Cuando amaneció, había podido dormir un total de media hora. Me dispuse a levantarme y hacer café, pero no parecía existir ningún motivo para ello. Así que me quedé en la cama. El teléfono sonó durante la mañana, pero no lo cogí. Llamaron a la puerta, pero no la abrí.
En cierto momento, hacia media tarde, recordé que tenía una cosa que hacer, la tarea que Bill había insistido tanto que hiciera si él se retrasaba. Y esta situación encajaba perfectamente dentro de lo que me había dicho.
Ahora duermo en el dormitorio más grande, que antes era el de mi abuela. Me tambaleé por el pasillo en dirección a mi antigua habitación. Un par de meses atrás, Bill había sacado el suelo de mi viejo armario y lo había convertido en una trampilla. Se había preparado un rinconcito a prueba de sol en el espacio hueco debajo de la casa. Había hecho un gran trabajo.
Me aseguré de que nadie me pudiera ver desde la ventana antes de abrir la puerta del armario. Sobre el suelo de éste no había nada a excepción de una alfombrilla, hecha con lo que había sobrado de enmoquetar el suelo del dormitorio. La aparté y hundí una navaja de bolsillo en la rendija del suelo para levantar la tapa. Miré la caja negra que había dentro. Estaba llena de cosas: el ordenador de Bill, una caja atestada de discos, su monitor y una impresora.
Así que Bill había previsto que esto pudiera ocurrir y había ocultado todo su trabajo antes de irse. Había tenido fe en mí a pesar de lo escéptico que pudiera ser. Asentí con la cabeza y volví a desenrollar la alfombrilla haciendo que encajara perfectamente en las esquinas. Sobre el suelo del armario puse cosas de fuera de temporada, como cajas de zapatos de verano, una bolsa de playa llena de toallas de baño, uno de mis muchos tubos de loción bronceadora y la hamaca plegable que usaba para tomar el sol. Coloqué una gran sombrilla en la esquina y decidí que el armario tenía un aspecto lo suficientemente realista. Mis vestidos de verano colgaban de las perchas, junto con algunas batas de baño muy ligeras y algunos camisones. Mi subidón de energía se desvaneció cuando me di cuenta de que estaba realizando el último favor que Bill me había pedido y que no tenía forma de decirle que había cumplido con sus deseos.
Una mitad de mí (patéticamente) quería hacerle saber que había mantenido la fe; la otra quería entrar en el cobertizo de las herramientas y ponerse a afilar estacas.
El conflicto era demasiado pronunciado para mantener un curso de acción coherente, así que me volví a arrastrar hasta la cama y en ella me apalanqué. Abandonando una vida que había dedicado a sacar lo mejor de las cosas, ser fuerte, alegre y práctica, volví a revolearme en mi pena y en un abrumador sentimiento de traición.
Cuando me desperté, había vuelto a anochecer y Bill estaba en la cama conmigo. ¡Oh, gracias a Dios! El alivio me recorrió de arriba abajo. Ahora todo iría bien. Sentí su frío cuerpo detrás de mí y me volví, medio dormida, para rodearlo con los brazos. Me aflojó el camisón largo y me acarició la pierna con una mano. Puse la cabeza sobre su pecho silencioso y hundí la cara en él. Sus brazos me rodearon con más fuerza y yo lancé un suspiro de alegría, introduciendo una mano entre los dos para desabrocharle los pantalones. Todo había vuelto a la normalidad.
Salvo que olía diferente.
Abrí los ojos de golpe y traté de apartarme, empujando contra unos hombros tan duros como la piedra. Lancé un escueto grito de horror.
– Soy yo -dijo una voz familiar.
– Eric, ¿qué demonios estás haciendo aquí?
– Acurrucarme.
– ¡Serás hijo de perra! ¡Pensaba que eras Bill! ¡Creí que había vuelto!
– Sookie, necesitas una ducha.
– ¿Qué?
– Tienes el pelo sucio y podrías tumbar a un caballo con el aliento.
– Me importa un bledo lo que pienses -le solté.
– Anda, ve a lavarte.
– ¿Por qué?
– Porque tenemos que hablar, y estoy convencido de que no te apetecerá tener una larga conversación en la cama. Y que conste que no es porque a mí me moleste compartir lecho contigo -se apretó contra mí para demostrar lo poco que le molestaba-, pero lo disfrutaría más en compañía de la Sookie higiénica que un día conocí.
