XXIX

La cara de Azucena me dio mala espina. Ella nunca demostraba nada. Sus emociones me eran desconocidas. Hablábamos a veces, muy cordialmente, como he dicho. Nos unía la lengua. Ciertos versos que todos aprendimos en las escuelas de habla española. "Ayer se fue. Mañana no ha llegado."

Yo la respetaba, como también he dicho, por su dignidad, su orgullo en hacer bien lo que le tocaba hacer bien en este mundo. En el mundillo de Hollywood trasplantado a Santiago, ella era la única, finalmente, que ni se compadecía a sí misma ni vivía devorada por el afán de ascenso. Era superior a su ama. No quería ser otra. Era otra. Era ella.

Ahora me recibió en la casa iluminada a medias, extrañamente silenciosa, con un mohín desacostumbrado, en el que tardé en descubrir una actitud de simpatía, de afecto, de solidaridad con la otra persona hispánica de la casa. Por un minuto, me sentí perfectamente melodramático, como el poeta Rodolfo preguntándole a sus compañeros de la bohemia por qué van y vienen en silencio, por qué lloran. Mimí ha muerto. Azucena disimulaba, sin quererlo, seguramente, algo parecido a un anuncio fúnebre.

– ¿Diana? -pregunté, como lo hubiese hecho en voz alta, sólo que ahora casi en susurro, como si temiese interrumpir una novena a la Virgen.

– Aguárdala aquí. Ya viene -dijo Azucena y me invitó a esperar en la sala.

Caía la noche. Lew Cooper no estaba, como era su costumbre, en la barra preparándose un coctel, autorizado por el rudo trabajo en exteriores. La puerta de la recámara estaba cerrada. Pero allí estaba mi ropa, y en el baño mis pastas de dientes italianas. Me dirigí, impaciente, enojado, al rincón de la galería donde estaba dispuesta mi máquina de escribir, mis papeles y libros. Alguien había introducido el orden en ellos. Todo estaba apilado en montoncitos perfectamente simétricos.

Me volví a buscar a Azucena, para reclamar esta violación de mi creatividad. En vez, allí estaba, dividida por la luz de la galería al caer la noche, mitad luz, mitad sombra, perfectamente partida en dos, como un cuadro femenino de Ingres, mi amada, Diana Soren. Avanzó hacia mí, separada de sí misma por la luz, sin cederle nunca un ápice de su persona luminosa a su persona sombría, ni algo de ésta a aquélla. Era tal el contraste que hasta su pelo rubio, corto, parecía blanco del lado del ventanal y negro del lado de la pared. El encanto era roto por el atuendo. Con una bata acolchada, color de rosa, abotonada hasta la garganta, totalmente doméstica, y un par de zapatillas felpudas, Diana Soren parecía un hongo invertido, una tachuela ambulante…

No fue esto -ni la magia de su aparición entre la luz y la sombra, ni el ridículo con que califiqué, instintivamente, su apariencia- lo que me impidió acercarme a tomarla en mis brazos, a abrazarla y besarla como siempre. No llegó hasta mí. Se detuvo y tomó asiento en un sillón de ratán, el objeto más imperial de esta casa desnuda de pretensiones, y me miró intensamente. Yo tomé asiento en mi silla de paja frente a la mesa de trabajo y me crucé de brazos. Quizás Diana había leído mi pensamiento. Quizás imaginaba, como yo, cómo iba a terminar nuestro amor y qué le iba a seguir. Pensaba comunicarle, antes que nada, la inutilidad de mi viaje a México. No averigüé nada de la supuesta amenaza de la FBI que me insinuó el general Cedillo. Iba a decírselo pero ella se adelantó, precipitada, brutal.

– Perdóname. Tengo otro amante.

Dominé mi azoro, dominé mi rabia, dominé mi curiosidad…

– ¿En los Estados Unidos? -pregunté sin atreverme a mencionar mis indiscreciones telefónicas.

– Otro hombre está viviendo aquí.

– ¿Quién? -le pregunté sin atreverme ahora, a pensar en El Retorno de Clint Eastwood y diciéndome, por lo menos, que a un Pantera Negra no lo dejarían pasar la frontera. ¿El stuntman? Me reí de mí mismo por pensarlo siquiera. Me reí aun más con la posibilidad extrema del viejo Lew Cooper durmiendo en mi cama, al lado de Diana.

– Carlos Ortiz.

– ¿Carlos Ortiz?

– El estudiante. Lo has visto aquí en la ciudad. Dice que te conoce, te admira y ha hablado contigo.

– Qué tal si me odiara y me negara la palabra -traté de sonreír.

– Perdón.

– No se trata de perdonar. Se trata de hablar.

– No me gusta dar explicaciones.

Me puse de pie, encabronado. -Se trata de hablar.

– Si quieres.

