Guardamos silencio en el ascensor. Mientras Alcide abría la puerta del apartamento, yo permanecí apoyada contra la pared. Estaba hecha unos zorros: cansada, confusa y agitada por el incidente con el motero y el vandalismo de Debbie.
Sentía ganas de disculparme, pero no tenía muy claro el porqué.
– Buenas noches -dije, al llegar a la puerta de mi habitación-. Oh, toma. Gracias -me quité su chaqueta y se la di. La dejó colgada sobre uno de los taburetes de la barra de la cocina.
– ¿Necesitas que te ayude con la cremallera? -se prestó.
– Sería genial que me la bajaras un poco -le di la espalda. El me la había subido los últimos centímetros mientras me vestía, y agradecí que pensara en ello antes de desaparecer en su habitación.
Sentí sus grandes dedos en mi espalda, y el leve siseo de la cremallera. Entonces ocurrió algo inesperado; sentí que me volvía a tocar.
Me estremecí mientras sus dedos recorrían mi piel.
No sabía qué hacer.
No sabía qué era lo que quería.
Me obligué a volverme. Su rostro estaba sumido en la misma incertidumbre que el mío.
– Es el peor de los momentos posibles -dije-. Tú estás en esto de rebote. Yo estoy buscando a mi novio, vale, mi novio infiel, pero aun así…
– Mal momento -convino, y posó sus manos sobre mis hombros. Luego se inclinó y me besó. Apenas hizo falta medio segundo para que mis brazos le rodearan la cintura y que su lengua se metiera en mi boca. Besaba con suavidad. Deseaba pasar mis dedos por su pelo y descubrir la anchura de su pecho, y si su culo estaba realmente tan prieto y respingón como aparentaba tras los pantalones… Oh, demonios. Lo empujé con suavidad.
– Mal momento -dije. Me sonrojé al darme cuenta de que, con la cremallera medio bajada, Alcide podía ver mi sujetador y la parte superior de mis pechos con bastante facilidad. Bueno, menos mal que llevaba un sujetador bonito.
– Oh, Dios -dijo, después de echar una mirada. Hizo un enorme esfuerzo y cerró esos ojos verdes suyos-. Mal momento -volvió a convenir-. Aunque guardo la esperanza de que no tarde mucho en ser un mejor momento.
Sonreí.
– ¿Quién sabe? -dije, y retrocedí hacia mi habitación mientras aún podía moverme en esa dirección. Tras cerrar la puerta con suavidad, colgué el vestido rojo, feliz porque aún tuviera buen aspecto y no estuviera manchado. Las mangas estaban hechas un desastre, con marcas de grasa y algo de sangre. Suspiré, apesadumbrada.
Tendría que moverme rápidamente de puerta a puerta cuando quisiera usar el cuarto de baño. No quería provocarle, y mi bata era definitivamente muy corta, de nailon y rosa. Así que me deslicé a toda prisa, ya que podía escuchar a Alcide rebuscando en la cocina. Entre unas cosas y otras, permanecí en el cuarto de baño un rato. Cuando salí, todas las luces del apartamento estaban apagadas, a excepción de la de mi habitación. Cerré las persianas sintiéndome un poco tonta, pues ningún otro edificio de las cercanías tenía cinco pisos. Me puse el camisón rosa, me metí en la cama y leí un capítulo de la novela romántica para calmarme. Era ésa en la que la heroína finalmente se lleva a la cama al héroe, así que no surtió el efecto deseado, pero me sirvió para dejar de pensar en la piel del motero ardiendo al contacto con el trasgo y en la estrecha cara llena de malicia de Debbie. Y para olvidarme de que estaban torturando a Bill.
La escena de amor (en realidad de sexo) azuzó mi imaginación hacia la tibia boca de Alcide.
Apagué la lámpara de la mesilla tras poner el marcapáginas en el libro. Me hundí en la cama y me tapé con las sábanas hasta la cabeza. Por fin me sentía caliente y segura.
Alguien llamó a mi ventana.
