Anaíd se calzó sus botas, se caló su gorra y cargó su mochila. Metió dentro un poco de pan y queso, unas naranjas, un puñado de frutos secos y un botellín de agua. La excursión hasta la laguna le llevaría un par de horas, pero no sabía cuánto tiempo debería permanecer allí hasta conseguir comunicarse con Selene.
Su abuela Deméter le había enseñado que cualquier precaución es poca. La montaña atrapa a los que se atreven demasiado. La prudencia debe ser la mejor consejera del que osa desafiarla y los que no saben o no quieren leer sus avisos acaban pagando con su vida. Deméter los señalaba cuando aparecían en Urt con sus enormes mochilones y sus miradas extraviadas. Eran chalados temerarios, obcecados en coronar las cimas, y acababan por volverse riegos, sordos y locos. Les acometía la locura de las cumbres y en su empeño perdían dedos, manos, pies y la vida. Deméter le había narrado historias de montañeros congelados, atrapados en la nieve, alcanzados por los rayos, perdidos, despeñados y devorados por los lobos. Si Deméter hubiera estado viva, le hubiera obligado a incluir en su equipo unas cerillas, una cuerda, un mosquetón, una brújula, una capelina, un cohete y un jersey. Pero Anaíd tuvo que cargar con un objeto que no estaba previsto.
– ¡Ayyy! -gritó asustada a punto de salir de casa.
Una bola peluda había saltado sobre su espalda y se agarraba firmemente a su mochila con las uñas. Era Apolo, el cachorrillo juguetón, que no estaba dispuesto a quedarse sin la compañía de Anaíd y había saltado sobre ella desde el perchero del recibidor.
– Muy mal, Apolo -le riñó Anaíd-. No puedes venir. Baja.
Sin embargo Apolo se hizo el sordo.
– Miauuuu, miau, miiiiiiaaaaú -pronunció con un excelente acento Anaíd en la lengua de Apolo.
Y Apolo levantó sus pequeñas orejitas, sin poder creerse que su dueña le hubiese reñido en su propia lengua, y disculpó su comportamiento atolondrado.
– Miau, miieu.
Anaíd aceptó sus disculpas con una sonrisa y una caricia en la nuca. Ella no estaba tan sorprendida como el gatito; a menudo tenía que reprimirse para no gorjear como un gorrión, balar como una oveja, cloquear como una gallina o rebuznar como un asno. La madrugada anterior, sin ir más lejos, respondió al gallo de doña Engracia con dos quiquiriquís rotundos para obligarle a callar por escandaloso. Y hasta tía Criselda se quejó de buena mañana del gallo que la había despertado, sin saber que había sido su sobrina. Anaíd no se atrevía a comentar con tía Criselda su capacidad de comprender a los animales y su recién estrenada habilidad de hablar como ellos. Escuchando, como era su obligación, se había dado cuenta de que ninguna de las otras brujas los comprendían. Exceptuando el aullido de los lobos, su propio clan era incapaz de descodificar siquiera los simples ladridos de un perro.
Lo malo fue que Anaíd acabó por enternecerse con los lamentos de Apolo precisamente por comprenderlo. No quería quedarse solo, no quería que tía Criselda le riñera. Con un suspiro lo introdujo en su mochila y puntualizó con maullidos.
– Puedes venir porque eres pequeño y apenas pesas, pero en cuanto engordes se acabó.
Y emprendió la marcha pensando que era un buen augurio. Ahora que interpretaba los signos del mundo que la rodeaba, se daba cuenta de que los azares nunca eran fortuitos. Le vendría bien la compañía de Apolo. La haría sentir menos sola.
Por desgracia apenas se fiaba de nadie. Había optado por mentir a tía Criselda, dejándola creer que iba de excursión con la escuela, y en la escuela mintió a Gaya, insinuándole que tía Criselda la necesitaba.
Intuía algo extraño en el comportamiento de Criselda. VEÍA signos que la inducían a pensar que Criselda no la ayudaría en su propósito de comunicarse con Selene y que posiblemente lo entorpecería. Tampoco se fiaba plenamente de Elena ni Karen, y por lo que respectaba a Gaya, comenzaba a dudar hasta de su lealtad al clan y a la tribu.
Por un momento, sólo un instante, una duda fugaz la molestó.
¿Podía ser Gaya una Odish?
