Eric me alcanzó justo cuando me estaba montando en el Lincoln.
– Le he tenido que dar a Bill unas instrucciones para que limpie el desastre que ha causado -me explicó, a pesar de que no se lo había preguntado.
Eric estaba acostumbrado a conducir coches deportivos, y tuvo algún que otro problema con el Lincoln.
– ¿Te has dado cuenta -empezó a decir cuando hubimos abandonado el centro de la ciudad- de que tienes tendencia a salir corriendo cuando las cosas entre Bill y tú se ponen tensas? No es que me importe necesariamente, mas al contrario, me alegraría que vosotros dos zanjarais vuestra sociedad. Pero si éste es el patrón que sigues en tus relaciones sentimentales, me gustaría saberlo ahora.
Se me ocurrieron varias cosas que decirle. Descarté las primeras, que hubieran reventado los oídos de mi abuela, y lancé un hondo suspiro.
– En primer lugar, Eric, lo que ocurra entre Bill y yo no es asunto tuyo -dejé que la idea cuajara durante unos segundos-. Segundo: mi relación con Bill es la única que he tenido en mi vida, con lo que nunca he tenido la menor idea de lo que iba a hacer de un día para otro, así que ni hablemos de una política establecida -hice una pausa para formular en una frase mi siguiente idea-. Tercero: estoy hasta la coronilla de todos vosotros. Estoy harta de ver todas estas cosas enfermizas. Estoy harta de tener que ser valiente y tener que hacer cosas que me asustan, de tener que ir por ahí con gente rara y sobrenatural. No soy más que una persona normal, y lo que quiero es salir con gente igual de normal. O, al menos, con gente que respire.
Eric aguardó para asegurarse de que había terminado. Le eché una rápida mirada mientras las luces de la calle iluminaban su fuerte perfil de nariz afilada. Al menos no se estaba riendo de mí. Ni siquiera sonreía.
Me miró brevemente antes de volver su atención de nuevo a la carretera.
– Escucho lo que me dices. Estoy seguro de que lo sientes de verdad. He tomado tu sangre; conozco tus sentimientos.
Siguió un trecho completamente a oscuras. Me alegraba de que Eric me tomara en serio. A veces no lo hacía, y otras parecía importarle poco lo que me decía.
– Para los humanos eres imperfecta -dijo Eric. Su leve acento extranjero se hizo más evidente.
– Puede que sí, aunque no lo veo como un problema, dada mi escasa buena suerte con los chicos hasta ahora -es difícil salir con alguien cuando eres capaz de leer cada cosa que piensa tu compañero. Y es que, la mayor parte de las veces, conocer los pensamientos de un hombre puede acabar con el deseo, e incluso con el afecto-. Aun así, sería más feliz sin nadie de lo que lo soy ahora.
Pensé en la vieja regla básica de Ann Landers: ¿Estarías mejor con él o sin él? Mi abuela, mi hermano Jason y yo habíamos leído esa columna todos los días durante nuestra infancia. Solíamos debatir las respuestas de Ann a las consultas de los lectores. Muchos de sus consejos estaban destinados a ayudar a mujeres a tratar con hombres como Jason, por lo que no cabía duda de que su opinión proporcionaba una nueva perspectiva a las conversaciones.
En ese preciso instante estaba condenadamente segura de que estaría mejor sin Bill. Me había usado y había abusado de mí, me había traicionado y me había chupado la sangre.
También me había defendido, me había vengado, adorado con su cuerpo y proporcionado horas de compañía sin espíritu crítico, toda una bendición.
Bueno, no tenía la balanza bien calibrada. Lo que tenía era un corazón lleno de dolor y un camino que me llevaba a casa. Volamos por la noche oscura, envueltos en nuestros pensamientos. Apenas había tráfico, pero al ser una interestatal era normal que nos cruzáramos con algún coche de tanto en tanto.
No tenía la menor idea de qué estaría pensando Eric, y era una sensación maravillosa. Quizá planeara echarme la mano al cuello y rompérmelo o se preguntara qué le aguardaría en Fangtasia esa noche. Quería que me lo contara. Deseaba que me hablara de su vida antes de convertirse en vampiro, pero es un tema muy peliagudo para muchos de ellos y, de todas las noches, ésa era la que menos apropiada me parecía para sacarlo.