Lancé un grito ahogado. Luego, imaginando quién podía ser, me envolví en mi bata, me la até a la cintura y abrí las persianas.
No cabía duda de que Eric estaba flotando al otro lado de la ventana. Volví a encender la lámpara y forcejeé esa ventana que no me era nada familiar.
– ¿Qué demonios quieres? -dije, mientras Alcide entraba en la habitación como una exhalación.
Apenas lo miré por encima del hombro.
– Más te vale dejarme en paz y permitirme que duerma un poco -le dije a Eric, ajena a cómo pudiera sonar-, ¡y más te vale dejar de aparecer en medio de la noche esperando que te deje pasar!
– Déjame pasar, Sookie -pidió Eric.
– ¡No! Bueno, en realidad es la casa de Alcide. Alcide, tú decides.
Me volví para mirarlo como era debido, y traté de que la boca no se me quedara abierta. Alcide dormía con esos pantalones de cordel largos. Caramba. Si hubiese estado sin camiseta media hora antes, el momento habría sido perfecto.
– ¿Qué es lo que quieres, Eric? -inquirió Alcide con mucha más calma que yo.
– Tenemos que hablar -dijo Eric, impaciente.
– Si dejo que pase ahora, ¿puedo rescindir la invitación más tarde? -me preguntó Alcide.
– Claro -le sonreí a Eric-. Puedes hacerlo cuando quieras.
– Vale, puedes pasar, Eric -Alcide quitó la rejilla de la ventana y Eric pasó con los pies por delante. Cerré la ventana cuando pasó. Ahora volvía a tener frío. Alcide tenía el pecho en carne de gallina, y sus pezones… Me obligué a centrar la mirada en Eric.
Eric nos propinó una afilada mirada a ambos; sus ojos azules brillaban como zafiros bajo una luz.
– ¿Qué has descubierto, Sookie?
– Los vampiros de la ciudad lo tienen.
Puede que los ojos de Eric se ensancharan un poco, pero aquélla fue toda su reacción. Parecía estar sumido en sus pensamientos.
– ¿No corres peligro por estar en el territorio de Edgington de incógnito? -preguntó Alcide. Volvía a hacer eso de apoyarse contra la pared. Él y Eric eran hombres corpulentos, y la habitación parecía atestada de repente. Puede que sus egos estuvieran consumiendo demasiado oxígeno.
– Oh, sí -dijo Eric-. Mucho -añadió con una radiante sonrisa.
Me pregunté si se darían cuenta si me volvía a la cama. Bostecé. Dos pares de ojos se clavaron en mí.
– ¿Necesitas algo más, Eric? -pregunté.
– ¿Tienes algo más que contarme?
– Sí, lo han torturado.
– Entonces no lo dejarán marchar.
Pues claro que no. No se suelta a un vampiro al que se ha torturado. Tendrías que vigilarte las espaldas por el resto de tu vida. Aunque no había pensado en ello, podía ver la verdad que aquello entrañaba.
– ¿Piensas atacar? -no quería estar cerca de Jackson cuando eso ocurriera.
– Deja que me lo piense -dijo Eric-. ¿Vuelves al bar mañana por la noche?
– Sí, Russell me ha invitado.
– Sookie atrajo su atención esta noche -añadió Alcide.
– ¡Eso es perfecto! -saltó Eric-. Mañana siéntate con la gente de Edgington y bárreles el cerebro, Sookie.
– Es algo que jamás se me habría ocurrido, Eric -dije, aburrida-. Vaya, no sabes cuánto me alegro de que me hayas despertado esta noche para explicármelo.
– No ha sido nada -dijo Eric-. Siempre que quieras que te despierte, Sookie, sólo tienes que decírmelo.
Suspiré,
– Lárgate, Eric. Buenas noches de nuevo, Alcide.
Alcide se envaró, a la espera de que Eric volviese a salir por la ventana. Eric esperó a que Alcide se marchara.
– Rescindo la invitación a mi apartamento -dijo Alcide, y, de forma abrupta, Eric se dirigió hacia la ventana, la abrió y se lanzó al exterior. No dejaba de mirar con el ceño fruncido. Una vez fuera, recuperó la compostura y nos sonrió, saludando mientras descendía hasta desaparecer.
