Me di cuenta de que el dormitorio estaba bastante concurrido. Eric me había depositado sobre la cama, que era tan alta que quizá necesitaría una escalerilla para bajar. Pero era conveniente para la curación, escuché que comentaba Russell, y empecé a preocuparme sobre en qué consistiría dicha «curación». La última vez que estuve inmersa en una «curación» con vampiros de por medio, el tratamiento fue, como mínimo, poco tradicional.
– ¿Qué va a pasar? -le pregunté a Eric, que estaba de pie a mi izquierda, del lado que no estaba herida, junto a la cama.
Pero fue el vampiro que ocupó su lugar de la derecha quien respondió. Tenía una cara alargada que me recordó a la de un caballo, y sus cejas y pestañas rubias resultaban casi invisibles en contraste con su palidez. Llevaba al descubierto el pecho, también imberbe. Vestía unos pantalones, que sospeché que eran de vinilo. Incluso en invierno tenían que ser…, eh, antitranspirantes. No me gustaría tener que quitárselos. Lo único bueno que tenía este vampiro era un maravilloso cabello pálido y liso, del color del maíz blanco.
– Señorita Stackhouse, éste es Ray Don -dijo Russell.
– ¿Cómo estás? -los buenos modales te llevarán a cualquier parte, solía decirme la abuela.
– Encantado de conocerte -respondió el otro con corrección. Se veía que lo habían educado bien, aunque era imposible saber cuándo había sido eso-. Yo no voy a preguntarte cómo estás tú, porque ya veo que tienes un agujero enorme en el costado.
– Resulta irónico que haya sido una humana la que haya recibido la estaca, ¿no crees? -dije, por comentar algo. Ojalá volviese a ver a ese médico, porque me moría de ganas por preguntarle qué me había dado. Valía su peso en oro.
Ray Don me lanzó una mirada dubitativa y me percaté de que me había salido de la zona cómoda, al menos desde el punto de vista de la conversación. Tal vez en alguna ocasión podría regalarle a Ray Don un calendario de la palabra diaria, como hacía Arlene conmigo todas las Navidades.
– Te diré lo que va a pasar, Sookie -dijo Eric-. ¿Sabías que cuando nos alimentamos, nuestros colmillos segregan un pequeño anticoagulante?
– Ajá.
– Y cuando estamos dispuestos a dejar de hacerlo, los colmillos segregan un pequeño coagulante y un poco de eso que, que…
– ¿Eso que os permite curar tan deprisa?
– Sí, precisamente.
– Entonces ¿qué va a hacer Ray Don?
– Los compañeros de redil de Ray Don afirman que posee un suministro extra de todos esos productos químicos en su cuerpo. Ese es su talento.
Ray Don me taladró con la mirada. Estaba orgulloso de eso.
– Así pues, iniciará el proceso con un voluntario y, cuando se haya alimentado, empezará a limpiarte la herida y a curártela.
La parte de la historia que Eric había omitido era que, en algún momento del proceso, la estaca tendría que salir, y no había droga en el mundo que fuera a impedir que aquello me doliese como el demonio. Me di cuenta de ello en uno de mis escasos momentos de serenidad.
– Vale -dije-. Que empiece el espectáculo.
El voluntario resultó ser un adolescente humano, rubio y delgado, que probablemente no era más alto ni ancho que yo. Parecía bastante dispuesto. Ray Don le dio un gran beso antes de morderlo, de lo que yo podría haber prescindido, pues no soy de ésas a las que les gustan las demostraciones públicas de afecto (y con «gran beso» no me refiero a uno de esos sonoros, sino a uno intenso, con gemido y lenguas enroscadas). Cuando terminaron con eso, para satisfacción de ambos, Rubiales inclinó la cabeza hacia un lado y Ray Don, que era más alto, le clavó los colmillos. Hubo intensidad en el mordisco y jadeos, y los pantalones de vinilo de Ray Don no dejaron mucho a la imaginación, incluso para alguien atiborrada de drogas como yo.
Eric lo contempló todo sin una reacción aparente. En general, los vampiros parecen muy tolerantes hacia cualquier preferencia sexual; imagino que a uno le quedan muy pocos tabúes cuando ha caminado por el mundo durante varios siglos.
