesto malo, está escampando, ya es muy mayor) creó el ambiente propicio para abordarle el tema que me preocupaba y para alejarme, con una complicidad que el general ignoraba, de la extrema enajenación de la pareja, Diana y su Pantera, que me zumbaba aún en las orejas. Ellos eran otros. Mi general, mi general, ¡ay! era eso: mío.

– Dijo usted la otra noche que mi novia debía cuidarse. ¿Por qué?

– Mire mi amigo, yo no soy un sospechosista profesional ni ando viendo moros con tranchetes. Pero el caso es que sí existen alborotadores aquí y allá, usted me entiende, y no quisiéramos que la señorita Soren se viera comprometida por una imprudencia.

– ¿Quiere usted decir Panteras Negras allá y guerrilleros de la Liga aquí?

– No exactamente. Quiero decir FBI en todas partes, eso sí que quiero decir. Mucho cuidado.

– ¿Qué me recomienda?

– Usted es amigo del señor encargado del despacho de Gobernación.

– Es Mario Moya Palencia, fuimos juntos a la escuela. Es un amigo viejo y querido.

– Vaya a verlo a México. Tenga cuidado. Atienda a su novia. No vale la pena.

Cuando Diana regresó en la noche, le dije que saldría a México al día siguiente. Tenía que arreglar unos negocios pendientes. A ella le constaba que lo dejé todo en suspenso por seguirla a Santiago. En unos cuantos días, una semana cuando más, estaría de regreso. Ella me miró con melancolía, tratando de adivinar la verdad, imaginando que quizás yo la había adivinado a ella, pero abriendo un abanico de posibilidades. ¿Qué sabía yo? ¿Era éste el fin? ¿Me iba para siempre? ¿Era el fin de nuestra relación? ¿Me tiraban más mi esposa, mi hija, mis intereses en la capital?

– Aquí lo dejo todo, mis libros, mis papeles, mi máquina de escribir…

– Llévate las pastas de dientes.

Nada atenuaba la tristeza de sus ojos.

– Una sola. Todo lo demás se queda en prenda.

– ¿En prenda? Me gusta eso. Quizás todos estamos aquí sólo en prenda.

– No te imagines a Dios como un prestamista judío.

– No. Si yo creo en Dios. Tanto, ¿sabes?, que no puedo imaginarme que nos puso en la tierra para no ser nadie.

– Te quiero, Diana -le dije y la besé.

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