Alcide cerró la ventana de golpe y bajó las persianas.
– No, hay muchos hombres a los que no les gusto en absoluto -le dije. Vale, esa vez había sido fácil de leer.
Me lanzó una mirada extraña.
– ¿De verdad?
– Sí.
– Si tú lo dices.
– La mayoría de la gente, o sea, la gente normal… piensa que estoy como una cabra.
– ¿De veras?
– ¡Que sí! Y les pone muy nerviosos que les sirva.
Empezó a reírse, una reacción que distaba tanto de lo que yo había pretendido, que no se me ocurrió qué decir a continuación.
Salió de la habitación, aún entre risas.
Vaya, eso sí que había sido raro. Apagué la lámpara y me quité la bata, extendiéndola a los pies de la cama. Volví a hundirme entre las sábanas, con la manta subida hasta la barbilla. Fuera estaba muy oscuro y hacía mucho frío, pero allí estaba yo, al fin, caliente, segura y sola.
Muy, muy sola.
Ala mañana siguiente, Alcide ya se había marchado cuando yo me levanté. El sector de la construcción y del peritaje madruga mucho, y yo estaba acostumbrada a dormir hasta tarde, en parte debido a mi trabajo en el bar y en parte porque salía con un vampiro. Si quería pasar tiempo con Bill, tenía que ser por la noche, obviamente.
Había una nota pegada a la cafetera. Me dolía un poco la cabeza, dado que no estoy acostumbrada a beber y la noche anterior tomé un par de copas. No se trataba realmente de una resaca, pero tampoco estaba de mi habitual y alegre humor. Bizqueé para leer la nota.
«Estoy haciendo unos recados. Siéntete como en casa. Estaré de vuelta por la tarde.»
Por un momento me sentí decepcionada y alicaída, pero me recuperé. Tampoco era que él hubiera acudido a mí tras planear un fin de semana romántico o que nos conociéramos bien. Alcide había recibido la obligación de mi compañía. Me encogí de hombros y me serví un café. Me hice unas tostadas y puse las noticias. Tras ver un ciclo de titulares de la CNN, decidí ducharme. Me tomé mi tiempo. ¿Qué otra cosa tenía que hacer?
Corría el peligro de experimentar un estado desconocido: el aburrimiento.
En casa siempre había algo que hacer, aunque no fuese algo de lo que disfrutara particularmente. Cuando tienes una casa, siempre hay alguna tarea pendiente. En Bon Temps siempre me quedaba la biblioteca, la tienda de todo a un dólar o el supermercado. Desde que salía con Bill, también le había hecho algunos recados que sólo podían realizarse de día, cuando las oficinas están abiertas.
Cuando, Bill se cruzó por mi mente, estaba tironeando de un mechón de pelo de mi flequillo, inclinándome sobre el lavabo mientras me miraba al espejo del baño. Tuve que dejar las pinzas y me senté en el borde de la bañera. Mis sentimientos hacia Bill eran tan confusos y conflictivos, que no vi la posibilidad de aclararlos a corto plazo. Pero ser consciente de que estaba metido en problemas y que no sabía dónde encontrarlo era una losa insoportable. Jamás creí que nuestra relación de amor iría como la seda. Después de todo, se trataba de una relación entre dos especies distintas. Y Bill era mucho mayor que yo. Pero ese doloroso cisma que sentía ahora que había desaparecido… era algo que jamás habría imaginado.
Me puse unos vaqueros y un suéter e hice la cama. Ordené todo mi maquillaje en el cuarto de baño y colgué la toalla. Habría arreglado también la habitación de Alcide de no sentir que sería impertinente tocar sus cosas. Así que leí unos cuantos capítulos de mi libro, hasta que llegué a la conclusión de que no podía quedarme sentada en el apartamento por más tiempo.