Cuando Ray Don liberó a Rubiales y se volvió para encarar la cama, vi que su boca estaba completamente ensangrentada. Mi euforia se evaporó en cuanto Eric se sentó en la cama y me agarró de los hombros. Aquí llegaba lo malo.
– Mírame -me exigió-. Mírame, Sookie.
Noté otro peso en la cama, y di por sentado que Ray Don se había arrodillado en ella y se había inclinado sobre mi herida.
Sentí una sacudida en la carne raída de mi costado que se abrió paso sin compasión hasta el tuétano de mis huesos. Y también que la sangre abandonaba mi cara y que la histeria se abría paso por mi garganta a medida que me desangraba por la herida.
– ¡No, Sookie! ¡Mírame! -me rogó Eric.
Miré hacia abajo para ver que Ray Don había agarrado la estaca.
A continuación, él…
Grité una y otra vez, hasta que me quedé sin energía. Me encontré con los ojos de Eric y sentí la boca de Ray Don lamiendo mi herida. Eric me agarraba de las manos mientras yo hundía mis uñas en su piel, como si estuviéramos haciendo otra cosa. No le importaría, pensé al darme cuenta de que le había hecho sangre.
Y está claro que no le importó.
– Suéltate -me aconsejó, y yo aflojé la presa de mis manos-. No, no de mí -dijo con una sonrisa-. Puedes agarrarme todo el tiempo que quieras. Suéltate del dolor, Sookie, abandónate. Tienes que dejarte ir.
Era la primera vez que había resignado mi voluntad a la de otro. Mientras lo miraba, el camino se allanó y me alejé del sufrimiento y la incertidumbre que me inspiraba aquel extraño sitio.
Lo siguiente que supe era que estaba despierta. Embutida en la cama, tumbada de espaldas y sin mi antaño precioso vestido. Aún llevaba puesta mi ropa interior beis de puntilla, lo que era buena señal. Eric estaba en la cama conmigo, lo que ya no lo era tanto. Estaba convirtiendo aquello en toda una costumbre. Estaba tumbado de lado, rodeándome con un brazo, y con una de sus piernas posada sobre la mía. Su pelo se mezclaba con el mío, y los mechones eran prácticamente indistinguibles, de lo parecido que era el color. Contemplé la situación durante un momento desde una especie de estado de abandonada ofuscación.
Eric reposaba. Se encontraba en ese estado de absoluta inmovilidad en el que se sumen los vampiros cuando no tienen nada que hacer. Creo que les refresca; reduce el agotamiento de un mundo que pasa por ellos incesantemente, año tras año, lleno de guerras, carestías e inventos que ellos deben aprender a dominar, costumbres, convenciones y estilos cambiantes que deben adoptar para encajar. Retiré un poco las sábanas para ver cómo tenía la herida. Aún dolía, pero se había reducido sobremanera. En el lugar en el que había estado, existía ahora una gran cicatriz circular. Caliente, brillante, roja y, en cierto modo, lustrosa.
– Está mucho mejor -dijo Eric. Me quedé con la boca abierta. No había notado que se despertara de su animación suspendida.
Eric llevaba unos calzoncillos holgados de seda. Le pegaba a la perfección que hubiesen sido unos Jockey.
– Gracias, Eric -no me importó lo tembloroso que hubiese podido sonar aquello, porque una obligación es una obligación.
– ¿Por qué? -su mano acarició suavemente mi estómago.
– Por quedarte a mi lado en el club. Por acompañarme. Por no dejarme sola con toda esa gente.
– ¿Hasta qué punto me lo agradecerías? -susurró, acercando su boca a la mía. Ahora sus ojos estaban muy alerta, y su mirada taladraba la mía.
– Cuando te pones a decir esas cosas lo fastidias todo -dije, tratando de mantener una voz amable-. No deberías querer que me acueste contigo sólo porque te esté agradecida.
– La verdad es que me importaría muy poco la razón por la que te fueras a acostar conmigo, mientras lo hicieras -dijo, con la misma amabilidad. En ese momento, su boca ya estaba sobre la mía. Por mucho que intentara permanecer separada de él, no tuve mucho éxito en mis esfuerzos. Y es que Eric había dispuesto de siglos para perfeccionar su técnica del beso, y supo aprovecharlos. Estiré las manos hacia sus hombros, y me avergüenza decir que le correspondí. Por muy maltrecho y cansado que estuviese mi cuerpo, deseaba lo que deseaba, y mi mente y fuerza de voluntad iban bastante rezagadas. Parecía que Eric tuviera seis manos y que estuviesen en todas partes, incentivando a mi cuerpo para que se desatara. Un dedo se deslizó bajo la goma elástica de mis minimalistas braguitas y se coló dentro de mí.
