VI

Durante el largo, maravilloso primero de enero de 1970 en la suite del Hilton ya no nos vestimos, usamos toallas cuando los meseros subían el servicio de cuartos, descubrimos mil detalles que nos unieron, los dos habíamos nacido en noviembre, los escorpiones se adivinan, no le gustaba que la llamara gamine como empecé a hacerlo, dejé de hacerlo, en cambio a los dos nos gustaba la palabra francesa desolé, desolado, lo siento mucho, empezamos a repetirla a toda hora, desolé de esto, desolé de lo otro, sobre todo al pedirnos el uno al otro un poco de amor físico, nos declarábamos désolés, lo siento mucho, pero quisiera besarte, lo siento más, pero puedes acercarte… Desolados.

Acercarme. Cada vez que lo hacía, todo lo demás iba quedando atrás, se esfumaba como la noche misma al clarear el primer día del año sobre el cruce de Reforma e Insurgentes. Mi bella y siniestra ciudad, centro de todas las hermosuras y todos los horrores concebibles, México D. F. Los encuentros en mi ciudad eran ocasionados demasiadas veces por la soledad o por la necesidad de chorcha, de grupo, de pertenencia. La vida sexual en la ciudad de México, a partir de cierto nivel de ingresos (todo aquí lo determinan las brutales diferencias de clases) es una resbaladilla, un tobogán de placeres inciertos, parciales, inmediatos, jamás pospuestos, que sólo terminan con la muerte.


Entonces, al morir, nos damos cuenta de que siempre estuvimos muertos.

Diana no. Así como enfurecía a las comadres de Beverly Hills porque nadie sabía nunca con quién se acostaba en una ciudad donde todas lo proclamaban, hacerlo, ahora, me constaba a mí, era un acto pleno, querido, no accidental, y sin embargo, no sé por qué lo sentí así, peligroso. Me dije, al caer la tarde y recordando el placer de hacer el amor con Diana, que no nos hacíamos ilusiones, ni ella ni yo. Nuestra relación era pasajera. Ella estaba aquí para filmar una película, yo era el favorecido de una fiesta de Año Nuevo. Pasajera, pero no gratuita, no un pis aller, un a falta de otra cosa, o como expresivamente se dice en México, un peor-es-nada. Peoresnada, ninguno, Don Nadie, pelagatos. Los mexicanos y los españoles nos deleitamos en negar o rebajar la existencia del otro. Los gringos, los anglosajones en general, son mejores que nosotros al menos en eso. Se preocupan más por el de al lado, se conciernen más que nosotros. Por eso, quizás, son mejores filántropos. Nuestra crueldad hidalga, vestidos de negro y con la mano sobre el pecho, es más estética, pero más estéril. Me intrigaba conocer en Diana precisamente, la calidad interna de la crueldad, de la destrucción, en una mujer, lo sabíamos todos, tan solidaria, tan entregada a causas liberales, nobles, compasivas. Su nombre aparecía en todos los manifiestos contra el racismo, por los derechos civiles, contra la OAS y los generales fascistas de Argelia, por la protección de los animales… Hasta tenía una sudadera con la efigie del icono supremo de los sesenta, el Che Guevara, convertido, con su muerte brutal en 1967, en Chic Guevara, el salvador de todas las buenas conciencias del llamado Radical Chic europeo y norteamericano, esa capacidad occidental de encontrar paraísos revolucionarios en el tercer mundo y, en sus aguas lústrales, lavarse de sus pecados de egoísmo pequeño burgués… Qué duda cabía.

Ernesto Guevara, muerto, tendido como el Cristo de Mantegna, era el cadáver más bello de la época que nos tocó. Che Guevara era el Santo Tomás Moro del Segundo (o Enésimo) Descubrimiento Europeo del Nuevo Mundo. Desde el siglo XVI, somos la Utopía donde Europa puede lavarse de sus pecados de sangre, avaricia y muerte. Hollywood era la Sodoma norteamericana que enarbola banderas revolucionarias para disfrazar sus vicios, su hipocresía, su hambre de lucro puro y simple. ¿Era distinta Diana, o era una más de esa legión de utopistas californianos, pasada, además, gracias a su marido, por el alambique del sentimentalismo revolucionario francés?