A una hora de Bon Temps, cogimos una salida. Andábamos un poco escasos de gasolina y yo tenía que ir al servicio. Eric ya había empezado a llenar el tanque cuando saqué mi dolorido cuerpo del coche lentamente. Había desestimado mi oferta de ser yo quien echara la gasolina con un educado: «No, gracias». Había otro coche repostando, y la mujer, una rubia oxigenada de aproximadamente mi edad, sujetaba la manguera con la mano mientras yo salía del Lincoln.
A la una de la mañana, la estación de servicio y su tienda estaban prácticamente vacías, aparte de la mujer, que estaba muy maquillada y envuelta en un abrigo acolchado. Miré de soslayo una destartalada camioneta Toyota aparcada junto al surtidor, bajo la única sombra de todo el lugar. Dentro había dos hombres enzarzados en una acalorada discusión.
– Hace mucho frío para estar fuera de casa y en una camioneta -dijo la rubia de las raíces negras mientras pasábamos por las puertas acristaladas a la vez. Se estremeció de manera algo elaborada.
– Y tanto -comenté.
Estaba a medio camino del pasillo lateral de la tienda, cuando el trabajador que se encontraba al otro lado del alto mostrador apartó la mirada de un pequeño televisor que tenía para coger el dinero de la mujer.
Me costó cerrar la puerta del aseo tras de mí, dado que el marco de madera se había abombado debido a alguna fuga de agua pasada. De hecho, probablemente no se cerró del todo, dadas las prisas que tenía. Pero la puerta del cubículo sí se cerró bien, y éste estaba bastante limpio. No me apetecía demasiado volver al coche con el silencioso de Eric, así que me tomé mi tiempo para usar las instalaciones. Me miré al espejo sobre el lavabo esperando ver a alguien con un aspecto horrible. La imagen que vi no me contradijo.
La marca de mordisco de mi cuello tenía una pinta verdaderamente asquerosa, como si me hubiese atacado un perro. Mientras limpiaba la herida con jabón y toallas de papel, me pregunté si el hecho de haber ingerido sangre de vampiro me aportaría una cantidad específica de fuerza y capacidad curativa extra para más tarde agotarse o si sus efectos durarían cierto tiempo, como esos medicamentos de liberación controlada, o qué ocurriría. Tras tomar la sangre de Bill, me sentí genial durante un par de meses.
No contaba con un peine, cepillo ni nada parecido, y tenía el pelo como si un gato lo hubiera tomado con él. Tratar de domarlo con los dedos no hizo sino empeorarlo. Me lavé la cara y el cuello y volví a salir a la tienda. Apenas me di cuenta de que, una vez más, la puerta no se cerró del todo al salir, sino que se posaba silenciosamente contra el hinchado marco. Aparecí por el extremo de un pasillo de comestibles, atestado de bolsas de maíz Corn-Nuts, patatas Lays, galletas de crema Moon Pies, tabaco nasal y de liar…
Y dos atracadores armados frente al mostrador del encargado, junto a la puerta.
«Dios todopoderoso, ¿porqué no les darán a esos pobres dependientes una camiseta con una gran diana dibujada?» Aquél fue mi primer pensamiento, ajeno, como si estuviese viendo una película en la que se estuviera cometiendo un atraco. Luego me di cuenta de dónde me encontraba, ayudada por la cara de espanto del encargado. Era terriblemente joven (un adolescente lleno de acné). Y miraba de frente a los dos atracadores armados. Tenía las manos en alto y estaba como loco. Esperaba que hubiese lloriqueado para que le perdonaran la vida, o que dijese alguna incoherencia, pero el muchacho estaba furioso.
Era la cuarta vez que le atracaban, pude leer en su mente. Y la tercera con armas de fuego. Estaba deseando coger la escopeta que tenía debajo del asiento de su camioneta, que estaba aparcada en la parte de atrás, y reventarles los sesos a esos cabrones.
Nadie se dio cuenta de que yo estaba allí. No parecían saberlo.