Hice un ruido, y no precisamente uno de rechazo. El dedo empezó a moverse a un maravilloso ritmo. La boca de Eric parecía querer succionar mi lengua hasta su garganta. Mis manos disfrutaban de la suave piel que recubría los músculos que trabajaban debajo.
Entonces, la ventana se abrió de par en par y Bubba entró.
– ¡Señorita Sookie! ¡Señor Eric! ¡Les he encontrado! -Bubba estaba orgulloso.
– Oh, cómo me alegro por ti, Bubba -dijo Eric, poniendo fin al beso. Le agarré la muñeca para apartar su mano. El me lo permitió, pues yo no soy, ni por asomo, más fuerte que el más débil de los vampiros.
– Bubba, ¿has estado aquí todo el tiempo? En Jackson, quiero decir -pregunté en cuanto pude centrar la cabeza. La llegada de Bubba había sido de lo más oportuna, aunque Eric pensara lo contrario.
– El señor Eric me dijo que me pegara a usted -dijo Bubba, sin más. Se sentó en una silla baja finamente tapizada con motivos florales. Un mechón de pelo negro le caía sobre la frente, y lucía un anillo de oro en cada dedo.
– ¿Le han hecho mucho daño en el club, señorita Sookie?
– Ya estoy mucho mejor, gracias -dije.
– Lamento no haber hecho mi trabajo, pero ese bichejo que vigilaba la puerta no me quería dejar pasar. No parecía saber quién era yo, ¿se lo puede creer?
Dado que el propio Bubba apenas recordaba quién era, y le daba un ataque cada vez que lo hacía, quizá no fuese tan sorprendente que un trasgo no estuviese al corriente de la música popular estadounidense.
– Pero vi al señor Eric sacarla fuera, así que les seguí.
– Gracias, Bubba. Eso ha sido muy inteligente.
Respondió con una sonrisa floja y descuidada.
– Señorita Sookie, ¿qué hace con Eric en la cama cuando su novio es Bill?
– Buena pregunta, Bubba -dije. Traté de incorporarme, pero fui incapaz. Lancé un ahogado grito de dolor, y Eric juró en otro idioma.
– Le voy a dar sangre, Bubba -dijo Eric-. Deja que te diga lo que necesito que hagas.
– Claro -convino Bubba felizmente.
– Dado que has llegado a la casa saltando por el muro sin que te cojan, necesito que registres la finca. Creemos que Bill está aquí, en alguna parte. Lo tienen prisionero. No trates de liberarlo. Es una orden. Ven a decírnoslo cuando lo hayas encontrado. Si te ven, no corras. No digas nada. Nada. Ni sobre mí, ni sobre Sookie o Bill. Nada más que «Hola, me llamo Bubba».
– Hola, me llamo Bubba.
– Eso es.
– Hola, me llamo Bubba.
– Sí, ya está bien. Ahora sé sigiloso, silencioso e invisible.
Bubba nos sonrió.
– Sí, señor Eric. Pero después de eso tendré que buscar algo de comida. Me muero de hambre.
– Vale, Bubba. Vete a investigar.
Bubba volvió a abrirse paso con dificultad hasta la parte exterior de la ventana, que estaba en el primer piso. Me preguntaba cómo llegaría hasta el suelo, pero si alcanzó la ventana, estaba segura de que podría lograrlo.
– Sookie -me dijo Eric al oído-. Podríamos discutir durante horas si debes tomar mi sangre, y sé todo lo que me dirías. Pero el hecho es que se acerca el amanecer. No sé si te permitirán pasar el día aquí. Tendré que buscar cobijo, aquí o en otro sitio. Te quiero fuerte y capaz de defenderte; al menos de moverte rápidamente.
– Sé que Bill está aquí -dije, tras pensármelo un momento-. Y, al margen de lo que hayamos hecho (bendito sea Bubba), tengo que encontrarlo. El mejor momento para sacarlo es cuando los vampiros estáis dormidos. ¿Podrá moverse en las horas de sol?