– ¿Por qué, Diana? Creí que éramos muy felices.

– También sabíamos que se iba a acabar.

– Pero no así, de repente, antes de tiempo, antes de que terminara la filmación y con un muchacho…

– ¿Más joven que yo?

– No, eso no importa.

– ¿Entonces qué importa? ¿Herirte a ti, humillarte, crees que eso me gusta?

– No cumplir nuestro amor, no agotarlo, eso…

– No creo que nos faltara nada ya.

– Diana, yo te ofrecí todo lo que pude, seguir juntos si lo querías, ir juntos a una universidad -dije estúpidamente, ofuscado por una vaga sensación de ceguera sentimental repentina.

Con razón me contestó ella así, brutalmente, sin sentimentalismo.

– No seas ingenuo. ¿Yo pasarme la vida en un pueblito de mierda, cubierto de hiedra, pero hecho de nada? Estás loco.

– ¿Por qué, porque vienes huyendo de otro pueblito, porque no quieres nunca darte a ti misma la oportunidad, el chance, sabes, de regresar a tu casa y volver a salir de allí, renovada?

– Querido, deliras. Yo me sentía ahogada en ese pueblo, Hubiera salido de allí como fuera.

La interrogué con ternura. Creo que lo sintió porque añadió algo que me gustó; dijo que no la malinterpretara, en Jeffersontown se sentía ahogada no sólo por la pequeñez del pueblo, sino por la inmensidad de la naturaleza que la rodeaba. Era un mundo inaprensible.

– ¿Y en el mundo que escojiste, -le pregunté-, te sientes protegida? ¿Nunca sabrás quién eres, Diana? ¿Tienes que estar protegida por otros, por la secta, por la gente bonita, el jet set, los panteras negras, los revolucionarios, quien sea con tal de que haya ruido, llanto, alegría, bullicio y pertenencia, eso es lo que quieres, eso es lo que yo no te doy, sentado en un rincón escribiendo horas enteras?

Estaba haciendo el ridículo. No me controlaba. Caía en todo lo que detestaba. Merecía la respuesta de Diana.

– Yo sé quién soy.

– ¡No sabes! -le grité-. Ése es tu problema. Te oí hablar por teléfono con el negro. Quieres ser otra, quieres asimilarte al sufrimiento de los demás para ser otra. Crees que nadie sufre más que un negro. ¿Cuándo vas a descubrir, pendeja, que el sufrimiento es universal, incluso blanco?

– Carlos me lo está enseñando.

– ¿Carlos? -dije como un eco no sólo de mi propia voz, sino de mi propia alma, incapaz de decirle a Diana que acababa de verlo, herido, en una manifestación en el centro de la ciudad.

– Te había leído -dijo Diana fríamente.

– ¿Él? Ya lo dijiste.

– No: yo. Creí que eras un revolucionario de verdad. Alguien que pone sus actos donde pone sus palabras. No es cierto. Escribes pero no haces. Eres como los liberales gringos.

– Estás loca. No entiendes nada. La creación es un acto, el único acto. No tienes que morirte para imaginar la muerte. No tienes que ser encarcelado para describir lo que es una prisión. Y de nada sirves fusilado, asesinado. Ya no escribes más libros.

– El Che fue a que lo mataran.

– Era un mártir, un héroe. Un escritor es algo mucho más modesto, Diana -le iba diciendo, exasperado, pero ahora, posiblemente, dueño de mis razones.

– Carlos es capaz de subir a una montaña a luchar. Tú no.

– ¿Y eso qué tiene que ver contigo? ¿Lo vas a seguir? ¿Vas a ser su soldadera?

– No. Su base está aquí. Aquí lucha. Nunca me seguirá.

– ¿Eso es lo que te resulta cómodo, verdad? Saber que ese pobre muchacho no te seguirá. A menos que deje de ser guerrillero y se convierta en gigoló. Pobre Diana. ¿Quieres ser otra? ¿Quieres ser la partera de la revolución universal? ¿Quieres el papel de Juana de Arco casada con Malcolm X? Déjame decirte algo. Trata de ser una buena actriz. Ése es tu problema, querida. Eres una actriz mediocre, blanda y quieres compensar tu mediocridad con todas las furias de tu persona diaria. ¿Por qué no haces en serio los papeles que te toca interpretar en el cine? ¿Por qué los rechazas y asumes los personajes de los que sólo has oído hablar?

– No entiendes nada. A ti yo ya te tuve.

– Un mes, tres semanas y cuatro días…

– No, ya te conozco, ya sé quién eres, lo debí saber desde el primer momento, me dejé arrastrar por la imaginación de que eras distinto, acción y pensamiento, como Malraux…

– Por Dios, ahórrame las comparaciones odiosas…

– Ingenuo. Sólo me ofreces decencia. Ingenuo. Decente. ¡Y culto!

