XXVI

Lo primero que hice al llegar a México fue llamar a mi amigo Luis Buñuel y pedirle una cita. Una o dos veces por mes, solía visitarlo de cuatro a seis de la tarde. Su conversación me nutría y estimulaba extraordinariamente. Buñuel no sólo había sido testigo del siglo (caminaba con él: nació en 1900) sino uno de sus grandes creadores. Es llamativo que los teóricos franceses del surrealismo hayan dejado bellos ensayos y otros textos escritos con una lengua de claridad cartesiana, hasta cuando piden la escritura automática y el "desarreglo de los sentidos". Los surrealistas franceses, más allá de la provocación, no parecen comprometer a su cultura racionalista y devolverle el soplo de locura que debió animar a Rabelais o a Vilon. Son los surrealistas sin teoría, intuitivos, como Buñuel en España y Max Ernst en Alemania, los que logran incorporar su cultura a su arte, dándole actualidad crítica al pasado, y límites históricamente perversos a la pretensión de novedad moderna. Todo está anclado en lejanas memorias y en antiguos suelos. Removiéndolos, surge la modernidad verdadera: la presencia del pasado, la advertencia contra el orgullo del progreso. Los místicos españoles, la picaresca, Cervantes y Goya eran los padres del surrealismo de Buñuel, así como la imaginación nocturna, cruel y extralimitada, del cuento de hadas germánico, era la madre de Ernst.


La casa de Buñuel en la Colonia del Valle no tenía carácter. Éste era, pues, su carácter: no tenerlo. De ladrillo rojo y dos pisos, se parecía a cualquier vivienda de clase media del mundo. La sala tenía el aspecto de un consultorio de dentista y aunque nunca vi la recámara del artista, sé que le gustaba mirar muros desnudos y dormir en el suelo, cuando mucho, en cama de madera, sin colchón ni resortes. Estas penitencias cuadraban bien con su moral estricta, opresivamente burguesa y puritana para algunos, para otros ascéticamente monástica. Su casa estaba casi ayuna de decorados, salvo un retrato de Buñuel joven hecho por Dalí en los años veinte. Ahora -desde la segunda guerra- eran enemigos, pero Luis mantenía ese retrato en el vestíbulo como un homenaje emocionado a su propia juventud y a la amistad perdida, también…

Recibía en un barcito con una barra comprada en el Puerto de Liverpool pero tan bien provista como la del Oak Bar del Plaza en Nueva York -el lugar donde Buñuel gustaba beber "los mejores martinis del mundo", según su decir. Ahora, mezclaba para mí un buñueloni, delicioso pero embriagador y proclamaba:

– Bebo un litro de alcohol cada día. Me va a matar el alcohol.

– Se ve usted muy bien -dije admirando su robustez a los setenta años, sus espaldas cargadas, su tórax desarrollado y sus brazos fuertes aunque delgados.

– Acabo de ver al médico. Por separado, tengo enfisema, divertículos intestinales, alto colesterol y una próstata gigantesca. Por separado, estoy perfecto. Pero si todo se me junta, caigo fulminado.

Generalmente, usaba una camisa sport sin mangas, lo cual acentuaba la desnudez de su cabeza de campesino y de filósofo. La cabeza calva y el rostro surcado por el tiempo, le hacían parecerse a Picasso, a De Falla, a Ortega y Gasset. Los españoles ilustres acaban pareciéndose a picadores retirados. Buñuel compartía la tierra natal con Goya. Aragón, de fama solar de testarudos. La verdad es que nadie sueña más que sus hijos. Son sueños extremos, de aquelarre de brujas y de comunicación entre hombres, animales e insectos. Bien se sabe que las hormigas son los seres vivos que mejor se comunican entre sí, telepáticamente, a grandes distancias, y yo creo que Luis Buñuel era un apasionado de la entomología porque los aragoneses, como las hormigas, se comunican de lejos en el espacio, pero también en el tiempo. Están en contacto mediante las pesadillas, las brujas, los tambores.

No estaba contento conmigo esa tarde que fui a visitarlo. Profesaba una adhesión sin reservas a la fidelidad matrimonial y a la duración de las parejas. Le parecía intolerable que un hombre y una mujer, habiendo sellado pacto de vivir juntos, lo violaran. A mí me reprochaba abiertamente el abandono de Luisa Guzmán, a quien él quería mucho y había llevado en una o dos películas suyas, pero al lado de esta exaltación del lazo matrimonial, Buñuel no ocultaba su horror del acto sexual. Era raro, en sus películas, ver un desnudo, salvo como contrapunto necesario de la narración; jamás un beso: le parecía una "indecencia"; y fornicación jamás: sólo el deseo, revolcándose en los jardines de la edad de oro, el deseo para siempre insatisfecho a fin de mantener al rojo vivo la llama de la pasión.

Yo miraba sus ojos verdes, tan lejanos como un mar que yo jamás había navegado, y por ellos veía pasar la nave de Tristán, héroe secreto de Buñuel por ser héroe del amor casto, jamás consumado. La Edad Media era la época verdadera de Buñuel, su tiempo natural, allí navegaba su mirada, anclada accidentalmente en nuestro "detestable tiempo", y había que verlo y entenderlo como un exiliado de ese tiempo pasado, un extranjero llegado del siglo XIII, casi desnudo, entre nosotros, habilitado con una camisa sport sin mangas como un monje eremita al que no se le da más que un taparrabos para cubrir sus vergüenzas.

