Me atenazaba la escalofriante sensación que precede al peligro. Era la última noche que Alcide podría ir al Club de los Muertos: Terence le había advertido de que debía marcharse de manera muy clara. Después, estaría sola, si es que me permitían la entrada en el club sin la compañía de Alcide.
Mientras me vestía, me sorprendí deseando haber tenido que ir a un bar de vampiros normal, el típico sitio al que acuden humanos normales para alucinar con los vampiros. Fangtasia, el bar de Eric en Shreveport, era ese tipo de sitio. De hecho, la gente acudía en excursiones organizadas, pasaban la noche vestidos de negro, puede que tomando algo de sangre falsa o insertándose unos lechosos colmillos de pega. Se dedicaban a observar a los vampiros, distribuidos estratégicamente por el bar, maravillándose de su propia osadía. De vez en cuando, alguno de esos turistas cometía el error de atravesar la línea de seguridad que les mantenía seguros. Quizá le entraba a uno de los vampiros o le faltaba el respeto a Chow, el barman. Más tarde, seguramente, ese turista acabaría descubriendo dónde se había metido.
En un bar como el Club de los Muertos, todas las cartas estaban descubiertas sobre la mesa. Los humanos eran meros adornos emperifollados. Los sobrenaturales eran los verdaderos clientes.
A esas horas, la noche anterior me había sentido emocionada. Ahora sólo notaba una especie de determinación desafecta, como si me encontrase bajo los efectos de una poderosa droga que me separaba de la mayoría de las emociones más mundanas. Me puse las medias con unas bonitas ligas negras que Arlene me había regalado por mi cumpleaños. Sonreí mientras pensaba en mi amiga pelirroja y su increíble optimismo acerca de los hombres, incluso después de sus cuatro matrimonios. Arlene me diría que disfrutara de cada momento, de cada segundo, con cada gramo de entusiasmo que fuera capaz de aunar. Me diría que nunca se sabe a qué hombre puedes conocer, que quizá esta noche fuese la mágica. Que tal vez llevar medias cambiara el curso de mi vida. Eso me diría Arlene.
No puedo decir que consiguiera levantarme una sonrisa, pero me sentí un poco menos apesadumbrada mientras me deslizaba el vestido por la cabeza. Era de color champán. Y bastante escueto. Me puse unos zapatos de tacón negros y pendientes azabache, mientras trataba de decidir si mi viejo abrigo resultaría demasiado horrible o si debería limitarme a abrigarme con la vanidad y helarme el trasero. Contemplando el desgastado tejido azul del abrigo, suspiré. Lo llevé al salón sobre el hombro. Alcide estaba listo, esperándome de pie en el centro de la habitación. Justo cuando me percataba del hecho de que estaba visiblemente nervioso, Alcide tiró de una de las cajas envueltas que estaba entre el montón que había acumulado durante sus compras matutinas. Tenía esa mirada tímida impresa en la cara, la misma que le había visto cuando volví al apartamento.
– Creo que te debo esto -dijo, extendiéndome la amplia caja.
– ¡Oh, Alcide! ¿Me has comprado un regalo? -ya sé, ya sé, era evidente que sí, puesto que yo ya tenía la caja en la mano. Pero tenéis que comprender que eso no era algo que me pasara muy a menudo.
– Ábrela -dijo con sequedad.
Dejé el abrigo sobre la silla más cercana y rompí el envoltorio de la caja de forma torpe; no estaba acostumbrada a las uñas falsas. Tras unas cuantas maniobras, abrí la caja de cartón blanco para descubrir que Alcide me había comprado un chal nuevo. Aparté la tapa rectangular lentamente, saboreando el momento. Era precioso; un chal de terciopelo negro con adornos en los bordes. No pude evitar darme cuenta de que costaba cinco veces lo que yo me gasté en el que me habían destrozado.
Me quedé sin palabras. Es algo que casi nunca me pasa. Pero tampoco recibo muchos regalos, y sé valorarlos. Me enrollé en el terciopelo, entregándome al lujo de su tacto. Froté mi mejilla en él.
– Gracias -dije con voz temblorosa.
– Es un placer -dijo él-. Por Dios, no llores, Sookie. Lo que pretendía era hacerte feliz.
– Soy muy feliz -dije-. No voy a llorar -me tragué las lágrimas y fui a verme en el espejo del cuarto de baño-. Oh, es precioso -añadí, con el corazón en la garganta.
– Bueno, me alegro de que te guste -dijo Alcide bruscamente-. Pensé que era lo mínimo que podía hacer -me arregló el chal de modo que me cubriera las costras rojas de mi hombro izquierdo.
– No me debías nada -dije-. Soy yo quien te lo debe -he de decir que mi seriedad preocupó a Alcide tanto como mis pucheros-. Vamos -añadí-. El Club de los Muertos nos espera. Averiguaremos todo lo necesario esta noche y nadie saldrá lastimado.
Lo cual viene a demostrar que carezco de un sexto sentido.