Nunca dejé de pensar estas cosas. Pero el encanto, la seducción, la infinita capacidad sexual de Diana, me embriagaban, me intrigaban, abolían mi capacidad de juicio. Después de todo, me dije, ¿qué puedo criticarle a ella que no pueda, antes, criticarme a mí mismo? Hipócrita actriz, mi semejante, mi hermana. Diana Soren.

Yo tenía en la boca un sabor de durazno. Reconozco que antes de esa noche desconocía el uso de untos vaginales con sabor a frutas. Iría descubriendo, en las noches siguientes, sabores de fresa, de pina, de naranja, recordando los helados que de niño me gustaba lamer en una maravillosa nevería de la ciudad llamada La Salamanca, donde las frutas mexicanas, tan singulares, se convertían en nieves sutiles, vaporosas, derretidas en su plenitud misma al tocar nuestras lenguas y paladares, entregando su plenitud en el instante de evaporarse. Imaginaba a Diana con los sabores de mi infancia en su vagina, mamey, guayaba, zapote, guanabana, mango… Ella hacía un uso maravilloso, y para mí, desde ahora, imaginable, de un producto comercial excéntrico, la crema vaginal con sabor a fruta…En cambio, nada podía mi imaginación contra la ropa interior que ella guardaba en los cajones del hotel. No intentaré describirla. Era indescriptible. Era una incitación, un regalo, una locura. La calidad de los encajes y las sedas, la manera de entretejerse, abrirse y cerrarse, revelar y ocultar, imitar y transformar, parecerse y desaparecerse, contrastaban maravillosamente con esa simplicidad guerrera, andrógina, que ya noté: Diana la santa combatiente, Diana la gamine parisina. Me censuré a mí mismo. Ella odiaba esa palabra. Desolé.

Lo que provocaba un vistazo sobre esos cajones (porque algo me impedía tocar sus contenidos, deleitarme en sus texturas) era ver y tocar y deleitarse en la carne que se podía ocultar detrás de semejantes delirios. Qué maravilla: una muchacha vestida de playera y pantalones de mezclilla azul; y debajo de este atuendo popular, las intimidades de una diosa. ¿Cuál? Ella misma me dio la clave la segunda noche de nuestro amor. La primera, me había guiado secretamente hacia su ropa interior sentándose en mis rodillas y cambiando de voz, diciéndome al oído con vocecita infantil, levántame mi faldita, ¿verdad que me vas a levantar mi faldita?, ¿no me vas a tocar mis calzoncitos?, tócame por favor mis calzoncitos, amor, te lo ruego, por lo que más quieras, levántame la faldita y quítame los calzoncitos, no tengas miedo, tengo diez años pero no se lo voy a decir a nadie, dime qué tocas, amor, dime qué sientes cuando me levantas la faldita y me tocas el gatito y luego me quitas los calzoncitos.

La segunda noche, desnuda, tirada sobre la cama, evocó otros espacios, otras luces. Estaba en el auditorio de su escuela en Iowa, el High School. Era de noche. Afuera, había nevado. Todo el día, estuvieron ensayando los villancicos y las pastorelas para la fiesta de Navidad. Ella y él se quedaron solos para ensayar un poco más. La noche de diciembre se adelanta, cae de pronto, azul y blanca. Había un tragaluz en el auditorio. Recostados los dos mirando hacia arriba, veían pasar las nubes. Luego ya no hubo nubes. Sólo hubo luna. La luna los iluminó. Ella tenía catorce años. Fue la primera vez que hizo el amor completamente, virginalmente, con un hombre…