– Si es consciente de que está en un grave peligro, podrá tambalearse -dijo Eric lenta y pensativamente-. Ahora estoy incluso más seguro de que necesitarás mi sangre, porque vas a necesitar toda la fuerza posible. Tendrás que taparlo a conciencia. Usa la manta de esta cama, es densa. ¿Cómo piensas sacarlo de aquí?
– Ahí es donde intervienes tú -dije-. Cuando hayamos hecho esto de la sangre, tienes que conseguirme un coche, uno con un gran maletero, como un Lincoln o un Caddy. Y tienes que conseguir entregarme las llaves. También tendrás que dormir en otro sitio. No querrás estar aquí cuando se despierten y descubran que ha desaparecido su prisionero.
La mano de Eric reposaba plácidamente sobre mi estómago, y aún estábamos entrelazados en el lecho. Pero la situación había cambiado por completo.
– ¿Adonde lo llevarás, Sookie?
– A un lugar subterráneo -dije, insegura-. ¡Eh, tal vez al aparcamiento de Alcide! Es mejor que quedarse al aire libre.
Eric se recostó contra el cabecero de la cama. Sus calzoncillos de seda eran azul marino. Estiró las piernas y pude ver lo que asomaba. Oh, Dios. Tuve que cerrar los ojos. El se rió.
– Incorpórate y apoya la cabeza en mi pecho, Sookie. Así estarás más cómoda.
Me ayudó a levantarme con cuidado, apoyé la espalda contra su pecho, y me rodeó con los brazos. Era como tumbarse sobre una firme almohada fría. Su brazo derecho desapareció y escuché una especie de chasquido. Luego, su muñeca surgió delante de mi cara. La sangre manaba de dos heridas en su piel.
– Esto te curará de todo -dijo Eric.
Dudé, pero inmediatamente me sentí ridícula por hacerlo. Sabía que, cuanta más sangre de Eric tuviese en mi cuerpo, más sabría de mí. Sabía que le otorgaría cierto poder sobre mí. Sabía que yo sería más fuerte durante mucho tiempo y, dada la longeva edad de Eric, la fuerza que recibiría no sería nada desdeñable. Me curaría. Me sentiría de maravilla. Sería más atractiva. Esa era la razón por la que los drenadores cazaban a los vampiros. Esos humanos actuaban en equipos para capturar vampiros, encadenarlos con plata y drenarles la sangre en recipientes que vendían a precios variables en el mercado negro. El año pasado, el precio de salida había sido de doscientos dólares por un vial; sólo Dios sabía el precio que podía alcanzar la sangre de Eric, dada su edad. Aunque demostrar la procedencia de la sangre era todo un problema para los drenadores. Su actividad era extremadamente peligrosa, así como altamente ilegal.
Eric me estaba haciendo un gran regalo.
Nunca he sido lo que se dice remilgada, a Dios gracias. Cerré la boca sobre las pequeñas heridas y succioné.
Eric gimió y, una vez más, supe que disfrutaba de que estuviéramos en tan íntimo contacto. Empezó a moverse un poco, y poco podía hacer yo al respecto. Su brazo izquierdo me mantenía firmemente pegada a él, mientras que el derecho me estaba alimentando, después de todo. Aun así, resultaba difícil no sentirse un poco repelida por todo el proceso. Pero Eric se lo estaba pasando definitivamente bien. Y, dado que con cada succión me sentía mejor, de nada servía discutir conmigo misma si aquello era lo más adecuado. Traté de no pensar y de no moverme. Recordé el día que tomé la sangre de Bill porque necesitaba un empujón de fuerza, y recordé su reacción.
Eric me apretó contra sí con más fuerza si cabe.
– Ohhhh -dijo de repente, y se relajó del todo. Sentí humedad en mi espalda, y tomé un último y profundo trago. Eric volvió a gemir con un sonido profundo y gutural mientras pasaba su boca a lo largo de mi cuello.
– No me muerdas -dije. Me aferraba con dificultad a lo que me quedaba de cordura.
Lo que me había excitado, me dije a mí misma, fueron los recuerdos de Bill; su reacción cuando lo mordí, su intensa excitación. El único mérito de Eric era haber estado ahí. No sería capaz de tener sexo con un vampiro, sobre todo si era Eric, sólo porque fuese atractivo; no cuando había tantas consecuencias en juego. Aún estaba demasiado afectada por el momento como para enumerármelas todas a mí misma. Era adulta, me dije con firmeza, y los adultos de verdad no se acuestan con otros sólo porque la persona sea habilidosa y atractiva.