– Puros defectos, ya ves…

– No, admiro tu cultura. De verdad. Sólida base, qué duda cabe. Muy sólida. Clásica, profesor, clásica.

– Gracias.

– En cambio este muchacho… -dijo con una ferocidad que no le conocía, un salvajismo alucinante, como si finalmente me mostrara el lado oculto de la luna-. Este muchacho tiene todo mal, huele mal, tiene los dientes podridos, necesita ir a un dentista, no sabe comer, no tiene ningún refinamiento, es rudo, temo que me golpee, y por todo eso me gusta, por todo eso me resulta irresistible, ahora necesito un hombre que no me gusta, un hombre que me devuelva al gutter, al albañal, al desaguadero, que me haga sentir nadie, que me obligue a luchar de nuevo, a salir desde abajo, a sentir que no tengo nada, que me hace falta ganarlo todo, que me haga correr la adrenalina…

Corrí a abrazarla. No lo resistí más. Estaba llorando y se abrazó con fuerza a mí, pero no dejó de hablar, entre sollozos, estás loco, no busco a un negro, o a un guerrillero, busco a alguien que no sea como tú, aborrezco a la gente como tú, decente y culta, no quiero a un autor famoso, decente, refinado, occidental por muy mexicano que se crea, europeo como mi marido, eres mi marido de vuelta, la repetición de Iván Gravet, otra vez lo mismo, me aburre, me aburre, me aburre, por lo menos mi marido sí luchó en una guerra, sí vino huyendo de Rusia, perseguido por judío, por niño, por pobre, ¿tú de qué has huido?, ¿qué te ha amenazado?, siempre has tenido la mesa puesta, y siempre has estado corriendo detrás de mí, tratando de alcanzarme, de alcanzar mi imaginación… ¡Eres mi marido de vuelta, sólo que Iván Gravet es más famoso, más europeo, más culto, más refinado, mejor escritor que tú!

Agarró aire, tragó sus propias lágrimas.

– No tolero a un hombre como tú.

Se separó. Me dio la espalda. Caminó hasta la barra. La seguí. Se preparó un highball con manos temblorosas. Me habló dándome la espalda.

– Perdón. No quería herirte.

– Mejor bebe. No te preocupes -le dije poniendo mi mano sobre su hombro; error.

– No. No me toques.

– Te voy a extrañar. Voy a llorar por ti.

– Yo no -me dio la mirada final, la junta de todas sus miradas, los ojos alegres, cansados, alumbrados, desiertos, fugaces, huérfanos, memoriosos, altruistas, conventuales, prostibularios, afortunados, desgraciados, muertos.

Pestañeó repetidas veces, de una manera extraña, onírica, casi de loca, y dijo esto:

– No llores por mí. Dentro de diez años, tu gamine será una vieja de más de cuarenta años. ¿Qué vas a hacer con un tordo de nalgas anchas y piernas cortas? Dale gracias a Dios de que te sales a tiempo. Cuenta tus bendiciones y corta tus pérdidas. Adiós. Desolé.

Desolé.

Azucena me ayudó a recoger mis cosas. Sacó de la recámara mi ropa. Le pregunté con la mirada si el estudiante estaba allí. Nos entendíamos sin hablar. Negó con la cabeza. No hacía falta que me ayudara. Lo hacía con buena voluntad, para que no me sintiera solo, o corrido, o engañado, o mal visto por ella, en último caso. También ella sabía que no necesitaba su ayuda; le hice sentir que se la agradecía. Cambiamos pocas palabras, mientras guardábamos en mis dos maletas de documentos los libros, los papeles, las plumas, y yo cubría cuidadosamente la máquina de escribir.

– Ella también fue debutante. Le gusta ayudar a los que empiezan.

Me reí.

– La partera de la revolución, ya se lo dije.

– Vive muy angustiada. Tómalo en serio. Se siente perseguida.

– Creo que tiene razón. A ratos creía que era puritita paranoia. Empiezo a creer que tiene razón. El muchacho sólo le va a complicar la vida.

– A Diana le gusta el riesgo. Tú no se lo dabas.

– Ya me lo hizo saber. Dile que se cuide. No pude hacer nada por ella en México. Ojalá que disfrute mucho su nuevo amor.

Azucena suspiró.

– Una mujer bella no busca la belleza en su compañero.

Me pareció un comentario cruel dicho por ella. Imaginé los papeles cambiados. Azucena y un hombre guapo. La ecuación era injusta. Una vez más, el que ganaba era el hombre. Nunca la mujer.

En el pasillo, me crucé con Lew Cooper. No me dijo nada. Sólo gruñó.

Azucena salió corriendo a la calle y me entregó algo.

– Se te olvidaba esto.

Era un tarro de mermelada lleno de pelos.

Загрузка...