Entonces supe qué diosa era o más bien, cuáles diosas, porque era varias. Era Artemisa, hermana de Apolo, virgen cazadora cuyas flechas adelantaban la muerte de los impíos; diosa de la luna. Era Cibeles, patrona de los orgiastas que en su honor se castraban a la luz de la luna, rodeando a la diosa flanqueada por leones, que así dominaba a la naturaleza. Portaba una corona de torres. Era Astarté, la diosa nocturna de Siria que con la luna a sus órdenes movía las fuerzas del nacimiento, la fertilidad, la decadencia y la muerte. Era, finalmente, sobre todo, Diana su propio nombre, una diosa que por único espejo admite un lago donde se reflejen, idénticos, ella y su orbe tutelar, la luna. Diana y su pantalla. Diana y su cámara. Diana y su sacrificio, su celebridad, sus flechas subiendo y bajando en el medidor inapelable de la taquilla.

Era Diana Soren, una actriz norteamericana que vino a México a hacer en unas montañas espectaculares cerca de la ciudad de Santiago una película de vaqueros que empezaba a filmarse mañana mismo, día 2 de enero, en el foro 6 de los Estudios Churubusco de la ciudad de México.

En el estudio, dejaba de pertenecerme. Se adueñaban de ella las peinadoras, las maquillistas, las vestidoras. Sus verdaderos afeites, sin embargo, Diana sólo se los confiaba a Azucena, su secretaria, dama de compañía, cocinera y masajista catalana. Esa primera mañana en el set, marginado, me divertí mucho explorando los untes empleados por Azucena para embellecer a Diana. Mi boca me sabía siempre a durazno. A mi Juana de Arco le untaban fórmulas que hubiesen conducido directamente a la hoguera a las brujas medievales que se atreviesen a proporcionárselas, secretamente, a las mujeres urgidas, insatisfechas, de todas las aldeas de Brabante, Sajonia y Picardía. Una gelatina concentrada, anticapitosa y multiadelgazante, aplicable cotidianamente sobre el vientre, las caderas y las nalgas hasta penetrar por completo sus biomicroesferas; un transdifusor adelgazante basado en sistemas osmo-activos de difusión continua; una crema restructurante y liporeductora para combatir las grasas de la piel; una mousse exfoliadora, translúcida, rosada, para eliminar las células muertas; un ungüento de aguacate y caléndula para suavizar los pies, una mascarilla de tuétano de buey… ¡Dios mío! ¿Servían para algo todos esos menjurjes? ¿Sobrevivían a una noche de amor, una parranda, un regaderazo, un discurso político en el PRI? ¿Sólo aplazaban lo que todos veíamos, un mundo de mujeres gordas, arrugadas, con celulitis? ¿Enmascaraban los ungüentos a la muerte misma? Y sólo entonces, preparada ella por todas estas brujerías, rodeados ambos del bullicio de un set cinematográfico, aislados en la intimidad del camerino sobre ruedas, nos entregábamos gozosos al amor exigente, inagotable, de Diana, cubierta de bálsamos pero pidiendo ser usada, úsame, me decía, gástame, quiero ser usada por ti; ¿tendría yo el sentido refinado de los límites, para no pasar del uso al abuso? Ella me impedía saberlo. No había conocido a mujer más exigente pero más entregada también, embarrada de untos etéreos, perfumados, sabrosos, sin los cuales, Diana, yo ya no sabría vivir.

El amor es no hacer otra cosa. El amor es olvidarse de esposos, padres, hijos, amigos, enemigos. El amor es eliminar todo cálculo, toda preocupación, toda balanza de pros y contras.

Empezaba con la escena de las rodillas y el calzoncito.

Culminaba con la memoria del auditorio, la tierra nevada y la luna pasando por el tragaluz. Cogía sin cesar.

– Un día -se reía con excelente humor- estaré en estado de subjetividad total. Es decir, muerta. Ámame ahora.

– O mientras tanto…

Me invitó a seguirla a la locación en Santiago. Dos meses. El estudio le tenía alquilada una casa. No la había, visto, pero si yo iba con ella, seríamos felices.

Nos separamos. Ella se adelantó. Yo decidí seguirla, preguntándome si bastarían la literatura, el sexo y mucho entusiasmo. A Luisa le dejé una nota pidiendo perdón.

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