XXXII

A fines de los setenta, conocí a Iván Gravet. Coincidimos en un largo fin de semana en el castillo de una amiga común, Gabriella van Zuylen, en el campo holandés. Gabriella es una mujer encantadora y bellísima, amante de los jardines y amiga de Russel Paige, el magnífico diseñador de parques británico, sobre el cual ella escribió un libro monográfico.

El castillo es una mole imponente, sobre todo en medio del paisaje llano de Holanda. Destaca, pues, como una montaña, pero Gabriella se ha dedicado a extender, completar y embellecer el paisaje holandés, tan tranquilo y vacuno, con el misterio de la naturaleza inventada, variada, circular, de la imaginación barroca.

Entre las curiosidades del jardín, destacaba un laberinto de altísimos setos cuya forma perfectamente geométrica, regular como un caracol vegetal, sólo podía apreciarse desde lo alto del castillo. Pero dentro del dédalo, el sentido de la forma se perdía enseguida y por consiguiente, el de la orientación. Los treinta invitados de Gabriella, tarde o temprano, ingresábamos al laberinto y en él nos perdíamos hasta que ella, con la alegría inteligente que la caracteriza, acudía, riendo, a nuestro rescate.

Mi esposa, que teme los espacios sin salidas, no quiso participar en la exploración del dédalo y mejor acompañó a Gabriella a una visita al Museo Frans Hals de Haarlem. Yo me aventuré con el deseo consciente de perderme. En primer lugar, porque quería ser consecuente con el propósito mismo del laberinto. En segundo término, porque estaba convencido de que entrar a él con el ánimo de salir, era la forma más segura de convertirse en el prisionero del toro mítico que lo habita. En cambio, perderse, perdiendo la voluntad de salvación, era darle gusto al minotauro, convertirlo en aliado, adormecer sus suspicacias. Así debió proceder Teseo.

Yo no tenía hilo de Ariadna. Pero al encontrarme de bruces, cara a cara, con Iván Gravet en el laberinto, pensé que Diana Soren era ese hilo al cual, de cierto modo, los dos nos confiábamos en ese instante, sólo en ése. Yo lo había visto, desde luego, a partir del viernes durante las cenas y almuerzos magníficos de Gabriella. De noche, nos era exigido el smoking y sólo Iván, entre todos los hombres, era la excepción de la regla. Vestía un saco que sólo puedo comparar con los que he visto en fotografías de Stalin o de Mao: una túnica gris, abotonada hasta el cuello, sin corbata, con mangas largas, demasiado largas. No era lo que en los setenta se llamó, en ataques de moda tercermundista, un Mao o un Nehru. La chaqueta de Iván Gravet parecía comprada de veras en el GUM de la Plaza Roja, o heredada de algún miembro del Politburo. La última vez que la vi fue en una fotografía del bien olvidado Malenkov. Jruschov ya usó sólo saco y corbata. En el atuendo de Iván Gravet -que no se quitó durante las tres noches del castillo- había la nostalgia de un mundo ruso perdido; había humor pero también había luto…

Reímos al encontrarnos. No era posible hablarse de otra manera, dijo Iván, nos hemos dado cita en el laberinto. ¿Por qué?, le pregunté; yo nunca he dicho nada, nadie nos ligaría; además, estamos en otro país y la puta ha muerto, dije brutalmente, curioso por saber más pero deseando, también, precipitar la reacción de Iván en el poco tiempo que nos otorgaba el laberinto. Qué curioso: sentí que los dos le dábamos menos importancia y menos tiempo a un dédalo creado para aprisionar eternamente a quienes se aventuraban en él, que al paso por la aduana de un aeropuerto.

– Es que tú no conociste la dificultad de amar a una mujer a la que no puedes ni ayudar, ni cambiar, ni dejarme dijo.

