CAPÍTULO XXIX

El camino del sol

Anaíd estaba exhausta. Había volado sin descanso durante días y noches, deteniéndose tan sólo a beber pequeñísimos sorbos de agua. Su cuerpo ingrávido había adelgazado mucho. Sus ropas estaban ajadas y empapadas, sus cabellos enmarañados y su piel resquebrajada por el viento.

Al sobrevolar el campanario de Urt se llenó de añoranza. Creía que nunca más oiría sus graves campanadas.

Era más de medianoche, su casa estaba cerrada y ella necesitaba comida y ayuda. Sus alas la llevaron hasta las ventanas de la hogareña casa de Elena, donde siempre había un puchero en la cocina y una cama a punto. Bateó con fuerza contra los postigos, impaciente por descansar, por yacer sobre un colchón y saborear una sopa caliente, pero el llanto de un bebé la detuvo.

¿Estaba loca?

No podía aparecer volando ante la ventana de Elena con su apariencia de bruja alada.

Elena tenía siete hijos y un marido. A lo mejor, ocho hijos.

Anaíd descendió suavemente hasta posarse en el patio. Ahí vio la puerta entreabierta del pajar. Sus piernas no la sostenían. Llegó como pudo hasta el heno apilado junto a la yegua y se tendió desfallecida. Lentamente, muy lentamente, sus alas se transformaron de nuevo en brazos y su cuerpo fue recuperando su peso, pero el cansancio la mantuvo aletargada durante largas horas.

En su sueño, un muchacho moreno le acariciaba el rostro y humedecía sus labios con un paño húmedo. Luego posaba los labios sobre los suyos un instante, el suficiente para que Anaíd sintiese fuego en su piel y saborease el gusto anisado de su lengua.

– ¡Roc! -exclamó Anaíd sorprendida al abrir los ojos.

Roc, sintiéndose descubierto, se levantó de un salto.

– ¿Me conoces?

Anaíd rió con una risa sincera.

– De niños nos bañamos desnudos en la misma poza unos cuantos millones de veces.

Roe se descompuso. Anaíd estaba divirtiéndose de lo lindo al darse cuenta del desconcierto que le causaba. Curiosamente no sentía ni pizca de vergüenza.

– ¿Tú y yo? No, no lo recuerdo…

– Mírame bien.

Anaíd se retiró el cabello de la cara y Roe reconoció sus ojos azules. La sorpresa fue mayúscula.

– ¡Anaíd! ¿Qué te ha pasado?

Anaíd iba a responder, pero se contuvo.

– He hecho un largo viaje. Necesito comida y ropa. ¿Está tu madre?

Roe asintió y se apresuró a salir.

– ¡Espera!

El muchacho se detuvo un instante y ella se lo quedó mirando inquisitivamente.

– ¿Me has dado agua mientas dormía?

Roc asintió y bajó la mirada, pero Anaíd no dijo nada que pudiera avergonzarlo.

– Gracias.

Roc sonrió abiertamente. Tenía los ojos francos de color melaza y el cabello negro y ensortijado. Era guapo, muy guapo.

Al salir Anaíd se estremeció. ¿La había besado sin saber quién era? ¿Tan cambiada estaba?

Elena lo confirmó.

– ¿Anaíd? ¿Eres Anaíd?

Un bebé regordete y de piel sonrosada chupaba ávidamente de su pezón.

– ¿Otro niño?

– ¿A que es precioso? Es tan bonito que parece una niña y quería llamarle Rosario.

Anaíd se partió de risa.

– No le hagas eso. Te maldecirá y no sabes lo desgraciados que son los espíritus.

– No si le llamo Ros…

Ros mamaba placenteramente sin enterarse de nada. Anaíd suspiró.

– Otra vez en casa.

– Mi niña bonita, has crecido tanto… ¡Si eres más alta que yo! Esas piernas, deja que te vea, más largas que las de Selene. Y esa maraña de pelo. ¡Qué enredado! Tengo que lavártelo.

Anaíd se dejó querer.

– Hace una semana que no pruebo bocado.

Elena se horrorizó.

– ¿Cómo no lo has dicho antes? ¡Roc! ¡Un plato de cocido! ¡Rápido!

Bendito cocido de Elena. Reconstituyente y capaz de retornar las fuerzas a un oso tras hibernar, pensó Anaíd mientras saboreaba el tocino, la col, los garbanzos y la sopa. Su estómago no sólo lo soportó, sino que lo agradeció.

