V

¿Es posible librarse de una situación amorosa y entrar a otra sin dañar a nadie? Digo esto como simple ejemplo de las múltiples preguntas que uno se hace cuando, abruptamente, se da cuenta de que algo va a comenzar, pero sólo a expensas de lo que va a terminar. Era pequeña, rubia, con el pelo cortado como un muchacho, blanca, pálida, con ojos azules o quizás grises, muy risueños, en juego constante con la sonrisa, con los hoyuelos de las mejillas. Su vestido no era muy llamativo; un traje de noche greco-californiano, largo, que no le sentaba bien porque la hacía verse más baja de lo que era, un poco tachuela. Yo -¿quién no?- la recordaba en sus dos películas importantes. En ambas, Diana Soren hacía valer su físico de adolescente vestida como hombre. Primero fue Santa Juana y la armadura le permitía moverse con energía y ductilidad, cómoda en la guerra como jamás lo hubiera estado en una corte de miriñaques y pelucas blancas; armada para combatir como soldado, vestida de soldado. Lo pagaría caro, en la hoguera, acusada de brujería pero acaso, sin decirlo, de lesbianismo, de androginia. En cambio, en la única buena película que hizo después, en Francia, era una chica que sólo usaba playera y jeans, recorriendo los Campos Elíseos con su ejemplar del Herald Tribune ofrecido en alto… Suelta, libre, guerrera de Orleans o vestal del Barrio Latino,

adorablemente femenina porque para llegar a ella había que recorrer los vericuetos de la androginia y el homoerotismo, en Diana Soren yo siempre había visto, en la pantalla, un subtítulo no escrito: Hay el amor que no se atreve a decir su nombre, pero también hay algo peor, y es el amor sin nombre. ¿Cómo llamar el posible amor con esta posibilidad pura que, al entrar a la fiesta de Año Nuevo 1970 después de un estallido de gas, se llamaba "Diana Soren"?

La miré. Me miró. Luisa nos miró mirándonos. Mi esposa se acercó y me dijo a boca de jarro: -Creo que debemos irnos. -Pero si la fiesta aún no empieza -protesté. -Para mí ya terminó.

– ¿Por la explosión? No me pasó nada. Mira. Le mostré mis manos tranquilas. -Me prometiste esta noche. -No seas egoísta. Mira quién acaba de entrar. La admiramos mucho.

– No pluralices, por favor. -Quisiera hablar con ella un rato. -No regreses demasiado tarde -arqueó la ceja, reflejo casi inevitable, pavloviano, genético, en una actriz mexicana.

No regresé más. Sentado al lado de Diana Soren, hablando de cine, de la vida en París, descubriendo amigos mutuos, me sentí traidor y como siempre, me dije que si no traicionaba a la literatura, no me traicionaba a mí mismo; lo demás me tenía sin cuidado. Pero al rozar con la punta de los dedos la mano de Diana Soren, tuve la sensación de que la traición, de haberla, tenía que ser doble. Diana, después de todo, era la esposa de un autor francés muy popular y premiado, Iván Gravet, que había escrito dos libros preciosos sobre su juventud como prófugo de la Europa Oriental primero, y más tarde como combatiente en la guerra. Sus novelas más recientes parecían escritas para el cine y fueron producidas en Hollywood, pero en todo lo que escribía algo inteligente había siempre, junto con un desencanto creciente. Lo imaginaba capaz de una broma final, desmesurada pero sin ilusiones. Era mi colega. ¿Era traicionable? Él mismo, si se parecía a mí, le daría más valor a sus libros que a sus mujeres… Empecé a desear a Diana.

Los encuentros de un hombre y una mujer ocurren a dos niveles. Uno externo, filmable, si ustedes quieren, es el nivel del gesto, la actitud, la mirada, el movimiento. Es más interesante el nivel interno en el que comienzan a surgir, y agolparse, sensaciones, preguntas, dudas, escarceos con uno mismo, imaginaciones, sobre todo la imaginación de ella; ella misma, ¿qué estará pensando, cómo será, qué se imaginará de mí? Frente al encanto de esa cabeza rubia recortada como un casco para el combate medieval o para la lucha callejera de los sesentas (que quedaron atrás esa noche, los sesentas súbitamente tan lejanos como la Guerra de Cien Años), yo me imaginaba una invitación sobrecogedora, carnal, la cabeza de Diana Soren diciéndome, imagina mi cuerpo, te lo ordeno, cada detalle de mi cabeza, de mi rostro, tiene su equivalencia en mi cuerpo, busca en mi cuerpo la sonrisa de mi boca visible, busca los hoyuelos de mis mejillas, busca la respiración de mi naricilla respingada, busca la pareja táctil y excitable de mi mirada, busca la compañía gemela de mi pelo rubio, suave, lavado, corto, peinado a veces, otras libre como el viento, pero cercano, cercanísimo a su modelo más íntimo, invisible, inseguro: mi carne.

