Selene, recostada sobre el camastro de paja, respiraba lenta y acompasadamente. Permanecía inmóvil, aletargada. No quería malgastar fuerzas inútilmente puesto que no había comido ni bebido nada en tres días.
Las moscas verdes revoloteaban sobre el cubo de los excrementos y algunas de ellas se posaban sobre su frente y sus mejillas, pero Selene no las ahuyentaba y permanecía con los ojos entrecerrados, los labios exangües, el pulso lento y el rostro frío. Si bien su cuerpo se encontraba ahí, su espíritu flotaba muy lejos del minúsculo zulo, cegado a la luz, de apenas cinco metros cuadrados. El control absoluto que ejercía sobre su cuerpo le impedía sentir hambre, frío, sed, asco. Hasta su olfato se había acostumbrado al intenso olor de orines que le revolvió el estómago al llegar.
Posiblemente, si nada hubiera alterado el aislamiento, Selene hubiera continuado ajena a su entorno, pero al oír los pasos que se acercaban supo que no podría continuar anestesiando sus sentidos. De nuevo vio las paredes rezumando humedad, los piojos y las chinches saltando por doquier, las cucarachas trepando por los minúsculos barrotes de su camastro y los hocicos de las ratas temblando al olisquear su angustia. Y al bajar la guardia arrugó su nariz con asco: acababa de percibir con claridad el olor a sangre, sudor y miedo impregnando las paredes y la suciedad del jergón amarillento, salpicado de manchas parduscas, donde se recostaba. Todo el esfuerzo de contención y autocontrol que había estado practicando durante ese tiempo se esfumó ante la expectativa de que la puerta se abriera y de que por ese hueco se colase la esperanza de un mundo cálido, luminoso y limpio. Selene, prisionera, se sintió al límite de sus fuerzas y tuvo la flaqueza de permitirse el deseo imperioso de huir del calabozo al precio que fuera.
La puerta se abrió sin necesidad de llaves y Selene, dominándose, se irguió tan alta como era, alisó las arrugas de su liviano camisón y desenredó con los dedos la espesa cabellera rojiza que caía sobre sus hombros desnudos en un intento por recuperar su dignidad.
– Vaya, vaya -musitó la visitante mirándola fijamente – Eres más hermosa de lo que imaginaba.
Selene, con la expresión marmórea y el rostro severo como una máscara, permaneció impermeable a las palabras amables de su carcelera.
– Y tu fortaleza resulta admirable. No has pedido agua, comida, ni abrigo, no has gemido ni llorado, ni te has comunicado con nadie.
Selene la miró altivamente.
– ¿Qué creías?
– Sinceramente. Creía que utilizarías tu magia.
Selene se rió.
– La reservo para cosas más importantes.
La visitante se situó frente a su prisionera y clavó su mirada en ella. Era tan alta como Selene, tal vez más joven y sin lugar a dudas tan bella como la exótica pelirroja, aunque se trataba de una belleza clásica, de rostro ovalado, ojos negros y almendrados, cabellos de azabache y piel nívea, blanquecina, casi translúcida. Su piel era tan fascinante que Selene se entretuvo en repasar la huella de las venas azuladas de su pulso que vibraban al ritmo de sus latidos. Cascadas de sangre ansiosas de lluvia.
Selene sostuvo su mirada con fiereza. Los ojos de la desconocida, dos brasas de carbón incandescente, acuchillaban su carne y herían su cerebro, pero Selene, a pesar de la debilidad del ayuno, no desfalleció.
La visitante abandonó su juego antes de que Selene parpadeara ni diera muestras de flaqueza. Simplemente se cansó.
– Eres poderosa. La primera Omar que resiste mi mirada.
Selene esbozó una sonrisa irónica.
– Salma, supongo.
– Supones bien.
Selene midió sus palabras y las sazonó con la rabia justa.
– Nuestro comienzo no ha sido muy prometedor. Me engañaste.
Salma disimuló su sorpresa.
– ¿Te atreves a llamarme mentirosa?
Pero Selene no se arredró lo más mínimo.
– Me prometiste esperar hasta el verano.
La risa de Salma sonaba a hueca, a eco de risa repetida una y mil veces. Una risa gastada y vieja.
