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Bill estaba encorvado sobre el ordenador cuando entré en su casa. Se había convertido en algo demasiado familiar durante los dos últimos meses. Normalmente dejaba lo que estuviera haciendo cuando yo llegaba, hasta hacía dos semanas. Ahora, lo que más le atraía era el teclado.

– Hola, cariño -dijo, ausente, con la mirada clavada en la pantalla. Había una botella vacía de True Blood grupo cero sobre el escritorio, junto al teclado. Al menos se había acordado de comer.

Bill no es el tipo de tío que suele ir en vaqueros y camiseta, pero vestía unos pantalones informales y una camisa a cuadros escoceses de tonos azules y verdes. La piel le brillaba y su densa melena negra olía a Herbal Essence. Se las bastaba solito para provocar un estallido hormonal en una mujer. Le besé el cuello y no reaccionó. Le besé la oreja. Nada.

Había pasado seis horas seguidas de pie en el Merlotte's, y cada vez que un cliente me racaneaba con la propina o me daba una palmada en el trasero, me recordaba a mí misma que no tardaría en estar con mi novio, disfrutando de un sexo increíble y unas atenciones absolutas.

Parecía que eso no iba a pasar.

Inspiré lenta y sostenidamente, clavando la mirada en la espalda de Bill. Era una espalda maravillosa, de hombros anchos, y tenía planeado verla desnuda y con mis uñas clavadas en ella. Había contado con ello con mucho ahínco. Espiré lenta y sostenidamente.

– Estaré contigo enseguida -dijo Bill. En la pantalla había una foto de un distinguido hombre de tez morena y pelo canoso. Era del tipo Anthony Quinn, sexy y con aspecto de poderoso. Había un nombre al pie de la foto, seguido de un texto: «Nacido en 1756, en Sicilia», comenzaba diciendo. Justo cuando abría la boca para comentar que los vampiros sí que aparecían en las fotos a pesar de las leyendas, Bill se volvió y se dio cuenta de que estaba leyendo.

Pulsó un botón y la pantalla se quedó en blanco.

Me lo quedé mirando, apenas creyendo lo que acababa de pasar.

– Sookie -dijo, tratando de sonreír. Tenía los colmillos replegados, por lo que no estaba del humor que había esperado encontrarle; no pensaba en mí carnalmente. Al igual que los demás vampiros, sus colmillos se extendían completamente sólo cuando estaba lujuriosamente predispuesto para el sexo o para alimentarse y matar. A veces, ambos tipos de lujuria se entremezclan, y así es como acaban muertos todos los colmilleros, aunque, si alguien me pregunta, pienso que a éstos lo que les atrae es precisamente el peligro. Si bien se me ha acusado de ser una de esas patéticas criaturas que revolotean alrededor de los vampiros con la esperanza de atraer su atención, sólo me relaciono con un vampiro (al menos voluntariamente): el que estaba sentado justo delante de mí. El mismo que me guardaba secretos. El mismo que apenas se alegraba de verme.

– Bill -dije fríamente. Algo se estaba cociendo, a fuego alto, y no era precisamente la libido de Bill («libido» estaba en mi calendario de la palabra del día).

– No has visto lo que acabas de ver -dijo con calma, mirándome con sus ojos castaño oscuro sin parpadear.

– Vaya, vaya -repliqué, quizá un poco pasada de sarcasmo-. ¿Qué te traes entre manos?

– Tengo una misión secreta.

No sabía si echarme a reír o dejarlo allí plantado. Así que me limité a alzar las cejas y esperar más datos. Bill era el inspector de la Zona Cinco, una de las divisiones vampíricas de Luisiana. Eric, jefe de dicha división, nunca le había hecho un encargo a Bill que tuviera que ocultarme. De hecho, yo solía formar parte del equipo de investigación, aun a pesar de que muchas veces no fuera por voluntad propia.

– Eric no debe saberlo. Ningún vampiro de la Zona Cinco debe saberlo.

El corazón me dio un brinco.

– Entonces…, si no estás trabajando para Eric, ¿para quién lo haces? -me arrodillé, pues tenía los pies destrozados, y me apoyé sobre las rodillas de Bill.