Ése era un nivel de mi deseo naciente mientras platicábamos afablemente en el sofá de la casa de Eduardo Terrazas. No debía revelarlo, pues otro artículo de la constitución de los encuentros nos ordena nunca darle a una mujer las municiones que puede atesorar para dispararlas contra ti cuando necesite (y le hará falta un día) atacarte. Es algo consustancial a ellas: almacenar nuestros pecados y descargarlos sobre nosotros cuando les hace falta y nosotras menos nos lo esperamos. ¿Defensa propia? No. Las mujeres son grandes en el arte de hacernos sentir culpables. Para disfrazar mi propio, inmediato, deseo, acudí, pues, a la idea anti-afrodisiaca de la mujer como generadora de culpas, la mujer como verdadera Reserva Federal o Fort Knox de la Culpa, que las almacena para evitar la inflación y luego va soltando los lingotes del reproche poco a poco, destilados, hirientes, envenenados, al cabo victoriosos, porque nosotros los hombres, maravillosos paradigmas de generosidad, jamás haríamos esto… Pensé en la traición que, en mi caso, ya se había consumado aunque no ocurriese nada con Diana Soren -Luisa sola y de regreso en San Ángel- y la traición que ella podría perpetrar si yo me salía con la mía esa noche; más que nunca, decidí que debía ser una traición doble, compartida, que nos uniera y nos excitara…

Luisa e Iván nuestros testigos ausentes, suspendidos como dos ángeles exterminadores sobre nuestros cuerpos, pero respetando nuestra traicionera integridad porque, al cabo, nos querían, nos recordaban con gusto y no perdían la esperanza de reunirse con nosotros. ¿Y nosotros con ellos, también?

Conversábamos de otros lugares, otros amigos dispersos por el mundo, y sentíamos que nos empezaba a ligar, no sólo esa fraternidad cosmopolita, errante, sino el precio de la misma. Ser de todas partes, dijimos, es ser de ninguna parte… ¿Dónde se sentía ella a gusto? En París, en Mallorca, me dijo. ¿Los Ángeles? Se rió. Ese lugar no sólo parecía horrible en su aspecto físico, externo. Era horrible, por dentro, sin remedio.

– ¿Cómo se dice en francés, en español? Hay una palabra inglesa perfecta para Hollywood, smugness, -¿Pagado de sí, satisfecho de sí mismo? -Sí -rió ella-. La presunción de ser, ¿sabes?, universal. El ombligo del mundo. Lo que ocurre allí es lo más importante del mundo. Todos los demás son unos bicks…

– Unos payos…

– Sólo Hollywood es internacional, cosmopolita. Boy, cuando les pruebas que no, te detestan, te lo hacen pagar, te detestan.

– ¿Cómo lo sabes? Todos están enmascarados por sus caras bronceadas.

– ¡Cómo tú! -se rió abriendo unos ojotes de asombro burlón, mirando la tostada con que regresé de Puerto Vallaría. Me hizo recordar que regresé quemado, en más de un sentido.

Esa sonrisa me encantó. Podía repetirla, me dije a mí mismo, cuantas veces quisiera, durante siglos, sin cansarme nunca. La sonrisa y la risa cantarinas de Diana Soren, tan alegres, tan vivas esa noche de Año Nuevo en México. ¿Cómo no adorarla en el acto? Me mordí un labio. Estaba adorando una imagen vista, perseguida, compadecida también, a lo largo de quince años… Mi vanidad me movía. Quería acostarme con una mujer deseada por miles de hombres. Quería montarla con la verde respiración de cien mil hombres verdes sobre mi nuca, deseando ser yo, estar en mi posición. Me paré en seco. ¿Cómo iba a compartir ella, jamás, ese orgullo y esa vanidad conmigo?