Y no me estoy quejando esta vez, ¿eh?
Miré detrás de mí para comprobar que la puerta del aseo se había vuelto a quedar abierta, para que su sonido no me delatara. Lo mejor que podía hacer era salir por la puerta trasera de ese sitio, si era capaz de encontrarla, rodear el edifìcio, llegar hasta Eric y avisar a la policía.
Un momento. Ahora que pensaba en Eric, ¿dónde estaba? ¿Cómo es que no había entrado para pagar la gasolina?
Si era posible tener un presagio más ominoso que el que ya tenía, aquello acabó de arreglarlo. Si Eric no había aparecido todavía, es que no pensaba hacerlo. Quizá había decidido marcharse. Abandonarme.
Aquí.
Sola.
«Igual que te abandonó Bill», añadió mi mente. Pues muchas gracias por la ayuda, Mente.
O quizá le habían disparado. Si le habían dado en la cabeza… Tampoco había curación para un impacto de gran calibre en el corazón.
Aquélla era la típica tienda de paso. Se entra por la puerta delantera y te encuentras con el encargado tras un largo mostrador a la derecha, sobre una plataforma. Las bebidas frías estaban en las cámaras refrigeradoras que ocupaban la pared izquierda. Delante, las tres hileras de lineales que recorrían la longitud de la tienda, además de varias góndolas y podios especiales con tazas apartadas, pastillas de carbón vegetal y alpiste. Yo estaba en el fondo de la tienda y podía ver al encargado (fácilmente) y a los atracadores (sólo un poco) por encima de la mercancía de las estanterías. Tenía que salir de la tienda, inadvertida a ser posible. Más allá, en la misma pared del fondo, atisbé una destartalada puerta de madera sobre la cual había un cartel que ponía «SÓLO EMPLEADOS». De hecho, estaba detrás del mostrador del encargado. Había un espacio entre el final del mostrador y la pared, y entre el final de las estanterías cercanas a mí y el principio del mostrador, podrían verme.
Pero tampoco ganaba nada esperando.
Me eché al suelo y empecé a arrastrarme. Me movía muy despacio para poder escuchar mientras lo hacía.
– ¿Has visto entrar a una rubia más o menos de esta altura? -estaba diciendo el más corpulento de los atracadores y, de repente, me sentí mareada.
¿A qué rubia se referiría, a mí o a la oxigenada? Por supuesto, no pude ver la indicación de la altura que le estaba haciendo. ¿A quién buscaban? Bueno, tal vez yo no fuera la única mujer del mundo que podía meterse en problemas.
– Ha entrado una rubia hace cinco minutos, compró unos cigarrillos -dijo el chico malhumoradamente. ¡Tú sí que sabes, compañero!
– No, ésa se ha ido en su coche. Queremos a la que iba con el vampiro.
Vale, ésa sería yo.
– No he visto a nadie más -dijo el chico. Me incorporé para otear y vi el reflejo de un espejo montado en una esquina. Era uno de esos de seguridad para que el encargado pudiera ver si alguien robaba. «Puede ver que estoy aquí tirada, sabe que estoy aquí», pensé.
Que Dios lo bendiga. Me estaba haciendo un favor. Yo tenía que devolvérselo. De paso, si podíamos evitar recibir un tiro, todo sería perfecto. Pero ¿dónde demonios se había metido Eric?
Dando gracias a Dios por que mis pantalones y mis zapatillas prestadas fuesen tan silenciosos, me arrastré hacia la puerta del cartel. Me pregunté si chirriaría al abrirse. Los dos atracadores seguían hablando con el encargado, pero bloqueé sus voces para centrarme en alcanzar la puerta.
Ya había estado asustada antes, muchas veces, pero ése era uno de los acontecimientos mas aterradores de mi vida. Mi padre solía cazar, igual que Jason, y ya había presenciado una masacre en Dallas. Sabía de lo que eran capaces las balas. Una vez alcanzado el extremo de las estanterías, también había llegado al final de mi cobertura.
