CAPÍTULO XIII

¿Quién es la señora Olav?

Anaíd abrió la puerta de casa tarareando una canción. La señora Olav la había abrazado de verdad, la había comprendido de verdad y había conseguido hacerle olvidar completamente la terrible desolación que la había invadido después de que su madre la rechazase.

Pero su paz se evaporó al encontrarse con la mirada adusta de cuatro mujeres angustiadas que la cogieron en volandas, la metieron en la sala, la arrinconaron contra la pared y cerraron tras ellas puertas, postigos y ventanas a cal y canto.

Luego irrumpieron en miles de preguntas sin orden ni concierto. Anaíd apenas podía distinguir sus voces superpuestas.

– ¿Qué te ha hecho?

– ¿Desde cuándo?

– ¿Qué le has explicado?

– ¿Qué te ha prometido?

– ¿Qué te ha pedido?

– ¿Qué nombre 1o ha dado?

Anaíd se tapó los oídos. Todas hablaban a la vez, excitadas, enfadadas, alanzadísimas. Anaíd pensó que se referían a su aventura.

– He conseguido hablar con ella, pero me ha rechazado.

– ¡Si acabas de bajar de su coche!

Anaíd no comprendía nada.

– ¿De quién habláis?

Criselda levantó la voz por encima de las demás:'

– ¡¡¡De Cristine Olav!!!

Anaíd se indignó.

– ¿Me habéis estado espiando?

– ¡Ojalá! -exclamó Karen.

Anaíd se sintió morir. Lo único que le aportaba felicidad, su amistad con Cristine, ahora resultaba que no era del agrado de su tía ni de las amigas de su tía.

– Fíjate, mi pobre niña, está magullada. ¿Y esa ropa?

– Me caí yo sola, ella no estaba. Me comuniqué con Selene y…

Sin embargo en ese momento a nadie le interesaba Selene.

– ¿Cómo te encontró?

– Sabemos que os habéis estado viendo.

– ¡Todo el pueblo lo sabía menos nosotras!

– ¡Has bajado de su coche!

Anaíd se encendió.

– Pues aunque no os guste la señora Olav, yo pienso continuar viéndola, tengo derecho a escoger mis amigas, tengo derecho a…

– ¡Es una Odish, niña tonta! -la interrumpió Gaya.

Anaíd se calló en seco. Su alegato a favor de sus derechos -que tan bien le estaba saliendo- se le quedó balbuceando, colgando de la lengua.

No, no podía ser. Era absurdo que la señora Olav fuese una Odish. Karen le cogió las manos y leyó su pensamiento.

– Anaíd, ya sé que ahora no nos crees ni una palabra, pero aunque te parezca ridículo, recuerda sólo si te ha regalado algo.

Anaíd mostró inconscientemente la pulsera de bisutería que le había regalado una semana antes.

– Quítatela -le ordenó Elena- y déjala ahí encima -le señaló una mesa.

Anaíd dudó. Se negaba a aceptar lo que decían. No, la señora Olav la quería, la señora Olav la protegía, la señora Olav la abrazaba porque era cálida y afectuosa. No, no podía ser una Odish. No obstante se sacó su pulsera.

Una vez la hubo dejado sobre la mesa, Elena colocó las manos extendidas encima y recitó una letanía con los ojos entornados. Sus manos temblaban como un sensor mientras se acercaban despacio, muy despacio a la pulsera, hasta que en un momento determinado se paralizaron como si hubieran topado con un obstáculo. Elena dejó escapar un levísimo grito y mostró la palma de las manos quemadas. Anaíd se horrorizó. Criselda, Karen y Gaya acudieron junto a Elena y extendieron sus manos pronunciando la misma salmodia. Poco a poco los cuatro pares de manos fueron acercándose a la pulsera y venciendo el embrujo que antes había quemado a Elena. Anaíd notaba asombrada la inmensa fuerza que ejercían las cuatro. Sin dudarlo, aproximó sus propias manos a las otras y concentró su voluntad en vencer esa resistencia que ahora palpaba como un acero ardiente, similar y al mismo tiempo opuesto al que había salvado esa mañana en el paso de la laguna. Un segundo después, la resistencia caía y el sortilegio se diluía en la nada.

– Gracias -suspiró Elena, agotada.

Anaíd se abstuvo de comentarios. Tenía un gusto agrio en la lengua. Saboreaba la acritud del desencanto.

