Selene se sujetaba fuertemente a la barandilla de la balaustrada contemplando el imponente espectáculo que salpicaba la noche de luz y espanto. El Etna rugía y escupía fuego en una dantesca danza, la lava lamía sus laderas y se deslizaba sinuosa hacia el valle. El palacio, la colina y el valle refulgían bajo las llamas y el horizonte se iba oscureciendo bajo la densa nube de humo negro que rodeaba el cono del volcán.
Y a cada nuevo temblor de tierra, se oían los gritos de las muchachas.
Hasta que Selene, nerviosa, las increpó:
– Silencio.
Una de ellas, la más atrevida, se arrodilló en el suelo y, tras santiguarse, juntó sus manos y le suplicó:
– Señora, por favor, os lo rogamos, señora, no os enfadéis con nosotras, acabad con esta pesadilla.
Selene fingió sorprenderse.
– ¿Creéis que yo he provocado la erupción?
La muchacha valiente, que respondía al nombre de María, no calló sus sospechas.
– Oh sí, señora, os hemos visto contemplando fijamente la montaña de fuego durante toda la noche, rugiendo de rabia y pronunciando palabras imposibles, conjurando con vuestras manos las entrañas de la tierra hasta que el Etna ha despertado de su sueño. Por favor, señora, dormidlo de nuevo…
Selene golpeó el suelo de mármol con su sandalia dorada.
– ¡Es absurdo!
Pero una voz agria la desmintió.
– En absoluto, no es una sospecha absurda. Tienen razón, Selene. Has despertado el volcán porque querías deshacerte de mí.
Salma, la silueta espectral de Salma, con su vestido cubierto de sangre y el odio vibran-do en su mirada, se alzó ante Selene.
– ¡Calla! No estamos solas -objetó Selene.
– Eso es fácil de solucionar -masculló Salma sacando su átame.
Pero antes de que Salma pudiese actuar sobre las doncellas, Selene, indignada, sacó su vara y pronunció un conjuro letal. Las muchachas cayeron al suelo desplomadas. Salma aplaudió su rapidez.
– Tu hazaña aún te ha dejado fuerzas, por lo que veo.
– Te advertí que no continuases con tus correrías.
– ¿Por eso has intervenido? ¿Por eso has defendido a tu hija?
Selene abrió los ojos con extrañeza.
– ¿A mi hija?
– ¡Basta ya de engaños!
Selene calló unos instantes, luego arremetió contra Salma.
– Fuiste tú quien me retó y a punto has estado de pagar el precio.
Salma le mostró su mano sangrante, le faltaba el dedo» anular.
– Esto no te lo perdono.
– Yo no te lo he hecho.
– Ha sido tu pequeña Anaíd, esa niña feúcha y torpe que no tenía poderes… La condesa decidirá.
Selene se horrorizó.
– ¿Pretendes volver a llevarme al mundo opaco?
Salma estaba rabiosa.
– Nos has engañado a las dos. Nos mentiste sobre tu hija.
Selene señaló a Salma.
– ¿Y tú? ¿Qué escondes, Salma? ¿Qué es eso que tienes ahí?
Salma retrocedió y ocultó el objeto brillante tras ella.
– Pregúntaselo a los espíritus.
– Lo haré y la condesa lo sabrá.
Salma echaba fuego por los ojos.
– ¡Que la condesa decida!
Selene miró a su alrededor y suspiró por todas las riquezas que abandonaba a su suerte.
– De acuerdo, que la condesa decida.