Me asomé para mirar el borde del mostrador. Tenía que recorrer algo más de un metro de espacio abierto antes de alcanzar la cobertura parcial que me daría éste, que se extendía ante la caja registradora. Me encontraría por debajo y bien oculta de la perspectiva de los atracadores en cuanto hubiese atravesado ese espacio.
– Llega un coche -dijo el encargado, y los atracadores miraron automáticamente por la ventana. De no haber sabido telepáticamente lo que hacía, quizá habría titubeado demasiado. Corrí a pasos cortos por el linóleo expuesto más deprisa de lo que hubiera creído posible.
– No veo ningún coche -dijo el menos corpulento.
– Creí haber escuchado el timbre de aviso -dijo el encargado-el que suena cuando lo pisa un coche.
Extendí la mano y giré el pomo de la puerta. Se abrió sin hacer ruido.
– A veces suena cuando no hay nadie -prosiguió el chico, y me di cuenta de que trataba de hacer ruido y mantener la atención de los otros para que pudiera cruzar la puerta. Una vez más, que Dios lo bendiga.
Abrí la puerta un poco más y la atravesé avanzando en cuclillas. Me encontré en un pasadizo estrecho. Había otra puerta en el otro extremo, que presumiblemente conducía a la parte posterior de la tienda. Tenía el cerrojo echado. Hacían bien en mantener cerrada con llave la puerta de atrás. Había una serie de colgadores clavados a la puerta, y de uno de ellos pendía una pesada chaqueta de camuflaje. Metí la mano en el bolsillo derecho y di con las llaves del chico. Fue una presunción afortunada. A veces pasa. Las aferré para evitar que tintinearan, abrí la puerta y salí al exterior.
Fuera no había nada más que una camioneta en las últimas y un apestoso contenedor de basura. Había poca luz, pero al menos no estaba completamente a oscuras. El asfalto estaba agrietado. Como era invierno, los hierbajos que habían crecido en esas rajas se encontraban resecos y descoloridos. Escuché un leve ruido a mi izquierda e inhalé una maltrecha bocanada de aire después de dar un fuerte respingo. El ruido lo había provocado un enorme mapache que se fue tranquilamente por un trecho de bosque que se extendía tras la tienda.
Solté el aire tan temblorosamente como había entrado. Me obligué a centrarme en el manojo de llaves. Por desgracia había como unas veinte. Ese muchacho tenía más llaves que las ardillas bellotas. Nadie, en la viña del Señor, podría usar tantas llaves. Las recorrí desesperadamente y por fin di con una que lucía las letras GM grabadas en la cubierta de goma negra. Abrí la puerta y accedí al rancio interior de la camioneta, que olía a cigarrillos y a perro. Sí, la escopeta estaba justo debajo del asiento. La abrí. Estaba cargada. Gracias a Dios que Jason creía en la autodefensa. Me había enseñado cómo cargar y disparar su nueva Benelli.
A pesar de mi recién obtenida protección, estaba tan asustada que no las tenía todas conmigo de poder dirigirme a la parte delantera de la tienda. Pero tenía que ver lo que ocurría y averiguar lo que le había pasado a Eric. Recorrí el lado del edificio donde estaba aparcada la vieja camioneta Toyota. En la plataforma de carga no había nada, excepto un punto que brillaba levemente. Acuné la escopeta en un brazo y extendí el otro para pasar el dedo por ese punto.
Sangre fresca. Me sentí vieja y helada. Me quedé allí con la cabeza gacha durante un rato largo y, finalmente, acumulé fuerzas.
Miré por la ventanilla del conductor para descubrir que la cabina estaba abierta. Bueno, qué suerte la mía. Abrí la puerta en silencio y miré en el interior. Había una caja abierta en el asiento delantero, y cuando comprobé su contenido, sentí que el corazón se me caía a los pies. La caja tenía un cartel que ponía: «Contenido: dos unidades». Había una malla de plata, de esas que se venden en las revistas paramilitares y se anuncian «a prueba de vampiros».
Aquello era como considerar una jaula de tiburones como un eficaz elemento disuasivo para sus mordiscos.
¿Dónde estaba Eric? Miré por los alrededores inmediatos, pero no encontré rastro alguno. Podía escuchar el zumbido del tráfico ocasional por la interestatal, pero el silencio era casi total en aquel aparcamiento sumido en la oscuridad.