– ¿Por qué decís tan seguras que es una Odish?

– Las Ornar ya iniciadas y adultas podemos distinguir a las Odish nada más verlas.

– ¿Y las niñas y las jóvenes no?

– No. Por eso necesitáis el escudo protector. No sólo no podéis defenderos, sino que no podéis ni distinguirlas.

– ¿Y cómo se distinguen?

– Por su olor.

– Por el sonido de su voz.

– Por la mirada.

– Ya lo irás aprendiendo.

– Son inconfundibles.

– No hay ninguna duda.

Entonces… ¿era cierto? ¿La señora Olav pretendía desangrarla? ¿La señora Olav la atraía con subterfugios para poseer su fuerza? ¿Quería servirse de su juventud para alimentar su belleza y su piel tersa?

No.

No podía aceptarlo sin más. Hacía apenas unos minutos creía que la felicidad residía en apoyar la cabeza en su pecho y dejarse adormecer por el arrullo de su voz.

¿Había estado en peligro?

Cristine era sinónimo de cariño. No la temía, al revés. La fascinaba. Hubiese sido su víctima sin rechistar, se hubiese ofrecido estúpidamente al sacrificio.

¿Era así como actuaban las Odish?

Entonces… había sido víctima de un engaño. Y necesitaba tiempo para asimilarlo, para resituar sus afectos y encajar el golpe.

Karen no la dejó relajarse.

– ¿Algo más, Anaíd?

– Haz memoria.

– ¿Has comido estando con ella? ¿Te invitó a probar algo que llevase preparado?

Anaíd sonrió nerviosa.

– No, siempre hemos merendado en la granja de Rosa.

En eso había sido muy prudente. Deméter le enseñó de niña a no aceptar jamás dulces, golosinas ni comida. Había aceptado la pulsera, pero rechazó unas peras confitadas al vino que la señora Olav había comprado para ella. Y de pronto se acordó.

– ¡Los bombones! Ella me regaló los bombones, pero a mí no me gustan y los dejé por ahí.

Criselda palideció y se llevó las manos al estómago.

– Me los comí todos yo.

Elena la corrigió.

– Todos no. Yo me zampé un par.

Karen y Gaya respiraron tranquilas. Eran poco golosas.

Tía Criselda, muy alterada, intentó olvidar los bombones y continuó insistiendo.

– ¿Siempre habéis estado en sitios públicos? ¿Nunca te ha propuesto ir las dos solas al bosque, a los lagos o algún otro lugar aislado?

Anaíd negó.

– Mañana teníamos que ir a los lagos.

Criselda se tiraba de los pelos.

– ¡Qué tonta he sido! Dejarla salir sin escudo. Sin vigilancia. Ha sido culpa mía. Y esos bombones…

Anaíd también se sentía avergonzada. Ella había ocultado esa amistad. ¿Por qué? ¿Se lo sugirió la misma señora Olav? Pues claro, exactamente como le había sugerido actuar por su cuenta hechizando a Marión y como le había sugerido enemistarse con su tía por causa de su madre. ¿Era ésa su táctica? ¿Sembrar cizaña?

– Mañana me pasará a buscar temprano.

Tía Criselda la abrazó.

– Mañana tú y yo estaremos muy lejos.

Karen hizo la pregunta fatídica con tal gravedad que hasta a Anaíd se le puso la carne de gallina.

– Dime, Anaíd, en tus sueños, mejor dicho, en tus pesadillas, ¿has soñado con un estilete que se clavaba en tu corazón y que te producía un dolor agudo, intenso, muy hondo?

Criselda se adelantó y negó con la cabeza:

– Ni una gota de sangre en su ropa. De eso me hubiera dado cuenta.

Anaíd también lo negó, pero Karen no quería perder un instante.

– Desnúdate, quiero revisarte centímetro a centímetro. Tu aspecto no me gusta nada.

Anaíd se quitó la camiseta, los pantalones y entonces fue ella la que gritó señalándose el sujetador.

– ¡Me lo regaló ella!

De nuevo las cuatro mujeres se negaron a tocarlo.

– Quítatelo y déjalo en el suelo.

Anaíd, temblorosa lo dejó caer.

– Lo compró en la mercería de Eduardo -aclaró, si bien en ese momento ni ella misma lo creía.