Anaíd comió y durmió, durmió y comió. Luego accedió a tomar un baño, pero… no tenía ropa que ponerse. La de Elena le quedaba grande.

Roc fue quien, con ojo de experto, calculó su talla.

– La misma que Marion.

Y regresó al cabo de poco con un conjunto de lo más fashion.

– La he engañado, le he dicho que era para preparar una fiesta sorpresa de disfraces. Le ha encantado.

Anaíd, con el cabello limpio y seco, se embutió en la ropa interior de Marion, en sus vaqueros ajustados y su top.

Roc dio su aprobación final con un silbido de admiración.

– Será mejor que Marion no te vea. Te sienta mejor a ti.

Anaíd hubiera querido contemplarse en el espejo, pero no tenía tiempo que perder. Elena la esperaba en la biblioteca.

La encontró apilando libros y libros. Estaba molesta y Anaíd detectó su contrariedad desde la puerta. Al verla llegar desvió la mirada y eso fue lo peor. Supo al instante que Elena le estaba ocultando algo.

Todo había ido demasiado bien hasta el momento y eso también era preocupante. Los caminos fáciles acostumbraban a ser los más engañosos. Así pues, Anaíd, curtida en mil guerras, decidió seguir el juego de Elena y fingir que era estúpida.

– Espera un momento que ahora acabo -le dijo Elena sin levantar la cabeza de las fichas.

Anaíd se sentó en la descascarillada silla de madera donde había pasado tantas y tantas tardes de lectura cuando era niña. Oyó cómo Elena cerraba su libreta, levantaba la vista y, de repente, se llevaba la mano a la boca reprimiendo un grito.

Anaíd miró tras ella asustada.

– ¿Qué pasa?

Elena se comportaba de forma muy rara. Se llevó la mano al pecho y respiró agitadamente.

– Nada, no es nada, perdona, desde lo de tu madre me altero mucho y ahora, al verte…

– ¿Te he asustado yo? -preguntó Anaíd, y repasó su ropa, que era más descocada y atrevida de la que ella había llevado nunca.

– Sí…, al mirarte…, he visto, es como si… Eres como Selene… ¿Te has mirado al espejo?

Anaíd no lo había hecho. No tenía esa costumbre y quizá hacía un mes que no se veía reflejada en ninguna parte.

Con aire confidencial, Elena susurró:

– He convocado un coven para esta misma noche. Gaya y Karen están impacientes por escuchar tu historia.

Anaíd asintió, miró su reloj y se disculpó.

– Tengo que pasar por casa para comprobar si queda algo del ungüento de Selene. ¿Necesitaré alguna cosa más? Será mi primer coven del clan.

– Tu atame, tu cuenco y tu vara.

Anaíd lo apuntó en el dorso de su mano y se levantó con prisa. Elena la retuvo unos instantes.

– Anaíd, ven a cenar a casa. Te esperamos. Luego volaremos juntas hasta el claro del bosque.

– Ahí estaré -mintió Anaíd.

Y salió agradeciendo que Elena no pudiese leer su pensamiento. Hasta ese encuentro había eludido todas las preguntas directas que le formulaba sobre su regreso a Urt. Contestaba con evasivas y temía la posibilidad de que Elena se pusiera en contacto telefónico con Criselda. O viceversa.

Pero ya había sucedido.

Tan sólo había pasado un día, pero Elena ya estaba avisada de su huida y debía de tener órdenes de retenerla hasta la llegada de Criselda. O de hacerla acompañar por otra Omar que asumiría la difícil tarea de eliminar a Selene. ¿La misma Elena? ¿Su querida amiga Karen? ¿O su odiada enemiga Gaya? A Anaíd se le revolvieron las tripas sólo de pensarlo.

Se quedó paralizada delante de la puerta de su casa. Mierda, las llaves. Su juego se había quedado en Taormina. ¿Dónde demonios podría encontrar una copia de las llaves de su casa? Anaíd estudió con detenimiento puertas y ventanas, pero era imposible acceder al interior desde ninguna parte. Ahora que se fijaba, había vivido en una auténtica fortaleza. Se sentó bajo el porche de la entrada lamentando su mala suerte.

Tía Criselda nunca le dijo quién había cerrado la puerta cuando ella salió de casa a las tres de la madrugada con lo puesto.