Cruzó el puente y ascendió lentamente por el atajo que serpenteaba la ladera este del monte y conducía hasta los puertos. A medida que subía por la escarpada pendiente y dejaba el valle a sus pies, confirmaba que esa luz tenue que últimamente había entristecido las mañanas de primavera y que había atribuido a una neblina persistente era muy, muy extraña.
Desde que su madre1 desapareció, desde que llegó tía Criselda, Anaíd había ido percibiendo cambios en el paisaje circundante. En ocasiones le faltaba el aire, lo sentía pesado y enrarecido, ausente de frescura. En otras percibía la luz matinal algo turbia, privada de contrastes y tamizada de gris. Desde el bosque, desde la cueva, desde el pueblo carecía de perspectiva, pero ahora hubiera jurado que el valle estaba prisionero en una ilusión irreal, fantasmagórica. No era ningún fenómeno natural.
Continuó adelante sintiendo una inquietud cada vez mayor. Se acercaba a algún lugar peligroso, inconveniente, y no quiso mirar atrás. Estaba a punto de llegar al puerto que comunicaba los valles, una antigua ruta de contrabando que los lugareños hacían a lomo de muía. Apolo, desde la mochila, comenzó a maullar. Tenía miedo. Anaíd también. Hasta que ya en lo alto no pudo seguir. Era imposible franquear el paso, algo le impedía mover las piernas. Los pies eran plomo y estaban tan firmemente sujetos a la tierra que no podía levantarlos. Le faltaba el aire, se le nublaba la vista y sentía deseos de dar media vuelta y salir huyendo ladera abajo dejándose caer, rodando como una piedra. A punto estuvo de obedecer a su primer impulso, pero la imagen de Selene la retuvo en su lugar.
Para seguir adelante y avanzar en su camino necesitaba una fuerza de la que carecía. Toda su voluntad la empleaba en vencer el vértigo que la impelía a dejarse caer. No podía ceder a su flaqueza, necesitaba un empujón, un convencimiento de que podía vencer ese obstáculo.
Fue la abeja quien le solventó el problema.
Efectivamente, la abeja revoloteó junto a la cabeza de Anaíd y continuó adelante con su zumbido superando el escollo sin vacilar. Anaíd comprendió perfectamente el significado del mensaje de la abeja. Se comunicaba con sus compañeras y les anunciaba su llegada a la colmena. No había ningún peligro.
Era exactamente lo que Anaíd necesitaba, convencerse de que su miedo era infundado y que sólo con coraje llegaría hasta donde se lo propusiese.
Así pues cerró los puños, apretó los dientes, levantó un pie, alzó una pierna y dio un paso; luego otro, y otro. Sus pasos eran cada vez más resueltos, cada vez más potentes. Avanzaba pensando en Selene, en el cabello de Selene, en la risa de Selene, en las manos de Selene, y eso la hacía sentirse viva y fuerte. Pronto, los pasos se fueron transformando en ágiles zancadas que desembocaron en una carrera apresurada.
Anaíd corrió, corrió, y sintió cómo rompía la barrera. Primero notó un objeto duro, frío, igual que una niebla espesa de la consistencia del hielo del lago al congelarse. Chocó contra ella y sintió un crujido. Fue como topar con un cristal, pero no se arredró y con la cabeza gacha, como los toros al embestir, sintió cómo a su alrededor se resquebrajaba algo. Eso la animó a continuar adelante sin amilanarse, pero al dar el último paso sintió una fuerte punzada en la pierna izquierda, dio un salto y cayó al suelo aturdida por el dolor.
¡Lo había conseguido! Fuese lo que fuese esa muralla que había franqueado, ahora sentía la frescura del aire primaveral sobre el rostro, el intenso aroma de los brezos en flor y la luz cálida del sol sin tamices ni filtros. La barrera que le impedía el paso se había derrumbado con el choque de su cuerpo. ¿Era un conjuro? Estaba casi segura de que se trataba de un conjuro de su propio clan para protegerla. Y ahora ella lo había destruido.
Pero lo había hecho por una buena causa, para comunicarse con Selene. Intentó sonreír e infundirse ánimos. Apolo asomó por la mochila, la saludó con un maullido afectuoso y Anaíd lo acarició con ternura. No estaba sola, habían pasado los dos. Tan sólo tenía una duda. ¿Había resquebrajado la muralla o simplemente había abierto un boquete?
Se puso en pie para comprobarlo, pero al hacerlo cayó aullando de dolor. ¡La pierna! Era como si una alambrada de púas le hubiese arrancado un pedazo de carne.