Mis ojos se iluminaron cuando cayeron en una navaja de bolsillo que había en el salpicadero. ¡Aleluya! Coloqué la escopeta cuidadosamente sobre el asiento delantero, cogí la navaja, la abrí y me dispuse a hundirla en una rueda. Pero me lo pensé dos veces. Un desgarrón a conciencia de la rueda sería prueba suficiente de que alguien había estado allí fuera mientras los atracadores estaban dentro. Quizá no fuera una buena idea. Me contenté con hacer un pequeño agujero en la rueda, uno tan diminuto que podría halarse debido a cualquier cosa, eso me dije. Si emprendían la marcha, deberían parar en algún lugar del camino. Me guardé el cuchillo (últimamente se me había despertado la vena ladrona) y volví al cobijo de las sombras que rodeaban el edificio. No me llevó tanto tiempo como cabría imaginarse, pero sí que habían pasado varios minutos desde la última imagen que había evaluado la situación en el interior de la tienda.
El Lincoln seguía aparcado junto a los surtidores. El depósito estaba cerrado, así que tuve claro que Eric había terminado de repostar cuando pasó lo que fuera. Doblé la esquina del edificio sin despegarme de su perfil. Encontré un buen resguardo en la parte frontal, en el ángulo formado por la máquina de hielo y la pared delantera de la tienda. Me arriesgué a incorporarme lo justo para observar por encima de la máquina.
Los atracadores se habían desplazado a la zona de la tarima, donde se encontraba el encargado, y lo estaban golpeando.
Tenía que detener aquello. Lo estaban apaleando porque querían saber dónde me escondía, supuse; y no estaba dispuesta a que nadie más recibiera una paliza por mí.
– Sookie -dijo una voz, justo detrás de mí.
Al segundo, una mano me aferró la boca para impedir que gritara.
– Lo siento -susurró Eric-. Debí pensar en una idea mejor para decirte que estaba aquí.
– Eric -dije cuando pude hablar. Ya estaba más tranquila cuando me quitó la mano de la boca-.Tenemos que salvarlo.
– ¿Por qué?
A veces, los vampiros sencillamente me superan. Bueno, la gente también, pero esa noche tocaba un vampiro.
– ¡Porque lo están apaleando por nosotros, y probablemente lo matarán, y será culpa nuestra!
– Están atracando la tienda -dijo Eric, como si su mente fuese particularmente obtusa-. Tenían una red para vampiros nueva, y pensaron en probarla conmigo. Aún no lo saben, pero no ha funcionado. Pero no dejan de ser escoria oportunista.
– Nos están buscando a nosotros -dije, furiosa.
– Cuéntame -susurró, y eso hice.
– Pásame la escopeta -me dijo.
– ¿Sabes cómo se usa una de estas cosas? -dije, aferrando el arma.
– Probablemente tan bien como tú -aunque la miró dubitativo.
– Ahí es donde te equivocas -le dije. En vez de tener una larga discusión mientras mi nuevo salvador estaba recibiendo lesiones internas, rodeé corriendo la máquina de hielo, el depósito de gas propano, atravesé la puerta delantera y acudí a la tienda. La campanilla de acceso sonó de forma bastante clara y, aunque con todo el griterío parecían no haberme oído, se dieron perfecta cuenta de cuando disparé la escopeta al techo, sobre sus cabezas. Llovieron fragmentos de baldosas, polvo y aislante.
Aquello casi me dejó patidifusa, pero sólo casi. Les apunté con el arma directamente. Se quedaron petrificados. Era como cuando jugaba al escondite inglés de pequeña. Aunque con sus diferencias. El pobre encargado lleno de acné tenía la cara ensangrentada. Estaba segura de que le habían roto la nariz y que había perdido algunos dientes.
Sentí un estallido de ira tras los ojos.
– Dejad al chico tranquilo -dije con claridad.
– ¿Nos vas a disparar, muchachita?
– Puedes apostar tu culo a que sí -le solté.
– Y si ella falla, yo os pillaré -dijo la voz de Eric a mis espaldas. Un vampiro corpulento es un buen apoyo.