– La reina de Luisiana -dijo, casi en un susurro.

Dado que se puso tan solemne, procuré mantener una expresión neutra, pero no sirvió. Empecé a reírme, en breves carcajadas que no fui capaz de reprimir.

– ¿Lo dices de verdad? -pregunté, sabiendo que así debía de ser. Bill era un tipo muy serio. Pegué mi cara a la suya para que no pudiera ver mi expresión divertida. Volví los ojos hacia arriba para echar una mirada rápida a su cara. Parecía bastante cabreado.

– Hablo muy en serio-contestó Bill con una voz tan acerada que me esforcé por cambiar mi actitud.

– Vale, a ver si lo entiendo -dije con un tono razonablemente moderado. Me senté en el suelo, crucé las piernas y posé las manos sobre las rodillas-. Trabajas para Eric, que es el mandamás de la Zona Cinco, pero ¿también hay una reina? ¿De Luisiana?

Bill asintió.

– Entonces ¿el Estado se divide en zonas y ella es la superior de Eric, porque éste regenta un negocio en Shreveport que está dentro de la Zona Cinco?

Bill volvió a asentir. Puse una mano sobre mi cara y agité la cabeza.

– Y ¿dónde vive? ¿En Baton Rouge [1]?

La capital del Estado me parecía el lugar más apropiado.

– No, no. En Nueva Orleans, por supuesto.

Ya, por supuesto. La capital de los vampiros. Según los periódicos, no se podía tirar una piedra a la Big Easy sin darle a un no muerto (aunque sólo un necio lo intentaría). La industria del turismo estaba experimentando un gran aumento en Nueva Orleans, pero no se trataba de la misma gente de antaño, bebedores profesionales y juerguistas traviesos que llenaban la ciudad para ir de fiesta a lo grande. Los nuevos turistas eran los que querían codearse con los no muertos, tomarse algo en un bar de vampiros, visitar a una prostituta con colmillos y disfrutar de un espectáculo sexual con no muertos.

Eso era lo que había oído decir, aunque yo no había estado en Nueva Orleans desde que era pequeña, cuando mis padres nos habían llevado a mi hermano Jason y a mí. Habría sido antes de cumplir yo los siete años, porque ellos murieron cuando tenía esa edad.

Mamá y papá habían muerto casi veinte años antes de que los vampiros apareciesen en las televisiones para anunciar el hecho de que se encontraban realmente entre nosotros, un anuncio que se dio justo después del desarrollo japonés de la sangre sintética, que era lo que mantenía con vida a los vampiros sin la necesidad de beber de los humanos.

La comunidad vampírica de los Estados Unidos dejó que fueran los clanes de vampiros japoneses los que dieran el primer paso. Luego, casi simultáneamente en la mayoría de los países con televisión (y ¿quién no la tiene hoy en día?), se reprodujo el mismo anuncio en cientos de idiomas distintos en boca de otros tantos vampiros de impecable aspecto y cuidadosamente escogidos.

Aquella noche de hacía dos años y medio, las personas vivas normales y corrientes supimos que siempre habíamos convivido con monstruos.

«Pero -y aquí llegaba lo importante del anuncio- ahora podemos dar un paso al frente para unirnos a vosotros en armonía. Ya no corréis ningún peligro por nuestra parte. Ya no necesitamos beber de vosotros para vivir».

Como os podéis imaginar, fue una noche de grandes audiencias y tremendo clamor. Las reacciones fueron muy variadas, según los países.

Los vampiros de las naciones predominantemente musulmanas se temieron lo peor. No queráis saber lo que le pasó al portavoz de los no muertos en Siria, aunque quizá la vampira de Afganistán tuviese una muerte -una muerte final, en este caso-incluso más horrible. ¿En qué estarían pensando para escoger a una mujer para esa tarea? Los vampiros podían ser muy listos, pero a veces daba la sensación de que no andaban muy al tanto del mundo actual.

