XXXVI

Sólo fui a Iowa muchos años más tarde, durante una gira de conferencias por el Medio Oeste norteamericano. Cuando ella me pedía, "ayúdame a recrear mi pueblo", yo le decía que no, "yo no tengo nada que ver con eso". "Lo has visto en mil películas", reía ella, conociendo mi afición erudita por el cine. Por eso sabía -le dije- que el pequeño poblado que se ve en las películas es siempre el mismo, existe para siempre en los estudios de la MGM y es donde Mickey Rooney enamoró a todas las chicas del High School y puso obras de teatro en el granero. Calle central y sus signos: barbería, fuente de sodas, Woolworth's, el periódico local, la iglesia y el municipio, sustituyendo a la cárcel, el bar y el prostíbulo de la época heroica. Le dije que todo esto que ella y yo creíamos cierto porque lo vimos con nuestros ojos en la pantalla, era un mito inventado por emigrados judíos de la Europa Central que querían proponer, con gratitud, la imagen ideal de unos Estados Unidos perpetuamente bucólicos, pacíficos, inocentes, donde los niños andaban en bicicleta por las calles repartiendo periódicos, los novios se tomaban de la mano en las mecedoras de los porches y el universo era una inmensa pelusa perfectamente cortada, perfectamente abierta y sólo limitada, acaso, por la misma cerca blanca que un día pintó Tom Sawyer.

Cuando mis amigos de la Universidad de Madison me llevaron a Iowa en 1985, descubrí que el mito era cierto, aunque resultaba imposible saber si el pueblo había imitado a Hollywood, o Hollywood era más realista de lo que uno suponía. El tribunal presidía la vida de Jeffersontown: un edificio neo-helénico con cornisas y estatuas ciegas deteniendo las escalas de la justicia. La Calle Principal era lo perfectamente esperado, edificios bajos de ambos lados de la arteria, zapaterías, farmacias, un Kentucky Fried con el omnipresente Coronel Sanders, un MacDonald's y un bar.

– La secundaria. No dejes de contarme sobre la secundaria -decía ella.

– Pero si nunca he estado, no tengo nada que ver con eso, ¿cómo quieres…?

Los muchachos se siguen reuniendo en el bar a beber cerveza. Son muchachos altos y fuertes. Hablan de lo que hicieron ese sábado que yo estuve en el pueblo natal de Diana. Salieron a cazar mapaches. Era el deporte favorito de los jóvenes del pueblo. Ese animal carnívoro, de origen americano, tiene un difícil nombre algonquin, "arouchgun", y despliega una prodigiosa actividad nocturna. Tiene una piel gris-amarilla, una cola con anillos negros, pequeñas orejitas erectas, y manos casi humanas, delgadas como las de un pianista. Pero su rostro es su máscara negra, veneciana, disfrazándolo para que con más facilidad trepe árboles, se lo coma todo, lave su comida antes de ingerirla y, disfraz sobre disfraz, haga su guarida en los huecos de los árboles. Mapache enmascarado: duerme en invierno, pero no inverna. Entrega sus literas de hasta media docena de mapachitos en sólo sesenta días. De jovencito es simpático y juguetón; de viejo, irascible como un abuelo solitario. Lo come todo, huevos, maíz, melones. Es el azote de los agricultores, que lo persiguen. Los viejos mapaches cascarrabias saben escapar. Caen más fácilmente los jóvenes. Pero, joven o viejo, se vuelve salvaje al ser acorralado. Es temible en el agua; puede ahogar a su adversario.

El mapache abunda en las colinas, montes y praderas de Iowa, que es una tierra negra, feraz, de inmensos pastizales que se han estado pudriendo durante millones de años. Los muchachos pasaron la semana ocupados en cosas a veces placenteras, a veces desagradables. Las matemáticas son demasiado abstractas, la geografía demasiado concreta aunque ajena, ¿a quién le importa dónde está México, Senegal, Manchuria?, ¿quién vive allí?, ¿acaso alguien vive allí?, dagos, chinks, kykes, niggers, spiks, ¿tú has visto alguna vez alguien que venga de allí? En cambio la farmacia era el lugar de citas, los amores se iniciaban compartiendo una coca cola de cereza con un par de popotes, como en las películas de Andy Hardy, y continuaba en la sala de cine los sábados en la noche, las manos sudorosas unidas en el amor y el consumo de palomitas de maíz, en la pantalla ellos viéndose vivir igual que en las butacas, ellos mirando a Mickey Rooney y Ann Rutherford tomados de la mano viendo a dos muchachos imaginarios tomados de la mano viendo a…

– Jugaban basquet en el gimnasio. No dejes de ir. Es fácil imaginarlos. Nunca cambian.