Una hora más tarde Karen, la buena de Karen, apareció con el manojo intacto. La enviaba Elena. Anaíd se conmovió por el detalle y se dejó besar, abrazar y elogiar. Pero se mantuvo impermeable a las muchas preguntas que Karen le formulaba y se dio cuenta de que también ella la miraba de forma rara. Karen se empeñó en entrar en la casa con ella. Encendió las luces y se la mostró.

– Yo misma me encargué de mantenerla limpia y cerrada. Sabía que volveríais.

– ¿Quiénes?

– Tú y Criselda… y Selene, claro.

– Gracias, Karen, mi madre te consideraba su mejor amiga.

Anaíd comprobó de reojo el efecto que sus palabras habían causado en Karen.

– Anaíd, yo…, yo quiero mucho a Selene.

– Yo también.

– Pero… a veces las personas a quienes más queremos cambian, o… no son quienes imaginamos.

Anaíd empezó a ponerse nerviosa.

– Ya, ya me he dado cuenta -asintió.

Pero Karen no podía esperar. Tomó a Anaíd por los hombros y se sinceró:

– Anaíd, tu madre estuvo impidiendo que tuvieses poderes y crecieses.

– ¿Cómo?

De alguna manera, esta vez Anaíd supo que Karen decía la verdad.

– La medicina, esa medicina que te hacía tomar y que yo jamás te receté, era un inhibidor de tus poderes y al mismo tiempo un potente inhibidor de tus hormonas de crecimiento.

Anaíd se alteró. No podía trastornarse por nada ni por nadie, se lo había prohibido a sí misma, pero Karen la había desconcertado.

– Te equivocas.

– No, Anaíd, no me equivoco. No sabemos por qué lo hizo, pero lo hizo.

Anaíd pugnaba por no echarse a llorar ni refugiarse en brazos de Karen. No podía flaquear. Se mordió los labios con rabia, hasta hacerlos sangrar.

¿Selene la torturó durante tantos años haciéndole creer que su retraso obedecía a causas naturales? ¿Selene la privó de sus poderes porque sabía que los tenía?

No. No quería pensar. Pensar en ello la bloqueaba y necesitaba tener la mente dispuesta, abierta, sin rencores. Necesitaba amar profundamente a su madre para poder acudir hasta ella. Si ella dejaba de confiar en la elegida, ¿quién sería capaz de decantar la balanza?

– Y, también tienes que saber que durante tu ausencia alguien ha cancelado la hipo-teca de la casa. Mucho dinero, Anaíd, mucho.

Karen estaba nerviosa y se retorcía las manos. Se sentía culpable. Traspasar su carga a Anaíd había sido una forma de liberarse de su dolor.

– Lo siento, Anaíd, pero tenía que decírtelo.

Sin embargo Karen salió de la casa con la cabeza gacha. No parecía que se hubiera liberado de ningún peso. Ahora arrastraba también la pena de Anaíd.

Una vez sola, Anaíd se tragó sus lágrimas e irrumpió en la habitación de Selene. Necesitaba aferrarse a algo. Necesitaba sentir el amor de su madre. Abrió sus cajones y vació sus armarios ansiosamente en busca de una prueba de amor a la que acogerse.

Y la encontró en el interior de una vieja caja de zapatos donde Selene había escrito con su letra picuda: «Anaíd, mi niña».

En ella guardaba sus dientes de leche dentro de una pequeña cajita de nácar, unos diminutos zapatos de charol que supuso que serían los primeros que calzó y un medallón con cadena de plata.

Anaíd, nerviosa, buscó con dedos temblorosos el mecanismo de abertura del medallón. Por fin lo consiguió. Y mientras lo contemplaba arrobada, sintió cómo su inquietud se disolvía.

Una de las carátulas del medallón contenía una fotografía suya de niña. En la otra, un mechón rojo del cabello de Selene. Al cerrarlo, su imagen y el cabello de su madre se unían y permanecían en estrecho contacto.

Anaíd respiró satisfecha y se colgó el medallón del cuello, junto a la bolsa de cuero que contenía su atame y su vara, muy cerca del corazón.

Miró su reloj. No podía esperar a la noche, necesitaba comunicarse con los espíritus antes de que fuera demasiado tarde.


Su habitación estaba sumida en la más completa oscuridad, pero ella los conminó a salir, los llamó, rogó su presencia. Todo en vano, hasta que recibió una respuesta ronca. El caballero y la dama se excusaban por no poder aparecer ante ella. Cristine Olav los había condenado a carecer de rostro. Anaíd, contrariada, deshizo el conjuro.

– Yo os ordeno regresar con voz y rostro al mundo de los espíritus al que os condenó vuestra maldición -murmuró agitando su vara de abedul.

