La niña dormía en su habitación de techos altísimos y paredes encaladas una y mil veces. Una habitación alegre en una casa de pueblo que olía a leña y a leche dulce acabada de hervir. Los postigos de las ventanas estaban pintados de verde y verdes eran también los rombos del kilim que cubría el suelo de madera, los valles de los dibujos que colgaban de las paredes y algunos de los lomos de los libros juveniles que se apiñaban en las estanterías junto a otros muchos rojos, amarillos, anaranjados y azules. Abundancia de colores diseminados con atrevimiento en los cojines, la colcha, las cajas de los puzzles y las babuchas abandonadas bajo la cama. Colores de infancia que ya no se correspondían con la ausencia de muñecas, relegadas al fondo del armario, ni con la seriedad de la mesa de trabajo, ocupada casi enteramente por un Pentium de última generación.
A lo mejor la niña no era tan niña.
Y, aunque aún lo fuera, no sabía que aquella mañana empezaría a dejar de serlo.
El sol se colaba a raudales por las rendijas de las persianas mal cerradas mientras Anaíd, que así se llamaba la niña, se movía inquieta y gritaba en sueños. Un rayo de sol reptó por la colcha, alcanzó trabajosamente su mano, ascendió lento pero tenaz por su cuello, su nariz, su mejilla y, finalmente, al rozar sus párpados cerrados, la despertó.
Anaíd lanzó un grito y abrió los ojos. Estaba confusa. Le faltaba el aliento y extrañaba la intensa luz que invadía su habitación. Se hallaba en ese estadio de duermevela que aún no discierne entre el sueño y la realidad.
En su pesadilla, tan vivida, corría y corría bajo la tormenta buscando refugio en el bosque de robles. Entre el fragor de los truenos oía la voz de Selene gritando «¡detente!», pero ella no hacía caso de la advertencia de su madre. A su alrededor, los rayos caían por doquier, a centenares, a miles, deslumbrándola, cegándola, inundando el bosque con una lluvia de fuego hasta que un rayo la alcanzaba y caía fulminada.
Anaíd parpadeó y sonrió aliviada. Efectivamente. El culpable de todo había sido un rayo de sol juguetón que se había filtrado por las persianas de su ventana sin pedir permiso.
Ya no quedaba ni rastro de la tormenta eléctrica que la noche anterior había azotado el valle. El fuerte viento había barrido las nubes y los cielos lavados resplandecían como el agua violeta de los lagos.
¿Y esa luz tan intensa? ¿Tan tarde era? ¡Qué extraño! ¿Cómo es que Selene no la había despertado todavía para ir a la escuela?
Saltó de la cama y reprimió un escalofrío al poner los pies desnudos sobre el kilim. Se vistió, como de costumbre, sin dedicar a su atuendo más de un segundo, y se lanzó en busca de su reloj, ¡las nueve! ¡Era tardísimo! Ya había perdido la primera hora de clase. ¿Y su madre? ¿Cómo es que Selene aún no estaba levantada? ¿Le habría ocurrido algo? Siempre la despertaba a las ocho.
– ¿Selene?
Musitó Anaíd empujando la puerta de la habitación contigua y reprimiendo la angustia de su pesadilla que comenzaba a invadirla de nuevo.
– ¿Selene?
Repitió incrédula al comprobar que en la habitación no había nadie excepto ella y el aire gélido del norte que entraba por la ventana abierta de par en par.
– ¡Selene!
Exclamó enfadada como hacía siempre que su madre le gastaba una broma pesada. Pero esa vez Selene no apareció tras la cortina, riendo con su risa atolondrada, ni echándose sobre ella para rodar juntas sobre la cama medio deshecha.