Los colmillos de Eric me arañaron el hombro.
Salí disparada de la cama como un cohete. Con la intención de localizar el cuarto de baño, abrí la puerta para toparme con el vampiro bajo y moreno, el del pelo rizado. En un brazo llevaba un montón de ropa, mientras que tenía el otro alzado en un gesto de llamar a la puerta.
– Vaya, pero mírate -dijo con una sonrisa. Y vaya si miraba él. Al parecer, le gustaba la carne tanto como el pescado.
– ¿Querías algo? -me incliné sobre el marco de la puerta, esforzándome por parecer demacrada y frágil.
– Sí, después de que hiciéramos jirones tu precioso vestido, Russell supuso que necesitarías algo de ropa. Resulta que tenía esto en mi armario, y dado que somos de la misma altura…
– Oh -dije débilmente. Nunca había compartido mi ropa con un chico-. Pues muchas gracias. Es muy amable por tu parte -y tanto que lo era. Había traído algunos jerséis (azul claro), calcetines, una bata de baño de seda e incluso ropa interior. No me apetecía pensar en ello con demasiado detalle.
– Tienes mejor aspecto -dijo el hombre bajito. Sus ojos eran pozos de admiración, pero no de una forma personal. Quizá yo estaba sobrestimando mis encantos.
– Me siento débil -dije en voz baja-. Me he levantado porque necesitaba ir al cuarto de baño.
Los ojos marrones del otro destellaron, y supe que estaba mirando a Eric por encima de mi hombro. Estaba claro que esa visión encajaba más con sus gustos, y su sonrisa se hizo francamente tentadora.
– ¿Te gustaría compartir mi ataúd hoy, Leif? -preguntó, prácticamente batiendo las pestañas.
No me atreví a darme la vuelta para mirar a Eric. En la espalda tenía una marca que aún estaba húmeda. De repente me sentí asqueada de mí misma. Había tenido pensamientos con Alcide, y más que pensamientos con Eric. No estaba muy satisfecha con mi catadura moral. Saber que Bill me había sido infiel no era excusa, o, al menos, no debería serlo. Tampoco lo era el hecho de que, por estar con Bill, me hubiera acostumbrado demasiado a disfrutar de un sexo espectacular con regularidad. O tampoco debería serlo.
Había llegado la hora de subirme los calcetines de la moralidad y comportarme como debía. Apenas tomé esa decisión, me sentí mejor.
– Tengo que hacerle un recado a Sookie -le decía Eric al vampiro de los rizos-. No sé si estaré de vuelta antes del amanecer, pero si lo consigo, puedes estar seguro de que te buscaré -Eric le estaba devolviendo el flirteo. Mientras tenía lugar a mi alrededor ese intercambio de réplicas ingeniosas, me puse la bata de seda, que era negra, blanca y rosa y estaba llena de flores. Era realmente alucinante. Ricitos me echó una mirada, y pareció más interesado que cuando sólo estaba con la ropa interior.
– Ñam, ñam -se limitó a decir.
– Gracias de nuevo -dije-. ¿Me puedes decir dónde está el cuarto de baño?
Apuntó pasillo abajo hacia una puerta medio abierta.
– Disculpad -les dije a ambos, y me forcé a caminar lenta y cuidadosamente, como si aún sintiese dolores, mientras recorría el pasillo. Pasado el baño, puede que un par de puertas más allá, pude ver el comienzo de unas escaleras. Vale, ya sabía por dónde se salía. Aquello me tranquilizó.
El cuarto de baño era muy normal. Estaba lleno de las cosas que suele haber en los cuartos de baño: secadores, rizadores, desodorantes, champú, gel de peinado… También había algo de maquillaje, así como cepillos, peines y hojas de afeitar.
A pesar del orden imperante, era evidente que varias personas compartían la estancia. Estaba dispuesta a apostar a que el cuarto de baño personal de Russell Edgington no se parecía a éste en nada. Encontré unas horquillas y me recogí el pelo por la parte alta de la cabeza, antes de darme la ducha más rápida de mi vida. Como acababa de lavarme el pelo esa mañana, que ahora se me antojaba a años luz, y, además, me había llevado otros tantos secarlo, me alegré de saltarme ese paso para centrarme en frotarme la piel a conciencia con el jabón aromático que había en la propia ducha. Había toallas limpias en el armario, lo cual resultaba un alivio.