Probablemente nada de lo que hubiera podido añadir me habría hecho salir de la cama más deprisa que eso. La ducha caliente le sentó de maravilla a mi cuerpo helado, mientras que mi mal humor se encargó de subirme la temperatura interior. No era la primera vez que Eric me sorprendía en mi propia casa. Tendría que rescindir su invitación de entrada. Lo que me había detenido ante ese drástico paso hasta el momento, lo que me detenía entonces, era la idea de que si alguna vez necesitaba ayuda y él no podía entrar, quizá estuviera muerta antes de poder gritar «¡Adelante!».
Entré en el baño llevando conmigo unos vaqueros y mi ropa interior, junto con un jersey navideño de color rojo y verde con el motivo de un reno, más que nada porque era lo primero que había encontrado en el cajón. Sólo te puedes poner esas cosas un mes al año, y yo trato de aprovecharlas al máximo. Me sequé el pelo con el secador, añorando la presencia de Bill para que me lo cepillara. Disfrutaba mucho haciéndolo, y yo disfrutaba dejándole. Ante esa imagen mental casi volví a quebrarme, y permanecí de pie, con la cabeza apoyada contra la pared, durante un buen rato mientras acumulaba la voluntad necesaria para seguir adelante. Respiré hondo, miré al espejo y me puse algo de maquillaje. Con el invierno tan avanzado, mi moreno empezaba a flaquear, aunque no dejaba de tener un buen color, gracias a la cama de bronceado del videoclub de BonTemps.
Prefiero los veranos. Me gusta el sol, los vestidos cortos y la sensación de tener muchas horas de luz para hacer lo que quieras. Incluso Bill disfrutaba de los aromas del verano; le encantaba la fragancia del aceite bronceador (eso me dijo) y el del propio sol en la piel.
Pero lo bueno del invierno era que las noches eran mucho más largas… Al menos eso pensaba cuando tenía a Bill para compartirlas conmigo. Lancé el cepillo del pelo al otro extremo del cuarto de baño. Emitió un reconfortante sonido cuando rebotó en la bañera.
– ¡Maldito bastardo! -grité a pleno pulmón. Escucharme decir aquello a plena voz me calmó como nada lo hubiera conseguido.
Cuando salí del cuarto de baño, Eric estaba completamente vestido. Llevaba una de esas camisetas que le regalaba alguno de los proveedores de cerveza de Fangtasia («Esta sangre es para ti», ponía) y unos vaqueros. Había hecho cuidadosamente la cama.
– ¿Pueden entrar Pam y Chow? -preguntó.
Atravesé el salón hasta la puerta delantera y la abrí. Los dos vampiros estaban sentados silenciosamente en el columpio del porche. Estaban en lo que me dio por considerar una especie de modo de reposo. Cuando los vampiros no tienen nada que hacer en particular, es como si se quedaran en blanco; se retiran a su interior, sentados o de pie, pero completamente inmóviles, con los ojos abiertos y vacíos. Parece que eso les ayuda a descansar.
– Pasad, por favor -les invité.
Pam y Chow entraron lentamente, mirando a su alrededor con interés, como si estuviesen de excursión: «Casa de granja de Luisiana, aproximadamente principios del siglo XXI». La casa había pertenecido a nuestra familia desde que fue construida, hacía más de ciento sesenta años. Cuando mi hermano Jason se independizó, se mudó a la casa que mis padres habían construido cuando se casaron. Yo me quedé aquí, con la abuela, en este edificio tan alterado como renovado; y ella me la legó en su testamento.
Lo que ahora era el salón es lo que había constituido la casa original. Algunas adiciones, como la cocina moderna y los cuartos de baño, eran relativamente recientes. El piso de arriba, que era notablemente más pequeño que el de la planta baja, se había añadido en la primera década del siglo XX para acomodar a una nueva generación de niños que sobrevivió entera. Apenas subía en estos días. En verano hacía un calor insoportable, incluso con el aire acondicionado puesto.
Todo mi mobiliario era viejo, carente de estilo, aunque cómodo… Absolutamente convencional. En el salón había sillas, sofás, un televisor y un reproductor de vídeo. De él nacía un pasillo que daba a mi amplio dormitorio con su correspondiente cuarto de baño, a otro cuarto de baño junto al propio pasillo, y a mi antiguo dormitorio, así como a algunos armarios (para los abrigos y la ropa blanca). Al fondo del pasillo estaba la cocina-comedor, que se había añadido poco después de que mis abuelos se casaran. Detrás de la cocina había un gran porche trasero cubierto que yo acababa de tapiar. Allí tenía un viejo banco aún útil, la lavadora y secadora, y unas cuantas estanterías.