– ¿Qué importancia tienen dos meses si los comparas con la eternidad?
– Mucha. No es así como yo lo planeé. Ha sido todo tan precipitado que no he podido borrar las huellas de nuestros contactos, ni he podido urdir una coartada coherente, ni tan siquiera despedirme de mi trabajo, ni cerrar la casa, ni cancelar mis cuentas…
– ¿Y qué? Nadie es imprescindible. Pasados unos meses te darán por desaparecida y todos se olvidarán de ti, hasta tu editor.
Selene no estaba de acuerdo.
– Mis compañeras no se resignarán, me buscarán, os crearán problemas, tenedlo por seguro. Atarán cabos y se interferirán en mi camino…
Salma consideró que tal vez Selene tuviera razón.
– Hubieras preferido simular tu propia muerte…
Selene afirmó.
– Ése era el trato.
Salma se encogió de hombros.
– Ha sido orden de la condesa. Yo lo llevaba a mi manera hasta que la condesa dio la orden. Fue ella quien adelantó las fechas.
Selene enmudeció unos instantes, pero se repuso.
– Tengo que volver y solucionarlo todo. Aún estoy a tiempo de impedir que mi marcha cause más revuelo de lo necesario.
Sin embargo, Salma no estaba dispuesta a permitirlo.
– Imposible, la condesa quiere verte.
Selene tembló, un leve temblor que se expandió por su nuca y aleteó hasta la punta de sus dedos fríos.
– ¿Ha regresado?
– No.
– ¿Entonces? -preguntó Selene con miedo, intuyendo la respuesta.
– Tendrás que acudir a su lado. Viajarás conmigo al mundo opaco.
Selene palideció y se aferró al barrote del camastro sin importarle la cucaracha que aplastó.
– ¿Al mundo opaco?
– ¿Tienes miedo? -le reprochó Salma burlona.
Selene no se avergonzó de su temor, no era infundado.
– Ninguna Ornar ha regresado nunca.
Salma volvió a reír con su risa hueca.
– Tú no eres una Ornar cualquiera.
Selene pensaba con rapidez, no podía dilatar la espera de Salma ni de la condesa.
– Viajaré… con una condición. Antes debo regresar a mi casa y borrar mis huellas.
Salma rió.
– Lo haré yo.
– ¿Tú? -exclamó horrorizada Selene.
– Será divertido -musitó Salma repentinamente convertida en una niña traviesa-. Las engañaré.
– No, Salma, tú no. Además han pasado tres días.
– No importa.
Selene se enfadó.
– Te he dicho que no te acerques a mi casa o te arrepentirás.
De pronto Salma calló y su silencio se prolongó un tiempo demasiado largo para que Selene pudiera permanecer tranquila.
– ¿Ocultas algo?
Selene negó.
Salma esbozó un gesto de contrariedad.
– Una semana más aquí dentro te hará recuperar la memoria.
Selene se sintió desesperar. Salma dio media vuelta dispuesta a salir de nuevo sin ofrecerle siquiera un poco de agua, una manía. No. Selene sabía que una vez concebida la esperanza resulta imposible deshacerse de ella. Y suplicó.
– Espera.
Salma se detuvo y aguardó a que hablase.
– Hay un hombre, Max, que vive en la ciudad y que me estará esperando. Está loco por mí.
– ¿Y tú?
Selene se mordió los labios antes de responder. Aún le dolían sus besos.
– Podré olvidarlo.
– ¿Alguien más?
– Una niña.
– ¿Una niña?
– Mi hija adoptiva.
– ¿Una hija?
Selene se revolvió con ímpetu.
– No es mía, Deméter me obligó a criarla. Fue más hija suya que mía.
– ¿Una Omar?
– No, una mortal feúcha y algo torpe, sin poderes, sin ninguna gracia especial…
– ¿Y qué importancia tiene?
Selene pensó en una cama mullida, en un vaso de agua fresca, en un baño caliente, en una estancia cálida, en un rayo de sol luminoso. Miró fijamente a la astuta Salma. No podía engañarla.
– …Para ella soy su madre y…
– ¿Y?
– Le tengo cariño -admitió bajando la cabeza.