Estuve de regreso al dormitorio en quince minutos. Ricitos se había marchado, Eric se había vestido y Bubba había vuelto.
Eric no dijo una sola palabra sobre el embarazoso incidente que había tenido lugar entre los dos. Observó la bata elogiosamente, aunque en silencio.
– Bubba ha peinado el lugar, Sookie -dijo Eric, citando claramente las palabras del otro.
Bubba tenía dibujada en la cara su sonrisa ladeada. Estaba satisfecho consigo mismo.
– Señorita Sookie, he encontrado a Bill -dijo, triunfante-. Está un poco baldado, pero está vivo.
Me hundí en una silla sin aviso previo. Tuve suerte de que estuviese justo detrás de mí. Tenía la espalda aún recta, pero, de repente, me encontré sentada en lugar de en pie. Era una extraña sensación más en una noche repleta de ellas.
Cuando fui capaz de componer un pensamiento, me di cuenta vagamente de que la expresión de Eric era un desconcertante cóctel de sensaciones: placer, lamento, rabia, satisfacción. Bubba sencillamente parecía feliz.
– ¿Dónde está? -mi voz sonó como si no fuese la mía.
– Hay un gran edificio en la parte de atrás, una especie de garaje para cuatro coches, pero tiene apartamentos en la parte de arriba y una habitación a un lado.
A Russell le gustaba tener a mano la ayuda.
– ¿Hay otros edificios? ¿Puedo confundirme?
– Hay una piscina, señorita Sookie, y hay un edificio justo a su lado para que la gente se cambie el traje de baño. Y hay un gran cobertizo para herramientas, al menos creo que es para eso, pero está separado del garaje.
– ¿En qué parte del garaje lo tienen prisionero? -preguntó Eric.
– En la habitación de la derecha -dijo Bubba-. Creo que el garaje antes era un establo, y la habitación es donde guardaban las sillas y esas cosas. No es muy grande.
– ¿Cuánta gente hay dentro? -las preguntas de Eric sin duda eran muy buenas. Yo aún no había pasado del anuncio de Bubba de que Bill aún estaba vivo y del hecho de que estaba muy cerca de él.
– Ahora mismo hay tres, señor Eric, dos hombres y una mujer. Los tres son vampiros. Ella es la que tiene el cuchillo.
Me hundí dentro de mí misma.
– Cuchillo -atiné a decir.
– Sí, señorita, le ha hecho unos cortes muy feos.
No era momento para flaquear. Hace nada me enorgullecía de mi falta de remilgos. Era ahora cuando debía demostrarme que me había dicho la verdad.
– Lleva tanto tiempo desaparecido -dije.
– Así es -dijo Eric-. Sookie, trataré de hacerme con un coche. Intentaré dejarlo aparcado donde los establos.
– ¿Crees que volverán a dejarte entrar?
– Me llevaré a Bernard conmigo.
– ¿Bernard?
– El bajito -Eric me sonrió con una mueca igualmente ladeada.
– Te refieres… Oh, si te llevas a Ricitos contigo, te dejarán entrar porque vive aquí, ¿no?
– Sí, pero es posible que tenga que quedarme aquí. Con él.
– ¿No podrías…, eh, escabullirte?
– Puede que sí, puede que no. No quiero que me pillen despertándome aquí cuando descubran que Bill ha desaparecido, y tú con él.
– Señorita Sookie, pondrán licántropos para que lo vigilen de día.
Miramos a Bubba simultáneamente.
– Los licántropos que la estaban siguiendo. Vigilarán a Bill cuando los vampiros duerman.
– Pero esta noche hay luna llena -dije-. Estarán agotados cuando tengan que empezar su turno de guardia. Si es que aparecen.
Eric me miró, algo sorprendido.
– Tienes razón, Sookie. Será la mejor oportunidad que tengamos.
Hablamos de ello un poco más; quizá pudiera hacerme la desvalida y quedarme en la casa, a la espera de que llegase algún aliado humano de Eric desde Shreveport.
Eric dijo que podría llamar a alguien en cuanto saliese de la zona inmediata con su teléfono móvil.