Asentí. Diana era parte de un pasado que ya no me concernía. Desde hace ocho años, vivía con mi nueva esposa, una muchacha sana, moderna, activa, bellísima e independiente, con la cual tenía dos hijos y una relación sexual, amorosa, personal en la que ambos nos medíamos sin someternos el uno al otro, conscientes de que la continuidad de nuestra relación dependía de que ninguno de los dos la tomara, jamás, como algo seguro, acostumbrado, regalado sin esfuerzo de nuestra parte. Lejos de Diana, lejos de mi pasado, me sentía cerca aun de mi alegría literaria recuperada. No quemé las hojas escritas en Santiago al lado de Diana, pero de ellas salté, con más poder y convicción que nunca, a la obra que me esperaba, me reclamaba y que me dio la mayor alegría de mi vida. No quería terminar de escribirla. Ninguna novela me ha dado tantos lectores inteligentes, cercanos, permanentes, que me importan… Con esa novela encontré mis verdaderos lectores, los que quería crear, descubrir, tener. Los que, conmigo, querían encontrar la figura de una máxima inseguridad constitutiva, no sicologías agotadas, sino figuras desvalidas, gestándose en otro rango de la comunicación y el discurso: la lengua, la historia, las épocas, las ausencias, las inexistencias como personajes, y la novela como el lugar de encuentro de tiempos y seres que de otra manera, jamás se darían la mano.

Me la daba, afectuosamente, Iván Gravet. No le ofendía una divertida cita literaria del Judío de Malta de Marlowe. Éramos escritores y hombres de mundo, y añadió: yo debía entender dos cosas sobre el destino de Diana. Ella y él, los dos, no protestaron contra la calumnia de la FBI por un racismo abruptamente surgido de sus genes caucásicos. La FBI, sin duda, jugó esa carta. Protestar contra la calumnia podría entenderse como asco, repudio de un bebé negro. Ellos -Diana e Iván- vieron esa trampa. Pero la cólera de Diana era contra la manipulación política de su sexo. La FBI la reducía a un objeto sexual. La presentaba como una mujer blanca hambrienta de un hombre negro. Además, y finalmente, no era cierto. El padre no era negro -tú y yo lo sabemos-, el bebé tampoco.

– ¿Tuvo que exhibirlo en Jeffersontown? Creí que no le importaba el qué dirán de ese mundo.

– Sí. Ella nunca quiso ser juzgada como una personalidad esquizoide, la chica pueblerina dividida entre su hogar, su familia, su paz de espíritu, su estabilidad de clase media, sus Navidades y sus Días de Gracias, y todo lo demás…

– ¿Tuvo que fotografiar el cadáver del niño? Me parece una…

– Necesitaba ser testigo de su propia muerte. Es todo. Quiso ver cómo sería vista si ella misma regresaba muerta a su pueblo, quería ver las caras, oír los comentarios, cuando aún podía hacerlo. Ese bebé fue una Diana sustituta, una niña inocente, Diana pura y vuelta a nacer. Ya ves, la puta murió en su país. Y muere todo el tiempo.

– Perdón. Je suis desolé -dije y recordé a Diana.

Me apretó el brazo. -Quería responder a la opresión con algo más que la política, que no entendía.

Creía que la sexualidad y la vida romántica serían su aportación a un mundo en el que sobraba eso mismo. No se dio cuenta de que una cosa llevaba a la otra, ¿ves?, la rebeldía al exceso sexual y éste al alcohol y al trago a la droga y la droga al terror, a la violencia, a la locura…

– Entonces hay que juzgarla como no quería, como la chica pueblerina que no resistió el mal de un mundo para el cual no estaba preparada…

– No. Yo la quise. Perdón: la quiero.

– Yo ya no.

– Era una ingenua política. Le advertí muchas veces que los gobiernos democráticos saben que la mejor manera de controlar un movimiento revolucionario consiste en crearlo. En vez de encarnarlo, como los regímenes totalitarios, lo inventan, lo controlan y cuentan con un enemigo confiable. Ella nunca entendió esto. Cayó una y otra vez en la trampa. La FBI decidió darle la puntilla con una gran carcajada.

– Creí que la ibas a defender.

– Claro que sí. Diana Soren, querido amigo, fue un ser ideal. Resumió el idealismo de su generación, pero fue incapaz de vencer a una sociedad corrupta y a un gobierno inmoral. Es todo. Piensa así en ella.

Escuchamos la voz alegre de Gabriella buscándonos en el laberinto, reclamándonos para ir a comer…

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