CAPITULO IV

El despertar de Anaíd

El telegrama llegó la misma tarde de la llegada de tía Criselda. Iba dirigido a Anaíd, pero el redactado era impropio de Selene. Y no obstante las palabras del telegrama la hirieron profundamente. Decía así.


Anaíd:

No me busques, Max me recogió en su coche, empezaremos una nueva vida lejos de todo. No era posible estar los tres. Enviaré dinero a Elena. Me olvidarás. Selene.


Anaíd lo leyó hasta aborrecerlo. Así pues era cierto. Max existía, era un hombre de carne y hueso, un amante de su madre en la ciudad, alguien a quien Selene prefería antes que a ella. Sintió deseos de llamar de nuevo al número de Max y de dejarle un mensaje a gritos pidiéndole que le devolviese a Selene, pero era absurdo. Selene le amaba a él y en esos momentos debían de estar los dos lejos, muy lejos.

Tía Criselda, con las gafas caladas, leyó el telegrama sin acabar de creérselo y la mareó a preguntas sobre Max, su madre y sus locuras. Pero Anaíd no le respondió, únicamente quería estar a solas y llorar.

Unas horas más tarde Elena se presentó en la casa con un sobre que contenía dinero en metálico y, junto con los billetes, que entregó a Criselda, mostró una breve nota mecanografiada y firmada por Selene rogando a Elena que se hiciese cargo de Anaíd con la promesa de recibir más adelante una cantidad para su manutención.

– ¿De dónde ha sacado el dinero? -se preguntó Anaíd en voz alta-. Todas sus libretas y tarjetas de crédito estaban dentro de su bolso, yo misma anoté los movimientos y no había retirado dinero.

Elena y Criselda, sorprendidas, miraron a Anaíd.

– Dijiste que Selene no se llevó nada con ella.

Anaíd se reafirmó en lo que sus ojos vieron el día después de la tormenta.

– Todo quedó aquí, su ropa, sus zapatos, su abrigo y su bolso.

Y mientras Anaíd lo iba diciendo, comprobaba con asombro que en el perchero no había ni rastro del bolso de Selene, ni de su abrigo.

– ¡Los vi aquí, colgados! -protestó.

Elena y Criselda cruzaron una mirada cómplice.

– ¿Y los zapatos has dicho?

– Venid a verlo, está todo intacto, hasta su maleta…

Sin embargo, tras subir las escaleras y abrir las puertas del armario de Selene, Anaíd palideció. Estaba medio vacío: de sus zapatos apenas quedaban un par de viejas katiuskas agujereadas y unos mocasines sin suelas, el lugar donde reposaba su maleta era ahora una balda vacía y de su mesilla de noche habían desaparecido su libro de lectura, sus gafas de sol y sus pasadores del pelo. Anaíd fue con precaución al baño. No podía creerlo: tampoco estaba el cepillo de dientes. Ni el champú, ni el guante de pita con el que frotaba su cuerpo cada mañana.

Pero eso no fue lo más extraño ni lo más curioso que sucedió esa tarde. Cuando Anaíd mostró a Criselda y Elena el estado del correo electrónico de su madre para dejar patente que no se había despedido de nadie ni había advertido a su editor de su marcha, se encontró con la desagradable sorpresa de que los archivos tampoco eran los mismos que ella había leído. Había unos e-mails diferentes. En ellos, datados con anterioridad a su desaparición, Selene anunciaba su partida a la editorial y cancelaba a través del correo diversos compromisos adquiridos de antemano: una conferencia, un congreso de cómics y la inauguración de un salón de exposiciones. Anaíd los contrastó con los e-mails que imprimió ella misma tres noches antes. No había ninguna coincidencia. Ni siquiera quedaba rastro de la relación epistolar con esa admiradora furibunda que tanto la elogiaba. S.