Dejé una nota a Alcide diciendo que había salido de paseo, y bajé en el ascensor con un hombre vestido de manera informal que llevaba una bolsa de palos de golf. Reprimí el impulso de decir: «¿Va a jugar a golf?», y me limité a decir que era un buen día para pasear. Estaba despejado, hacía sol y la temperatura superaba los diez grados. Era un día alegre, con todos los adornos navideños brillando al sol y mucho tráfico por las compras.
Me preguntaba si Bill estaría de regreso en casa por Navidad. Me preguntaba si podría acompañarme a la iglesia en Nochebuena, o si querría hacerlo. Pensé en la nueva sierra Skil que le había comprado a Jason; había hecho que me la reservaran en el Sears de Monroe hacía meses y la había recogido apenas hacía una semana. Había comprado un juguete para cada uno de los hijos de Arlene, y un suéter para ella. Lo cierto es que no me quedaba nadie más a quien comprarle un regalo, y resultaba patético. Decidí que le compraría un CD a Sam ese año. La idea me alegró. Me encanta hacer regalos. Habrían sido mis primeras Navidades con novio…
Oh, demonios, había completado el ciclo, como los titulares de las noticias.
– ¡Sookie! -me llamó una voz.
Sacada con sobresalto de mis propias preocupaciones, miré alrededor para ver que Janice me estaba saludando desde la puerta de su establecimiento, al otro lado de la calle. Inconscientemente, había tomado el camino que conocía. Le devolví el saludo.
– Ven aquí -dijo.
Fui hasta la esquina y crucé en el semáforo. El negocio estaba concurrido, y Jarvis y Corinne estaban hasta arriba de clientes.
– Esta noche habrá muchas fiestas navideñas -me explicó Janice, mientras sus manos recogían el pelo negro de una señora que le llegaba a los hombros-. Los sábados no solemos abrir después de las doce.
La mujer, cuyas manos estaban decoradas con un impresionante conjunto de todo tipo de anillos de diamantes, no paraba de hojear un ejemplar de Southern Living mientras Janice trabajaba en su cabeza.
– ¿Te suena bien esto? -le preguntó a Janice-. Albóndigas de jengibre -una brillante uña señalaba la receta.
– ¿Es algo oriental? -preguntó Janice.
– Hmmm, algo así -leyó la receta entera-. Nadie más se atrevería con algo así-dijo entre dientes-. Se podrían presentar en palillos.
– ¿Qué vas a hacer hoy, Sookie? -me preguntó Janice cuando estuvo segura de que su clienta tenía las ideas puestas en la carne picada.
– Dar una vuelta, poco más -dije, encogiéndome de hombros-. Tu hermano me ha dejado una nota diciendo que iba a hacer irnos recados.
– ¿Te ha dejado una nota diciendo lo que iba a hacer? Chica, deberías sentirte orgullosa. Ese hombre no ha puesto un bolígrafo sobre el papel desde los días del instituto -me miró de reojo y sonrió-. ¿Os lo pasasteis bien anoche?
Me lo pensé.
– Ah, no estuvo mal -dije, dubitativa. Al fin y al cabo, el baile estuvo bien.
Janice estalló en una carcajada.
– Si tienes que pensártelo tanto, no debió de ser una noche perfecta.
– La verdad es que no -admití-. Hubo una especie de pelea en el bar, y tuvieron que expulsar a un tipo. Y, bueno, Debbie estaba allí.
– ¿Cómo fue su fiesta de compromiso?
– Había mucha gente en su mesa -dije-. Pero, al cabo de un rato, se acercó a nosotros y nos hizo un montón de preguntas -sonreí ante el recuerdo-. ¡Lo que está claro es que no le gustó un pelo ver a Alcide con otra!
Janice volvió a reírse.
– ¿Quién se ha comprometido? -preguntó la clienta, decidiendo que la receta no le convencía.
– Oh, Debbie Pela. La que solía salir con mi hermano -informó Janice.
– La conozco -dijo la mujer del pelo negro con un eco de placer en la voz-. ¿Salía con tu hermano, Alcide? ¿Y cómo es que se va a casar con otro?
– Se casa con Charles Clausen -dijo Janice, agitando la cabeza con gravedad-. ¿Lo conoces?