Algunos países, como Francia, Italia y Alemania, rechazaron reconocer a los vampiros como ciudadanos iguales. Muchos otros, como Bosnia, Argentina y la mayoría de los países africanos, negaron cualquier estatus a los vampiros y los declararon como presas justas para cualquier cazador de fortunas. Pero Estados Unidos, Inglaterra, México, Canadá, Japón, Suiza y los países escandinavos adoptaron una actitud más tolerante.

Resultaba difícil determinar si eran las reacciones que los vampiros habían previsto o no. Dado que aún luchaban por poner un pie en la sociedad normal de los vivos, los vampiros todavía guardaban muchos secretos acerca de su organización y forma de gobierno, y lo que Bill me contaba ahora era lo más lejos a lo que yo había llegado en esa materia.

– Así que la reina de los vampiros de Luisiana te tiene trabajando en un proyecto secreto -dije, tratando de sonar neutral-. Y ésa es la razón por la que has estado pegado al ordenador cada una de tus horas de vigilia de las últimas semanas.

– Así es -admitió Bill. Cogió la botella de sangre y se la echó a la boca, pero tan sólo quedaban unas pocas gotas.

Atravesó el pasillo hacia la pequeña cocina (cuando remodeló la vieja casa familiar, prescindió de gran parte de la cocina al no necesitarla) y sacó otra botella de la nevera. Yo seguía lo que hacía por los sonidos que provocaba al abrir la botella y meterla en el microondas. El microondas dejó de sonar y él volvió a aparecer, agitando la botella con el pulgar haciendo de tapón para no manchar nada.

– Bueno, y ¿cuánto tiempo tienes que pasar con este proyecto? -pregunté, creo que de forma razonable.

– El que sea necesario -contestó, bastante menos razonable. En realidad, Bill parecía francamente irritado.

Hmmm. ¿Se habría acabado nuestra luna de miel? Por supuesto, me refiero a una luna de miel figurada, dado que Bill es un vampiro y no podemos casarnos legalmente en prácticamente ninguna parte del mundo.

Tampoco es que me lo haya pedido nunca.

– Pues si tanto te absorbe tu proyecto, quizá sea mejor que me mantenga al margen hasta que se acabe -dije lentamente.

– Quizá sea lo mejor -convino Bill tras una notable pausa, y me sentí como si me hubiera pateado la boca del estómago. En un abrir y cerrar de ojos, estaba de pie y poniéndome el abrigo sobre mi uniforme de camarera invernal: unos pantalones negros con una camiseta blanca de cuello alto y mangas largas que llevaba el logotipo MERLOTTE'S BAR bordado en el pecho izquierdo. Le di la espalda a Bill para ocultar mi cara.

Trataba de reprimir las lágrimas, así que no me di la vuelta cuando sentí su mano sobre mi hombro.

– Tengo que decirte una cosa -dijo Bill con su voz fría y suave. Hice una pausa mientras me ponía los guantes, pero no creí que pudiera soportar mirarle. Que se lo dijera a mi nuca.

– Si algo me ocurriera -prosiguió (y aquí es donde yo debí haber empezado a preocuparme)-, tendrás que buscar en el escondite que construí en tu casa. Allí debería estar mi ordenador junto con algunos discos. No se lo digas a nadie. Si el ordenador no está en el escondite, ven a mi casa y búscalo aquí. Ven de día, y hazlo armada. Coge el ordenador y todos los discos que encuentres y escóndelos en mi rinconcito, como tú lo llamas.

Asentí. Se dio cuenta por el movimiento que hice de espaldas. No confiaba en mi propia voz.

– Si no vuelvo o no tienes noticias mías en, digamos…, ocho semanas…, sí, ocho semanas, entonces cuéntale a Eric todo lo que te he dicho hoy. Y quédate bajo su protección.

No dije nada. Estaba demasiado triste y furiosa, pero no tardaría mucho en calmarme. Di por entendidas sus palabras con un gesto de la cabeza. Sentí mi coleta agitarse contra mi cuello.

– Pronto… iré a Seattle -dijo Bill. Pude sentir sus fríos labios sobre el nacimiento de mi coleta.

Estaba mintiendo.

– Cuando vuelva, hablaremos.

Por alguna razón, no parecía una perspectiva cautivadora. De alguna manera sonaba ominosa.