Mostró sus impresiones a Elena y a Criselda, pero notó que ninguna de las dos lo consideraba importante. Y cuando Criselda se quejó de la desaparición de los números telefónicos en la memoria inmediata del aparato, Anaíd, anonadada, consideró que lo mejor sería callar.

Era más que evidente que tras la desaparición de Selene alguien había regresado dispuesto a borrar todas las huellas.

Tuvo su primer escalofrío.

¿Cómo había entrado en casa?

¿Cómo había sabido cuáles eran sus efectos personales?

¿Cómo había conseguido borrar la memoria del aparato telefónico?

¿Cómo había logrado escribir e-mails datados en fecha anterior?

Sólo había una explicación. Lo había hecho Selene en persona.

Luego se sintió mal, muy mal, y se metió en cama tiritando.


No tenía fiebre y sin embargo se sentía mucho peor que cuando sufrió la neumonía y la ingresaron a causa de las convulsiones. A Anaíd le dolía todo el cuerpo, desde la raíz del cabello hasta las uñas de los pies. Se sentía crujir los huesos uno a uno, sentía las vísceras removerse dentro de sus cavidades, sentía cuchillos clavados en los tendones, sentía los músculos asaeteados por mil agujas, sentía la piel tensa a punto de resquebrajarse. Imposible pegar ojo, sentarse, leer o… simplemente pensar.

Hacía ya dos semanas que se sentía morir y no iba a la escuela, aunque esto último no tenía importancia. El médico le había dicho que descansara y que no se preocupase por los estudios, que estaba alterada por lo que había ocurrido con su madre. Anaíd se avergonzó. En boca de todos estaba la historia de la huida de Selene con un hombre llamado Max y, si bien al principio Anaíd se resistió a admitir la traición, fue considerando que Selene había huido con él en un rapto de locura, que era su estilo, y que luego había regresado de noche para llevarse sus cosas, reescribir sus e-mails, borrar sus llamadas y enviar el telegrama y su dinero. Lo había solventado todo sin atreverse a dar la cara. Eludiéndola. Y por su cobardía y sus mentiras hubiera querido odiarla, extirparla de su vida como una apendicitis infecciosa. Hubiera querido tenerla delante para echarle en cara su egoísmo, su absoluta falta de responsabilidad, la misma que le reprochaba Deméter. Pero también sabía que la necesitaba. Fuese egoísta, ambiciosa, irresponsable o loca…

Durante esos días de obligado reposo lo que más la inquietaba era su cabeza, o lo que tuviese dentro, porque en lugar de cerebro parecía que se le hubiese instalado un enjambre de abejas o un aserradero de madera. El zumbido le resultaba insoportable; era constante, pero se agudizaba en determinados momentos y en sitios muy concretos. Una tarde intentó hallar tranquilidad en su refugio, pero no consiguió recorrer el camino del robledal, pues antes de llegar a su cueva se vio obligada a dar media vuelta y regresar corriendo. Era una tortura, la mezcolanza de sonidos que desprendía el bosque agudizó el zumbido hasta un nivel insoportable y a punto estuvo de volverla loca.

Anaíd añoraba a Selene constantemente, pero en los momentos en que se encontraba peor añoraba a Karen. Deseó que Karen, su médico y gran amiga de su madre, regresara de Tanzania, la tendiese en su camilla de olor a azúcar Candy para hacerle cosquillas con el auscultómetro y la curase. De niña creía que el estetoscopio de Karen era mágico y que con sólo acariciar su pecho o su espalda sanaba sus bronquios o sus pulmones resfriados.

Intentó pensar como habría pensado Karen, intentó preguntarle a Karen cómo comportarse, y la respuesta le llegó a través de un susurro que la visitó una noche de insomnio: «Anaíd, bonita, no luches contra el dolor ni el ruido, es tu cuerpo, eres tú, forman parte de ti, no los rechaces, siente el dolor, respira hondo, escucha los sonidos que hay dentro de ti, acéptalos, intégralos en ti.»