Se remangó el pantalón con cuidado y, ante su sorpresa, descubrió que no tenía ninguna herida. La piel estaba intacta, no sangraba ni había señal alguna del hiriente cuchillo que había imaginado que laceraba su carne. ¿Era sugestión? Hizo un segundo intento para ponerse en pie, pero la pierna dolorida apenas la sostenía. Se mordió los labios para distraer el intensísimo dolor. Necesitaba hacer algo, calmarse, se sentía desesperar y, si no le ponía remedio, se desmayaría.
Deméter había explicado tiempo atrás a Anaíd que la lucidez es un estado de gracia que acontece únicamente en los momentos de más peligro. El cuerpo envía las señales de alarma al cerebro y activa todas las conexiones neuronales. La vista, el oído, el olfato y el tacto se agudizan hasta niveles insospechados.
A Anaíd debió de sucederle eso, o bien tenía una rara cualidad que le permitía activar sus sentidos cuando realmente lo deseaba y lo necesitaba. El caso es que olió las setas enterradas bajo la hojarasca que circundaba el roble. Se arrastró sirviéndose de los brazos y las desenterró. Su olfato y su vista no la habían traicionado. Escogió las setas que Deméter le había enseñado a utilizar para mitigar dolores y traspasar los estados de conciencia.
Los efectos dependían de las cantidades que se ingiriesen, así que Anaíd lamió la caperuza punteada de la seta y, a través de la saliva, la anestesia se extendió rápidamente por todo su cuerpo produciéndole un cosquilleo muy agradable. Lamió de nuevo con precaución y masajeó repetidamente su pierna musitando una letanía que había oído recitar a su abuela. La pierna herida respondió a la medicina y a sus manos. Al cabo de unos minutos, el dolor desapareció completamente.
Guardó la seta en su mochila tras prohibirle a Apolo que la probara y se dispuso a continuar.
Miró atrás. Nada le hacía suponer que no pudiera regresar por donde había venido. Miró su reloj. Le quedaba todavía una hora de camino hasta la laguna. ¿Sería prudente continuar adelante? ¿Se estaba comportando como esos montañeros locos que, a pesar del viento del norte preñado de malos augurios, continuaban impasibles su ascensión y morían atrapados en las cimas?
Escuchó su voz y se dejó aconsejar por su instinto. La barrera que había conseguido romper no constituía ninguna señal que le brindara la montaña. Era una señal de brujería, obra de la magia. Se estaba acercando a Selene y lo único que cabía era continuar adelante.
Llegó a la laguna negra cuando el sol estaba muy alto. Su marcha había sido más lenta y costosa de lo que había previsto. Se sentía exhausta y hambrienta, pero satisfecha, y se sentó a la vera de los juncos, en una roca desde donde divisaba el panorama.
La laguna era sombría y sus aguas muy oscuras por efecto del fango y la vegetación. En ese recodo del valle que conducía a los lagos, el agua del río entorpecía su marcha y se dispersaba en mil meandros tortuosos que invadían todos los rincones. A su paso, la esponjosa tierra se convertía en lodo y el lodo se alimentaba de incautos que quedaban apresados en sus zarpas. Anaíd no sería una de ellos. Se guardaría bien de aventurarse en el terreno pantanoso.
Sujetó a Apolo y sacó su bocadillo y el botellín de agua. Necesitaba reponer fuerzas para enfrentarse a la tarea que se había propuesto.
Comió lentamente, saboreando cada bocado. Se dejó adormecer por el viento y escuchó el arrullo de los juncos. A lo lejos, rebotando en las escarpadas laderas de la cumbre, se oía el grito del águila disponiéndose a atrapar a su presa. Casi sin darse cuenta, Anaíd le respondió.
¡Vaya! Cada vez hacía cosas más raras.
¿Se estaba convirtiendo en un bicho raro?
A medida que se zambullía en la brujería, se daba cuenta de que sí.
Había sido una niña rara, estaba comenzando a ser un chica rara y, sin duda, era una bruja rara.
Resolvió no pensar en ello. Había comido, había descansado y había llegado el momento de intentar comunicarse con Selene. ¿Cómo? Y al guardar el papel arrugado de su bocadillo en la mochila, halló la seta.
¿Era casualidad? Criselda le había enseñado que las casualidades no existen. Los objetos, las personas o las circunstancias que nos salen al encuentro se cruzan en nuestro camino por alguna razón. Lo importante es comprender cuál es el motivo y saber hacer el uso adecuado. LEER el mundo era una tarea compleja. La seta la estaba esperando a ella. Fue a parar a su mochila por alguna razón y ahora, al hallarla, le estaba diciendo algo. Le decía: «Aquí me tienes, cómeme».
