CAPÍTULO XVII

El palazzo de las brujas

El palacete neoclásico de columnas marmóreas se erigía en lo alto de la colina con vistas al estrecho de Mesina.

Rodeado de jardines románticos, a Selene le encantaba pasear por ellos perdiéndose en el laberinto de setos, tomando un refresco en la glorieta, sumergiendo la mano en el estanque de peces de colores o contemplando las blancas esculturas saqueadas de las necrópolis griegas que tanto abundaban en la isla.

Desde que llegó a la finca, no había salido de los confines del palacio para desesperación de Salma, que la tentaba día sí y día también para acudir con ella a las fiestas que poblaban las noches de Palermo.

Selene prefería descansar y gozar de los placeres del retiro rural. Valoraba la exquisitez del mobiliario de madera noble, calculaba el precio de los frescos que adornaban las paredes de las salas, de las alfombras persas que cubrían sus suelos, de los tapices sirios que lucían en el comedor y de las armas toscanas que flanqueaban los pasillos y las empinadas escalinatas de mármol. No daba crédito a que todo cuanto sus ojos abarcaban fuese suyo, exclusivamente suyo. Suyo era también un yate anclado en el puerto privado de la cala y suyo un potente BMW negro con chófer que esperaba sus órdenes para llevarla adonde quisiera.

Selene, sin embargo, no se movía de su santuario.

En su joyero refulgían los diamantes, pero únicamente se los ponía de noche y a solas. Selene apagaba las luces y, a tientas, vestía sus dedos con las sortijas de brillantes. Ondeaba sus manos como las olas movidas por el viento en un simulacro de vuelo de mariposas, abría la ventana y contemplaba la luna. Aunque añoraba el aullido de los lobos de las montañas y el aire límpido y fresco del Pirineo, poco a poco sus sentidos se iban habituando al aire caliente de los pinos al atardecer, al sabor salado del mar, a la tibieza de la arena de la playa y al bochorno de los mediodías tendida en las frescas estancias de altísimos techos y ventanas entornadas que impedían pasar el sol.

Una de esas tardes en que el calor era tan sofocante que hasta las moscas sentían pereza de volar, oyó la conversación. Aguzó el oído y se mantuvo inmóvil.

Eran dos muchachas del pueblo que charlaban entre ellas mientras limpiaban los cristales de los ventanales armadas con cubos y paños.

A pesar de hablar en siciliano Selene pudo comprenderlas perfectamente.

– Primero la plaga que arruinó a los señores.

– Eso no es suficiente, Conccetta.

– ¡Sólo afectó a las tierras del duque!

– ¿Y qué?

– ¿Que de dónde llegaron las langostas? ¿Cómo apareció esa nube de repente y luego se esfumó como si nada? No venía de ninguna parte, Marella, no pasó el estrecho porque las langostas no estaban en la península.

– No puedes decir que son brujas sólo porque las langostas se comieron el trigo.

– ¿Y los jardines?

– Eso no me lo creo.

– Lo vi con mis propios ojos, Marella, mírame bien, mis ojos vieron cómo el césped amarillento se convertía en un césped verde y hermoso igual que un campo de golf. Y eso fue tras las palabras mágicas de la señora morena.

– Y si son brujas, ¿por qué mandaron pintar las habitaciones al pintor Grimaldi en lugar de hacer magia?

– Porque eso sí que se hubiera notado demasiado.

– Supersticiones.

– ¿Tú no has oído los rumores de Catania?

– ¿Qué rumores?

– Han desaparecido dos bebés, y encontraron a una muchacha desangrada.

– ¿Qué insinúas con eso?

– Desde que llegaron las señoras. Fíjate bien, desde esa misma noche, esa misma noche desapareció un bebé y eso es lo más gordo…

– ¿Qué?

– Yo oí claramente el llanto de un niño en el palacio.

– No puede ser, quieres decir que…

– ¡Han sido ellas! La morena sale a buscarlos y la pelirroja los desangra.

– ¿Es más bruja la pelirroja?

– Tiene el pelo rojo de sangre. Fue ella.

– ¿Qué hacemos? ¿Se lo decimos a alguien?

Las dos muchachas palidecieron. Ante ellas, salida de la nada, se encontraba la misteriosa extranjera del pelo rojo mirándolas con sorna a través de los cristales. Con el miedo desbordándoles todos los poros de la piel, dieron un paso atrás.

– Concceta, dime, ¿a quién pensabais decirle todo eso?

– A nadie, señora.

– Marella…, así que piensas que soy una bruja poder rosa. ¿No es cierto?

– No, señora, no.

– Acabo de oírlo: puedo lanzar plagas de langosta, convertir la hierba seca en césped fresco y me alimento de doncellas y niños. ¿Es eso?

– No, señora, eso son patrañas, cuentos chinos. Nosotras no creemos en brujas.

– Mejor, porque… vais a olvidaros de todo.

– ¿Cómo dice, señora?

– Pues que ahora mismo, en cuanto chasquee mis dedos, os olvidaréis de todo lo que ha sucedido durante estos últimos días. ¡Ya!

Conccetta y Marella cerraron los ojos un instante y al abrirlos de nuevo vieron ante sí a una bella mujer con el cabello rojo vestida con un ligero vestido de seda floreado.

No tenían ni idea de quién era.


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