Había un ventilador en el techo de cada habitación, así como un matamoscas colgado en un lugar discreto de un diminuto clavo. La abuela no solía encender el aire acondicionado a menos que fuera estrictamente necesario.
Si bien no subieron al piso de arriba, Pam y Chow no se perdieron detalle de la planta baja.
Cuando se acomodaron en la vieja mesa donde varias generaciones de Stackhouse habían comido, me sentí como si viviese en un museo que acabara de ser catalogado. Abrí la nevera y saqué tres botellas de TrueBlood, las calenté en el microondas, las agité bien y las puse sobre la mesa, ante mis huéspedes.
Chow seguía siendo un perfecto extraño para mí. Apenas llevaba unos meses trabajando en Fangtasia. Supongo que entró para estar en la barra, como su predecesor. Tenía unos tatuajes impresionantes, de esos asiáticos, azul oscuro y de motivos tan intrincados que recordaban la estética de la ropa oriental más elegante. Estos eran tan diferentes a los de tipo presidiario de mi atacante, que costaba creer que se trataba de la misma forma de arte. Me habían dicho que los de Chow eran tatuajes yakuza, pero nunca tuve la sangre fría de preguntárselo, sobre todo porque no era en absoluto asunto mío. Aun así, si se trataban de tatuajes yakuza, Chow no sería un vampiro demasiado antiguo. Había investigado algo, y lo de los tatuajes era una moda relativamente reciente en la larga historia de esa organización criminal. Chow tenía el pelo negro y largo (lo que no era una sorpresa), y varias fuentes me habían confirmado que había sido todo un fichaje para Fangtasia. La mayoría de las noches trabajaba sin camiseta. Esta noche, a modo de concesión al frío, lucía un chaleco rojo con cremallera.
No pude evitar preguntarme si alguna vez se sentiría verdaderamente desnudo, con todos los tatuajes que cubrían su cuerpo. Ojalá tuviera el valor de preguntárselo, pero, evidentemente, eso estaba fuera de lugar. Era la única persona que conocía de ascendencia asiática y, por mucho que sepas que los individuos no son representativos de toda su raza, una se espera que al menos algunos de los tópicos sean válidos. Chow parecía tener un fuerte sentido de la privacidad. Pero, lejos de ser distante e inescrutable, no paraba de charlar con Pam, aunque en un idioma que yo era incapaz de comprender. Y me sonreía de una manera desconcertante. Vale, puede que estuviese muy lejos de ser inescrutable. Probablemente estaba poniéndome a parir, y yo era demasiado boba como para enterarme.
Como siempre, Pam estaba vestida al discreto estilo de la clase media. Esta noche tocaban unos pantalones blancos de invierno y un jersey azul. Su pelo rubio resplandecía, liso y suelto, a lo largo de su espalda. Parecía Alicia en el País de las Maravillas, pero con colmillos.
– ¿Habéis descubierto algo más sobre Bill? -pregunté cuando todos hubieron tragado sus bebidas.
– Algo -contestó Eric.
Posé mis manos sobre el regazo y aguardé.
– Sé que Bill ha sido secuestrado -dijo, y la habitación dio vueltas a mi alrededor durante un segundo. Respiré hondo para que se detuviera.
– ¿Por quién secuestrado? -la gramática era la última de mis preocupaciones.
– No estamos seguros -me dijo Chow-. Los testigos no se ponen de acuerdo -su inglés tenía acento, pero era muy claro.
– Llevadme con ellos -les pedí-. Si son humanos, lo descubriré.
– Si estuvieran bajo nuestro dominio, sería lo más lógico -coincidió Eric-. Pero, por desgracia, no lo están.
Dominio, y un carajo.
– Explícamelo, por favor -estoy segura de que estaba haciendo gala de una extraordinaria paciencia, dadas las circunstancias.
– Esos humanos le deben lealtad al rey de Misisipi.
Sabía que la boca se me estaba quedando abierta, pero parecía incapaz de detener el proceso.
– Disculpa -dije al cabo de un momento-, pero podría jurar que acabas de decir… ¿El rey? ¿De Misisipi?
Eric asintió sin un rastro de sonrisa.
Bajé la mirada, tratando de mantener una expresión neutra. Incluso bajo esas circunstancias era imposible. Sentí cómo la boca se me crispaba.
– ¿En serio? -pregunté, desesperanzada. No sé por qué me pareció incluso más gracioso que Misisipi tuviese un rey (si, al fin y al cabo, Luisiana tenía una reina…), pero así era. Me recordé a mí misma que se suponía que yo no sabía nada de la reina. Tomé nota.
