Tomé unos años más tarde un avión de Los Ángeles a Nueva York, sin escalas. Venía de dar una serie de conferencias en universidades de California y decidí pagarme el lujo de una primera clase en jumbo para descansar a pierna suelta durante el largo trayecto de seis horas y media. Iba muy poca gente en la primera clase. Cuando todos estábamos sentados, un funcionario de la Pan American Airways (que entonces tenía ese servicio de costa a costa) condujo especialmente a la primera fila a una mujer espléndida que pasó con un perfume entre olímpico y selvático, una negra con falda corta y piernas largas, muslos perfectos y senos maravillosos pero con un vientre de madre, de diosa de la tierra sojuzgada de África y América. El cuello tenso juntaba y delataba todos los pesares, miedos y timideces de esta leona, que lo era, coronada por una melena de animal, con colores de tornasol, cobrizos, rojos, rubios, negros, púbicos. Claro que la reconocí. Era Tina Turner y me llamó la atención su dolor, su modestia disipando todo aire de estrella, toda arrogancia inmerecida. Los ojos velados se decían a sí mismos: No tengo derecho a todo esto, pero sí lo merezco. No pedía perdón por su fama, pero prefería que compartiésemos, al menos en su anonimato viajero, el sentido humano de sus canciones. Se acurrucó junto a la ventanilla de la primera fila, se quitó los zapatos, se puso los anteojos negros y una azafata, comedida, la cubrió con una piel de vicuña, suave, infinitamente arropante, maternal, que protegía a la cantante del sonido y la furia, acariciándola con el dulce sueño de la fatiga.
No quise mirarla demasiado, no quise ser curioso ni impertinente. Pensé en la canción que escuchaba tan seguido Diana Soren, Who takes care of me?, quién se ocupa de mí y mirando a la leona dormida, envuelta en su propia piel, admiré con una ternura dolorosa la fuerza de esta mujer humillada, golpeada, burlada, para sobreponerse a sus pesares sin vengarse de sus verdugos. Sin pedir la muerte o la prisión de nadie, ganándose sólo el derecho a ser ella misma y cambiar el mundo con su voz, su cuerpo, su alma, sin sacrificar a ninguno de los tres. Su arte, su raza, su espíritu… Pobre Diana, tan fuerte que no tuvo defensas contra las debilidades del mundo. Maravillosa Tina, tan débil que aprendió a defenderse de todas las fuerzas del mundo…