Anaíd salió por las puertas automáticas del aeropuerto de Catania aturdida por el calor, el gentío y los altavoces. Tras ella, tía Criselda corría, alzándose las largas faldas floreadas para no tropezar, y resoplaba intentado alcanzarla. Anaíd quería llegar cuanto antes a Taormina y una vez allí preguntar por Valeria Crocce. En su casa de Urt, controlada por los espíritus, no se atrevió a hacer averiguaciones.
Durante el viaje, Criselda le había explicado lo que sabía sobre el linaje de las Crocce. Valeria, bióloga marina, era una carismática matriarca que detentaba la jefatura del clan del delfín. Las Crocce eran poderosas y en algún momento habían sido acusadas de pelear contra las Fatta, el otro linaje de la isla que disputó el liderazgo de los delfines y consiguió el de las cornejas. Las brujas sicilianas, inicialmente de origen griego, pertenecían ahora a una rama de la tribu etrusca famosa por sus artes adivinatorias. Las etruscas eran capaces de interpretar cualquier indicio, las nubes, los vientos, las corrientes marinas, los vuelos de los pájaros…, y eran grandes expertas en la lectura de las vísceras y las llamas.
Anaíd se preguntaba cómo sería Valeria y si sería difícil llegar hasta ella. Si tuviese una foto suya, si supiese su teléfono…
Pero no hizo falta. La sorpresa fue que Valeria Crocce las esperaba a pocos pasos de la barrera del hall del aeropuerto donde se agolpaban familiares y curiosos.
– ¿Eres Anaíd? ¿Anaíd Tsinoulis? -se dirigió a ella una mujer de tez morena y ojos negros que olía a yodo y a algas.
Anaíd supo inmediatamente que era Valeria.
– ¿Cómo has sabido que veníamos?
Y Criselda exclamó confusa:
– ¿Eres realmente Valeria? ¿Tan joven? ¡No me lo puedo creer!
Anaíd tampoco se lo podía creer. Nadie excepto Criselda y ella sabían qué vuelo tomarían y adonde se dirigían. ¿Cómo demonios había recibido esa información?
Valeria las tomó nerviosamente del brazo a ambas y las acompañó hasta el aparcamiento, donde las esperaba su hija sentada indolentemente en el asiento trasero de un Nissan, escuchando música a todo trapo.
– Supimos de vuestra llegada por los augures. Anoche mismo leímos que Anaíd conseguiría llegar hasta Catania -les aclaró en un susurro mientras miraba hacia todos lados asegurándose de que no hubiese nadie escuchando en un radio de diez metros.
– Pero… ¿y la hora? ¿Y el vuelo? -se asombró Anaíd.
Criselda se adelantó. Por el cansancio del rostro de Valeria y el aburrimiento notorio de la chica, supuso bien.
– ¿Nos habéis estado esperando durante todo el día?
– Así es, pero ha valido la pena -afirmó Valeria riendo-. Anaíd, ésta es mi hija Clodia.
Clodia no parecía tan cordial como su madre, aunque se notaba a la legua que la temía. Por eso tendió la mano formalmente a Criselda y sonrió con gesto forzado a Anaíd.
– Bienvenidas.
Valeria le dio un coscorrón sin cortarse un pelo.
– ¿Ésas son maneras de recibir a unas compañeras en peligro? ¿Así les demuestras tu afecto? ¿Tu hospitalidad?
Clodia se tragó el orgullo y Anaíd cazó al vuelo una mirada oscura y cargada de reproches que dirigió a su madre. Las besó sin calidez y todas entraron en el coche. Valeria se sentó al volante y Anaíd se fijó en los músculos de sus brazos. Los bíceps de Valeria, brillantes de sudor, se hinchaban al maniobrar, los movimientos de Valeria estaban llenos de fuerza.
– Es una pena que no pueda ofreceros un piscolabis ni una primera visita más tranquila. Sortearemos Catania y tomaremos la carretera de la costa. Hasta que no estemos en casa no respiraré tranquila.
Anaíd y Criselda se miraron sorprendidas.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Criselda.
– Eso me gustaría saber a mí. Habéis estado incomunicadas por espacio de dos meses.
Criselda dio un bote en su asiento.
– ¿Cómo?
Valeria chasqueó la lengua.
– Lo que me temía. ¿No fuisteis vosotras?
Anaíd no comprendía ni una palabra. Criselda boqueaba atónita.
– Claro. Ahora lo entiendo. No nos llegaba ninguna información. Creíamos que era por prudencia.
– Explicádmelo por favor -pidió Anaíd sin entender nada.
Valeria dijo lo que ella sabía:
– Desde la desaparición de Selene estabais bajo el manto de la campana.