Los vampiros intercambiaron miradas. Asintieron a la vez.
– ¿Eres tú el rey de Luisiana? -le pregunté a Eric, aturdida debido a todo el esfuerzo mental por mantener en pie la fachada. Me estaba riendo con tanta fuerza que era todo lo que podía hacer para mantenerme erguida en la silla. Probablemente había un toque de histeria.
– Oh, no -admitió-. Sólo soy el sheriff de la Zona Cinco.
Aquello me descolocó del todo. Las lágrimas me recorrían la cara y Chow parecía incómodo. Me levanté, me hice un chocolate suizo al microondas y lo removí con una cuchara para que se enfriara. Me estaba calmando mientras llevaba a cabo la pequeña tarea, y para cuando regresé a la mesa ya estaba casi sobria.
– Nunca me habíais dicho esto antes -dije, exigiendo una explicación solapadamente-. Habéis dividido Estados Unidos en reinos, ¿es eso?
Pam y Chow miraron a Eric con cierta sorpresa, pero él no les prestó atención.
– Sí -dijo sin más-. Así ha sido desde que los vampiros llegaron a América. Por supuesto, a lo largo de los años los sistemas han ido cambiando a medida que aumentaba la población. Había muchos menos vampiros en Estados Unidos los primeros doscientos años, puesto que el viaje entrañaba mucho peligro. Era complicado realizar todo el viaje sin un buen suministro de sangre -que habría sido la tripulación del barco, por supuesto-. Y la compra de Luisiana supuso toda una diferencia.
Y tanto que sí. Ahogué otra andanada de risas histéricas.
– ¿Y los reinos se dividen en…?
– Zonas. Antes se llamaban feudos, hasta que decidimos que era un término de lo más anacrónico. Cada zona está a cargo de un sheriff. Como bien sabes, vivimos en la Zona Cinco del reino de Luisiana. Stan, a quien visitaste en Dallas, es el sheriff de la Zona Seis del reino de…, en Texas.
Me imaginé a Eric como el sheriff de Nottingham, y luego, cuando aquello perdió su gracia, como Wyatt Earp. No cabía duda de que estaba con el humor volátil. La verdad es que, físicamente, me sentía bastante mal. Me obligué a reprimir la reacción ante ese dato para centrarme en el problema inmediato.
– Entonces, raptaron a Bill durante el día, ¿acierto? -múltiples asentimientos-. Presenciaron el secuestro algunos humanos que residen en el reino de Misisipi -me encantaba decirlo-, que según lo que me dices están bajo el control del rey vampiro local, ¿verdad?
– Russell Edgington. Sí, viven en su reino, pero algunos me darán información. A un precio.
– ¿El rey no permitirá que los interrogues?
– Aún no se lo hemos pedido. Puede que Bill fuera secuestrado por orden suya.
Aquello suscitó un montón de nuevas preguntas, pero me obligué a seguir centrada.
– ¿Cómo puedo llegar hasta ellos? Suponiendo que quiera hacerlo.
– Hemos pensado en un modo con el que podrías reunir información de los humanos que viven donde Bill fue secuestrado -informó Eric-. No sólo se trata de gente a la que he sobornado para que me digan lo que está pasando allí, sino también de personas asociadas directamente con Russell. Es arriesgado. Tenía que decirte lo que sé para que funcione. Y puede que no quieras. Ya han tratado de localizarte. Por lo que parece, quienquiera que tenga a Bill todavía no tiene mucha información sobre ti. Pero Bill no tardará en hablar. Si sigues por ahí cuando se doblegue, te tendrán servida en bandeja.
– Entonces no me necesitarán -puntualicé-. Si ya lo han doblegado.
– Eso no es necesariamente cierto -dijo Pam. Repitieron ese rollo del intercambio de miradas enigmáticas.
– Contádmelo todo -exigí. Me di cuenta de que Chow se había acabado su sangre, así que me levanté para llevarle otra.
– Según cuenta la gente de Russell Edgington, Betty Jo Pickard, la lugarteniente de Edgington, debía tomar un vuelo para San Luis anoche. Los humanos encargados de llevar su ataúd al aeropuerto cogieron el de Bill, que era idéntico, por error. Cuando llevaron el ataúd al hangar que Anubis Air tiene alquilado, lo dejaron sin vigilancia durante unos diez minutos mientras hacían el papeleo. Dicen que en ese tiempo alguien se llevó el ataúd, que estaba en una especie de carro con ruedas, hacia la parte trasera del hangar, lo cargaron en un camión y se largaron.