Alcide y yo llevábamos un traje y un vestido distintos, pero el Josephine's seguía igual que la noche anterior. Acera desierta, atmósfera escalofriante. Esta noche hacía incluso más frío, tanto como para ver mi aliento dibujado en el aire, tanto como para sentirme patéticamente agradecida por el calor que me daba el chal de terciopelo. Esta vez, Alcide prácticamente saltó de la camioneta hasta el cobijo de la marquesina, sin siquiera ayudarme a bajar, para esperarme allí.
– Luna llena -explicó concisamente-. Será una noche tensa.
– Lo siento -dije, sintiéndome desamparada-.Tiene que ser horriblemente duro para ti.
Si no le hubieran obligado a acompañarme, podría estar en los bosques persiguiendo ciervos y conejos. Mis disculpas hicieron que se encogiera de hombros.
– Siempre hay un mañana por la noche -replicó-. Es casi igual de bueno -pero zumbaba de tensión.
Esa noche no me sobresalté tanto cuando la camioneta emprendió la marcha, aparentemente por su propia cuenta, y ni siquiera me estremecí cuando el señor Hob abrió la puerta. No puedo decir que el trasgo pareciera alegrarse de vernos, pero tampoco distinguí qué significaba su expresión facial normal. De modo que, podría haber estado haciendo cabriolas emocionales de alegría, y yo no me habría dado cuenta.
De alguna manera, sabía que no estaba muy emocionado con mi presencia por segunda noche consecutiva en su club. A todo esto, ¿era el dueño? Era difícil imaginar al señor Hob bautizando a su club como «Josephine's». «Perro muerto podrido» quizá, o tal vez «Gusanos flamígeros», pero no «Josephine's».
– No quiero problemas esta noche -dijo el señor Hob sombríamente. Su voz era desigual y oxidada, como si no hablara mucho y no le gustara cuando lo hacía.
– No fue culpa de ella -dijo Alcide.
– Aun así -dijo Hob, y lo dejó ahí. Probablemente sentía que no necesitaba decir nada más y tenía razón. El trasgo bajo y abultado indicó con la cabeza un grupo de mesas que habían juntado-. El rey os espera.
Los hombres se levantaron cuando me acerqué a la mesa. Russell Edgington y su amigo especial, Talbot, encaraban la pista de baile. Frente a ellos había un vampiro más anciano (o, al menos, era más anciano cuando lo convirtieron en vampiro) y una mujer que, por supuesto, se quedó sentada. La recorrí con la mirada y me estremecí de alegría.
– ¡Tara!
Mi amiga del instituto también se estremeció y saltó de la silla. Nos abrazamos con fuerza, en vez de hacerlo casi de pasada, como era nuestra costumbre. Aquí, en el Club de los Muertos, ambas éramos extrañas en un terreno desconocido.
Tara, que es varios centímetros más alta que yo, tiene el pelo y los ojos negros y la piel de un tono oliva. Lucía un vestido de manga larga en oro y bronce que brillaba con cada uno de sus movimientos, así como unos zapatos de tacón muy alto. Estaba a la altura de su acompañante.
Mientras me separaba del abrazo con unas palmadas en la espalda de Tara, me di cuenta de que encontrármela allí era lo peor que podría haber pasado. Me proyecté hacia su mente y vi que estaba a punto de preguntarme qué hacía allí con alguien que no era Bill.
– ¡Vamos, chica, acompáñame al aseo un momento! -dije alegremente, y ella agarró su bolso mientras le dedicaba una sonrisa a su acompañante, al tiempo prometedora y dolida por tener que marcharse de golpe. Me despedí con un gesto de la mano de Alcide y me disculpé ante los demás señores antes de dirigirnos con paso decidido hacia los aseos, que estaban en el pasillo que conducía a la puerta trasera. Los aseos estaban vacíos. Me apoyé de espaldas contra la puerta para impedir que entrara nadie. Tara me miraba, con la expresión iluminada por todas las preguntas pendientes.
– Tara, por favor, no digas nada sobre Bill ni sobre BonTemps.
– ¿Me vas a decir por qué?
– Tú… -traté de pensar en algo razonable, pero no se me ocurrió-. Tara, si lo haces mi vida correrá peligro.
Se crispó y me dedicó una prolongada mirada. Y ¿quién no lo haría? Pero Tara había pasado por mucho en su vida, y era un alma dura, aunque herida.
– Me alegro mucho de verte por aquí -me dijo-. Me sentía sola entre esta gente. ¿Quién es tu amigo? ¿Qué es?
Siempre se me olvidaba que los demás no podían saberlo. Y a veces casi se me olvidaba que otras personas no sabían nada de licántropos o cambiantes.
– Es perito -dije-.Ven, te lo presentaré.
– Lamento haberles dejado a la primera de cambio -dije, dedicando una amplia sonrisa a todos los hombres-. He perdido los modales -presenté a Tara y Alcide, que fueron correspondientemente cordiales. Luego fue el turno de Tara.
– Sook, éste es mi amigo, Franklin Mott.