– Puede que Alcide nos eche una mano mañana por la mañana -dijo Eric.
He de admitir que me tentaba la idea de volver a llamarlo. Alcide era grande, duro y competente, y algo oculto y débil en mi interior me sugería que Alcide podría lidiar con todo mucho mejor que yo misma. Pero mi conciencia no paraba de darme punzadas. Decidí que Alcide no podía involucrarse más de lo que ya estaba. Había cumplido con su parte. El tenía que tratar con esa gente desde el punto de vista de los negocios y, si Russell averiguaba que había participado en la fuga de Bill Compton, podría arruinarse.
No podíamos perder más tiempo en discusiones, porque apenas quedaban dos horas para el amanecer. Aún con muchos flecos sueltos, Eric fue a buscar a Ricitos (Bernard) y solicitar tímidamente su compañía en un recado para obtener un coche, supuse que alquilado. Resultaba todo un misterio para mí qué establecimiento de alquiler de coches estaría abierto a esas horas, pero Eric no parecía prever ningún problema al respecto. Traté de desterrar las dudas de mi mente. Bubba accedió a volver a saltar el muro de Russell, del mismo modo que lo hizo para entrar, y a encontrar un lugar donde pasar el día. Sólo el hecho de que esa noche hubiera luna llena, había salvado la vida de Bubba, dijo Eric, y yo estaba dispuesta a creerle. El vampiro que custodiaba la puerta podía ser bueno, pero era imposible que estuviera en todas partes.
Mi deber consistía en hacerme la débil hasta que amaneciera, cuando los vampiros se retirarían, y luego, de alguna manera, sacar a Bill del establo y llevarlo hasta el maletero del coche que Eric pudiera agenciarse. No tendrían ninguna razón para impedirme que me marchara.
– Posiblemente sea el peor plan que haya escuchado jamás -dijo Eric.
– En esto te doy la razón, pero es el único que tenemos.
– Lo hará muy bien, señorita Sookie -me dijo Bubba, para animarme.
Eso era lo que necesitaba, una actitud positiva.
– Gracias, Bubba -dije, tratando de sonar tan agradecida como me sentía. Estaba llena de energía gracias a la sangre de Eric. Sentía como si mis ojos lanzaran chispas y el pelo flotara a mi alrededor en un halo de electricidad.
– No te emociones demasiado -recomendó Eric. Me recordó que era un problema típico en la gente que ingería sangre de vampiro adquirida en el mercado negro. Intentaban hacer locuras, dado lo superdotados, fuertes e invencibles que se sentían, cuando, en realidad, muchas veces ni siquiera estaban a la altura de la gesta (como el tipo que trató de enfrentarse a toda una banda a la vez, o la mujer que quiso detener un tren en marcha). Respiré hondo, tratando de imprimir su advertencia en mi cerebro. Lo que me apetecía hacer era abrir la ventana y comprobar si podía escalar la pared hasta el tejado. Vaya, la sangre de Eric era portentosa. Era una palabra que no había usado nunca antes, pero muy adecuada. Jamás pensé en la diferencia que había entre tomar la sangre de Bill y la de Eric.
Alguien llamó a la puerta, y los tres dirigimos la mirada hacia allí, como si fuéramos capaces de ver a través de ella.
En un instante asombrosamente corto, Bubba había salido por la ventana, Eric estaba sentado en la silla junto a la cama y yo me había tumbado en ella, procurando un aspecto desvalido.
– Adelante -invitó Eric en un susurro, como quien acompaña a alguien que se está recuperando de una terrible herida.
Era Ricitos (o sea, Bernard). Vestía unos pantalones vaqueros y un suéter rojo, y estaba para comérselo. Cerré los ojos y me propiné una seria reprimenda. La sangre me había avivado demasiado.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Bernard, casi en un murmullo-. Está mejor de color.
– Aún le duele, pero se está curando gracias a la generosidad de tu rey.
– Estuvo encantado de hacerlo -dijo Bernard afablemente-. Pero estará más contento si ella…, eh, puede marcharse por su propio pie mañana por la mañana. Está seguro de que, para entonces, su novio habrá regresado a su apartamento después de disfrutar de esta luna. Espero que no parezca demasiado brusco.
– No, entiendo su preocupación -dijo Eric, con la misma cortesía.
