XIII

En momentos míos muy tiernos, muy vulnerables, que creía compartir con Diana, invistiéndola de todas esas calidades, si lo eran, o indefensiones, como resultaron serlo, le proponía que lo dejara todo, que se viniera conmigo a uno de los puestos universitarios norteamericanos que a veces me ofrecían. Nunca había enseñado en una universidad gringa. Imaginaba algo así como un remanso bucólico rodeado de lagos, bibliotecas cubiertas de hiedra y buenas papelerías, que es mi razón máxima de atracción hacia el mundo anglosajón. Siento una angustia profesional en los países latinos; la baja calidad del papel, que es mi instrumento de trabajo, es una negación comparable a la de un pintor desprovisto de pinturas, o armado de pinceles pero ayuno de telas. La tinta se escurre por un cuaderno hecho en México; el papel español es propio de una antigüedad mercantil o contable salida de las novelas de Pérez Galdós, primo del ábaco y hermano del pergamino, y en Francia una empleada malencarada cierra el paso al escritor curioso de oler, tocar, sentir la proximidad del papel.

En cambio, en el mundo anglosajón el papel es suave como seda, la variedad de los instrumentos colorida, extensa, bien clasificada. Entrar a una papelería en Londres o Nueva York es penetrar a un paraíso de frutos escribaniles, plumones que vuelan como azores, tableros que sujetan con la ductilidad de una mano enamorada, clips que son broches de plata, carpetas que son protocolos, etiquetas que son cartas credenciales, cuadernos que son deuteronomios… Durante años, viajé a México cargado de cuadernos de papel satinado para que mi amigo Fernando Benítez pudiera escribir cómodamente sus grandes libros sobre las supervivencias indígenas de México, cómoda y sensualmente. A Benítez la ley de exclusión ideológica del macartismo le impedía entrar a los Estados Unidos, ni siquiera para comprar buenos cuadernos de trabajo. Pero ésa es otra historia. José Emilio Pacheco, el poeta mexicano, dice que lo primero que hace antes de comprar un libro es abrirlo al azar y meter la nariz entre sus páginas. Ese olor magnífico, comparable al que se puede hallar entre los senos o entre las piernas de una mujer, se multiplica por mil en las estanterías de las grandes bibliotecas universitarias de los Estados Unidos. Ahora yo la invitaba a Diana, sin demasiada seriedad, lo admito, con una especie de entusiasmo indefenso, lo repito, si quieres podemos vivir juntos en una universidad, tú puedes salir a filmar…

Ella me interrumpía: -Sería mejor que Santiago.

Yo le agradecía las notitas que me hacía llegar desde la locación en las montañas, todos los días, mientras yo escribía mi oratorio. La mejor de ellas (la que conservaré siempre), decía: "Mi amor: Si logramos sobrevivir a este lugar, somos invencibles. ¿Qué puede separarnos? Te quiero". Pero ahora dijo que sí, vivir en un campus universitario americano podría ser bonito. Ella, todos los años, regresaba a su pueblo en Iowa a conmemorar el Día de Acción de Gracias, ese Thanksgíving que sólo los gringos celebran. Les recuerda su inocencia; esto es lo que en realidad celebran. Evocan el año cumplido por los fundadores puritanos de la colonia de Massachussets, llegados a la roca de Plymouth en 1620, huyendo de la intolerancia religiosa en Inglaterra. Yo los llamo, para hilaridad de algunos amigos, los primeros espaldas mojadas de los Estados Unidos. ¿Dónde estaban sus visas, sus tarjetas verdes? Los puritanos eran trabajadores inmigrantes, igualito que los mexicanos que hoy cruzan la frontera sur de los Estados Unidos en busca de trabajo y son recibidos, a veces, a palos y a balazos. ¿Por qué? Porque invaden con su lengua, su comida, su religión, sus brazos, sus sexos, un espacio reservado para la civilización blanca. Son los salvajes que regresan. En cambio, los puritanos gozan de la buena conciencia del civilizador. Roban tierras, asesinan indios, decretan la separación sexual, impiden el mestizaje, imponen una intolerancia peor que la que dejaron atrás, cazan brujas imaginarias y son, sin embargo, los símbolos de la inocencia y de la abundancia. Un gran pavo relleno de manzanas, nueces, especies y rociado de salsa espesa confirma a los Estados Unidos, cada mes de noviembre, en la certidumbre de su destino doble: la Inocencia y la Abundancia.