– Encantada de conocerle -dije, extendiendo la mano, antes de darme cuenta de mi desliz. Los vampiros no estrechan las manos-. Ruego que me disculpes -dije rápidamente, y le dediqué un saludo con la cabeza-. ¿Vive aquí, en Jackson, señor Mott? -estaba decidida a no avergonzar a Tara.
– Por favor, llámame Franklin -dijo él. Tenía una voz encantadoramente suave, con un rastro de acento italiano. Cuando murió, probablemente tuviese cincuenta y muchos o sesenta. Su pelo y el bigote tenían un color blanco metálico y su cara era recia. Tenía aspecto vigoroso y muy masculino.
– Sí, pero soy propietario de un negocio que tiene una franquicia en Jackson, otra en Ruston y otra en Vicksburg. Conocí a Tara en la reunión de Ruston.
Poco a poco, fuimos progresando en el ritual social de sentarnos, explicar a los hombres cómo Tara y yo fuimos al instituto juntas y pedir las bebidas. Evidentemente, todos los vampiros pidieron sangre sintética, y Talbot, Tara, Alcide y yo nos decantamos por unos combinados. Decidí que otro cóctel de champán no me vendría mal. La camarera, una cambiante, se movía de una forma extraña, casi a hurtadillas, y no parecía estar de humor para hablar demasiado. La noche de luna llena se dejaba sentir de todas las maneras posibles.
Aquella noche había muchos menos parroquianos de naturaleza dual en el bar. Me alegré al comprobar que Debbie y su novio no estaban, y que sólo había un par de moteros licántropos. Había más vampiros y humanos. Me preguntaba cómo se las arreglarían los vampiros de Jackson para mantener ese bar en secreto. Entre los humanos que acudían con parejas sobrenaturales, seguro que más de uno o dos, estaban dispuestos a dejar escapar algo o hablar con sus amigos de la existencia del bar.
Se lo pregunté a Alcide, quien me respondió en voz baja:
– El bar está encantado. No podrías decirle a nadie cómo llegar hasta aquí aunque lo intentaras.
Tendría que experimentar con eso más tarde para ver si de verdad funcionaba. Me preguntaba quién habría lanzado el conjuro, o como se llamara. Si podía creer en vampiros, licántropos y cambiantes, no era muy descabellado hacerlo también en brujos.
Me encontraba entre Talbot y Alcide, así que, para mantener la conversación, le pregunté a Talbot acerca del secretismo. A Talbot no pareció molestarle charlar conmigo, y Alcide y Franklin Mott descubrieron que teman conocidos en común. Talbot se había puesto demasiada colonia, pero no se lo dije. Era un hombre enamorado y, además, adicto al sexo con vampiros…, estados que no siempre van de la mano. Era un hombre despiadado e inteligente, incapaz de comprender cómo su vida había dado un giro tan exótico. También era un formidable emisor, razón por la cual pude captar tantos detalles sobre su vida.
Repitió la historia de Alcide sobre el conjuro que afectaba al bar.
– Pero la forma de mantener en secreto lo que aquí ocurre es diferente -dijo Talbot, como si estuviese meditando entre ofrecerme una respuesta larga y una corta. Miré su encantadora y bella cara y hube de recordarme que sabía que Bill estaba siendo torturado y que no le importaba. Ojalá volviera a pensar en Bill para poder averiguar más; al menos sabría si Bill estaba vivo o muerto-. Bien, señorita Sookie, el secreto se mantiene mediante el terror y el castigo.
Talbot saboreó las palabras mientras las pronunciaba. Le encantaba haberse ganado el corazón de Russell Edgington, un ser capaz de matar sin pestañear y digno de ser temido.
– Cualquier vampiro o licántropo, de hecho cualquier ser sobrenatural, y no los has visto todos, créeme, que traiga a un humano es responsable del comportamiento de dicho humano. Por ejemplo, si esta noche quisieras hablar con la prensa sensacionalista nada más salir de aquí, sería deber de Alcide buscarte y matarte.
– Ya veo -y tanto que lo veía-. Y ¿qué pasaría si Alcide no lo lograra?
– Entonces su cabeza tendría precio, y el trabajo pasaría a alguno de los cazarrecompensas.
Cristo Santísimo, Pastor de Judea.
– ¿Hay cazarrecompensas? -Alcide podría haberme dicho muchas más cosas de las que me contó; aquél fue un desagradable hallazgo. La voz me salió un poco ronca.
– Claro. Los licántropos que van con la guisa de moteros son los de esta zona. De hecho, esta noche están haciendo preguntas por el bar porque… -su expresión se afiló y se tornó suspicaz-… el hombre que te estaba molestando… ¿Lo volviste a ver anoche, después de salir del bar?