Criselda aclaró a Anaíd:
– Cuando las Ornar creen estar en peligro a veces se refugian en una campana protectora que las aísla y las protege del exterior. La comunicación es imposible y nadie puede penetrar en ella ni salir de ella si no se rompe el conjuro. Pero en este caso ninguna de nosotras construyó la campana.
Valeria confirmó las sospechas que las rondaban.
– Ni nosotras. Con lo cual fue una Odish y debió de hacerlo muy bien.
Anaíd se llevó una mano a la cabeza.
– ¡La campana! ¡Claro! La rompí al salir del valle.
Valeria la miró de reojo.
– ¿Fuiste tú?
Criselda lo confirmó.
– Nadie le explicó cómo, pero ella tenía la firme determinación de salir.
Valeria lanzó un silbido de admiración.
– ¿Y la Odish? -preguntó enseguida.
– La descubrimos a tiempo -suspiró aliviada Criselda-. Se hacía llamar Cristine Olav y había echado el lazo a Anaíd.
Valeria relajó las facciones y se giró hacia Criselda, que se sentaba en el asiento del copiloto.
– El augurio no anunciaba tu llegada.
Criselda notó el peso de los años y las fatigas de ese día tan ajetreado.
– Ni yo misma sé cómo he llegado hasta aquí.
Valeria inquirió con curiosidad.
– ¿Tuviste problemas, Anaíd? ¿Necesitabas a Criselda?
Anaíd reconoció que sin su tía le hubiera sido imposible embarcarse en ningún avión.
– Sí, no me dejaban cambiar la fecha del vuelo.
– He aquí la razón por la que Criselda te siguió. Para facilitar tu llegada.
– ¿Quieres decir que mi destino era llegar hasta aquí?
– Exactamente.
– ¿Y que tía Criselda me ha facilitado mi destino?
– ¡Vaya! -protestó Criselda-, soy parte del destino de mi sobrina. ¡Bonito destino el mío!
– No, lo siento, no quise… -comenzó a disculparse Anaíd.
Pero no pudo acabar su frase. A través de la ventanilla del coche percibió un espectáculo grandioso, un manto gris azulado cubría la tierra mansamente hasta allí donde la vista lo permitía, como un campo de floréenlas azules agitadas por el viento. Era, era… el mar. Anaíd no había visto nunca el mar.
– ¡El mar! -gritó sin poder contenerse.
Y bajó el cristal de la ventanilla para verlo mejor. La sorprendió un intenso aroma a salitre y los graznidos de las gaviotas, esas ratas de mar que sobrevolaban los mástiles de las pequeñas embarcaciones ancladas en puerto y se disputaban la carroña de los pesqueros. Anaíd podía entender sus rencillas, pero prefirió ignorarlas y contemplar el espectáculo limpio, sin interferencias.
– ¿No habías visto nunca el mar? -le preguntó Clodia sin poder creérselo.
Anaíd se avergonzó. Debía de ser la única persona del planeta que no conocía el mar. Lo que sabía de geografía lo había aprendido a través de los libros, el televisor y el ordenador. Ahora se daba cuenta de que no había salido de Urt, un pequeño rincón del mundo perdido entre las montañas. Su madre y su abuela no le habían permitido viajar con ellas.
Nunca había visto el color del mar, nunca había escuchado el sonido de las olas rompiendo al atardecer contra las rocas, ni había aspirado el aroma del yodo y la arena impregnado de espliego, tomillo y retama. Anaíd saludó a los olores mediterráneos, profun-dos e intensos, contempló los pinos y las encinas, calientes tras el atardecer, y deseó pasear por esos bosques aromáticos y sensuales, llenos de vida.
Valeria la distrajo señalando de nuevo hacia el mar y mostrándole un raro espectáculo desde la ventanilla del coche.
– ¿Ves esos islotes?
Anaíd los veía, estaban a pocos metros de la costa.
– Fueron las rocas que lanzó el cíclope Polifemo indignado con Ulises al darse cuenta de que había escapado de su cueva.
Anaíd, emocionada, levantó la vista hacia las montañas que le señalaba Valeria. Las hendiduras oscuras sugerían refugios, cuevas. ¿Así pues ésa era la costa donde, a juicio de Hornero, encalló Ulises?
– Si tenemos ocasión te mostraré el mítico paso de Escila y Caribdis en el estrecho de Mesina.
– ¿Y esa fortaleza que hay a lo lejos? -señaló Anaíd emocionada.
– Clodia, ¿por qué no le vas mostrando los lugares por los que pasamos?