Anaíd respiró profundamente una vez, dos, y lamentó que el viento hubiera barrido el perfume a jazmín que impregnaba la habitación de Selene y que tanto le gustaba. Luego cerró la ventana temblando. Había nevado. A pesar de estar avanzado el mes de mayo y de apuntar ya los primeros brotes primaverales, esa noche había nevado. El campanario de pizarra negra de la ermita de Urt, en lontananza, amanecía espolvoreado de blanco como un pastel de nata. Pensó que era una mala premonición por tratarse de un año bisiesto y cruzó los dedos como le había enseñado a hacer Deméter.
– ¿Selene? -repitió de nuevo Anaíd en la cocina.
Pero allí todo estaba intacto, tal y como lo habían dejado la noche anterior después de la discusión, antes de la tormenta y la pesadilla. Anaíd fisgoneó meticulosamente. Ni un rastro de taza de café tomada a hurtadillas, ni una galleta mordisqueada, ni un vaso de agua bebido a deshora. Selene no había puesto los pies la cocina. Segurísimo.
– ¡Selene! -insistió Anaíd gritando cada vez más nerviosa.
Y su voz resonó en la era, en el porche y llegó hasta el viejo pajar que hacía las veces de garaje. Y allí Anaíd se detuvo unos instantes, justo en el lindar de la destartalada puerta de madera, esforzándose en acostumbrar sus ojos a la penumbra del interior. El viejo coche estaba inmóvil, cubierto de polvo y con las llaves en el contacto. Sin él Selene no podía haber ido muy lejos. Urt quedaba alejado de todas partes y a medio camino de todos sitios. Era necesario coger el coche para ir a la ciudad, a la estación de trenes, a las pistas de esquí, a la montaña, a los lagos y hasta al supermercado de las afueras. Entonces…, si no había cogido el coche…
Anaíd comenzó a urdir una sospecha. Regresó al caserón y lo revolvió a conciencia. Efectivamente, las pertenencias de Selene estaban intactas. Su madre no podía haber salido de casa sin abrigo, sin bolso, sin llaves y sin zapatos.
Anaíd, cada vez más alterada, iba acumulando más y más certezas que la remitían a la ansiedad que sintió la mañana de la muerte de su abuela Deméter. Era absurdo, pero todo parecía indicar que Selene se había esfumado con lo puesto, sin una miserable horquilla de su cabello, semi-desnuda y descalza.
Con el corazón latiéndole desacompasadamente arrancó literalmente su grueso anorak de plumas del perchero de la entrada y, poniéndoselo de cualquier manera, se cercioró de que las llaves estuviesen en el bolsillo, cerró la puerta tras de sí y salió a la carrera. En la callejuela, el viento helado se colaba silbando y zigzagueando por el estrecho corredor que dejaban las casas de gruesos muros construidas a resguardo del norte.
Urt, de casas de piedra y tejados de pizarra, se alzaba en la cabecera del valle de Istaín, a pie de Pirineos, rodeado de altas cimas e ibones helados. En su plaza, orientada al este para recibir en su altar el primer rayo de sol, se levantaba la iglesia románica. En lo alto, dominando el valle y la entrada del desfiladero, se erguía el torreón en ruinas, habitado por cuervos y murciélagos. Antiguamente, el vigía permanecía alerta día y noche con una única tarea, mantener viva la antorcha destinada a prender la fogata al divisar al enemigo. La torre vigía de Urt era la torre madre de los valles, su señal se divisaba desde seis poblaciones distintas y cuenta la leyenda que la fogata de Urt detuvo el avance implacable de las huestes sarracenas a través de los valles pirenaicos, allá por el siglo VIII, en una hazaña ignorada y anónima.
Anaíd se mantuvo al abrigo del viento hasta que franqueó las ruinas de las viejas murallas de Urt. Una vez a campo descubierto, recibió el azote del norte en pleno rostro. Dos gruesos lagrimones le resbalaron mejillas abajo, pero no se arredró y, enfrentándose al vendaval, tomó el camino del bosque sin detenerse ni una sola vez.