– No -dije, contando técnicamente la verdad. No lo había vuelto a ver… anoche. Sabía qué opinión tenía Dios sobre las verdades técnicas, pero también imaginaba que Él esperaba que salvase mi propio pellejo-. Alcide y yo volvimos derechos a su apartamento. Yo estaba bastante molesta -bajé la mirada como una chica modesta poco acostumbrada a que le entren en un bar, lo cual también distaba unos pasos de la verdad. Aunque Sam mantenía ese tipo de incidentes bajo mínimos y era comúnmente sabido que yo era una loca y, por lo tanto, inestable, más de una vez tuve que hacer frente a un acoso algo violento, así como a algunas insinuaciones indiferentes de tíos que estaban demasiado borrachos para que les importaran mis condiciones mentales.
– Mostraste mucho valor cuando todo apuntaba a que habría una pelea -observó Talbot. Pensaba que mi valor de la noche anterior no pegaba mucho con la modestia de la que hacía gala en ese instante. Maldición, me había pasado en mi papel.
– Valor es el segundo nombre de Sookie -dijo Tara. Resultó una interrupción de lo más oportuna-. Cuando bailábamos juntas en el escenario, hace cosa de un millón de años, ¡ella era la que ponía el arrojo, no yo! Yo me meaba del miedo.
Gracias, Tara.
– ¿Bailabas? -preguntó Franklin Mott, atraído por la conversación.
– Oh, sí, y participamos en un concurso de talentos -le dijo Tara-. Lo que no sabíamos, hasta que nos graduamos y adquirimos algo de experiencia en el mundo, era que nuestra pequeña exhibición era, eh…
– Sugerente -dije, llamando a las cosas por su nombre-. Éramos las chicas más inocentes de nuestro pequeño instituto, y allí estábamos, con esa exhibición de baile que habíamos sacado directamente de la MTV.
– Nos llevó años darnos cuenta de por qué el rector sudaba tanto -dijo Tara, con una sonrisa tan granuja como encantadora-. De hecho, creo que ahora mismo voy a hablar con el disc-jockey -se levantó y se dirigió hacia el vampiro que tenía el puesto montado en un pequeño escenario. Se inclinó, escuchó con atención y asintió.
– Oh, no -iba a pasar una terrible vergüenza.
– ¿Qué? -Alcide parecía divertido.
– Va a hacer que lo repitamos otra vez.
Tara se abrió paso entre el gentío para volver hacia mí, radiante de alegría. Se me habían ocurrido dos docenas de razones para no hacer lo que ella quería, cuando me agarró de las manos y dio un tirón para que me levantara. Estaba claro que sólo saldría de ésa huyendo hacia delante. Tara tenía todas sus expectativas puestas en esa exhibición, y era mi amiga. La gente se apartó para dejar espacio cuando empezó a sonar Love Is a Battlefield, de Pat Benatar.
Lamentablemente, recordaba cada giro y cada meneo, cada golpe de cadera.
En nuestra inocencia, Tara y yo habíamos planificado nuestra exhibición prácticamente como una pareja de patinaje, por lo que estábamos en contacto (o casi) durante todo el proceso. ¿Se podía parecer más a un espectáculo lésbico de un bar de strippers? La verdad es que no. No es que haya estado en muchos locales de ese tipo o en cines porno, pero entiendo que el subidón colectivo de lujuria en el Josephine's aquella noche debió de ser muy similar. No me gustaba ser el centro de todo aquello, aunque reconozco que sentí cierto flujo de poder.
Bill le había enseñado a mi cuerpo lo que es el buen sexo, y estaba segura de que entonces bailaba como quien sabe disfrutar de él, igual que Tara. En cierto modo perverso, estábamos teniendo un momento «Soy mujer, oídme rugir». Y por Dios que, como decía el título de la canción, el amor era un campo de batalla. Benatar tenía razón al respecto.
Estábamos de perfil al público. Tara me agarraba de la cintura mientras movíamos las caderas al unísono y acabamos con las manos sobre el suelo. La música se detuvo. Hubo un fugaz segundo de silencio y luego un estallido de aplausos y silbidos.
Los vampiros pensaban en la sangre que fluía por nuestras venas, estaba segura de ello por su mirada hambrienta, especialmente hacia las que recorrían el interior de nuestros muslos. Y pude escuchar cómo los licántropos se imaginaban el buen sabor que tendríamos. Así que me sentí bastante comestible, en más de un sentido, mientras regresaba a nuestra mesa. Tara y yo recibimos palmadas y cumplidos mientras caminábamos, y no fueron pocas las invitaciones que recibimos. Estuve a punto de aceptar la invitación a bailar de una vampira morena de pelo rizado que era más o menos de mi tamaño y más mona que una conejita. Pero me limité a sonreír y seguir mi camino.
Franklin Mott estaba encantado.
– Oh, habéis estado perfectas -dijo, mientras sujetaba la silla de Tara para que se sentase. Me di cuenta de que Alcide permanecía sentado, clavándome la mirada, obligando a Talbot a hacer lo propio con mi silla en un improvisado y torpe gesto de cortesía (recibió una caricia de Russell en el hombro por hacerlo).
– No puedo creer que no os expulsaran, chicas -dijo Talbot para enterrar el embarazoso momento. Jamás habría pensado que Alcide era de los que realizan gestos posesivos.