La sugestión de la voz de Karen funcionó como la seda. Consiguió que su cuerpo aflojase la tensión y que el retumbar de su cabeza se amortiguase, sobre todo al caer la noche.

Pero al igual que en los episodios febriles, le sucedía que luego, de madrugada, tras haber conseguido dar un par de cabezadas, se despertaba con los ojos abiertos y el corazón palpitante creyendo que las paredes de su habitación hablaban, que de las cortinas de la ventana surgía una esbelta figura de una dama con una airosa túnica y que sobre su kilim turco reposaba un guerrero a la antigua usanza, con yelmo y armadura.

Ésas eran sus alucinaciones, cobraban forma cada noche y cada noche ocupaban el mismo lugar. El caballero y la dama eran osados y curiosos, la observaban con descaro y parecía que iban a ponerse a hablar en cualquier momento. Eso era tal vez lo más divertido de todo lo que le estaba sucediendo.

Mientras tanto, tía Criselda, un encanto, pero no servía más que para causarle problemas y montar estropicios. Anaíd intentó explicarle los síntomas de su extraña enfermedad, pero tras visitar al médico y no obtener un diagnóstico claro ni un remedio concreto, la mujer se asustó, se lió diciendo que ella no entendía de niños y le dio a beber un líquido nauseabundo que le produjo una gran vomitona. Se pasaba la mayor parte del día haciendo llamadas telefónicas o revolviendo en la biblioteca y en la habitación de Selene. Últimamente la tenía preocupada la difícil situación financiera en que vivían. Tía Criselda había descubierto que tras la muerte de Deméter Selene hipotecó la casa y derrochó el dinero a manos llenas. Se cambió de coche, compró mobiliario nuevo, viajó y se regaló un montón de caprichos. En esos momentos las deudas y facturas impagadas amenazaban con ahogarlas y tía Criselda no sabía cómo conseguir el dinero. Melendres, el editor de su madre, era un mal bicho. Se negó a adelantarles ni un duro si Selene no firmaba personalmente sus facturaciones.

Pero a Anaíd, a sus catorce años, no le preocupaba ese tipo de cosas. Además, no confiaba en la tía Criselda. Excepto sus manos balsámicas que borraban las preocupaciones, para nada recurriría de nuevo a ella en busca de soluciones prácticas a problemas concretos. Nunca le pediría que le preparase una tortilla (se la frió con vinagre) o un filete (se lo sirvió crudo) o que le lavase un jersey (lo destiñó con lejía).

Lo que no acababa de comprender Anaíd era por qué motivo se consideraba que un adulto cuidaba de un niño cuando en su caso era completamente al revés. Tía Criselda, con todo el morro, se apuntaba a las comidas y a las cenas que ella preparaba. Afortunadamente Criselda era conformista, le daba lo mismo comer unos espaguetis carbonara, que unos espaguetis con tomate que unos espaguetis al pesto. En eso le agradecía la falta de gusto y Anaíd confirmaba que tía Criselda era un espécimen muy raro de adulto y que las mujeres de su familia no se parecían en nada entre ellas, pero que -cada una en su especialidad- juntas podían poblar un zoológico.

Fuese por el atracón de espaguetis, el reposo o los mismos nervios, lo cierto es que a los quince días de la desaparición de Selene -y a los trece exactos de la llegada de tía Criselda- Anaíd se dio cuenta de que la ropa que usaba no le servía. Ni le subía la cremallera de los pantalones ni le abrochaban los botones de las camisas y, ante su estupor, se percató de que necesitaba un sujetador. Anaíd, sin creérselo, comprobó que por primera vez en su vida le estaba creciendo el pecho. ¡Y Selene no estaba para celebrarlo!