Volví a inclinar la cabeza, descartada cualquier palabra porque ya había roto a llorar. Antes me hubiese muerto que dejarle ver mis lágrimas.

Y así fue cómo lo dejé en una fría noche de diciembre.

Al día siguiente, de camino al trabajo, tomé un desafortunado desvío. Estaba de ese humor que sólo te hace ver la parte horrible de las cosas. A pesar de una noche casi en blanco, algo me decía que mi humor podía empeorar un poco si conducía por Magnolia Creek Road, así que eso es lo que hice.

Belle Rive, la antigua mansión de los Bellefleur, era un hervidero de actividad, incluso en un día tan triste y frío como ése. Había furgonetas de la empresa de control de plagas, una firma de diseño de cocinas y el coche de un constructor aparcado en la entrada de la cocina de esa casa, que databa de antes de la guerra. Toda aquella actividad revoloteaba alrededor de Caroline Holliday Bellefleur, la anciana dama qué había gobernado Belle Rive y (al menos en parte) Bon Temps durante los últimos ochenta años. Me preguntaba cómo se adaptarían Portia, que era abogada, y Andy, detective, a todos esos cambios en Belle Rive. Llevaban viviendo con su abuela (igual que yo había hecho con la mía) toda su vida adulta. Como mínimo debían de estar disfrutando de la renovación de la mansión.

Mi abuela había sido asesinada unos meses atrás.

Los Bellefleur no tuvieron nada que ver, por supuesto. Y no había ninguna razón por la que Portia y Andy debieran compartir el placer de esta nueva opulencia conmigo. De hecho, ambos me evitaban como a la peste. Me debían un gran favor y no lo podían soportar. La verdad es que ni se imaginaban cuánto me debían.

Los Bellefleur habían recibido una herencia de un familiar que «había muerto misteriosamente en alguna parte de Europa», según supe que Andy le había contado a un compañero policía mientras se tomaban algo en el Merlotte's. Cuando Maxine Fortenberry se pasó para dejar unas papeletas para la rifa de la Colcha de las Señoras de la Iglesia Baptista Getsemaní, me dijo que la señora Caroline había peinado cada registro familiar que pudo desenterrar para identificar al misterioso benefactor, y que seguía asombrada por la fortuna familiar.

Aun así parecía no tener ningún problema en gastarse los cuartos.

Incluso Terry Bellefleur, el primo de Portia y Andy, tenía una nueva camioneta aparcada delante de su casa prefabricada. Terry, un veterano de Vietnam lleno de cicatrices, y de pocos amigos, me caía bien, y no me importaba que pudiera estrenar nuevo juego de ruedas.

Pero no podía evitar pensar en el carburador que había tenido que cambiar en mi viejo coche. Pagué por ello hasta el último centavo y al contado, aunque se me pasó por la cabeza preguntarle a Jim Downey si podría pagar la mitad e ir abonando el resto durante los dos meses siguientes. Pero Jim tenía mujer y tres hijos. Esa misma mañana tuve la idea de pedirle a mi jefe, Sam Merlotte, que me aumentara el número de horas en el bar. Ahora que Bill se había marchado a Seattle, casi podía vivir en el Merlotte's si Sam no tenía inconveniente. El dinero me vendría de perlas.

Me esforcé por no amargarme mientras me alejaba de Belle Rive. Me dirigí al sur, fuera de la ciudad, y luego giré a la izquierda por Hummingbird Road de camino al Merlotte's. Traté de fingir que todo iba bien; que a su regreso de Seattle (o de donde fuera), Bill volvería a ser un amante apasionado, me apreciaría y me haría sentir valiosa de nuevo. Que volvería a tener esa agradable sensación de estar vinculada a alguien en vez del vacío de la soledad.

Estaba mi hermano Jason, claro; aunque, en lo que a intimidad y compañerismo se refiere, tenía que admitir que casi no contaba.

Pero lo que más me dolía era el inconfundible dolor del rechazo. Conocía muy bien esa sensación, para mí era como una segunda piel.

Detestaba volver a arrastrarme debajo de ella.

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