– No teníamos ni idea -protestó Tara entre risas-. Ni idea. No comprendíamos el porqué de tanto alboroto.
– ¿Qué mosca te ha picado? -le pregunté a Alcide en voz muy baja. Pero, escuchando atentamente, pude identificar la fuente de su insatisfacción. Lamentaba el hecho de reconocer ante mí que aún llevaba a Debbie en su corazón porque, de lo contrario, haría un decidido esfuerzo por compartir la cama conmigo esa noche. Se sentía a la par culpable y furioso por ello, dado que era luna llena. En cierto modo, era su mejor momento del mes. En cierto modo.
– No pareces estar buscando a tu novio con mucho ahínco -me soltó con frialdad, empleando un tono desagradable.
Era como si me hubiese echado un cubo de agua helada a la cara. Me sorprendió, y me dolió terriblemente. Las lágrimas se agolparon en mis ojos. A los demás miembros de la mesa también les resultó obvio que me había dicho algo que me había alterado.
Talbot, Russell y Franklin lanzaron a Alcide una serie de miradas que rayaban con la amenaza. La mirada de Talbot era un débil eco de la de su amante, así que era prescindible, pero, a fin de cuentas, Russell era el rey, y Franklin parecía ser un vampiro influyente. Alcide recordó dónde y con quién estaba.
– Perdona, Sookie, tan sólo me sentí celoso -dijo lo suficientemente alto como para que toda la mesa lo escuchase-. Ha sido muy interesante.
– ¿Interesante? -dije con toda la suavidad posible. Estaba bastante enfadada. Pasé los dedos por su pelo mientras me inclinaba hacia él-. ¿Sólo interesante? -nos dedicamos una mutua sonrisa bastante falsa, pero los demás se lo tragaron. Tenía muchas ganas de agarrarle de ese pelo negro y darle un buen tirón. Puede que no fuese un telépata como yo, pero pudo leer ese impulso alto y claro. Alcide tuvo que forzarse para no dar un respingo.
Tara volvió a intervenir para preguntarle a Alcide a qué se dedicaba (que Dios la bendiga), y así pasó de largo otro extraño momento. Retrasé mi silla un poco con respecto al círculo que rodeaba la mesa y dejé libre la mente. Alcide tenía razón sobre que era mejor que me pusiera manos a la obra a que me divirtiera; pero no vi la posibilidad de decir que no a Tara en algo que la hacía tan feliz.
En uno de los vaivenes de la pequeña pista de baile, tuve ocasión de ver a Eric, que estaba apoyado contra la pared que había más allá. Sus ojos estaban posados en mí, llenos de calor. Así que había alguien que no estaba cabreado conmigo, alguien que se había tomado nuestra pequeña exhibición tal como era su intención.
Eric tenía bastante buen aspecto con su traje y sus gafas. De alguna manera, decidí, las gafas le restaban aire amenazador, lo cual me ayudó a meterme en faena. El que hubiese menos licántropos y humanos me facilitó escuchar a cada uno, rastrear cada hilo de pensamiento hasta su propietario. Cerré los ojos para concentrarme más, y, casi de inmediato, capté un retazo de monólogo que me dejó atónita.
«Martirio», pensaba el hombre. Sabía que era un hombre y que sus pensamientos procedían de un punto que se encontraba detrás de mí, la zona que había justo al pasar la barra. Mi cabeza empezó a girar, pero me detuve. Mirar no ayudaría, a pesar de ser un impulso casi irresistible. En vez de ello, miré hacia abajo para que los movimientos de los demás parroquianos no me distrajeran.
La gente, cuando piensa, no elabora frases completas. Lo que hago al tratar de desentrañar sus pensamientos es traducirlos.
«Cuando muera, mi nombre será reconocido», pensó. «Casi ha llegado. Dios, haz que no duela. Al menos está aquí, conmigo… Espero que la estaca esté suficientemente afilada.»
Oh, maldita sea. Lo siguiente que recuerdo es que me levanté, alejándome de la mesa.
Caminé lentamente, bloqueando el sonido de la música y las voces para escuchar claramente lo que se decía en silencio. Era como andar debajo del agua. En la barra, apurando de golpe un vaso de sangre sintética, había una mujer de peinado muy llamativo. Llevaba un vestido ajustado con falda suelta que revoloteaba alrededor de ella. Sus brazos musculosos y anchos hombros desentonaban con la vestimenta; pero jamás se lo diría a la cara, ni ninguna persona en su sano juicio. Debía de ser Betty Joe Pickard, lugarteniente de Russell Edgington. También llevaba un guantes y zapatos de tacón blancos. Sólo le faltaba un sombrero con medio velo, pensé. Estaba dispuesta a apostar que Betty Joe había sido una gran fan de Mamie Eisenhower.
