VIII

Descubrimos que la farmacia de la plaza mayor, igual que en las novelas provincianas de Flaubert, era el centro de la vida social de Santiago y nos divertíamos viendo qué cosas vendían aquí que no se encontraban en otras partes, o qué cosas acostumbradas en Europa o los Estados Unidos no se hallaban aquí. La perfumería era atroz, puro producto local con aire de cabaret barato. Daban ganas de irse a la iglesia a oler incienso y purificarse. ¿Pasta de dientes McLean, la preferida de Diana? Ni soñarlo. ¿Bermuda Royal Lyme, mi loción preferida? Condenados a Forhans y Myrurgia. Nos reímos tácitamente unidos en la ciudadanía del consumo internacional. ¡México, país de altas tarifas y de empresas protegidas de la competencia exterior!

En la puerta de la farmacia se daban cita los jóvenes universitarios de Santiago y uno de ellos se acercó a mí una mañana que fui solo a comprar navajas para rasurar y supositorios de glicerina para mi constipación crónica y me dijo que había leído algunos libros míos, me reconoció y quería contarme que en Santiago el gobernador y las autoridades en general no habían sido electos democráticamente, sino impuestos desde la capital por el PRI, no eran gente que comprendiera los problemas locales, mucho menos los de los estudiantes.

– Creen que todos somos peones y que seguimos en épocas de Don Porfirio -dijo-. No se han dado cuenta del cambio.

– ¿A pesar del 68? -le comenté.

– Eso es lo grave. Siguen como si nada. Nuestros padres son campesinos a veces, obreros, comerciantes, y gracias a su trabajo nosotros vamos a la universidad y aprendemos cosas. Les contamos a nuestros padres que tenemos más derechos de lo que ellos creen. Un campesino puede organizar una cooperativa y mandar a moler a su madre al dueño del

nixtamal…

– Que bastante muele de todos modos -dije sin suscitar la menor sonrisa del estudiante.

Continuó y ya nunca esperé humor de su parte. -…o a los dueños de los camiones que son los peores explotadores. Ellos deciden si llevan la cosecha al mercado y cuándo y por cuánto, no hay manera de repelar. Las cosechas se pudren. Un obrero tiene derecho a asociarse, no tiene por qué estar sometido a los líderes charros de la CTM.

– Ustedes les dicen esto a las gentes que trabajan aquí.

Dijo que sí. -Alguien tiene que informarlos. Alguien tiene que crearles conciencia. Ojalá que usted, ahora que está aquí…

– Estoy escribiendo un libro. Además, no puedo comprometer a mis amigos norteamericanos. Ellos están trabajando y no pueden meterse en política. Les costaría caro. Soy su huésped. Debo respetarlos. -Está bien. Otra vez será. Le di la mano y le pedí que no se molestara. Podíamos juntarnos a tomar un café, un día de estos. Sonrió. Tenía una dentadura atroz. Era, sin embargo, alto, garboso, con una mirada lánguida y un bigote zapatista pero caído, ralo, como su barba, inconclusa, esparcida, casi púbica.

– Mi nombre es Carlos Ortiz.

– Vaya, somos tocayos.

Eso sí le dio gusto. Me agradeció que se lo dijera y hasta sonrió.

De noche, Diana y yo seguíamos construyendo nuestra pasión. No me atrevía a preguntarle nada sobre sus amores pasados, ni ella me preguntaba sobre los míos. Había aventurado dos ideas: la compañía de la muerte, la tendencia natural al triángulo. En realidad, lo que ambos queríamos en esa etapa de nuestra relación era sabernos únicos, sin precedentes, e irrepetibles. Las primeras noches se sucedían en palabras y actos, actos y palabras, a veces unas antes de otros, a veces al revés, rara vez al mismo tiempo, porque las palabras del coito son irrepetibles, grotescas a menudo, infantiles, sucias muchas veces, sin interés ni excitación más que para los amantes.

En cambio, las palabras antes o después del acto tendían siempre, en estos primeros días en Santiago, a proclamar la alegría y singularidad de lo que nos ocurría. Con Diana Soren en mis brazos, llegué a sentir que no había escrito nada con anterioridad. El amor era empezar de nuevo. Ella alimentaba y fortalecía esta idea, pues llegó a decirme que nos estábamos conociendo en la creación, antes del pasado, antes de Iowa y la faldita y la luna, llegó a decir. Lo transmutaba todo, al cabo (y yo se lo agradecía) en una fantástica visión de la alegría como simultaneidad. A veces gritaba en el orgasmo, ¿por qué no pasa todo al mismo tiempo? No era una pregunta; era un deseo. Un ferviente deseo al cual yo me uní. Soldado a su carne y a sus palabras. Sí, por favor, que todo ocurra al mismo tiempo…


Éramos únicos. Todo empezaba con nosotros. Entonces se entrometía la literatura. Recordaba a Proust: "…conocer de nuevo a Gilberte como en el tiempo de la creación, como si aun no existiera el pasado". Y de allí sólo había un paso al bolero que a veces entraba por la ventana con la voz de Lucho Gatica, desde los cuartos de los criados, "No me preguntes más/, déjame imaginar/ que no existe el pasado/ y que nacimos/ el mismo instante en que nos conocimos…"

No había leído aún, es cierto, la frase de una novela de su marido, Iván Gravet, en la que dice, más o menos, que una pareja existe mientras es capaz de inventarse o porque es preferible la mierda a la soledad. El problema de la pareja es dejar de inventarse.

Prefería pensar que estaba capturado dentro del cuerpo de esta mujer, como un feto que se va gestando y que teme, al ser arrojado al mundo, perder a la madre nutriente, Diana, Artemisa, Cibeles, Astarté, Diosa original…

– Me encanta tu frente nublada -me decía Diana cuando yo pensaba estas cosas.

– Tú, en cambio, siempre tienes la frente clara…

– Ah -exclamó ella-, es que si me ves sufrir un día, lo tendrás que pagar.

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