No quiso decírselo a tía Criselda. Era demasiado indiscreta o demasiado poco entendida en niñas. Proclamaría a los cuatro vientos que su sobrina necesitaba un sujetador o diría que ella no entendía de sujetadores de chicas. Con lo cual, decidió salir sola, hacia el crepúsculo, cuando los ruidos disminuían y su cabeza dejaba de echar humo por unas horas. Cogió dinero del sobre del cajón de la cómoda y salió de casa camino de la mercería rogando que no estuviese Eduardo. Si la atendía Eduardo se moriría de vergüenza, sería capaz de Cundirse ante el mostrador. Eduardo tocaba a su lado en la banda del pueblo: ella, el acordeón, y él, el trombón. No la había mirado jamás, no sabía que existía, pero Anaíd sí que miraba a su izquierda constantemente para contemplar el sudor que perlaba su frente morena y la vena que se le hinchaba en el cuello al soplar el instrumento. Eduardo era mayor, hacía músculos en el gimnasio, tenía novia y estaba como un queso, o eso decían sus amigas, envidiosas de que tocara junto a Eduardo.

Antes muerta que dejar que Eduardo le vendiese un sujetador.

Y Eduardo estaba ahí.

Anaíd, muy nerviosa, le vio claramente a través del cristal del aparador y dio media vuelta dispuesta a abandonar. Tan abstraída estaba y tan confundida por el contratiempo que chocó de frente con una señora y cayó al suelo.

– Oh, disculpe -dijo sintiéndose tonta por disculparse, encima de caerse.

– Perdona, ha sido culpa mía -respondió la señora con un leve acento extranjero.

Y las dos se quedaron mudas de asombro al reconocerse.

– Nuestro destino es chocar… -exclamó la bella extranjera, la misma que conducía el Land Rover azul la mañana que desapareció Selene y que la atropello sin querer en la cuesta del puente.

Y se echaron a reír.

– ¿Te has recuperado ya de la caída?

– Sí, completamente, muchas gracias.

– Pues hoy no te escaparás, te debo una compensación por atropellarte. ¿Te apetece un cruasán con un chocolate con nata?

Anaíd dudó. ¿Cómo sabía que la chillaba el chocolate con nata? Con Selene celebraban todas sus fiestas en la chocolatería, con sus amigas o solas, y ahora hacía dos semanas que no probaba el chocolate. Se le hizo la boca agua. Probablemente la compra (o no compra) de su primer sujetador era una ocasión más que importante para ser celebrada, probablemente Selene la habría invitado ella misma.

– Conozco una cafetería muy cerca de aquí -dijo.

Y la bella extranjera le sonrió y le ofreció su brazo con un gesto elegante y natural. Anaíd, con la misma naturalidad, se asió al brazo de la mujer y la guió a través de las callejuelas mirándola de soslayo.

Tenía la tez muy blanca, el cabello rubio ceniza, los ojos azules, de un azul profundo, intenso como el mar, y una sonrisa encantadora. Era hermosa y fascinante, extranjera sin duda, pero imposible descubrir de dónde provenía por el acento. Hacia esas épocas, al inicio de la primavera y una vez acabada la temporada de esquí, comenzaban a llegar los extranjeros. Se alojaban en el hotel y los campings. Algunos practicaban rafting y descendían por las rápidas aguas del río aprovechando los primeros deshielos, otros comenzaban a ascender las montañas, si el tiempo lo permitía, y a salpicar los valles de colores con sus anoraks chillones, hasta que cedían el puesto a los escaladores, los más volátiles y atrevidos, que llegaban adelantado el verano, cuando ya se había fundido el hielo de las grietas de la roca. Estaban también los que simplemente paseaban por los valles y visitaban los lagos gozando de las maravillosas vistas y respirando el aire sano de la montaña. La extranjera bien educada parecía ser de estos últimos.

– ¿Te espera tu madre?

Anaíd sintió un nudo en la garganta. No la esperaba nu madre. No tenía madre ni abuela, sólo una tía medio inútil que no le servía de nada.

– El otro día no me presenté, me llamo Cristine Olav.