Clodia recibió la sugerencia de su madre como si Valeria le hubiera pedido que caminase sobre brasas encendidas. Anaíd se sintió incómoda. Valeria se volcaba en ella como si le fuera la vida y Clodia la aborrecía y le manifestaba su desagrado en todos sus gestos y actitudes. La miró con desgana y recitó:
– A esta costa llegaron los primeros colonos griegos y fundaron la ciudad de Naxos, muy cerca de Taormina. Nosotros tenemos el chalé en la costa, pero Taormina, famosa por su teatro griego, al pie del Etna, está erigida sobre una colina y fue una ciudad sícula llamada Tauromenio.
Su tono era tan desganado, tan profundamente antipático, que Anaíd prefirió que callase.
– Muchas gracias, pero estoy muy cansada y prefiero dormir un poco.
Cerró los ojos percatándose, segundos antes de acomodarse, del favor que había hecho a Clodia liberándola de su presencia. La chica, morena como su madre, pero con el cabello rizado y los dedos repletos de sortijas, se colocó su walkman y, tarareando la música para sí, se olvidó de su invitada.
Anaíd se entristeció. Tal y como imaginó la primera vez que oyó hablar a Selene con entusiasmo de Clodia, acertó en su presentimiento pesimista. Le caía mal a la gente de su edad. Intentó dormirse, pero no pudo. Valeria estaba hablando con voz queda con Criselda y Anaíd, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, escuchó atentamente, tal y como Criselda le había enseñado a hacer.
– Se están atreviendo cada vez más, la situación es desesperante -decía Valeria-. Desde la desaparición de Selene suman siete chicas y tres bebés.
– ¿Y Salma? ¿Es cierto que ha aparecido de nuevo?
Valeria asintió.
– Ha sido vista en cuatro lugares diferentes. Uno de ellos aquí, en la isla. Esta misma mañana me lo han comunicado.
Criselda se estremeció.
– Así pues no fue quemada.
– No. Ella misma creó esa confusión. Sólo murieron Ornar.
– ¿Dónde ha estado todos estos años? ¿Por qué sale ahora a la luz?
– Es más que evidente. Es su momento. Lo estaba esperando desde hace siglos.
Criselda tenía la voz ronca.
– La única que fue inmune a la campana fue la niña, Anaíd. Pudo comunicarse con Selene y no estaba bajo la opresión de la apatía.
– ¿Y esa Odish?
– La tenía atrapada en su conjuro de seducción, pero no consiguió adormecer su conciencia.
– Resulta extraño.
– Anaíd nos echó en cara dos veces nuestra pasividad.
– ¿No habéis intentado nada? -le increpó Valeria con cierta dureza.
– Nada. Dos meses perdidos -se recriminó Criselda-. Y pensar que Karen, Elena y Gaya continúan ahí dentro…
– Pronto saldrán, es evidente -vaticinó Valeria.
– ¿Tú crees? -objetó Criselda con incredulidad.
– Si la Odish iba tras Anaíd y Anaíd ha burlado el cerco, intentarán aislarnos de nuevo, pero ya no nos dejaremos.
Era razonable pensó Criselda, pero no podía quitarse de la cabeza su actitud indolente y un áspero regusto de culpa.
– ¿Qué hemos hecho durante estos dos meses? -se lamentaba-. No hemos ave-riguado nada acerca del camino de Selene.
– ¿Ni un indicio, ni una pista por absurda que pareciera?
– Nada.
– Eso también es un rastro.
– Por desgracia sí.
Hubo un silencio elocuente que duró aproximadamente un minuto. Valeria quiso confirmar su peor presentimiento.
– ¿Estáis seguras?
– Completamente. Selene no quería que fuésemos tras ella.
– Has dicho que la niña consiguió comunicarse.
– Consiguió penetrar en una cavidad de los dos mundos.
– ¿Ella sola?
– Y sin ninguna guía. Pero Selene la rechazó.
Valeria se giró hacia Anaíd, que simulaba dormir, aunque algún gesto inconsciente de la niña la hizo mostrarse precavida.
– Entonces… Anaíd… es la clave.
– De momento es nuestra única posibilidad.
– ¿Qué sabe?
– Poco, muy poco, pero aprende rápido.
– Muy rápido. Nos ha estado escuchando todo el rato. ¿Verdad Anaíd?
Anaíd dudó un segundo. No valía la pena negar lo evidente. Abrió los ojos y asintió con la cabeza.
– Lo siento. No sé lo que debo escuchar y lo que no.
– ¿Qué piensas de la situación? -le espetó Valeria a bocajarro.
Anaíd respondió con rapidez.
– Si desde Urt hubiésemos actuado deprisa para encontrar a Selene y transmitir un mensaje de seguridad a las otras Ornar, posiblemente las Odish no se hubieran atrevido a tanto.