El viejo robledal aparecía de buena mañana con un aspecto lastimoso. Ramas desgajadas, troncos centenarios carbonizados, hojas caídas, matorrales chamuscados… Aquí y allá la tormenta había dejado heridas que sólo el tiempo se encargaría de cicatrizar. Anaíd, con la ayuda de un bastón, desbrozaba palmo a palmo el manto grisáceo y fangoso que cubría el suelo. Temía dar con lo que buscaba. Lo temía tanto que lo negaba una y otra vez. Pero así y todo, y a pesar de su pánico, hacía su trabajo concienzudamente. Se había propuesto recorrer el bosque de punta a punta, revisando palmo a palmo todos sus rincones.
Buscaba el cuerpo de Selene.
Anaíd nunca podría olvidar la mañana en que desapareció Deméter ni la noche que precedió a su muerte. Deméter, su abuela, había muerto en el bosque durante una noche de tormenta hacía poco menos de un año, al regresar de atender su último parto. Era comadrona. Al recordarlo, Anaíd todavía notaba el sabor salado de las lágrimas que lloró por ella.
Esa mañana, tras una aparatosa tormenta, el día había amanecido cubierto por una neblina descolorida. Selene estaba inquieta porque Deméter no había dormido en su cama, y Anaíd sintió un miedo abstracto, inconcreto. Selene no dejó que la acompañara al bosque, quiso ir sola, y al regresar, aterida de frío y con los ojos cubiertos por una telaraña de dolor, no podía articular las pocas palabras que necesitaba para comunicarle la muerte de su abuela. Pero no hizo falta porque Anaíd ya lo sabía. Había notado el gusto agrio de la muerte subiendo por su garganta nada más despertar. Selene, a duras penas, le explicó que ella misma había encontrado el cuerpo de Deméter en el bosque. Luego calló. Selene, de natural tan parlanchina, enmudeció y no respondió a una sola de las preguntas de Anaíd.
Durante los días siguientes la casa se llenó de familiares lejanas venidas de todas las partes del mundo. Recibieron centenares de cartas, de llamadas telefónicas, de e-mails, pero nadie aventuraba nada. Por fin dijeron que había sido un rayo y la médica forense, una especialista que voló desde Atenas, así lo certificó. Sin embargo Anaíd no pudo besarla antes de meterla en su ataúd, pues su cuerpo estaba carbonizado, irreconocible.
En el pueblo se habló largamente del rayo que alcanzó a la abuela de Anaíd esa noche de tormenta eléctrica, aunque nadie se explicó nunca, ni siquiera Anaíd, qué hacía Deméter en el robledal a osas horas de la noche. Su coche fue hallado en la carretera, apareado junio a la cuneta del camino forestal, con la ventanilla de la puerta del conductor abierta, los faros de posición encendidos y el intermitente parpadeando con terquedad.
Anaíd se detuvo y el presente se reinstaló raudo entre las sombras de las hojas de los robles. Su bastón había topado con algo, con un objeto duro cubierto por la hojarasca. Sin poder remediarlo sus manos la traicionaron y comenzaron a temblar de forma insistente. Recordó los consejos de Deméter para vencer al miedo cuando el pánico se enseñoreaba de la voluntad. Dejó su mente en blanco y luego apartó las hojas con sus botas y contuvo la respiración: era un cuerpo todavía caliente, pero no pertenecía a un ser humano, era…, era… un lobo, mejor dicho, una loba, puesto que se distinguían perfectamente sus mamas hinchadas de leche. Sus cachorros no debían de andar lejos. Pobrecillos, sin la leche de su madre estaban condenados a morir de hambre. Anaíd se consoló pensando que tal vez ya estuviesen lo suficientemente crecidos para subsistir con la ayuda de la manada. Observó al animal. Era bello. Su pelaje, a pesar de la suciedad del barro, era de un gris perla, suave y sedoso al tacto. Sintió lástima por la joven loba y la cubrió de nuevo con hojas secas, ramaje y piedras para evitar que fuese pasto de carroñeros. La loba estaba lejos de las montañas, había bajado al valle aventurándose en territorio humano y había hallado la muerte. ¿Por qué bajaría al valle?