¡Claro! La seta era la linterna que iluminaría el camino para encontrar a Selene. Ya no se trataba de lamer cautamente, sino de ingerirla.
Anaíd mordisqueó un trocito y dejó pasar un tiempo prudencial, un tiempo suspendido en el tiempo que alteró su conciencia, la dotó de una mirada diferente y le infundió el valor que necesitaba para adentrarse en los peligros de la laguna.
ERA ELLA
PERO NO ERA ELLA.
Anaíd se puso en pie, tomó su vara de abedul y advirtió a Apolo con un par de maullidos contundentes que no la siguiese. Se puso en marcha cautelosamente tanteando el terreno con su vara de abedul extendida ante ella. Debía buscar el lugar donde, según los espíritus, se comunicaban los dos mundos.
Avanzaba de roca en roca, lentamente, muy lentamente, despojándose del oído, de la vista y del tacto. Actuaba por instinto, siguiendo la guía de su vara que se agitaba en una u otra dirección y la arrastraba tras ella. Hasta que la vara se detuvo y le indicó el punto exacto donde debía permanecer.
Anaíd canturreó una tonada antigua y golpeó rítmicamente con su vara una y otra vez. En ese tránsito, se desprendió de su propio cuerpo y se volcó en sus recuerdos, en las imágenes de Selene, en la voz de Selene, en el rojo intenso del color de los cabellos de Selene, en la blancura de su risa, en la fuerza de su abrazo. Anaíd la llamó, gritó una y otra vez su nombre y deseó ardientemente verla, tocarla, oírla. Se sentía cerca de ella.
Y de pronto… la caída.
Anaíd percibió que bajo sus pies sólo se hallaba el vacío.
Anaíd cayó, cayó, cayó.
Cada vez más deprisa, cada vez más vertiginosamente, rodeada de oscuridad y silencio.
Caía en picado por un abismo sin fondo. La angustia la atenazaba y paralizaba su cuerpo.
Y cayó, cayó, cayó durante un tiempo que se le hizo cierno, y mientras se hundía en la nada, insegura y pequeña, tanteó el vacío, desesperada, buscando algún lugar al que sujetarse.
A punto ya de perder la esperanza, oyó un maullido a su lado. ¡Apolo! Apolo la había desobedecido y caía con ella. ¡Oh, no! ¡Apolo!
Anaíd se olvidó de sí misma y la fuerza que la había abandonado regresó a ella permitiéndole alcanzar a Apolo. Fue fácil. En el momento en que pensó en el gatito y extendió sus brazos para detenerlo, sintió cómo la velocidad de su caída se amortiguaba.
Su miedo.
Había perdido el miedo al recuperar a Apolo. ¡Era eso! ¡El miedo la hacía caer al abismo!
Abrazó el cuerpecillo tembloroso de Apolo y lo tranquilizó meciéndolo entre sus brazos.
Y comprendió que el encuentro dependía de su determinación.
Ahora no sentía miedo. Deseaba ver a Selene. No temía la incertidumbre ni la oscuridad, no temía el vacío ni la nada. Extendió su mano con firmeza y la llamó de nuevo.
Allí estaba, efectivamente, una mano a la que sujetarse.
Se asió a ella y quedó suspendida en el vacío. Anaíd contuvo la respiración cuando identificó la mano que había frenado su caída. Era suave y fría, pero era la mano de Selene. La reconocía por su olor, aunque el tacto y la pulsión habían cambiado: era una mano nerviosa y temblorosa que a cada instante pugnaba por retirarse. No lo hizo porque el deseo de Anaíd de que permaneciese ahí era tan fuerte, tan poderoso, que hasta la mano de Selene la obedeció.
Finalmente Selene habló. Su voz sonaba tan temblorosa e insegura como su mano y el espacio que habitaba. La oscuridad impregnaba su voz y la privaba de la alegría y la frescura que Anaíd recordaba.
– No vengas, Anaíd, no me busques. Aléjate, Anaíd, no te acerques más.
La fuerza de la voz triste y la mano temblorosa pudieron más que la voluntad de Anaíd y la arrancaron de aquel cobijo, rechazándola y lanzándola lejos, muy lejos del pozo de oscuridad.