– ¿A eso regresas todos los años?

Dijo que ese sí que era su mejor papel. Pretender que seguía siendo una muchacha sencilla del campo. No le costaba mimar sus valores de clase media. Los mamó, creció con ellos.

– Es el papel que esperan de mí mis padres. No me cuesta. Te digo que es mi mejor papel. Merecería un Osear por lo bien que sé representarlo. Vuelvo a ser la chica de la casa de al lado. La vecina. Tienes razón.

Sus ojos se velaron de nostalgias.

– Donde quiera que esté, el último jueves de noviembre regreso a mi pueblo natal y celebro el Día de Acción de Gracias.

– ¿Cómo lo toman ellos? Tus padres.

– Sirven vino. Es la única vez que lo hacen. Creen que si sirven vino, estaré contenta, no extrañaré París. Me ven como una mujer extraña, sofisticada. Yo les hago creer que soy la misma chica pueblerina de siempre. Ellos sirven vinos franceses. Es su manera de decirme que saben que soy distinta y que ellos, en cambio, siempre son los mismos.

– ¿Ellos te creen? ¿Tú crees que te creen?

– Vamos a jugar scrabble. Apenas son las ocho

de la noche.

Inventamos diversos juegos de salón para pasar las noches. El más socorrido era el juego de la verdad. La consecuencia de mentir era un placer: darle un beso al mentiroso. Era mejor decir la verdad y guardarse los besos para la noche. Pero Cooper, el viejo actor, estaba solo y sin embargo no deseaba besar o ser besado.

La pregunta esta noche era una que yo propuse: ¿Por qué frenamos nuestras grandes pasiones?

¿Qué quieres decir, preguntó el actor, que si no las frenamos volveríamos a la ley de la selva? Eso ya lo sabemos, dijo con un gesto agrio de la nariz y los labios torcidos, muy característico de sus papeles en el cine.

No, me expliqué; les pido que muy personalmente declaren por qué, en la mayoría de los casos, cuando se presenta la oportunidad de vivir una gran pasión personal la dejamos pasar, nos hacemos tontos, parecemos, a veces, ciegos, ante la oportunidad mejor de empeñarnos en algo que nos dará una satisfacción superior, una…

– O una insatisfacción profunda -dijo Diana. -También es cierto -dije yo-. Pero vamos

por partes. Lew.

– Okey, no diré que toda gran pasión nos devuelve al estado animal y rompe las leyes de la civilización.

Pero ocurre a cada rato, desde el sexo con nuestra mujer hasta la política. Quizás el temor más secreto es que una pasión ciega, irreflexiva, nos saque del grupo al que pertenecemos, nos haga culpables de traición…

El viejo estaba hablando con dolor. Lo interrumpí, sin darme cuenta de que violaba mi propia premisa. No le dejaba entregarse a su pasión porque sentí que la estaba personalizando, identificando demasiado con su propia experiencia… Diana me miró curiosamente, sopesando mi propensión a los buenos modales, a evitar fricciones…

– ¿Lo dices por el sexo, te refieres a la pasión sexual?

No, me dijo Cooper con la mirada. -Sí. Eso es. La pasión nos saca del grupo familiar. Puede violar la endogamia. Endogamia y exogamia. Ésas son las dos leyes fundamentales de la vida. El amor con el grupo o fuera de él. El sexo adentro o afuera. Decidir eso, saber si la sangre se queda en casa o se vuelve vagabunda, errante, eso es lo que nos impide seguir la gran pasión. O nos lanza de cabeza al abismo de lo desconocido. Necesitamos reglas. No importa que sean implícitas. Tienen que ser seguras, claras para nuestro espíritu. Te casas dentro del clan. O te casas fuera de él. Tus hijos serán de nuestra familia o serán extraños. Te quedarás aquí junto al hogar de tus abuelos. O saldrás al mundo.