Anaíd miró su reloj. Eran las doce del mediodía. Decidió que lo más sensato sería volver a casa y comprobar si todo seguía igual. A veces sucedía que las circunstancias cambiaban inesperadamente y aquello que horas o minutos antes parecía horroroso dejaba de serlo.
Confiando en la remota posibilidad de hallar a Selene en casa, encaró el camino de regreso sin tomar precauciones y tuvo la mala fortuna de topar con sus compañeros de clase que salían en tropel de la escuela. Dar explicaciones o responder a preguntas engorrosas era lo último que deseaba hacer en aquellos momentos. Tampoco se veía con ánimos de afrontar sus burlas. Así pues dio media vuelta y salió disparada en dirección contraria desviándose por el callejón del puente. Se giró para comprobar si había conseguido esquivarlos y ese gesto la perdió. No vio venir el Land Rover azul que bajaba la cuesta y sólo sintió un fuerte golpe en la pierna y un chirrido de frenos. Después un grito. Luego nada.
Anaíd yacía en el suelo atontada, sin poder moverse, y la conductora del vehículo, una turista vestida con ropa deportiva, cabello rubio, ojos azules y leve acento extranjero, se arrodillaba sobre ella lamentándose y tanteando su cuerpo.
– Pobrecilla niña, quédate quieta, llamaré a una ambulancia. ¿Cómo te llamas?
Antes de que Anaíd abriese la boca, un montón de voces respondieron por ella.
– Anaíd Tsinoulis.
– La enana sabelotodo.
– La empollona.
Anaíd quiso fundirse y se negó a abrir los ojos. Había oído la voz de Marión, la chica más guapa de su clase, la que montaba las fiestas más guay y nunca la invitaba. Y también había oído la voz de Roc, el hijo de Elena, con el que jugaba de pequeña pero que ya no le hablaba, ni la miraba, ni la veía… Quería morirse.
Suponía que todos los buitres de su clase estaban en corro sobre ella, señalándola con el dedo, regodeándose de su desgracia, viéndola pequeña, enana, miserable, fea y cachondeándose de su accidente…
Quería morirse de vergüenza.
Desde que las chicas de su clase crecieron, crecieron y la dejaron atrás, riéndose de su talla de niña, Anaíd se sentía una marciana. Ni Marión ni las otras la invitaban a sus fiestas de cumpleaños, ni a sus salidas nocturnas a la ciudad, ni compartían con ella sus secretos, ni intercambiaban su ropa y sus CD. Y no era porque le tuviesen ojeriza o envidia por sacar mejores notas, sino porque ni siquiera la veían. Su problema, el gran problema de Anaíd, era que a pesar de haber cumplido catorce años medía como una niña de once y pesaba como una de nueve.
Era invisible, pasaba inadvertida fuese donde fuese, excepto en el aula. En el aula brillaba con luz propia y ahí residía su pequeña tragedia. Tenía la mala suerte de entenderlo todo a la primera y de sacar las mejores notas, así que cuando respondía en clase o le puntuaban con un diez en un examen sus compañeros se burlaban apodándola la enana sabelotodo. Para colmo de males, su inteligencia también molestaba a algunos profesores y en más de una ocasión se había arrepentido por no morderse la lengua a tiempo. Últimamente se abstenía de levantar la mano en clase y procuraba cometer siempre alguna falta en los ejercicios para bajar nota. Pero daba lo mismo, continuaba siendo la enana sabelotodo. Y eso escocía, vaya si escocía.
Anaíd, en el suelo, sólo quería que se marchasen y la dejasen tranquila, que dejasen de mirarla con sus ojos burlones y poco compasivos.
– ¡Fuera de aquí, niños, largo! -les increpó la extranjera.