Criselda se quedó patidifusa y Valeria muy sorprendida.
– ¿Tienes alguna propuesta?
– Rescatar a Selene lo antes posible en lugar de estar muertas de miedo prote-giéndonos con nuestros ridículos escudos.
Criselda sufrió un ataque de tos del apuro.
– Lo siento, Valeria, a veces se dispara y dice barbaridades.
– Ella me ha preguntado -se defendió Anaíd.
– Tú no estás preparada, ni siquiera has sido iniciada. ¿Cómo se te ocurre urdir estrategias? ¿Cómo tienes la desfachatez de dar lecciones a una jefa de clan? -la riñó Criselda.
Valeria apretó el acelerador y metió la quinta.
– Criselda, tranquilízate, estoy completamente de acuerdo con Anaíd. Sólo hay un problema.
Anaíd contuvo la respiración.
– ¿Cuál?
– Tenemos que iniciarla inmediatamente.
– ¿Antes que a tu hija?
Valeria miró de reojo a Clodia, que sólo pensaba en su música.
– Es mi hija, pero no estoy ciega. Necesitamos a Anaíd. Clodia puede esperar.
Anaíd estaba agotada, arrastraba el cansancio de dos noches sin dormir y la sobreexcitación de un montón de percances. Aunque compartía habitación con Clodia y lo normal hubiera sido charlar un rato antes de dormirse, lo cierto es que se quedó roque nada más rozar la cabeza con la almohada. En cualquier otra circunstancia se hubiera esforzado por permanecer despierta y dar conversación a su compañera, pero Clodia era tan declaradamente hostil que no le apeteció nada fingir una amistad que no deseaba. Tampoco se sintió mal por ello. Por encima de todo necesitaba descansar.
Durmió con un sueño profundo y reparador hasta que, de madrugada, el dolor de su pierna la sumió en un duermevela inquieto. En su pesadilla volvía a chocar contra la invisible barrera de la campana y de nuevo sentía el dolor lacerante, como un cuchillo, desgarrándole la carne. Un golpe brusco en la ventana la despertó. Abrió los ojos desconcertada y vio cómo Clodia saltaba desde el jardín completamente vestida. Su habitación, orientada al sur, se encontraba en el primer piso de una antigua casa a cuatro vientos de gruesos muros. Clodia había trepado por las ramas de un cerezo que crecía en el jardín, junto a su ventana. Despuntaban los primeros rayos de sol y Clodia, habituada a no armar jaleo, se desnudó en silencio y se arrebujó perezosamente entre sus sábanas frescas.
Anaíd no pudo evitar preguntarle:
– ¿Dónde estabas?
Clodia dio un brinco al sentirse descubierta.
– ¿Me estabas espiando?
Anaíd pensó que era una estúpida.
– Me has despertado al entrar.
– ¡Vaya, qué oído más fino tienes!
– ¿Por qué has entrado por la ventana?
– ¿A ti qué te parece? Mi madre no me deja salir.
Anaíd se sintió en la obligación de advertirla:
– Han desangrado a siete chicas como nosotras.
Clodia se rió.
– Y tú te lo has creído.
– Vine huyendo de una Odish.
Pero Clodia no pareció impresionada por la información.
– Eso es lo que te han dicho.
Anaíd no se dejó intimidar por el tonillo de Clodia.
– No soy una chivata, pero tampoco soy idiota. Tenemos que tomar precauciones.
– ¿Ah sí? ¿Qué precauciones?
– Llevar el escudo y no salir nunca solas.
Clodia pareció molesta.
– ¿Ya lo sabe, verdad?
– ¿El qué?
– Lo del escudo. Mi madre te ha dicho que me vigilaras y que le dijeras cuando me lo quitaba.
– ¿Te lo has quitado?
– No voy a ir todo el día con esa especie de faja ortopédica.
Anaíd podía hacer dos cosas: explicar a Valeria que su hija era una imbécil temeraria o callar. Si callaba, la responsabilidad de lo que Clodia hiciese caería sobre su cabeza. Si hablaba, sería para siempre una odiosa chivata.
– Está bien. Allá tú -musitó dándose la vuelta e intentando volver a dormirse.
Clodia quiso saber qué significaba ese comentario.
– ¿Vas a dar el parte a las autoridades?
– No.
– ¿Entonces? ¿Qué has querido decir si puede saberse?
– Que si te gusta ser la víctima número ocho es tu problema.
Y Anaíd se dio la vuelta riéndose para sus adentros. Si no la había asustado, al menos le había dado en qué pensar.
Pero Clodia levantó el dedo anular y también le dio la espalda.