Gaya lo examinó prudentemente.

– No tiene marca y nunca había visto este diseño. Demasiado original para que lo tenga Eduardo.

– ¿Sentiste alguna vez el deseo de tener un sujetador así? -sondeó Criselda.

– Piensa, seguro que viste un modelo parecido que te gustó. Seguro.

– Las Odish pueden reproducir nuestros deseos.

– ¿Cómo? -preguntó Anaíd asustada.

– Se sirven de los muertos, de los espíritus que lo saben todo.

Anaíd cayó en la cuenta de que una noche en su habitación ojeó una revista de moda en la que salía un modelo parecido. Cerró los ojos y reprodujo la escena. Ella estaba recostada en la cama y pensaba en Selene. Entonces, en la revista, vio la ropa interior que lucía una modelo joven y pensó que, si se lo hubiera pedido, Selene se lo hubiera regalado. Estaba sola, pero… en el kilim se sentaba indolentemente el caballero cobarde, y tras las cortinas sonreía burlona la dama traidora.

Eso quería decir que el caballero y la dama la espiaban y podían leer sus pensamientos o… interpretar sus deseos. ¡Miserables!

– Sí -contestó con un punto de enfado en la voz-. Soñé con un sujetador muy parecido.

– Me lo imaginaba.

Dicho esto, Criselda sacó su vara de fresno y la agitó en el aire probando varias fórmulas para anular el embrujo.

Mientras Criselda y Gaya ensayaban diferentes sortilegios, Karen se ocupó de Anaíd, revisó su pecho, su tórax y pasó la yema de su dedo índice por su piel para detectar cualquier protuberancia, cualquier herida aunque fuese insignificante a simple vista. Si bien las piernas y los brazos estaban plagados de rasguños y moratones, el pecho estaba intacto. Localizó una picadura de mosquito, pero ningún orificio por el que hubieran podido extraer la sangre del corazón.

– Hemos llegado a tiempo -respiró aliviada Karen-. ¿Por dónde te caíste?

Anaíd fue sincera.

– No lo sé.

En ese instante Criselda y Gaya dieron con el sortilegio. De la prenda comenzó a salir un humo espeso que provocó una escandalosa tos en las dos mujeres, se taparon la nariz con un pañuelo y aventaron el humo con las manos. En el extremo de la vara de Criselda humeaba un sujetador blanco y anodino. El que la señora Olav había comprado a Eduardo. El diseño, el estampado, era pura ilusión óptica.

Y entonces Anaíd fue quien ató cabos.

– ¡El escudo protector!

– ¡Claro! -ratificó Elena-. No fallaron nuestros conjuros. Simplemente llevabas puesto ese sujetador.

Criselda, sin ni siquiera limpiarse la cara tiznada de humo, dirigió su vara de fresno a Anaíd.

– Respira hondo y no te muevas Anaíd.

Y recitó el conjuro.

Anaíd sintió una opresión y un calor intenso en su pecho que le oprimía las costillas. Creyó que la opresión disminuiría al cabo de unos segundos, pero fue en aumento, hasta que sintió que no podía tomar aire y se vio forzada a estirar el cuello en busca de oxígeno.

Karen intervino.

– ¿Pero qué has hecho, Criselda? Se está ahogando.

Y movió su vara de encina aflojando el escudo. Por poco rato. Gaya quiso rematar la jugada remachando el conjuro.

Anaíd notó un tirón brusco y una opresión bastante molesta en el pecho.

– Esto es horrible. Aflojádmelo un poco.

– De ninguna manera -se negó Gaya-. Y mucho menos en tu caso.

– Gaya tiene razón. Todas hemos pasado por ello y sabemos que arrastrar el escudo es muy pesado.

– Y muy molesto, pero es necesario.

– Por favor -suplicó Anaíd-. No lo soporto.

– Te acostumbrarás -susurró Karen.

– Como a tantas cosas que nos ocurren a las mujeres.

– Y a las brujas.

Karen se acercó al teléfono.

– Voy a reservar una habitación para el balneario del valle con un nombre falso. Mañana saldréis tú y Criselda, y os quedaréis escondidas allí hasta que la señora Olav haya desaparecido.

Anaíd se sintió aprisionada y prisionera.

– No puede ser. Tengo que encontrar a Selene. Hoy me he comunicado con ella, debemos ayudarla.