– Yo soy Anaíd.

– Ya lo recuerdo, bonito nombre, Anaíd, imposible de olvidar. Te hace honor. ¿Sabes que eres muy bonita?

No era cierto. Anaíd sabía que no lo era, pero cuando la señora Olav lo dijo con tanta sinceridad creyó que era cierto y se sintió hermosa, admirada, y sobre todo querida.

Por eso, y a pesar de su promesa a Elena, le explicó a la señora Olav la reciente desaparición de su madre y su súbita enfermedad y también, ¿por qué no?, la llegada de su tía y su compra frustrada del sujetador. Se lo explicó porque necesitaba que alguien la mirara con arrobo, la escuchara con atención y le sonriera constantemente. La señora Olav fue menos explícita, sólo le dijo que se alojaba en el hotel unos días y que estaba de paso, pero que le gustaría visitar los lagos. Y entonces se le iluminó el rostro.

– ¿Querrías acompañarme?

Sin dudarlo, sin ni siquiera pestañear, Anaíd aceptó. Durante toda la merienda no había sentido en ningún momento ni el zumbido en la cabeza ni el constante dolor de las articulaciones ni la pena por la ausencia de Selene. La señora Olav y el chocolate con cruasán eran, hasta el momento, la mejor medicina que había probado.

De pronto la señora Olav se puso en pie y le hizo un signo mudo para indicarle que regresaba enseguida. Anaíd creyó que iba al baño y aprovechó para acabar de engullir el segundo cruasán y pedirle a Rosa, la encargada, que le pusiese otra cucharada de nata, por favor, porque el chocolate estaba delicioso, pero se le había acabado la nata.

No supo si la señora Olav se había ausentado un minuto o una hora, aunque lo cierto es que le dio tiempo para traerle un regalo. Con una sonrisa enigmática le hizo entrega de un obsequio envuelto en el papel de la mercería de Eduardo.

Anaíd no podía dar crédito. La señora Olav lehabía comprado el sujetador más bonito que nunca había visto. Un estampado étnico de fondo granate festoneado de alegres dibujos geométricos verdes y azulados. ¿Le iría bien?

Se levantó emocionada y fue a probárselo al baño. Era su talla, se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, era exactamente como lo había soñado, divertido, desenfadado, cómodo. No conocía la marca pero ninguna de sus amigas tenía un sujetador como ése, estaba segura. Se puso el jersey encima y salió corriendo de nuevo hacia la mesa para agradecer el regalo a la maravillosa señora Olav, pero ante su estupor en la mesa sólo había una caja de bombones.

– Son para ti -le dijo Rosa, la encargada.

Anaíd no tenía más hambre, así pues cogió la caja de bombones mientras Rosa recogía las tazas de chocolate y le explicaba que la extranjera había pagado la merienda y se había marchado discretamente tras dejarle los bombones a Anaíd y una generosa propina a ella.


Elena se sentía incómoda. Estaba sentada en su cocina, junto a Criselda, pelando judías y vigilando los pucheros. Pero se sentara como se sentara, el bebé continuaba pataleando con sus piececitos contra su vientre. Eran golpes secos, contundentes, y el último la había dejado sin aliento.

– ¿Así pues era cierto?

Criselda afirmó llevándose un bombón a la boca y tentando a Elena.

– Efectivamente. Se ha producido ya la conjunción de Saturno y Júpiter. Y se corresponde con la predicción que hace la astrónoma Hölder en su tratado sobre la llegada de la elegida.

– ¿Y la conjunción de los siete planetas?

– Está próxima, tal vez un par de meses, o tres.

Elena rechazó el bombón y continuó pelando las judías.

– Llévate la caja, son demasiado ricos -luego, pensativa, añadió-: Todo parece encajar. La conjunción astral y el meteorito lunar señalan el cuándo y el dónde.

– Aquí y ahora.