El maullido de Apolo le partió el corazón. Apolo caía pozo abajo sin que Anaíd, catapultada hacia la luz, pudiese hacer nada para rescatarlo.
Luego, el mundo se fundió y Anaíd perdió la conciencia.
Despertó horas después, dolorida y asustada. Alguien le ofrecía agua y le acariciaba el rostro.
– Mamá -musitó aún entre sueños.
Pero al abrir los ojos vio que no estaba en la laguna. Estaba en la fuente, junto al camino, y las manos que la acariciaban eran las de la señora Olav.
– Por fin. ¿Cómo te encuentras, bonita?
Anaíd no pudo responder de inmediato. La sacudió un escalofrío y le vino a la memoria la mano que la había acariciado horas antes. Era fría, glacial, era la mano de su madre, pero estaba falta de amor. Apretó los puños hasta clavarse las uñas y hacerse sangrar. Su madre no la quería, la había rechazado. Selene la había echado de su lado y le había prohibido acercarse.
– ¿Tienes frío? Anda, tápate.
Y la cubrió con una manta que sacó de su todoterreno. Anaíd agradeció su calor y, protegida por la manta y por la presencia de la señora Olav, se abandonó a la conmoción del encuentro. Sollozó, primero débilmente.
– Llora, llora, bonita, llorar ayuda.
Anaíd no se hizo rogar. Se dejó acunar en los brazos de la señora Olav, aguada por un llanto cada vez más intenso, más dramático. Lloraba porque su madre la había echado de su lado, porque había perdido a su gato, porque se sentía sola y pequeña en un mundo que siempre había creído seguro pero que ahora se le aparecía poblado de trampas y peligros. Lloraba porque no era justo que todo le saliese mal. Que primero muriese su abuela, que luego desapareciese su madre y ahora que la tierra se tragase a su gato. Lloraba porque era fea, porque nadie la quería y siempre se equivocaba.
Cuando ya hubo llorado suficiente por todas las desgracias pasadas y futuras que podrían acontecerle, comenzó a sentirse descansada.
– Gracias -y agradeció así a la señora Olav todo su cariño.
Era justo lo que necesitaba. Necesitaba unos brazos cálidos y vivos donde refugiarse para fundir el hielo que había impregnado su corazón.
La señora Olav le respondió con una sonrisa encantadora.
– ¿Tienes hambre?
Y de pronto Anaíd se percató de que había anochecido y de que su tía la estaría buscando.
– ¡Tengo que volver a casa!
Se puso en pie y sorprendentemente la pierna no le dolió. La señora Olav intentó detenerla.
– Espera, a lo mejor te has roto algo, debiste de caer por el torrente; déjame que lo compruebe.
Y mientras la señora Olav la obligaba a mover sus articulaciones una a una, Anaíd notó que tenía la ropa mojada, desgarrada, y el cuerpo lleno de magulladuras.
– Estás bien, ha sido un milagro. Ven, te llevaré a tu casa. Tengo el coche aquí.
Bendita señora Olav. Discreta, cariñosa y prudente.
– ¿Cómo me ha encontrado?
– Habíamos quedado en vernos esta tarde, ¿recuerdas?
Anaíd lo había olvidado completamente.
– Lo siento.
– En el pueblo me dijeron que te habían visto dirigirte sola hacia la laguna a primera hora de la mañana. Al ver que no regresabas, me asusté y vine a buscarte. Estabas inconsciente junto a la pista.
Anaíd tenía ganas de explicárselo todo, pero se contuvo. La señora Olav la ayudó a subir al vehículo.
– ¿Quieres explicarme algo?
Anaíd negó con la cabeza. No sabría por dónde empezar.
– ¿Y esas lágrimas?
– Mi gato, caímos juntos.
– Pobrecilla. Te regalaré otro.
– A lo mejor está perdido en la montaña.
– ¿Quieres que vengamos a buscarlo mañana?
Anaíd sonrió esperanzada.
– ¿Lo haría?
– Pues claro, con el Land Rover es un momento. Mañana es sábado y no tienes escuela. Te pasaré a buscar después de desayunar y podemos comer juntas en los lagos.
Anaíd sintió cómo se le ensanchaba el corazón de dicha.
– No traigas comida. Ya me encargo yo del picnic.
Tía Criselda era acogedora, pero sólo eso. Anaíd en sus brazos sentía una dulzura tibia, pero no un apoyo como el que le daba la señora Olav.
Cristine Olav le transmitía la seguridad y el afecto que Anaíd necesitaba.