– Olvídate de Selene.

– Estás en peligro y tendrás que esconderte.

– No podrás hablar con nadie.

– No podrás salir sola.

– No podrás usar tu magia sin nuestro consentimiento.

La chica ya tenía bastante. Acusó la guerra de nervios y se hundió. Se echó a llorar pataleando de rabia y de dolor.

– ¡No quiero!… ¡Quitadme esta coraza!… ¡No quiero ser una bruja!

Tía Criselda se enterneció.

– Lo mismo que dije yo cuando mi madre conjuró mi

escudo.

Elena se acarició su vientre.

– Y yo.

Karen reprimió una lagrimilla al reconocerse en el gesto de rabia de Anaíd.

– Y yo.

Gaya, la última, sonrió con una sonrisa picara:

– Yo también me rebelé.

Anaíd las miró a todas atónita, sin saber a ciencia cierta si debía echarse a llorar o a reír.


Anaíd esperó a que Criselda se hubiese dormido para escapar a la cueva y allí recoger sus libros antiguos de brujería. Hizo una elección prudente. No podía llevárselos todos. Pero aún le quedaban tantas cosas por aprender y por experimentar… Sin poderlo remediar, ojeó con morbosidad unas ilustraciones que se había prohibido a sí misma volver a contemplar. Eran bocetos a color de niñas Omar desangradas por las Odish. Niñas desfiguradas, niñas con el horror impreso en el rostro, niñas con úlceras purulentas, blancas, sin sangre, sin cabello y con el cuerpo horriblemente deformado. Se obligó a mirarlas y a pensar que la señora Olav pretendía hacer eso con ella, y entonces el escudo que la oprimía y que apenas la dejaba respirar no le resultó tan opresivo. Al contrario, su textura sólida y su peso le transmitieron seguridad. Justo lo que necesitaba para pensar a solas, sin injerencias extrañas y sin espías.

Había estado reflexionando sobre los espíritus y había deducido que disponían de movilidad limitada. Ni la dama ni el caballero podían seguirla por el bosque ni entrar en su cueva. Probablemente moraban en los lugares donde vivieron, donde murieron o donde se hizo efectiva su condena. Eso le daba un respiro.

Había tomado una decisión y las imágenes de los libros reafirmaron su necesidad de actuar con total cautela y ocultar sus planes a todos.

Regresó envalentonada. No era nada fácil llevar a cabo lo que se había propuesto, pero era la única solución.

Procurando no hacer ruido entró de puntillas en su habitación, sacó su bolsa de deportes y metió cuantas cosas se le ocurrieron que le podrían hacer falta. Añadió su documentación, los libros, y entre ellos introdujo un sobre que extrajo de un cajón de la cómoda. Por último, se agenció una buena cantidad de dinero en metálico que ella misma había sacado de la cartilla de Selene y esperó impaciente, sentada ante su escritorio, mirando su reloj a hurtadillas, mordisqueando una galleta de chocolate y escribiendo una carta de despedida.

Era más de medianoche cuando aparecieron. Primero el caballero con gesto contrito, y unos minutos más tarde, la dama burlona. Anaíd fingió que no le importaba su presencia y continuó saboreando su galleta y escribiendo. La dama se sonrió por debajo de la nariz y la miró desafiante. Sabía que Anaíd le concedería la palabra y así fue.

– ¿Te parece divertido?

– ¿Te diriges a mí, hermosa niña?

– ¿A quién si no?

La dama se lanzó al ruedo gesticulando.

– Piénsalo bien antes de escapar.

– ¿Cómo sabes que me estoy escapando? -preguntó haciéndose la ingenua Anaíd.

– Es evidente. Estás vestida, tienes la maleta hecha, miras el reloj continuamente y estás escribiendo una nota.

Anaíd aún tenía tiempo, así que se permitió vacilar a la dama. Se lo tenía merecido por chivata.

– Se me ocurre que tú te escapabas muchas noches de tu marido el barón.

La dama rió sin ni pizca de resentimiento.

– Qué tiempos aquéllos. Era joven y apasionada -suspiró-. Y cómo pesan los siglos.

El caballero pidió la palabra antes de que la dama comenzase una interminable narración sobre sus aventuras amorosas.

– ¿Puedo?

– Habla, caballero cobarde -le concedió Anaíd con sorna.

– Creo, bella joven, que te equivocas.