La misma voz dulce y firme que la había atendido se había tornado dura e inflexible. Y le hicieron caso. Los chavales de su clase salieron a la desbandada y Anaíd, estirada en medio de la calzada, oyó el retumbar de las suelas de sus zapatos al correr por los suelos empedrados de las callejuelas de Urt. Corrían para propagar la noticia de su atropello.
– Anaíd, ya se han ido -murmuró la bella extranjera.
Anaíd abrió los ojos y se sintió reconfortada. La esperaban una sonrisa cómplice y unos ojos azules y profundos como el lago, el recibimiento más dulce que una niña pudiera soñar tras una tanda de sucesos tristes.
– Creo que no es nada -comentó Anaíd imbuida de un súbito optimismo mientras se tocaba la pierna herida.
– ¡No, espera, no te pongas de pie! -intentó impedir la turista.
Pero Anaíd ya se había levantado de un salto y movía las articulaciones una a una. Estaba perfectamente.
– No puedo creerlo -musitó la extranjera subiendo la pernera del pantalón de Anaíd y buscando la fractura de su pierna allí donde suponía que había recibido el impacto del Land Rover.
– De verdad, estoy bien, sólo ha sido una rascada. Mire -dijo Anaíd mostrándole la pierna y sintiendo la suave caricia de la mano delicada, muy blanca, sobre su rodilla.
– Sube, te llevaré al médico yo misma -insistió la mujer.
Y la tomó de la mano para ayudarla a subir al vehículo alquilado.
– No, no, no puedo ir al médico -se resistió Anaíd.
La extranjera pareció dudar.
– Tienen que hacerte radiografías, pruebas.
Anaíd suplicó con vehemencia:
– De verdad que me es imposible. Tengo que ir a casa.
– Pues te acompañaré yo misma y hablaré con tu madre.
– ¡No puede ser! -gritó Anaíd, corriendo ya calle abajo, totalmente repuesta de su caída.
– ¡Espera! -gritó la hermosa mujer, desconcertada, sin saber qué hacer.
Pero Anaíd ya había desaparecido por el primer callejón a la izquierda y en esos precisos momentos estaba abriendo la puerta de su casa.
A pesar de sus buenos presagios la casa continuaba vacía.
Selene no había regresado.
Anaíd se sentó en la mecedora que tiempo atrás estaba reservada para Deméter y se meció durante largo rato. El movimiento repetido de echar el cuerpo hacia adelante y hacia atrás columpiando su tristeza, frenando su desasosiego, acabó por tranquilizarla y relajar su mente. No podía precipitarse, debía hacer las cosas ordenadamente, una tras otra. Selene estaba en alguna parte y, si no tenía forma de comunicar con ella, bien podía intentar seguir su rastro.
Antes de acudir a nadie en busca de ayuda, Anaíd imprimió todos los e-mails recibidos y enviados a lo largo del último mes desde la cuenta de correo electrónico de su madre, apuntó religiosamente el número de las últimas cincuenta llamadas telefónicas que constaban en la memoria de su aparato y copió todos los movimientos de caja que registraban sus cuentas bancarias, comprobando así que no hubiera retirado dinero en la última semana y que no hubiera ningún cobro extraño durante el último mes.
También hizo acopio de la correspondencia que guardaba en su cajón, correspondencia en su mayoría editorial y bancaria, y hojeó su agenda personal donde anotaba citas, compromisos y nombres. Al repasar los datos se dio cuenta de que el número telefónico más repetido en las llamadas recibidas y efectuadas provenía de Jaca, la ciudad más cercana a Urt y a la que Selene iba muy a menudo de compras.
Anaíd marcó el número sin titubear. Al otro lado de la línea respondió una voz de hombre. Soy Max, ahora no estoy en casa. Si quieres ponerte en contacto conmigo déjame tu mensaje. Pero Anaíd colgó. ¿Quién era ese Max? ¿Por qué Selene no le había hablado nunca de él? ¿Un amigo? ¿Algo más que un amigo? En sus e-mails y en su agenda, en cambio, no había ni rastro de Max, ni nada que destacar, excepto, tal vez, una correspondencia cada vez más íntima y frecuente con una admiradora que se declaraba apasionada lectora de sus cómics y que le pedía una cita para conocerla personalmente.
