Me crucé con ella una noche en un restorán de París a finales de los setenta. Me sonrió fijamente pero no me reconoció. Era como una muerta a la que no le cerraron los ojos. Una sonrisa sin destinatario. El desfase de la mirada. Una zombi de carnes hinchadas. Una carne miserable. Una belleza mal nutrida. No pude impedir que me asaltara un sentimiento inútil. ¿Pude haberla ayudado? ¿Era en algo culpable de esto que estaba viendo y que me miraba sin reconocerme? ¿Un solo muchacho del Medio Oeste norteamericano la hubiese hecho feliz para siempre? ¿Hay una parte de la vida que no se deja purificar? No tengo explicación para lo inexplicable. Pero tampoco la tiene el mundo.