La clase de historia era lo más aburrido. Siempre pasaba "antes", en una especie de museo eterno, donde todo estaba muerto, donde no había gente como ellos, salvo cuando se trasladaban a la pantalla y se convertían en Clark Gable y Vivien Leigh, ésa sí era historia, aunque fuera mentira. La realidad podía ser una ilusión, tomar una soda de chocolate con la novia, ir al cine a ver más ilusión cada semana. Todos sabían que se casarían allí mismo, vivirían allí mismo y como casi todos eran buenos chicos, serían buenos maridos, buenos padres, y se conformarían con la madurez de sus antiguas novias, las carnes excesivas o flácidas, la muerte del sexo, la muerte del romance, del romance, del romance, que era como si la luna se apagase para siempre.

En cambio, un grupo de hombres jóvenes a la caza del mapache vibraban juntos con una emoción que no se comparaba a nada. Los fusiles eran obvias prolongaciones de su masculinidad y se los mostraban, los pulían, los cargaban, como si se mostraran entre sí los falos, como si los actos apenas insinuados en los vestidores del campo de fútbol fueran autorizados en la cacería del mapache con esos fusiles tan fáciles de obtener, en un país donde el derecho a adquirir y portar armas era sagrado, eso estaba en la Constitución…

– Regresa al edificio de la secundaria por un momento, por favor…

Los perros eran como ciegos, con grandes orejas caídas, entregados absolutamente a un solo sentido, el olfato. Ciegos, sordos, plagados de garrapatas azules que los muchachos se divertían, después de la caza, bebiendo cervezas junto al fuego, en arrancarles.

– Es un edificio de los años cincuentas, moderno, bajo…

A veces, desprovistos de objeto olfativo, los perros se perdían, ciegos, sordos. Entonces bastaba dejar la chamarra de su dueño en un lugar de la pradera, para que el perro, infalible, regresara. Éste era el mundo real. Éste era el mundo admirable, cierto, concreto, inteligible. Donde un perro regresaba al punto donde quedaba la chamarra de su dueño. Se abrazaban entre sí, riendo y bebiendo, dándose codazos en las costillas, como se daban de toallazos en las duchas y evitaban, escrupulosamente, mirar demasiado bajo. Bastaban los fusiles. Los fusiles se podían mirar sin tapujos. Se podía tocar el fusil del compañero. Juntos podían desollar a los mapaches junto al fuego y regresar al pueblo con sus trofeos sangrientos y sus perros sordos.

– Hay un anfiteatro en un ala del edificio… No dejes de visitarlo…

Uno de ellos era distinto. Le parecía poca cosa cazar mapaches y arrancarles la piel. En otra época, iban al fútbol con abrigos de piel de mapache. Ya no. Antes, los cazadores del Oeste salvaje se hacían gorros con piel de mapache. Ya no. Antes había hombres aquí, hombres de verdad. Se necesitaba ser hombre de verdad para cazar lo que antes había aquí en Iowa. Búfalo, nada menos. Ya no.

– Me regaló una moneda de cinco centavos con un búfalo de un lado y un indio piel roja de la otra. Todavía la tengo. Me dijo que la cuidara, era curioso. Habían desaparecido primero los búfalos y los indios, y después la moneda que los representaban. Ahora se veía de un lado a un distinguido caballero con peluca, que era el intocable, el santo norteamericano Thomas Jefferson, y del otro su maravillosa casa, Monticello, construida para él mismo. Era un hombre de la Ilustración.

¿Quién mató al último búfalo?, le preguntaba a Diana ese muchacho. Esta tierra estaba llena de búfalos. ¿Quién, quién habrá matado al último…?

En todos los Estados Unidos, los postes del teléfono están hechos de metal. Aquí, aún los hacen de madera. Como si los alambres no pudiesen hablar sin las voces del bosque. La noche que pasé en el pueblo de Diana, pensando en ella, fue noche oscura y yo, en mi cuarto de hotel, con la ventana abierta, me sentí como los perros de caza ciegos y cegados por la oscuridad pero yo sin olfato aunque sí con las orejas bien paradas, tratando de escuchar detrás de la oscuridad lo que decía el silencio. ¿Hablarían de ella? ¿Recordarían cómo la llevó un día su padre a tomar un avión a Los Ángeles, una niña de diecisiete años con pelo largo y castaño, y cómo regresó otro día, en un Cadillac abierto, envuelta en un mink pero con el pelo corto como de un recluta, rubio como de una… estrella? Así la pasearon, así la mostraron en la calle principal, entre la farmacia y la zapatería, el tribunal y la escuela secundaria.