– No me lo puedo creer. Sospechábamos que Selene fuera la elegida, pero no existían certezas como las que ahora nos das.

– Las Odish lo sabían desde mucho antes. Desde la ofensiva en la que murió Deméter -afirmó Criselda.

– Malditas Strigas…, malditas brujas Odish, a punto estuvieron también de llevarse a Anaíd.

Llegados a ese punto Criselda negó rotundamente con la cabeza.

– Anaíd no pudo ver a la Striga, no ha sido iniciada.

– ¿Ah no? La descripción que nos hizo del cuervo era la de una Striga. Dijo deformada, enorme, ojos inteligentes, hasta le habló… Intentó torcer su voluntad -le rebatió Elena.

– Pero… si hubiera sido la Striga, hubiera corrido la misma suerte que Selene. Nadie, y menos una niña, puede resistirse a su voluntad -le rebatió Criselda tozuda como una muía.

– ¿Y ese Max?

– No merece la pena ni buscarlo. Probablemente no exista.

Elena se puso nerviosa y el bebé lo notó, por eso comenzó su sesión de nuevo, una patada, dos… Había tantas cosas extrañas, tantas. Y estaba segura de que Criselda le ocultaba muchas más.

– Entonces estás diciendo que Anaíd tenía razón, que la desaparición de la ropa de Selene, el telegrama, el dinero, todo lo que justificó su partida posterior fue un apaño para hacernos creer que se había marchado por voluntad propia.

– …Lo supe desde el primer momento.

– Entonces…, ¿por qué has dejado que Anaíd crea que su madre la ha abandonado por un hombre?

– ¿Y qué íbamos a decirle? -preguntó Criselda comiendo otro bombón.

– La verdad -defendió Elena-. Tiene derecho a saber la verdad.

– Eso deberá decidirlo el coven.

– Muy bien, pero hasta entonces tenemos que protegerla. Tiene catorce años, concédele un escudo protector -suplicó Elena.

– ¿Yo? -objetó Criselda levantándose nerviosa de la mesa.

Era incapaz de permanecer cinco minutos sentada y no podía tener las manos quietas. Cogió un cucharón de encima del mármol. Elena insistió.

– Mientras duerme, sin que lo note. ¿Recuerdas el conjuro?

Y mientras lo recordaba, Elena se entristeció al constatar que ella nunca lo había recitado y, dada su mala suerte de concebir sólo varones, tal vez no lo llegara a recitar jamás. El escudo protector servía para las muchachas adolescentes, para protegerlas de la maldición de las Odish e impedir que en el delicado tránsito de niña a mujer perecieran desangradas. Anaíd lo ignoraba y debía protegerse.

Criselda estaba apurada. Se notaba a la legua que jamás había creado un escudo protector para una adolescente. Removió el enorme puchero con excesivo ímpetu mientras hablaba.

– Pero Anaíd parece que tenga diez años, no hace falta.

– ¿Que no hace falta? Su madre acaba de ser secuestrada y ella está en el momento más delicado de la vida de una Ornar. ¿Y dices que no hace falta? ¿Qué hace falta entonces? -gritó Elena desesperada.

Criselda era un absoluto desastre, pensó Elena. ¿A quién se le había ocurrido la brillante idea de enviar a Criselda? A Gaya, claro, para sacarse de encima a la niña y vengarse de Selene.

Pero Criselda se enfadó y agitó el cucharón.

– Mi trabajo es encontrar a Selene, por eso vine y eso es lo que estoy haciendo.

– ¿Y la niña? -inquirió Elena.

– La niña ya se apaña, yo no soy ninguna niñera.

Y era cierto, Criselda entendía tanto de niñas como de cocidos. No tenía ni idea.

Elena cambió de postura e interrogó a Criselda.

– Ya llevas dos semanas en eso y aún no nos has dicho nada. ¿Qué has averiguado desde el telegrama y el sobre del dinero? ¿Eh?