Descompuestos e incrédulos, la dama y el caballero comparecieron ante su presencia. Su sorpresa fue auténtica.

– Oh, bella dama, ¿sois realmente la misma?

– ¿Ha sido vuestro poder capaz de contrarrestar el conjuro Odish?

Pero Anaíd no tenía tiempo para las adulaciones a las que los espíritus eran tan propensos.

– Vengo a cumplir mi juramento y a daros el descanso que me pedisteis, pero antes necesito que convoquéis a Deméter.

La dama y el caballero se miraron sonrientes y desaparecieron al unísono. Anaíd los esperó impaciente. Su retorno fue una fiesta.

– Deméter te espera en la cueva a la hora crepuscular. Antes de que el último rayo de sol desaparezca del bosque.

Anaíd se molestó.

– Yo creía que aparecería con vosotros.

– Bella joven, los muertos son los que escogen sus citas, no al contrario.

– No es fácil concertar una cita con ellos.

– Algunos se niegan, no desean regresar.

Anaíd los mandó callar con un gesto brusco.

– Pues bien, una vez haya hablado con Deméter, os concederé vuestro deseo.

– Pero bella dama…, eso no es justo.

– Por favor, hermosa joven, concédenoslo ahora…

Anaíd, impasible, consideró que debían reflexionar sobre su última traición.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién informó de mi paradero a Cristine Olav?

Acto seguido desapareció de la habitación y los dejó sumidos en sus pensamientos.


Anaíd llegó a la cueva a la hora que Deméter le había indicado. Estaba nerviosa observando hacia todos los rincones y estremeciéndose por los juegos de sombras que inocentemente provocaba la luz de su lamparilla de gas. En cada una de las esperpénticas proyecciones de las estalactitas y estalagmitas creía ver la sombra de su abuela.

Pero Deméter apareció bajo una apariencia insospechada.

La loba, la gran loba de pelaje gris y ojos sabios surgió de las profundidades de la gruta y la saludó con un aullido.

Anaíd la reconoció y quiso abrazarla, pero la loba se retiró a un lado y habló en la lengua de los lobos.

– Te están esperando, Anaíd, y no hay tiempo que perder. Yo te protegeré de ellas.

– ¿De quiénes?

– No importa, saben que vas a intentarlo, pero no mires atrás. Yo estaré aquí para cubrir tu retaguardia. ¿Estás segura de que quieres intentarlo?

– Sí.

– Debes seguir el camino esta misma noche. Cabalgarás el último rayo del crepúsculo para internarte en el mundo de las tinieblas. No temas, yo te indicaré cómo.

Anaíd se retorció las manos angustiada.

– Necesito saber si mi madre nos ha traicionado.

Sin embargo la loba no respondió a su pregunta.

– Regresarás, con Selene o sin ella, cabalgando el primer rayo del amanecer. Recuér-dalo bien, porque si no lo hicieras quedarías atrapada en las tinieblas para siempre.

– ¿Cómo sabré si Selene es una de las nuestras?

– No esperes certezas antes de asumir los riesgos. Tú deberás decidir y la dificultad de la decisión será tuya y sólo tuya. Ahora sígueme y recuerda, no mires atrás.

Anaíd se puso en pie y corrió tras la vieja loba, que se adentró en el bosque escogiendo con acierto los atajos más rápidos. Sentía la amenaza cerniéndose a sus espaldas, rodeándola, notaba la quemazón de unos ojos punzantes filtrándose entre las hojas de los robles, el susurro engañoso llamándola, invitándola a detenerse, y sentía unas ganas imperiosas de girarse, pero no lo hizo. Alcanzaron el claro cuando el último rayo solar se despedía con un leve estertor.

– ¡Ahora! ¡Cabalga! -le ordenó la loba.

Un rugido atronador resonó a sus espaldas. Anaíd se detuvo, la loba luchaba gruñendo, aullando, se defendía, la defendía a ella contra alguien que intentaba apresarla. Anaíd dudó, deseaba ayudar a su abuela, encarar el peligro sin miedo, cara a cara, pero recordó la advertencia de Deméter y su condición de espíritu y no cedió a su curiosidad.

– ¡Ya! -gritó Deméter.

Y obedeciendo la orden de la loba, saltó sobre el rayo de sol que hendía la tierra. Anaíd, con su largo cabello refulgiendo al sol, cabalgó el último rayo hundiéndose con él en las tinieblas.


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