– Ven al anfiteatro. Espera que salga la luna. Vamos a esperar un rato. Me vas a levantar la falda. Me vas a acariciar el pubis. Me vas a quitar mis calzoncitos. Cuando salga la luna, me vas a quitar la virginidad.

Era la chica de al lado, igual a todas, salvo por esos ojos grises únicos, incomparables (¿o eran azules?). Yo no sé si esos ojos de Diana podían vivir para siempre mirándose en los ojos de sus padres y parientes y amigos. Yo miré los ojos de los ancianos de Iowa y me sorprendí una vez más de la simplicidad, la bondad, la infancia recuperada y eterna de esas miradas, aunque el pelo fuese ya blanco como la navidad y los rostros más surcados que el mapa de las carreteras por donde un día corrieron los búfalos. ¿Eran estos hombres blancos y suaves como malvaviscos los mismos muchachos crueles e insensitivos que salían los sábados a cazar mapaches? ¿Eran los mismos que, llenos de voluntad de sangre y violencia insatisfecha, salieron a matar el último búfalo?

– Ahora sí, cógeme, cuando la luz de la luna entra por el techo de vidrio del anfiteatro, cógeme, Luke, cógeme como la primera vez, dame el mismo placer, hazme temblar igual, mi amor, mi amor…

Cuando apareció la luna esa noche en Iowa y yo la vi desde la ventana del Howards Johnson's, me quedé convencido de que Luke, dondequiera que estuviera y quienquiera que ahora fuese, la había recortado y mandado colgar en el cielo. En honor de ella. Era su luna de papel.


Amaneció el domingo en que debía partir y recordé que ella me había pedido, no dejes de visitar la iglesia y oír el sermón.

Entro siempre un poco amedrentado a las iglesias protestantes, que no son las mías, pues la ausencia de todo adorno me hace temer una hipocresía esencial que priva a Dios de su gloria barroca y a los creyentes de compartirla, a cambio de un blanco puritanismo que sólo se pinta de blanco como los sepulcros de los fariseos, para arrojar mejor las culpas del mundo sobre los demás, los distintos, los otros.

Subió al púlpito el pastor y yo quise, estúpidamente, darle ese papel a un actor conocido, Orson Welles en Moby Dick, Spencer Tracy en San Francisco, Bing Crosby en Las campanas de Santa María, Frank Sinatra en El Milagro de las Campanas. Me sorprendí riendo bajo, mientras recordaba la extravagante imaginación de Hollywood para inventar curas boxeadores, cantantes, o de dimensiones falstafianas… No. Este hombrecito de pelo blanco y cara de hacha era casi una hostia humana, sin color, blanco como la harina celestial. Tardé en distinguir el calor carbónico de sus ojos como canicas negras. Y su voz no parecía salir de él; fascinado, empecé a creer que su voz era sólo un conducto para otra voz, lejana, eterna, que describía la fe luterana, tengamos una confianza radical en Dios porque Dios justifica al hombre, Dios acepta al hombre porque el hombre acepta que es aceptado a pesar de su inaceptabilidad. ¿Cómo puede el hombre tener fe en que Dios aceptaría todos los pecados que todo individuo, aun el más limpio, oculta en su fuero interno y excreta al Mundo material? El hombre, en la fe, cree que es recibido por la gracia de Dios y que sus crímenes son perdonados en nombre de Cristo, que con su muerte dio satisfacción de todos nuestros pecados. El precio que la iglesia le pone a semejante fe es el de obedecer por dentro y por fuera la voluntad divina. Eso exige la fe, no la razón, pues la razón conduce a la desesperanza. Cuesta concebir racionalmente que Dios justifique al injusto. El creyente se abraza del Evangelio para entender que Evangelio quiere decir: Dios justifica a los creyentes en nombre de Cristo, no en nombre de sus méritos. Esto es lo que ustedes deben entender perfectamente este domingo. Ustedes piensan que Dios perdona porque Él es justo, no porque ustedes lo sean. Ustedes jamás podrán reunir méritos suficientes para hacerse perdonar ni la tortura a una mosca, ni el pisotón desdeñoso a una hormiga. Ustedes creen erróneamente que Dios es justo. No, la justicia no es lo que Dios es, sino lo que Dios da. Lo que Dios otorga. Lo que ustedes jamás pueden darse a sí mismos o darle a nadie. Aunque ustedes sean justos, no podrán darle justicia a nadie sino a través de Dios. Blasfemos: Imaginen un Dios tan injusto como ustedes lo son, o tan justo como ustedes quisieran llegar a serlo. No importa, no importa nada, nada, nada. Sólo Dios puede dar la justicia, aunque Él mismo sea injusto. Sólo Dios puede impartir el derecho, aunque él mismo lo viole al crearlos a ustedes. Vivan con eso, grey amada, traten de vivir con esa convicción, tengan el coraje pero también la angustia de saber la verdad de Dios: La justicia se recibe, la justicia no se tiene, la justicia no se da, la justicia no se merece, la justicia es algo que Dios nos da cuando Él lo decide, porque tampoco Dios es justo, Dios sólo tiene poder, el poder de perdonar aunque él mismo no merezca perdón alguno. ¿Cómo lo va a merecer, si cometió el error de crear a estos seres concupiscentes, criminales, ingratos, estúpidos, autodestructivos, que somos todos nosotros, las criaturas de un Dios culpable? Vivan con eso, hermanos míos, tengan la fortaleza de vivir con nuestra imposible y exigente fe, piensen en un Dios que no merece perdón pero que tiene el poder de perdonarnos a nosotros, no caigan en la desesperanza, esperen y confien.