– El vampiro se ha soltado, Sonny -el que hablaba era el delgaducho de manos asquerosas y botas grasientas.
– Ya lo veo -dijo Sonny, el más corpulento. También era de tez más oscura. El hombre más menudo tenía la cabeza cubierta de ese pelo incoloro que la gente llama «castaño» por llamarlo de alguna manera.
El joven encargado se levantó, combatiendo su propio dolor y miedo, y rodeó el mostrador tan rápidamente como pudo. Tenía la sangre de la cara cubierta del polvo que se había desprendido del techo. Me miró de soslayo.
– Veo que has encontrado la escopeta -dijo al pasar junto a mí, con cuidado de interponerse entre los malos y yo. Se sacó un móvil del bolsillo y pude escuchar los leves pitidos a medida que marcaba un número. Su voz ronca pronto articuló una conversación en voz baja con la policía.
– Antes de que llegue la poli, Sookie, tenemos que descubrir quién ha mandado a estos dos pimpollos -dijo Eric. De estar en el pellejo de los tipos, me habría meado en los pantalones ante el tono de voz de Eric, y la verdad es que parecían saber lo que podía hacer un vampiro airado. Por primera vez, Eric se desplazó junto a mí y después hacia el frente, y pude verle la cara. Unas quemaduras se la cruzaban como los verdugones causados por una hiedra venenosa. Fue una suerte que sólo tuviera la cara al descubierto, aunque dudo que él se sintiera particularmente afortunado.
– Tú, acércate -dijo Eric, clavando la mirada en los ojos de Sonny.
Sonny descendió enseguida de la tarima del encargado y rodeó el mostrador mientras su compañero se quedaba con la boca abierta.
– Quieto -dijo Eric. El menudo cerró los ojos con fuerza para no ver a Eric, pero los entreabrió cuando el vampiro se acercó un paso, y con eso fue suficiente. Si no cuentas con algún don extra, sencillamente no puedes mantenerle la mirada a un vampiro. Si lo desean, te pueden cazar cuando quieran.
– ¿Quién os ha enviado? -inquirió Eric con suavidad.
– Uno de los Perros del Infierno -dijo Sonny sin inflexión alguna en la voz.
Eric pareció desconcertado.
– Un miembro de la banda de moteros -le expliqué con cuidado, recordando que teníamos público civil que escuchaba con gran curiosidad. Yo recibía con gran amplificación las respuestas que emitían sus cerebros.
– ¿Qué os ordenaron hacer?
– Nos dijeron que esperáramos por la interestatal. Hay más compañeros esperando en otras gasolineras.
Habían reunido a unos cuarenta matones. Habrían gastado mucha pasta.
– ¿A quién se supone que debéis vigilar?
– A un tipo grande y de pelo oscuro y a otro rubio y alto. Con una mujer rubia, muy joven y con unas tetas estupendas.
La mano de Eric se movió demasiado deprisa para que la pudiera ver con claridad. Sólo estuve segura de que lo había hecho cuando vi la sangre deslizarse por la cara de Sonny.
– Estás hablando de mi futura amante. Más respeto. ¿Por qué nos buscáis?
– Os tenemos que detener y devolveros a Jackson.
– ¿Por qué?
– La banda cree que podéis tener algo que ver con la desaparición de Jerry Falcon. Os querían hacer unas preguntas al respecto. Tenían a alguien vigilando no sé qué apartamento de Jackson, os vieron montaros en un Lincoln y os siguieron parte del camino. El moreno no estaba con vosotros, pero la chica encajaba perfectamente, así que os seguimos la pista.
– ¿Saben algo de esto los vampiros de Jackson?
– No, la banda determinó que era problema suyo. Aunque ellos también han tenido sus problemas, la fuga de un prisionero, y eso, y mucha gente se ha cabreado. Así que, entre unas cosas y otras, han contratado a un puñado de gente como nosotros para ayudar.
– ¿Qué son estos hombres? -me preguntó Eric.
Cerré los ojos y me concentré.
– Nada -dije-. No son nada.