Al parecer, Russell temía que me fuera a quedar varios días para cobrarme mi acto de heroísmo. Russell, poco dado a tener invitadas femeninas en su casa, quería que volviese con Alcide cuando estuviese seguro de que éste podría cuidar de mí. A Russell le incomodaba un poco que una desconocida rondara por su complejo de día, cuando toda su gente estaba durmiendo.
No le faltaba razón.
– En ese caso, iré a buscar el coche y lo aparcaré en la parte de atrás de la casa, para que mañana pueda conducir por su cuenta. Si pudieras arreglarle un salvoconducto para las puertas delanteras, doy por sentado que están custodiadas de día, habré cumplido con mis obligaciones hacia mi amigo Alcide.
– Suena muy razonable -dijo Bernard, dedicándome una fracción de la sonrisa que estaba dando a Eric. No se la devolví. Cerré los ojos, cansada-. Hablaré con los guardas de la puerta cuando nos marchemos. ¿Te parece bien en mi coche? Es una vieja carraca, pero nos llevará a… ¿Adonde querías ir?
– Te lo diré cuando estemos de camino. Está cerca de la casa de un amigo mío. Conoce a un hombre que me prestará el coche uno o dos días.
Bien, había encontrado una forma de hacerse con un coche sin dejar un rastro de papeleos. Perfecto.
Sentí movimiento a mi izquierda. Eric se inclinó sobre mí. Sabía que era él porque la sangre que había ingerido me lo decía. Aquello ponía los pelos de punta, y era la razón por la que Bill me había advertido de no tomar la sangre de ningún otro vampiro que no fuera él. Demasiado tarde. No me había quedado otro remedio.
Me dio un casto beso de amigo en la mejilla.
– Sookie -dijo en voz muy baja-. ¿Puedes oírme?
Asentí lo justo.
– Bien. Escucha, voy a traerte un coche. Te dejaré las llaves aquí en la cama cuando vuelva. Por la mañana, tienes que salir de aquí e ir al apartamento de Alcide. ¿Me has comprendido?
Volví a asentir.
– Adiós -dije, tratando de que mi voz saliera rota-. Gracias.
– El placer ha sido mío -repuso con la voz temblorosa. Hice un esfuerzo para mantener la expresión impasible.
Aunque parezca mentira, me quedé dormida cuando se marcharon. Resultaba evidente que Bubba había obedecido y había saltado el muro para buscarse un cobijo. La mansión se sumió en el silencio a medida que las juergas nocturnas iban tocando a su fin. Supuse que los licántropos estarían fuera, soltando su último aullido en alguna parte. Mientras caía en el sueño, me preguntaba cómo les habría ido a los demás cambiantes. ¿Qué hacían con la ropa? El drama de esa noche en el Club de los Muertos había sido un evento fortuito; estaba convencida de que tenían un procedimiento estándar. Me preguntaba dónde estaría Alcide. Quizá había dado caza a ese hijo de puta de Newlin.
Me desperté cuando escuché el tintineo de unas llaves.
– He vuelto -dijo Eric. Su voz era muy tranquila, y tuve que abrir bien los ojos para asegurarme de que estaba allí de verdad-. Es un Lincoln blanco. Lo he aparcado junto al garaje; no había espacio dentro, es una pena. No dejaron que me acercara más para confirmar lo que ha dicho Bubba. ¿Me estás escuchando?
Asentí.
– Buena suerte -Eric titubeó-. Si consigo librarme de lo mío, te veré en el garaje en cuanto se ponga el sol. Si no te encuentro allí, volveré a Shreveport.
Abrí los ojos. La habitación estaba a oscuras. Aun así, podía ver la piel de Eric relucir. La mía también lo hacía. Aquello me aterró. Apenas acababa de dejar de brillar por haber tomado la sangre de Bill (en una situación de emergencia), cuando volvía a declararse otra crisis, y ahora brillaba como una bola de discoteca. La vida en torno a los vampiros era una constante emergencia, concluí.
– Ya hablaremos -dijo Eric ominosamente.
– Gracias por el coche -contesté.
Eric bajó la mirada hacia mí. Parecía tener un chupetón en el cuello. Abrí la boca, pero la volví a cerrar. Mejor sería no hacer ningún comentario.
– No me gusta tener sentimientos -dijo Eric con frialdad, y se marchó.
Sería difícil superar la aspereza de esa despedida.