– ¡Pues claro! Fuimos juntos al instituto. ¿Se casa con Debbie Pelt? Bueno, pues mejor él que tu hermano -dijo la clienta con aire confidencial.
– Ya lo había pensado yo -dijo Janice-, pero ¿sabes algo que no sepa?
– Esa Debbie se trae cosas raras entre manos -dijo la del pelo negro, arqueando las cejas para enfatizar sus palabras.
– ¿Como qué? -pregunté, casi conteniendo la respiración ante la expectación. ¿Sería posible que esa mujer supiera acerca de los cambiantes y los licántropos? Mis ojos se encontraron con los de Janice y vi la misma aprensión en ellos.
Janice sabía lo de su hermano. Conocía su mundo.
Y sabía que yo también.
– Dicen que adoran al diablo -nos reveló la del pelo negro-. Brujería.
Ambas nos quedamos mirando a su reflejo en el espejo. Había conseguido la reacción que estaba buscando. Asintió con satisfacción. La adoración del diablo y la brujería no eran exactamente sinónimos, pero no tenía intención de discutir con esa mujer; no era ni el lugar ni el momento apropiado.
– Sí, señora, eso es lo que llega a mis oídos. En cada luna llena, ella y sus amigos se van al bosque y hacen cosas, aunque nadie sabe exactamente el qué -admitió.
Janice y yo exhalamos a la vez.
– Oh, Dios mío -dije con un hilo de voz.
– Entonces tanto mejor si mi hermano ha roto con ella. No nos gustan esas cosas -dijo Janice con tono puritano.
– Por supuesto que no -convine.
En ese momento, nuestras miradas no se encontraron.
Después de ese pequeño episodio, hice por marcharme, pero Janice me preguntó qué me iba a poner esa noche.
– Oh, es un vestido de color champán -dije-. Más bien beis brillante.
– Entonces las uñas rojas no servirán -dijo Janice-. ¡Corinne!
A pesar de todas mis protestas, salí del establecimiento con las uñas de las manos y los pies de color bronce, y Jarvis volvió a arreglarme el pelo. Traté de pagar a Janice, pero, como mucho, dejó que diera una propina a sus empleados.
– Nunca me habían agasajado tanto en la vida -le confesé a Janice.
– ¿A qué te dedicas, Sookie? -de alguna manera, el tema no había salido el día anterior.
– Soy camarera -dije.
– Eso sí que es un cambio con respecto a Debbie -dijo Janice. Parecía pensativa.
– ¿Ah, sí? ¿A qué se dedica ella?
– Es asistente legal.
No cabía duda de que Debbie tenía una ventaja en cuanto a su educación. Yo no llegué a la universidad. Económicamente habría sido complicado, aunque supongo que podría haber encontrado una solución. Pero mi tara ya me dificultó bastante el paso por el instituto. Una adolescente telépata puede pasarlo muy mal allí, os lo puedo jurar. Y por aquel entonces apenas lo podía controlar. Cada día había sido un cúmulo de dramas: los dramas de otros chavales. Tratar de concentrarme para escuchar en clase, hacer exámenes en una clase llena de cerebros que no paraban de zumbar… Lo único que se me daba bien era hacer los deberes en casa.
A Janice no pareció importarle demasiado que fuese camarera, profesión no precisamente destinada a impresionar a los familiares de un novio.
Tuve que recordarme de nuevo que mi relación con Alcide no era más que un arreglo temporal que él nunca había pedido, y cuando descubriese el paradero de Bill -eso, Sookie, ¿recuerdas a tu novio, Bill?- no volvería a ver a Alcide. Bueno, podría pasarse por el Merlotte's si le pillaba de camino entre Shreveport y Jackson, pero eso sería todo.
Janice esperaba que yo pasara a formar parte de la familia permanentemente. Era un encanto. Me caía estupendamente. Casi me encontré deseando gustarle realmente a Alcide y que hubiese una verdadera probabilidad de convertirme en cuñada de Janice.
Dicen que soñar es gratis, pero el caso es que a veces sale caro.