De esa época perdida, Luis Buñuel traía la idea del sexo -me lo repetía ahora- como costumbre de animales, more bestiarum según las palabras de San Agustín. "El sexo", iba diciendo, "es una araña peluda, una tarántula que todo lo devora, un hoyo negro del que nunca sale el que se entrega a él". Era sordo (otra vez como Goya) y había abandonado el uso de la música en sus películas, salvo que tuviera un origen natural: aparato de radio, cilindrero en la calle, orquesta en una estación de esquí. Antes, había llenado su cine con los acordes infinitamente apasionados, dulces y tormentosos, de Liebestraum de Wagner. La música de Tristán e Isolda era la cantata al amor casto, del cual han sido expulsadas las tarántulas del sexo.

– Pero San Juan Crisóstomo prohibió los amores castos, diciendo que sólo lograban acrecentar la pasión, poniéndole más fuego al deseo…

– ¿Ya ve usted, por qué es lo más excitante del mundo? Sexo sin pecado es como huevo sin sal.

Yo siempre caía en su trampa. Buñuel pregonaba la castidad para aumentar el placer, el deseo, la sed del cuerpo amatorio. Era lector de San Agustín y entendía que la caída sólo significa que la ley del amor ha sido violada. El amor tiene una ley, que es amar a Dios. Amarnos a nosotros mismos es violar la ley de Dios y emprender el camino de la perdición, cada vez más bajo, a través del hoyo negro del sexo hasta el hoyo final de la muerte. Regresar al amor significa pasar por la castidad, pero para eso necesitamos ayuda. No lo podemos hacer solos. Volver a Dios desde el infierno de la carne y su autocomplacencia es como violar la ley de la gravedad. Violar y volar.

– ¿Quiénes nos dan la mano? -le pregunté a Buñuel.

– Nunca el poder -decía con pasión-. Jamás los poderosos, civiles o eclesiásticos. Sólo los humildes, los rebeldes, los marginados, los niños, los enamorados… Sólo ellos nos dan la mano.

Decía esto con enorme pasión y por mi memoria pasaban los niños abandonados de sus películas, las parejas apasionadas, los mendigos malditos, los sacerdotes humillados por su devoción cristiana, todos los que renunciaban a la vanidad del mundo y sólo esperaban el abrazo de un hermano. ¿Los rebeldes también, le dije a Buñuel, los rebeldes también nos auxilian?

– Si no obedecen a ningún poder -contestaba Luis a mi pregunta. Si son totalmente gratuitos.

Buñuel estaba imaginando en esos días un guión para una película que nunca realizó, basada en la historia del anarquista francés Ravachol, que empezó como ladrón y asesino. Mató en la provincia francesa a un anciano ropavejero y a un viejo ermitaño, violó la tumba de una condesa y pasó a cuchillo a dos solteronas dueñas de una herrería. Todo esto fue gratuito. Pero un buen día declaró que al ermitaño le robó el dinero, así como a las solteronas herreras, y las joyas con que la condesa fue enterrada, para obtener dinero para la Causa anarquista.

Los anarquistas no le dieron su bendición, sin embargo, hasta que Ravachol se trasladó a París y con un asistente llamado Simón el Bizcocho, se dedicó a fabricar bombas para ponerlas a las puertas del domicilio de los jueces. Por desgracia, el Bizcocho se equivocó de puertas y no murieron los jueces, sino unos transeúntes. Esto, en sí mismo -comentaba Buñuel- le daba una fantástica gratuidad al hecho.

Sólo al ser ejecutado Ravachol el 11 de julio de 1892, los anarquistas lo reclamaron para sí, lo canonizaron a posteriori y hasta inventaron un verbo, ravacholizar, que significa hacer volar en pedazos y que dio pie a una bonita canción, Dansons la ravachole vive le son de l'explosion!

– Al subir al cadalso, gritó viva el anarquismo. Era hijo ilegítimo y usaba colorete para disimular la palidez de sus mejillas.

– ¿Aprueba usted de él, Luis?

– En teoría sí.

– ¿Qué quiere decir?

– Que el anarquismo es una maravillosa idea de libertad, no tener a nadie encima de uno. Ningún poder superior, ninguna cadena. No hay idea más maravillosa. No hay idea menos practicable. Pero hay que mantener la utopía de las ideas. Si no, nos convertimos en bestias. También la vida práctica es un hoyo negro que nos lleva a la muerte. La revolución, la anarquía, la libertad son los premios del pensamiento. No tienen más que un trono, nuestra cabeza.

Dijo que no había idea más hermosa que volar el Louvre y mandar al carajo a la humanidad y a todas sus obras. Pero sólo si permanecía como idea, si no se llevaba a la práctica. ¿Por qué no distinguimos con claridad entre las ideas y la práctica; qué nos obliga a convertir la idea en práctica? ¿Y hundirnos en el fracaso y la desesperación? ¿No se bastan los sueños a sí mismos? Estaríamos locos si le pedimos a cada sueño que tenemos cada noche que de día se vuelva realidad o lo castigaremos. ¿Alguien ha podido fusilar un sueño?

– Sí -le dije- aunque no con fusiles, sino con lanzas. El emperador azteca Moctezuma reunió a todos los que habían soñado con el fin del imperio y la llegada de los conquistadores, y los mandó matar…

Miró su reloj. Eran las siete. Debía retirarme. No le interesaban los aztecas y México le parecía un muro protector, con las cornisas plantadas de vidrios rotos.

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