Anaíd se chupó los dedos pringados de chocolate.

– ¿En qué?

– En escapar de esas amables damas que tanto te protegen y que desean tu bien.

– ¿Te refieres a la señora Olav?

El caballero y la dama se miraron con un gesto trágico.

– Sabes bien que nos referimos a tu tía y sus amigas.

– O sea que queréis que me marche de buena mañana con tía Criselda al balneario que ha reservado Karen. Que me encierre con tía Criselda en una reserva de la tercera edad y que me pudra entre aguas sulfurosas el resto de mi vida -les preguntó Anaíd con los brazos en jarras.

– Es lo más sensato, hermosa niña. Con tu tía y el escudo estarás protegida.

– Pues no me da la gana. No pienso ir a ningún balneario, no quiero ver más a tía Criselda y tampoco pienso usar este horrible escudo -les retó Anaíd.

Los espíritus se miraron y la dama retomó la conversación en nombre del caballero.

– ¿Y adonde vas a ir, si no es indiscreción?

– A París.

Los dos espíritus exclamaron asombrados:

– ¿A París?

– Tengo una tía lejana allí, hablo francés y siempre he querido subir a la torre Eiffel. Mucho mejor que un aburrido balneario, ¿no os parece?

– ¡Oh la la! -exclamó la dama.

– Placentero -calificó el caballero.

– Excitante -le corrigió la dama.

En ese momento las campanadas, lentas y graves, de la iglesia dieron las cuatro. Anaíd sintió que se le encogía el corazón al pensar que a lo mejor ésas eran las últimas campanadas que oía desde el reloj de Urt.

Nunca había salido de casa.

Nunca había viajado.

Ni siquiera tenía una maleta.

Se levantó con las piernas temblorosas y se despidió de los espíritus. Ya había cumplido una parte de su plan.

– Me tengo que ir -dijo recogiendo su bolsa del suelo.

– Un momento.

– No puedes irte todavía.

– ¿Tanto me queréis?

El caballero suspiró.

– Estamos familiarizados contigo y tu ausencia nos producirá extrañeza.

Anaíd le miró asombrada. Su respuesta era franca, como su voz, y no había asomo de doblez en sus palabras.

– Pero se trata de otra cosa… Nos habías prometido la libertad -apostilló la dama.

Ésa era la pequeña venganza de Anaíd. Se llevó las manos a la cabeza, como aquel que recuerda algo engorroso.

– Ah, sí, es verdad. Cuando vuelva de París.

– ¿Seguro? -preguntó esperanzada la dama.

– ¿Nos das tu palabra? -suplicó el caballero.

– Tenéis mi palabra de que cuando regrese de París os liberaré -dicho lo cual apagó la luz, cerró la puerta de su habitación de puntillas y, procurando no hacer el menor ruido, se deslizó sigilosamente fuera de la casa.

Una vez en el pajar, el corazón le dio un vuelco. Una cosa era imaginar un plan y otra muy diferente era llevarlo a la práctica. ¿Sería capaz de conducir el coche de Selene?

Lo primero era ponerlo en marcha. Dio vuelta a la llave de contacto y pisó el pedal del gas, una vez, dos, el motor se ahogaba, no acababa de saltar la chispa del contacto… Tantos días sin funcionar. Otra vez, otra. ¡Por fin!

Anaíd, temblorosa y muy excitada, metió con cuidado la marcha atrás para salir del aparcamiento. El cambio chirrió, soltó el pedal del embrague y caló el coche. ¡Mierda! Con lo sencillo que parecía cuando esa maniobra la hacía Selene. Ella misma le había enseñado el mecanismo, pero algo no acababa de funcionar. ¡Las luces! ¿Cómo demonios se encendían? No, los intermitentes no. Ese botón, sí. ¡Oh no, la bocina! ¡Qué manazas! ¿Quién la habría oído? Tenía que salir rápido. Por fin.

Y el coche de Selene salió a la carretera y se fue alejando de la única casa que Anaíd había conocido.

Al volante, temblorosa y asustada, había de admitir que, exceptuando el percance de la bocina, su plan estaba funcionando a pedir de boca. Los había engañado a todos. A Elena, a Karen, a Gaya, a Criselda, a la señora Olav y a los espíritus.

Nadie, excepto ella, sabía adonde se dirigía ni con qué intenciones.

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