No eran cambiantes, ni licántropos, ni nada. Apenas eran seres humanos, en mi opinión. Pero nadie me había nombrado Dios para determinar esas cosas.
– Tenemos que largarnos de aquí -dijo Eric, algo con lo que convine de todo corazón. Lo último que me apetecía era pasar la noche en una comisaría de policía, y para Eric eso era imposible. No había ninguna celda para vampiro antes de Shreveport. Cómo iba a haberla, si la comisaría de Bon Temps acababa de terminar sus reformas para el acceso de minusválidos…
Eric miró a los ojos de Sonny.
– No hemos estado aquí -dijo-. Ni esta señorita, ni yo.
– Sólo el chico-convino Sonny.
Una vez más, el otro atracador trató de mantener los ojos cerrados con todas sus fuerzas, pero Eric le sopló a la cara y, como haría un perro, el hombre abrió los ojos y trató de apartarse. Eric lo enfiló en un segundo y repitió el proceso.
Luego se volvió hacia el encargado y le pasó la escopeta.
– Creo que es tuya -dijo.
– Gracias -dijo el chico, con la mirada clavada en el cañón del arma. Apuntó a los atracadores-. Sé que no habéis estado aquí -gruñó, manteniendo la mirada al frente-. No le diré nada a la poli.
Eric depositó cuarenta dólares sobre el mostrador.
– Por la gasolina -explicó-. Sookie, larguémonos.
– Un Lincoln con un agujero en el maletero es muy llamativo -dijo el chico.
– Tiene razón -me estaba abrochando el cinturón y Eric estaba acelerando cuando empezamos a escuchar sirenas, no demasiado lejos.
– Debí haber cogido la camioneta -dijo Eric. Parecía contento con nuestra aventura, ahora que se había terminado.
– ¿Cómo está tu cara?
– Va mejorando.
Las heridas apenas eran ya perceptibles.
– ¿Qué pasó? -le pregunté, esperando que no fuese un tema demasiado escabroso.
Me miró de soslayo. Ahora que habíamos vuelto a la interestatal, habíamos reducido la velocidad por debajo del límite para que los coches patrulla que se acercaran a la gasolinera no creyeran que estábamos huyendo.
– Mientras satisfacías tus humanas necesidades en los aseos -dijo-, terminé de rellenar el tanque. Acababa de recolocar la bomba y ya casi estaba en la puerta cuando esos dos salieron de su camioneta y me echaron la red encima. Resultó muy humillante que consiguieran hacerlo, dos capullos con una red.
– Debías de tener la cabeza en otra parte.
– Sí -dijo escuetamente-. Así era.
– Y ¿qué pasó luego? -pregunté, cuando parecía que no iba a añadir nada más.
– El más pesado me golpeó con la culata de su arma, y me llevó un tiempo recuperarme -dijo Eric.
– Vi la sangre.
Se tocó por detrás de la cabeza.
– Sí, sangré. Tras aclimatarme al dolor, agarré una esquina de la red, sujeta al parachoques de la camioneta, y logré deshacerme de ella. Fue una chapuza por su parte, igual que el atraco. Si hubieran atado la red con cadenas de plata, el resultado habría sido distinto.
– Entonces ¿te liberaste?
– El golpe de la cabeza fue más problemático de lo que pensé en un primer momento -dijo Eric rígidamente-, así que fui a la parte de atrás de la tienda, donde estaba el grifo de agua. Entonces escuché que alguien salía por la puerta trasera. Cuando me recuperé, seguí los sonidos y te encontré -tras un largo momento de silencio, Eric me preguntó lo que había pasado en la tienda.
– Me confundieron con la otra mujer que entró en la tienda al mismo tiempo que yo iba al servicio -le expliqué-. No parecían estar seguros de que me encontrara dentro, y el encargado les dijo que sólo había entrado una mujer y que se había ido. Supe que guardaba una escopeta en su camioneta; ya sabes, lo «oí» en su mente, así que fui y la cogí. Les saboteé la suya y empecé a buscarte, porque imaginaba que algo te había pasado.
– Entonces ¿planeaste salvarnos a mí y al encargado, a los dos?
– Pues…, sí -no comprendía el extraño tono de su voz-. Tampoco tuve la impresión de tener muchas más opciones.