Firmaba S.
Gaya estaba corrigiendo exámenes junto al fuego. A veces, como aquella tarde, lo encendía sin necesidad, por el simple placer de acercar las manos a las llamas y gozar de su caricia. Estaba arrepentida de haber aceptado esa plaza de maestra en Urt. Tenía demasiados alumnos, el invierno duraba diez meses y no le quedaban tiempo ni ganas para la música. Creyó que sería un destino tranquilo y que el aislamiento le permitiría componer, pero se equivocó. Y no era únicamente el frío lo que hacía perecer las notas congeladas antes de nacer, eran las continuas interferencias que se sucedían una tras otra.
La habían engañado. Había ido a parar al ojo del huracán. En ese mismo instante llamaron al timbre y Gaya supo, por la desazón que la invadía, que lo peor aún no había llegado.
La visita no era otra que Anaíd, la hija de Selene, que no había acudido a la escuela en todo el día. Precisamente acababa de corregir su examen. Un buen examen, demasiado bueno. Por eso le había bajado un punto con la excusa de que hacía la letra demasiado puntiaguda. Y no es que le tuviera ninguna manía especial a la niña… Anaíd era feúcha y tímida, pero no incordiaba. Lo que la fastidiaba era que Selene se apuntase los méritos de su hija y un diez era excesivo para la petulancia de aquella pelirroja narcisista.
– ¿Qué pasa, Anaíd?
Anaíd no acababa de arrancar, tenía los ojos enrojecidos y parecía asustada. Gaya se impacientó y la obligó a sonarse los mocos y a beber un sorbo de agua fría. Anaíd se salpicó el jersey al beber. No era fea, sus ojos azules, de un azul cobalto, magnético, siempre habían fascinado a Gaya, pero tenía tan poca gracia la pobre, tan flaca y esmirriada, con esos jerséis grandotes y con aquellos cuatro pelos ralos, muy cortos, saliendo debajo de los gorros de lana que la afeaban tanto. Nunca había comprendido el mal gusto de Selene vistiendo a su hija y cortándole el pelo. Nadie que las viera juntas diría que la provocadora y atractiva pelirroja pudiera ser la madre de aquella adolescente desgarbada. Por fin pareció que Anaíd reaccionaba.
– Selene ha desaparecido.
Gaya se puso a mil.
– ¿Cuándo?
Anaíd estaba confundida y Gaya detectó que esquivaba su mirada con culpabilidad.
– Esta mañana cuando me he levantado no estaba, por eso no he ido a la escuela. La he estado esperando, esperando, pero no ha regresado.
Gaya exploró la posibilidad de que Anaíd se equivocara
– Debe de estar en el despacho de Melendres, discutiendo sobre la última entrega de Zarco.
Anaíd negó. Melendres era el editor de los cómics de su madre, y efectivamente se llevaban como el perro y el gato, aunque el personaje de Selene, Zarco, estuviese empezando a tener un cierto éxito.
– No ha ido a la ciudad, el coche está en el pajar.
– A lo mejor…
Sin embargo Anaíd estaba muy segura de lo que decía:
– He repasado todos sus zapatos y abrigos y no falta ninguno. Y su bolso, con las llaves, las tarjetas y el billetero, está colgado en el perchero.
Gaya palideció y cogió el teléfono sin apenas dar importancia a la presencia de Anaíd. Mientras marcaba sentía que se la comía la rabia. Si tuviese delante a Selene la abofetearía, le tiraría de los pelos hasta arrancárselos uno a uno, le pisaría los pies embutidos en esas botas de tacón de aguja, llamativas, fardonas. ¿Por qué? ¿Por qué no le hizo caso? Había estado buscando su propia ruina desde hacía un año, desde la muerte de su madre Deméter.