Y, detrás de esa formidable vampira, también encarados hacia la barra, se encontraban dos humanos. Uno era alto y me resultaba extrañamente familiar. Tenía el pelo largo y castaño, surcado de canas, y lo llevaba bien peinado. Parecía el típico corte masculino, uno de esos que permitía al pelo crecer como quisiera. No pegaba con su traje. Su compañero, más bajo, tenía un pelo fosco, alborotado y negro, salpicado de gris. El segundo hombre lucía una chaqueta deportiva que bien podía haber salido de unas rebajas de JC Penney.
Y, dentro de esa chaqueta barata, en un bolsillo especialmente confeccionado, llevaba una estaca.
Dudé ante el horror. Si lo detenía, revelaría mi talento oculto, y eso significaría desvelar mi identidad. Las consecuencias de dicha revelación dependerían de lo que Russell Edgington supiera de mí; al parecer sabía que la novia de Bill era una camarera del Merlotte's, en Bon Temps, pero no el nombre. Por esa razón no había dudado en presentarme como Sookie Stackhouse. Si Russell sabía que la novia de Bill era telépata, y descubría que yo lo era, ¿quién sabe lo que podría pasar a continuación?
Bueno, la verdad es que podía imaginármelo.
Mientras dudaba, avergonzada y asustada, alguien tomó la decisión por mí. El hombre del pelo negro se metió la mano en la chaqueta mientras el fanatismo de su mente alcanzaba un pico. Sacó una larga pieza de fresno afilado y luego se desató la locura.
– ¡Estaca! -grité, y me lancé hacia el brazo del fanático, agarrándolo con las dos manos. Los vampiros y sus humanos se arremolinaron en busca de la amenaza, mientras los cambiantes y los licántropos se dispersaban oportunamente hacia las paredes del local para dejar el terreno libre a los vampiros. El hombre alto me golpeó con sus grandes manos en la cabeza y los hombros mientras su compañero se retorcía el brazo, tratando de librarse de mis puños. Se movió bruscamente de un lado a otro para deshacerse de mí.
De alguna manera, durante la trifulca, mis ojos se encontraron con los del hombre más alto, y nos reconocimos. Era G. Steve Newlin, antiguo líder de la Hermandad del Sol, una organización militante antivampiros cuya rama de Dallas había mordido el polvo en cierta medida después de la visita que les hice. Seguro que les diría quién era yo, ya lo sabía, pero no podía permitirme perder de vista al tipo de la estaca. Estaba forcejeando sobre mis tacones, tratando de mantener el equilibrio, cuando el asesino tuvo un destello de astucia y pasó la estaca de su mano derecha a la izquierda, que estaba libre.
Con un último golpe a mi espalda, Steve Newlin corrió hacia la salida y pude ver como un grupo de criaturas salía en su persecución. Escuché muchos aullidos y chillidos agudos. Entonces, el del pelo negro echó hacia atrás el brazo derecho y me clavó la estaca en la cintura, por el lado derecho.
Le solté el brazo, para mirar lo que acababa de hacerme. Alcé la mirada para encontrar sus ojos y quedarme con ellos durante un largo instante, apenas captando nada más que el horror que reflejaba el mío propio. Entonces Betty Joe Pickard cargó su puño enguantado y le golpeó dos veces. El primer golpe le partió el cuello, y el segundo le destrozó el cráneo. Pude escuchar cómo se rompían los huesos.
Se precipitó sobre el suelo y, dado que mis piernas estaban entrelazadas a las suyas, yo fui detrás. Caí a peso, de espaldas.
Me quedé mirando al techo del bar, al ventilador que giraba, solemne, sobre mi cabeza. Me pregunté por qué estaría el ventilador encendido en pleno invierno. Vi un halcón volar por el techo, esquivando con suavidad las aspas del ventilador. Un lobo se puso a mi lado y me lamió la cara entre sollozos, pero se giró y se marchó. Tara estaba gritando. Yo no. Tenía mucho frío.
Con mi mano derecha, cubrí el punto por el que me había entrado la estaca. No quería verlo; me daba miedo mirar hacia abajo. Podía sentir cómo los alrededores de la herida cada vez estaban más húmedos.
– ¡Llamad al teléfono de emergencias! -gritó Tara, mientras aterrizaba de rodillas junto a mí. La barman y Betty Joe intercambiaron miradas por encima de mí. Lo comprendí.
– Tara -dije con un leve graznido-. Cielo, los cambiantes están mutando. Es luna llena. La policía no puede entrar aquí, y lo hará si alguien llama al teléfono de emergencias.
La parte del cambio de forma no pareció cuajar en la mente de Tara, que no sabía que tales cosas fueran posibles.
– Los vampiros no van a dejar que te mueras -dijo, confiada-. ¡Acabas de salvar a uno de ellos!
Yo no estaba tan segura de eso. Vi la cara de Franklin Mott sobre la de Tara. Estaba mirándome, y pude leer su expresión.
– Tara -susurré-. Tienes que salir de aquí. Esto se está poniendo feo, y si hay una mínima posibilidad de que venga la policía, tú no puedes quedarte.
Franklin Mott asintió en aprobación.