Terminó. Sonrió. Lanzó una carcajada; la sofocó con una mano sobre la boca.


Recorrí después de la misa las calles de Jeffersontown donde nació y creció Diana Soren. En los porches se mecían los ancianos de pelo blanco y mirada azul, inocente, siempre inocente, tan lejana de la geografía y de la historia, tan inocentes que no querían saber lo que hacían sus propios gobernantes en esos lugares ignorados llenos de spiks y dagos y niggers y sobre todo comunistas. Los ojos de la inocencia, al caer la noche, miran una luna de papel sobre un pueblecito de Iowa y le dan carta blanca a Thomas Jefferson porque es blanco y es elegante, aunque tenga esclavos, es más inteligente que todos ellos juntos, por algo lo eligieron, sólo tenemos un presidente a la vez, hay que creer en él, pongan su perfil en las montañas y en las monedas, tiren al aire las monedas del indio y del búfalo, a ver a dónde caen, la tierra es inmensa, negra como un esclavo, podrida como un comunista, mojada como un mexicano, la tierra sigue creciendo, fructificando, pudriéndose, porque la tierra se ha estado pudriendo millones de años.

Era su luna de papel, la misma que ella vio ese día mítico para su femineidad, antes de salir al mundo con una sola flecha y un arco, Diana la cazadora solitaria sobre la tierra negra y podrida de Iowa. Era su luna de papel, la misma que iluminó la noche final de los búfalos, mientras los muchachos los cazaban a caballo, de noche, disparando sus fusiles hasta apagar la propia luna. La misma que permitió a los mapaches guiarse, irritados, hacia sus guaridas en los huecos de los árboles, perseguidos por los muchachos que mataron al último bisón de las praderas. Pero ellos cazan en jauría, todos juntos, gritando, alzando victoriosamente sus fusiles fálicos bajo la luna. Sólo ella caza en soledad, esperando que la toquen por igual los rayos de la luna y la compasión del Dios caprichoso y culpable que la creó.

Estoy seguro de que, pensando todo esto, el pastor sonrió y hubiese querido reír y reír, para burlarse, para caer bien, para exonerarse de la angustia de su propio discurso. Pero nada de eso importó. Esa noche, crecieron las aguas del río Mississipi al Este y del Missouri al Oeste, desbordando a todos sus tributarios, ahogando toda la tierra de Iowa, de Osceola a Pottamottomie, de Winnebago a Appanoose, llevándose en sus corrientes lodosas casas y guayines, postes de madera y columnas neohelénicas, agujas eclesiásticas, cosechas de trigo y maíz, papas con ojo de cíclope y gallos con crestas de lábaro, borrando las huellas del búfalo y ahogando a los mapaches desesperados, adormeciendo la pradera inundada para regresar al nombre del país indio, Iowa: país dormido, pero vigilado por el antónimo del país blanco, Iowa: ojo de halcón. País soñoliento por minutos, por minutos alerta, la tierra se hunde, desaparece, y nadie, al correr del tiempo, puede regresar a ella.

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