– ¿Elena? Soy Gaya. Tengo aquí delante a Anaíd, que dice que Selene ha desaparecido.
Gaya pareció asombrada al oír las palabras de Elena.
– ¿Un accidente? -y se dirigió a Anaíd-: Elena dice que has tenido un accidente, que te ha atropellado un coche esta mañana.
Anaíd maldijo a Roc y a Marión y a todos sus compañeros de clase.
– No fue nada, ni siquiera me tocó.
– ¿La has oído? Pues te esperamos.
Gaya colgó el teléfono, se quedó mirando fijamente a Anaíd y sintió lástima por ella. Estaba sola y había pasado tantas desgracias seguidas… No obstante no estaba dispuesta a acarrear con los errores de Selene. Era la hija de Selene, no la suya. Miró sus exámenes, su fuego, y no pudo evitar un rictus de contrariedad por todos los problemas que le supondría cualquier decisión que tomase.
– Ahora vendrá Elena y te llevará a su casa.
Anaíd abrió los ojos sorprendida.
– Tenemos que ir a la policía.
– ¡No! -gritó ni el arlo Gaya.
Luego, al ver el efecto contraproducente que había causado en Anaíd rectificó:
– Imagina que tiene un lío con… con alguien. Sería un escándalo. La buscaremos.
– Pero…
– Tu madre no está bien de la cabeza, hace muchas tonterías. ¿Quieres que además te señalen con el dedo por la calle?
Anaíd calló. Sabía que Gaya, a pesar de ser amiga de Selene, la envidiaba. Envidiaba su melena roja y rizada, sus largas piernas, su simpatía y su desparpajo. No hacía falta ser muy lista para darse cuenta de que Gaya, una maestra mojigata, hubiera vendido su alma al diablo por ser como Selene.
Elena, la bibliotecaria, la que proporcionó a Anaíd todas sus lecturas infantiles, llegó resoplando con sus kilos de más. Anaíd pasaba apuros en su presencia puesto que era incapaz de distinguir cuándo estaba embarazada, cuándo estaba recién parida y cuándo no estaba ni una cosa ni otra. Calculaba, si no había perdido la cuenta, que Elena debía de tener ya siete hijos, todos niños. El mayor era Roc, y a Anaíd, la posibilidad de convivir con Roc bajo el mismo techo se le antojaba un suplicio. Roc era clavado a su padre, el herrero del pueblo, fuerte, socarrón y moreno de cutis y cabello. Roc y ella habían jugado muchas veces en el bosque y se habían bañado juntos en la poza del río. Pero eso había sido de niños. Ahora Roc tenía moto, vestía vaqueros ajustados, se acababa de hacer un piercing en el lóbulo izquierdo, iba a la ciudad los sábados y, si se cruzaba con ella, miraba hacia otra parte, como los demás, como casi todos.
Elena, a diferencia de Gaya, era cariñosa y lo primero que hizo fue abrazar a Anaíd y abrumarla con sus besos.
– Explícame, bonita, ¿cómo ha sido?
– No sabe nada -interrumpió Gaya.
– Alguna pista nos podrá dar, algo que nosotras no sepamos…
Pero Gaya estaba indignada.
– Lo sabíamos, tú, yo y todas. Sabíamos que ocurriría tarde o temprano.
– No te precipites.
– ¿Qué pretendía si no Selene con sus faldas cortas y esa larguísima melena roja, chillo-na y rizada que ondeaba a los cuatro vientos? ¿Qué pretendía con esos reportajes en Internet, dejándose entrevistar y fotografiar en su casa, en su estudio, haciendo declaraciones controvertidas sobre el mundo del cómic y permitiéndose criticar a personajes públicos? ¿Y qué decir de sus continuas multas por excesos de velocidad? ¿Y sus sonadísimas borracheras?
Elena la interrumpió azorada:
– Gaya, por favor, estamos delante de Anaíd. Compórtate.