– No te pienso abandonar hasta que llegue la ayuda -dijo Tara con una voz llena de determinación. Bendita sea.
Estaba rodeada de vampiros. Uno de ellos era Eric. No fui capaz de descifrar su expresión.
– El rubio alto me ayudará -le dije a Tara con apenas un susurro por voz. Apunté a Eric con el dedo. No me atreví a mirarlo por temor a ver rechazo en sus ojos. Si no me ayudaba él, sospechaba que moriría ahí mismo, sobre ese suelo de madera pulida de un bar de vampiros en Jackson, Misisipi.
Mi hermano Jason se cabrearía de lo lindo.
Tara coincidió con Eric en Bon Temps, pero su presentación se produjo en una fiesta muy tensa. No pareció reconocer al rubio alto que conoció aquella noche, con sus gafas, su traje y su pelo repeinado hacia atrás y recogido en una trenza.
– Por favor, ayuda a Sookie -le dijo directamente, mientras Franklin Mott prácticamente tiraba de ella para ponerla de pie.
– Este joven estará encantado de ayudar a tu amiga -dijo Mott, y le dedicó a Eric una afilada mirada, expresando que más le valdría estar de acuerdo.
– Oh, por supuesto. Soy un buen amigo de Alcide -dijo Eric, mintiendo sin pestañear.
Ocupó el sitio de Tara junto a mí y supe, cuando estuvo de rodillas, que sintió el olor de mi sangre. Se puso incluso más pálido y los huesos se antojaron más pronunciados bajo su piel. Los ojos le centellearon.
– No sabes lo difícil que es -me susurró- no echarme encima y lamerte.
– Si lo haces, todos lo harán también -dije-. Y no sólo lamerán. También morderán.
Había un pastor alemán observándome con unos luminosos ojos amarillos, justo más allá de mis pies.
– Es lo único que me detiene.
– ¿Quién eres tú? -preguntó Russell Edgington. Contemplaba a Eric al detalle. Estaba de pie, a mi otro lado, y se inclinó sobre ambos. Ya me había sentido bastante amenazada, podía jurarlo, pero no estaba en posición de hacer nada al respecto.
– Soy amigo de Alcide -repitió Eric-. Me invitó esta noche para conocer a su nueva novia. Me llamo Leif.
Russell miró hacia abajo a Eric, pues éste estaba arrodillado, y sus ojos marrón dorado se zambulleron en los azules de Eric.
– Alcide no tiene muchos amigos vampiros -dijo Russell.
– Soy uno de los pocos.
– Tenemos que sacar a esta señorita de aquí -sugirió Russell.
La algarabía que había a unos pocos metros aumentó su intensidad. Parecían haberse reunido un montón de animales alrededor de algo tirado en el suelo.
– ¡Sacad eso de aquí! -rugió el señor Hob-. ¡Por la puerta trasera! ¡Ya conocéis las reglas!
Dos de los vampiros levantaron el cadáver sobre el que se agolpaban licántropos y cambiantes, y lo sacaron por la puerta trasera seguidos de los animales. Mala suerte para el fanático del pelo negro.
Aquel mismo día, Alcide y yo nos habíamos deshecho de un cadáver. No se nos pasó por la cabeza llevarlo allí y dejarlo en el callejón. Por supuesto, éste estaba fresco.
– … quizá se haya astillado en el riñón -estaba diciendo Eric. Durante unos momentos había estado inconsciente o, al menos, en otro sitio.
Sudaba mucho y el dolor era insoportable. Sentí una punzada de pesadumbre cuando me di cuenta de que estaba dejando el vestido sudado. Pero, con toda probabilidad, el gran agujero sanguinolento ya había dado al traste con él.
– La llevaremos a mi casa -dijo Russell y, de no haber estado segura de encontrarme gravemente herida, me habría reído-. La limusina está de camino. Estoy seguro de que un rostro familiar hará que se sienta más cómoda, ¿no crees?
Creo que lo que Russell no quería era llevarme él y mancharse el traje. Y lo más probable era que Talbot no pudiese cargarme en brazos. Si bien el pequeño vampiro de pelo negro y rizado seguía ahí, con la sonrisa aún prendida en sus labios, creo que yo resultaría demasiado voluminosa para él…
Y perdí algo más de tiempo.
– Alcide se ha convertido en lobo y ha salido detrás del compañero del asesino -me estaba diciendo Eric, aunque no recuerdo haberlo preguntado. Empecé a decirle de quién se trataba, pero me di cuenta de que sería mejor no hacerlo.
– Leif-murmuré, tratando de recordar el nombre-. Leif, creo que se me ven las ligas. ¿Quiere eso decir…?
– ¿Sí, Sookie?
Y volví a desvanecerme. Luego fui consciente de que me estaba moviendo, y me di cuenta de que Eric me llevaba en brazos. Nada me había dolido tanto en mi vida, y no fue la primera vez que pensé que jamás había puesto un pie en un hospital hasta que conocí a Bill, y ahora parecía que me pasaba la mayor parte del tiempo siendo golpeada y recuperándome de las palizas. Aquello era muy significativo e importante.