Estaba subestimando, a lo largo de esta noche, la capacidad femenina de conquista, el donjuanismo del sexo opuesto. No nos gusta admitir en una mujer la perseverancia, o la suerte, que admiramos en nosotros mismos. Nuestra vanidad (o nuestra ceguera) son muy grandes. O, quizás, revelan una secreta modestia que puede ser el atractivo mayor de un individuo, su secreta, irresistible debilidad apelando, inconscientemente, el abrazo de la madre amante, protectora, descubridora del enigma de nuestra vulnerabilidad tan cuidadosamente maquillada, ocultada, negada…

Diana regresaba repetidamente al tema del hogar y del exilio. Me preguntó si conocía a James Baldwin, el escritor negro exiliado en Francia. No; era buen amigo de Bill Styron, pero yo no lo conocía, sólo lo había

leído.

– Dice una cosa -los ojos de Diana miraron al candelabro colonial de donde colgaban los globos quemados del Nuevo Año como tristes planetas muertos-. Un negro y una blanca, por ser norteamericanos, saben más sobre sí mismos y sobre el otro que cualquier europeo sobre cualquier norteamericano, blanco o negro.

– ¿Crees que se puede regresar a casa? -le pregunté.

Agitó repetidas veces la cabeza, levantando las piernas y juntándolas para apoyar la frente en las rodillas.

– No. No se puede. -¿Nunca regresas a tu pueblo natal? -Sí. Por eso sé que no se puede regresar. -No te entiendo.

– Es una farsa. Tengo que fingir que los quiero. Levantó la cara. Miró mi mirada inquisitiva y dijo rápidamente, como para desembarazarse: -Mis padres. Mis amigos de la escuela. Mis novios. Los detesto. -¿Porque se quedaron allí, en el hoyo?

– Sí. Pero también porque allí se salvaron. No tuvieron que representar papeles, como yo. Quizás los odio porque los envidio.

– Eres actriz. ¿Qué tiene de extraño…?

– Iowa, Iowa -rió con un punto de desesperación-: No sé si los americanos debíamos exiliarnos todos, como Baldwin y yo, o quedarnos todos en casa, como mis padres y mis novios. Quizás nuestro error, el error de los Estados Unidos, es salir al mundo. Nunca entendemos lo que pasa fuera de casa. Somos unos payos, como tú dices, unos bicks. ¡Hollywood! Imagínate, si no sabes hasta el último chisme, quién se acuesta con quién, qué salario le pagan a cada cual, creen que eres un tarado, un analfabeta. Todos sus chistes son sobre asuntos provincianos, locales. Chistes de familia, ¿sabes? No entienden a alguien como yo, que nunca les da el gusto de contar chismes o de enterarlos de mis amores.

– Baldwin también dice que Europa tiene lo que a ustedes les falta, un sentido de la tragedia, del límite. En cambio, ustedes tienen lo que le falta a los europeos, un sentido de las posibilidades ilimitadas de la vida… Una energía que…

– Me gusta. Eso me gusta. Me gusta.

La mano ardiente de Diana en la mía cuando la fiesta terminó y sólo quedamos ella, Terrazas y yo. Diana nos invitó a tomar la del estribo en la suite de su hotel y Eduardo dijo que nos dejaría allí mientras él iba a recoger a una amiga al Anderson's en el Paseo de la Reforma y luego se reunía con nosotros en el Hilton, que no estaba lejos.

Nunca llegó. Diana y yo nos divertimos escribiendo telegramas conjuntos a todos nuestros amigos parisinos. Seguimos hablando de Hollywood, ella, de México, yo, bebiendo champaña y empezando a jugar el uno con el otro, mientras yo me juraba que nunca la amaría, que el campo del amor era demasiado vasto para sacrificarlo al amor, que esa misma noche pude haberla sustituido con otras, muchas, que amarla era sin embargo una tentación excitante y que yo nunca quería preguntarme, más tarde, si me podía privar de ella… Esta noche, sí, pude dejarla, pretextar lo que fuera y salir de esa suite que parecía un set de la MGM en un hotel destinado a desplomarse en el próximo gran temblor de la ciudad

de México.

Mientras ella se desvestía, yo miraba desde la ventana de la recámara la estatua del rey azteca, Cuauhtémoc, vigilando, con la lanza en alto, los placeres de su ciudad perdida.

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