– Nada -se excusó Criselda sin ocultar su apuro.

Y con ese «nada» no mentía, pero era una ocultación de la verdad. Ese «nada» significaba mucho. Significaba sospechas en torno a Selene. Sospechas que ella no formularía hasta que estuviera completamente segura. Lo que había averiguado era precisamente nada, lo cual era lo menos tranquilizador de todo.

– Y tampoco te ocupas de Anaíd.

– ¿Cómo que no me ocupo? Estoy viviendo con ella.

– Quiero decir que no la vigilas, no la atiendes, no sabes siquiera lo que le pasa por la cabeza.

– Tonterías, le pasan tonterías, le aplico las manos cada noche para borrarle las tonterías -se defendió Criselda con pasión.

– ¿Y eso es todo?

– Estoy buscando a su madre, que es lo que Anaíd necesita. A su madre. Yo no he tenido hijos como tú. ¿Por qué no te quedaste tú con ella?

A Elena le dio un patatús. Ya tuvo bastante con los dos días que convivió bajo su techo y que se le antojaron complicadísimos.

– En el próximo coven tenemos que decidir qué hacemos con Anaíd -dijo Elena para resolver la cuestión de una vez.

Criselda la miró con estupor y señaló su enorme vientre.

– ¿Podrás volar?

– Pues claro, qué remedio. Estoy más pesada, no puedo comunicarme, pero el hechizo funciona igual.

Criselda probó el guiso y se quemó la lengua.

– Anaíd no me preocupa. No sufro por su seguridad, no quiere salir de casa. Es muy prudente.

Elena se vio en la obligación de advertir a Criselda, no sabía nada de Anaíd.

– Es muy lista.

– Ya me he dado cuenta.

– Acabó con todos los libros de la biblioteca juvenil hace dos años. Selene le traía libros de la ciudad.

– Una niña lectora.

– Habla y escribe cinco lenguas perfectamente.

– Ya.

– Toca todos los instrumentos que se le pongan por delante.

Criselda ya se estaba quedando sin argumentos.

– ¿Qué me quieres decir?

– Que no entiendo ni entenderé nunca por qué Selene no la inició a la edad que le correspondía.

Elena observó a Criselda, que reaccionaba poco a poro, y retuvo la respiración cuando se apoyó en el puchero y el puchero se tambaleó. Elena gritó demasiado tarde.

– ¡Cuidado!

Criselda agarró el puchero, pero sin querer trastabilló y se sujetó a la cortina de la ventana. La cortina se vino abajo y el puchero cayó al suelo con gran estrépito; se rompió en mil trozos esparciendo pedazos de pollo, tocino, apio, zanahoria, cebollas y patatas por toda la cocina.

Elena respiró hondo una vez, dos, el pequeño saltarín se alteraba con ella. ¿Resistiría los dos meses que le quedaban hasta el parto con el pequeño futbolista arremetiendo desde dentro y Criselda complicándole la vida desde fuera? Tras el estruendo, la cocina comenzó a llenarse de niños que llegaban de todas partes creyendo que había explotado una bomba.

– ¿Y la bomba?

– ¿Qué ha pasado?

– ¿Qué comeremos?

– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí todo el mundo! -gritó Elena a punto de echarse a llorar.

Criselda, en cambio, parecía flotar ajena a todo y a todos. Aun teniendo delante el desastre, parecía ciega y lo contemplaba sin verlo. Estaba atando cabos lentamente.

– ¿Me estás diciendo que Selene tenía alguna razón que desconocemos para no iniciar a Anaíd? ¿Cuál? ¿Quizá no es una Omar? ¿A lo mejor es una simple mortal?

Y Elena, agachada recogiendo pedazos de tocino, sonrió a través de las lágrimas, porque como mínimo una cosa le había salido bien en ese día atravesado. La desastrosa Criselda había entendido que Selene les ocultaba más cosas de las que creían y que Anaíd era una de ella.

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