– Ustedes han salido al mundo -les dije a los dos norteamericanos-. Los mexicanos nos hemos quedado adentro. Incluso les regalamos medio país a ustedes porque no lo poblamos a tiempo.

– No te preocupes -rió Diana-. Pronto California volverá a ser de ustedes. Todo mundo habla español.

– No -le dije-. Contesta a la pregunta del juego.

– Tú primero. Las damas al final -se acurrucó en sí misma como un gato de Angora. Nunca fueron más profundos, más prometedores, los hoyuelos de sus mejillas.

– Yo confieso que me da miedo que una pasión me quite el tiempo que necesito para escribir. He dejado pasar muchas ocasiones de placer porque he previsto las consecuencias negativas para mi literatura.

– Dilas -más hoyuelos que nunca, casi impúdicos.

– Celos. Dudas. Tiempo. Vueltas y más vueltas. Lugares de cita. Confusiones. Malentendidos. Mentiras. -Todo lo que le quita pasión a la pasión -Diana agitó cómicamente su cabeza rubia.

– No hay mujer que no puedas conquistar si le dedicas tiempo y halago. Importan más que el dinero o la belleza. Tiempo, tiempo, la mujer es devoradora del tiempo del hombre, eso es todo. Dedicarles mucho tiempo.

– Nosotros no perdimos el tiempo. Nos vimos y ya -dijo Diana como si estuviese bebiendo una copa invisible-. Tú y yo.

– Tengo terror de quedarme sin tiempo para escribir -continué-. Escribir es mi pasión. Todo escritor nace con el tiempo contado. Desde el momento en que se sienta a escribir, inicia una lucha contra la muerte. Todos los días, la muerte se acerca a mi oreja y me dice: Un día menos. No tendrás tiempo.

– Hay algo peor -dijo Cooper-. Un amigo científico de UCLA me dijo que llegará el día en el que, al nacer, te podrán decir, primero, de qué vas a morir y, segundo, cuándo vas a morir. ¿Vale la pena vivir así?

– Ése es otro juego, Lew. Esa pregunta la haremos mañana -me reí-. Nos quedan muchas largas noches en Santiago, sin cine, sin televisión, sin restoranes decentes…

Miré a los ojos de Diana, implorando, no afirmando, muchas noches por delante, pero mis ojos no disolvieron la mirada de desengaño en los suyos. Dije la verdad. ¿Merecería un beso esa noche? ¿Me besaría Diana para decirme: Mentiste? Me prefieres a mí. Lo dejas todo por mí. Tus mañanas de escritor son una farsa. Vives para amarme de noche. Yo lo sé. Yo lo siento. Todo lo que escribas aquí será una mierda porque tu pasión no estará allí, estará entre mis sábanas, no entre tus páginas.

– Deberíamos hacerlo -dijo Diana.

Lew y yo la miramos sin entenderla. Entendió.

– Nada debe impedirnos una pasión. Absolutamente nada. Dame algo de beber.

Lo hice mientras ella decía que la vida nunca es generosa dos veces. Hay fuerzas que se presentan una vez, nunca más. Fuerzas, repitió cabeceando varias veces, mirándose las uñas pintadas de los pies desnudos, la barbilla apoyada en las rodillas. Fuerzas, no oportunidades. Fuerzas para el amor, la política, la creación artística, el deporte, qué se yo. Pasan una sola vez. Es inútil tratar de recuperarlas. Ya se fueron, enojadas con nosotros porque no les hicimos caso. No quisimos a la pasión. Entonces la pasión no nos quiso tampoco.

Se soltó llorando y la tomé en brazos, cargándola hasta la cama. Era del tamaño de una niña.

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