Los verdugones ahora no eran más que líneas rosas.
El silencio aún parecía cargado. Estábamos ya a cuarenta minutos de casa. Traté de dejar las cosas como estaban, pero no pude.
– Parece que haya algo que no te haga muy feliz -le dije con tono afilado. Mi temperamento amenazaba con desbordarse. Sabía que me estaba metiendo en la dirección equivocada de la conversación; sabía que tenía que contentarme con el silencio, por muy cargado que estuviese.
Eric cogió la salida de Bon Temps y viró hacia el sur.
A veces, en lugar de transitar por la carretera menos usada, optas por la más machacada.
– ¿Pasa algo por que os quisiera rescatar a los dos? -estábamos cruzando Bon Temps. Eric giró al este después de pasar junto a unos edificios de la avenida principal, que fueron desapareciendo a medida que avanzábamos. Pasamos por el Merlotte's, que seguía abierto. Volvimos a girar hacia el sur por una pequeña carretera del distrito. Poco después, estábamos rebotando por el camino que llevaba a mi casa.
Eric se detuvo y apagó el motor.
– Sí -dijo-. Pasa algo. Y ¿por qué demonios no has hecho que arreglen el camino de entrada a tu casa?
La tensión que se había ido acumulando entre los dos estalló. Estuve fuera del coche en un abrir y cerrar de ojos, igual que él. Nos lanzamos miradas por encima del techo del Lincoln, aunque yo apenas levantaba la cabeza sobre él. Rodeé el coche a grandes zancadas, hasta que estuve justo delante de Eric.
– ¡Porque no me lo puedo permitir, por eso! ¡No tengo dinero! ¡Y todos venís pidiéndome que pierda tiempo de mi trabajo para haceros recados! ¡No puedo! ¡Ya no puedo más! -chillé-. ¡Abandono!
Eric se quedó mirándome durante un largo instante. Mi pecho se agitaba con fuerza bajo la chaqueta robada. Algo me pareció extraño, algo me incordiaba acerca del aspecto de mi casa, pero estaba demasiado airada como para preocuparme.
– Bill… -comenzó Eric con cautela, y aquello me encendió como a un cohete.
– Bill se está dejando todo el dinero en los malditos Bellefleur -dije, esta vez con un tono tan bajo como venenoso, aunque no menos sincero-. Ni se le ocurre ofrecerme dinero. Aunque ¿cómo iba a aceptarlo? Me convertiría en una mujer mantenida, y no soy su puta, soy… Era su novia.
Tomé una estremecida bocanada de aire, tristemente consciente de que iba a romper a llorar. En lugar de ello, hubiera sido mejor volver a perder los papeles. Lo intenté.
– Y ¿a ti por qué te ha dado por decirle a la gente que soy tu…tu amante? ¿De dónde te has sacado eso?
– ¿Qué ha pasado con el dinero que ganaste en Dallas? -preguntó Eric, cogiéndome completamente por sorpresa.
– Con él pagué los impuestos de la casa.
– ¿No pensaste que si me decías dónde guardaba Bill su programa, te habría dado lo que me hubieras pedido? ¿No pensaste que Russell te habría pagado una fortuna?
Me sentí tan ofendida que me tragué el aliento. No sabía por dónde empezar.
– Veo que no pensaste en esas cosas.
– Oh, claro, soy una monjita de la caridad -lo cierto es que nada de eso se me había ocurrido, y casi lamentaba que así hubiera sido. Temblaba de la rabia, y todo mi sentido común se estaba yendo por el sumidero. Pude sentir la presencia de otras mentes cerca, y la idea de que hubiera un intruso en mi casa me enfureció más aún. La parte racional de mi mente estaba estrujada bajo el peso de mi ira.
– Hay alguien esperando en mi casa, Eric -me di la vuelta y subí a zancadas hacia mi porche y encontré la llave que había escondido bajo la mecedora que tanto le había gustado a mi abuela. Ignorando todo lo que mi cerebro trataba de decirme, incluso el comienzo de un grito de Eric, abrí la puerta y fui golpeada por una tonelada de ladrillos.