Un lince salió del bar junto a nosotros. Miré hacia abajo a sus ojos dorados. Menuda noche se estaba poniendo en Jackson. Esperaba que toda la gente de bien hubiera tenido la idea de quedarse en casa durante la misma.
Y, de repente, estábamos en la limusina. Mi cabeza descansaba sobre el muslo de Eric, enfrente se sentaba Talbot, Russell y el pequeño vampiro del pelo rizado. Un bisonte cruzó al trote cuando nos detuvimos en un semáforo.
– Menos mal que no hay nadie en el centro de Jackson en una noche de fin de semana de diciembre -constató Talbot, a lo que Eric correspondió con unas risas.
Circulamos durante un rato. Eric me aflojó la falda sobre las piernas y me apartó el pelo de la cara. Lo miré y…
– ¿… sabía lo que iba a hacer? -preguntaba Talbot.
– Dijo que vio cómo se sacaba la estaca -mintió Eric-. Se dirigía a la barra a por otra copa.
– Qué suerte la de Betty Joe -dijo Russell, con su suave acento sureño-. Imagino que aún estará dando caza al que se escapó.
Luego nos adentramos por un camino y nos detuvimos ante una puerta. Un vampiro barbudo se asomó y miró por la ventanilla, repasando cuidadosamente a todos los ocupantes. Estaba mucho más alerta que el guarda del apartamento de Alcide. Escuché un zumbido eléctrico, y la puerta se abrió. Proseguimos por el camino de entrada (podía escuchar la grava del suelo) y giramos para pararnos delante de la mansión. Estaba iluminada como una tarta de cumpleaños y, mientras Eric me sacaba con cuidado de la limusina, vi que nos encontrábamos bajo un pórtico con el mismo toque de estilo que el resto del edificio. Hasta el cobertizo para los coches tenía columnas. No me habría extrañado ver a Vivien Leigh bajando por las escaleras.
Tuve otro de esos saltos en el tiempo, y me vi en un vestíbulo. El dolor parecía desvanecerse, y, en su ausencia, me sentí aturdida.
Como señor de la mansión que era, el regreso de Russell supuso un gran acontecimiento, y cuando sus habitantes olieron la sangre fresca, no perdieron el tiempo para agolparse a nuestro alrededor. Me sentía como si acabase de aterrizar en un concurso de modelos para portadas de novelas románticas. Nunca había visto tantos hombres atractivos en el mismo sitio a la vez. Pero estaba segura de que no eran para mí. Russell era como el Hugh Hefner de los vampiros gay, y ésta era su mansión Playboy, con énfasis en lo de «boy».
– Agua, agua por todas partes, y ni una gota me puedo beber -dije, y Eric estalló en risas. Por eso me caía bien, pensé alegremente; me tenía cogido el tranquillo.
– Bien, el calmante ha surtido efecto -dijo un hombre de pelo blanco que iba con camiseta de deportes y pana talones de pinzas. Era humano, y ni aunque hubiera llevado un estetoscopio tatuado en el cuello me habría dado cuenta más rápido de que era médico-. ¿Me vas a necesitar más?
– Quédate un rato -sugirió Russell-. Josh te hará compañía, estoy seguro.
No llegué a ver qué aspecto tenía el tal Josh, porque en ese momento Eric me estaba llevando escaleras arriba.
– Rhett y Escarlata -dije.
– No lo pillo -admitió Eric.
– ¿No has visto Lo que el viento se llevó? -estaba horrorizada. Pero luego pensé que por qué un vampiro vikingo iba a haber visto esa piedra angular de la mística sureña. Pero sí que se había leído La balada del anciano marinero, que había tenido que estudiar en el instituto-. Tendrás que verla en vídeo. ¿Por qué digo tantas estupideces? ¿Por qué no estoy asustada?
– Ese médico humano te ha dado una buena dosis de drogas -me dijo Eric con una sonrisa-. Ahora te llevo a un dormitorio para que te curen.
– El está aquí-le dije a Eric.
Sus ojos me lanzaron saetas de cautela.
– Russell, sí. Pero me temo que Alcide no tomó la decisión adecuada, Sookie. Se perdió en la noche, persiguiendo al otro atacante. Debería haberse quedado contigo.
– Que le den -dije efusivamente.
– A él sí que le gustaría darte a ti, sobre todo después de haberte visto bailar.
No me sentía tan bien como para reírme, pero se me cruzó por la mente.
– Drogarme quizá no haya sido una buena idea -le dije a Eric. Tenía demasiados secretos que guardar.
– Estoy de acuerdo, pero me alegro de que ya no te duela tanto.
Llegamos al dormitorio, y Eric me depositó sobre una cama con un dosel de ensueño. Aprovechó la oportunidad para susurrarme al oído:
– Ten cuidado.
Y traté de asimilar esa idea en mi cerebro embotado de drogas. Corría el riesgo de soltar que sabía, sin lugar a dudas, que Bill estaba en alguna parte cerca de mí.