Gaya tenía ganas de explotar desde hacía demasiado tiempo y no reprimió su última frase -La ha perdido su ego.
Anaíd se sintió obligada a defenderla:
– Selene es especial, es diferente… y yo la quiero.
La agresividad de Gaya la hizo mostrarse valiente, pero también precavida. Anaíd decidió que no pasaría a nadie la información que había conseguido sobre los últimos movimientos de su madre.
Gaya se sintió en falso. No soportaba a Selene, narcisista, enamorada de sí misma, y le parecía mentira que la pobre niña a la que había eclipsado y arrinconado como un mueble viejo saliese en su defensa. Suspiró.
– Lo siento, Anaíd, no tengo nada contra su madre, sólo contra su falta de discreción. Es una forma de… buscarse enemigos, de llamar la atención. ¿Comprendes?
– ¿Quieres decir que ha desaparecido a consecuencia de esa entrevista de Internet? -inquirió Anaíd sardónica.
Gaya deseaba haberse callado la boca minutos antes.
– No, no, yo… bueno yo, no me hagas caso. Pero que sepas que yo admiraba mucho a Deméter, tu abuela. Deméter era toda una dama.
Elena la tomó de las manos.
– Anaíd, esta noche, ¿has oído algo, has intuido algo… desagradable como cuando…?
Anaíd fue tajante, contundente, ni se planteó de dónde salía la fuerza que la inspiró para responder con tanta seguridad.
– Mi madre no está muerta.
Gaya y Elena respiraron aliviadas. La certeza de Anaíd no admitía dudas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé y punto.
Elena se sentó en la silla y quedó pensativa unos instantes.
– Anaíd, haremos una cosa. Nosotras dos te ayudaremos a encontrar a Selene, pero tú también tienes que ayudarnos. En primer lugar te pediremos una cosa muy difícil para una chica curiosa como tú.
– ¿Cuál?
– Que no hagas preguntas.
Anaíd tragó saliva. Necesitaba una sola razón para convencerse de que su discreción podría ayudar a encontrar a Selene.
– ¿Está metida en algún lío?
Elena y Gaya se miraron y asintieron.
– Así es.
– De acuerdo, no haré preguntas. ¿Y la segunda condición?
– Que no hables con nadie de este tema, con NADIE. ¿Entendido?
Anaíd asintió. Necesitaba beber las palabras de Elena para saber que la desaparición de Selene estaba dentro de los parámetros posibles de la lógica. Y así era.
– ¿Y qué versión doy en Urt?
– Diremos…, diremos que Selene ha salido de viaje. A Berlín. ¿Te gusta Berlín?
Anaíd asintió.
– ¿Y mientras tanto?
– Mientras tanto yo me ocuparé de ti -afirmó Elena.
– ¿Dónde dormiré?
– Pues, pues con…
– No puedo dormir con Roc -gritó con un cierto desespero Anaíd.
– ¿Por qué no? Sois amigos.
Anaíd se sintió desfallecer. Lo peor que le podía pasar en este mundo no era que su madre desapareciese, sino que le obligaran a pasar la vergüenza más grande de su vida compartiendo habitación con Roc.
– No, no somos amigos.
– Pues… así os reconciliáis. ¿Qué te parece?
– Fatal.
Elena suspiró y se llevó la mano al vientre. Anaíd se fijó. ¿Se movía? Sí, efectivamente, el enorme barrigón de Elena se agitaba inquieto. Debía de estar embarazada de nuevo.
Gaya, para librarse de su mala conciencia, le acarició el cabello con la mano tensa, un intento de aproximación que viniendo de ella significaba un gran esfuerzo.
– Anda, te acompañaré a casa a recoger tus cosas, pero antes come algo, seguro que no has probado bocado.
Y le sacó pollo frío y una verdura que recalentó en el fuego y que Anaíd, a pesar de odiar la verdura, agradeció. No había comido nada desde la noche anterior.