– Alguien capaz de penetrar en la seguridad de Anubis -dije con un lastre de duda en la voz. Anubis Air se había creado para transportar vampiros tanto de día como de noche con toda seguridad, incluida una férrea vigilancia de los ataúdes de quienes iban dormidos, como anunciaba a bombo y platillo su carta de presentación publicitaria. Evidentemente, los vampiros no tienen por qué dormir en ataúdes, pero es lo más cómodo para desplazarse. Hubo desafortunados «accidentes» cuando los vampiros trataron de hacer lo mismo con Delta. Algunos fanáticos se las habían arreglado para penetrar en el depósito de equipajes y habían abierto un par de ataúdes con hachas. Northwest había sufrido el mismo problema. El ahorro de dinero había dejado de ser de golpe atractivo para los no muertos, que ahora volaban con Anubis casi exclusivamente.
– Creo que alguien se ha hecho pasar por quien no era, alguien que aparentó ir de parte de Edgington a ojos de los empleados de Anubis, y viceversa. Puede que se llevara a Bill al mismo tiempo que la gente de Edgington se marchaba, de modo que ninguno de los guardias se diera cuenta de nada.
– ¿Es que los empleados de Anubis no exigen ver primero los papeles para dar salida a un ataúd?
– Dicen que los vieron, los de Betty Joe Pickard. Iba de camino a Misuri para negociar un acuerdo comercial con los vampiros de San Luis -por un momento me abstraje, preguntándome con qué demonios comerciarían los vampiros de Misisipi y los de Misuri, y entonces decidí que sencillamente no quería saberlo.
– Además se produjo otro foco de confusión en ese momento -estaba diciendo Pam-. Se declaró un incendio bajo la cola de otro de los aviones de Anubis, lo cual distrajo a los guardas.
– Oh, de esos fortuitos pero aposta.
– Eso opino yo -dijo Chow.
– Y ¿por qué querría nadie llevarse a Bill? -pregunté. Aunque me temía que conocía la respuesta. Esperaba que me dieran cualquier otra razón. Gracias a Dios que Bill se había preparado para ese momento.
– Bill ha estado trabajando en un pequeño proyecto especial -dijo Eric, sin quitarme la mirada de encima-. ¿Sabes algo al respecto?
Más de lo que quería. Menos de lo que debía.
– ¿Qué proyecto? -pregunté. Me he pasado la vida ocultando mis propios pensamientos, y ahora recurría a esa añeja habilidad mía. Una vida dependía de ello.
La mirada de Eric saltó a Pam y a Chow. Ambos lanzaron una especie de señal infinitesimal. Eric volvió a centrarse en mí, y dijo:
– Nos cuesta un poco creerte, Sookie.
– ¿Por qué lo dices? -pregunté, prendiendo un poco de enfado a mi voz. Ante la duda, ataca-. ¿Cuándo demonios le ha expresado sus emociones ninguno de vosotros a un humano? Y no cabe duda de que Bill es uno de los vuestros -dije aquello con toda la rabia que pude acumular.
Volvieron a hacer eso de las miradas fugaces.
– ¿Crees que nos vamos a tragar que Bill no te dijo en qué estaba trabajando?
– Sí, eso creo. Porque no lo hizo -en realidad lo había deducido yo sola, en cierto modo.
– Esto es lo que voy a hacer -declaró Eric finalmente. Me miró desde el otro extremo de la mesa, con unos ojos azules tan duros y fríos como el mármol. Se acabó el rollo del vampiro bueno-. No sé si estás mintiendo o no, lo cual es admirable. Por tu bien espero que me estés diciendo la verdad. Podría torturarte hasta que me la dijeras, o hasta que me asegurara de que la habías dicho desde el principio.
Ay, madre. Tomé aire profundamente, lo exhalé y traté de pensar en una plegaria adecuada. «Dios, no dejes que grite demasiado alto» parecía algo débil y negativa. Además, no había nadie que me pudiera oír, aparte de los vampiros, por muy alto que gritara. Llegado el momento, podía dejarme llevar.
– Pero -prosiguió Eric, pensativo- eso podría dañarte demasiado de cara a la otra parte de mi plan, y la verdad es que no hay mucha diferencia en que sepas o no lo que Bill estaba haciendo a nuestras espaldas.
¿A sus espaldas? Oh, mierda. Y ahora sabía a quién culpar por el hondo aprieto en el que me encontraba. A mi amado y querido Bill Compton.
– Ahí ha reaccionado -observó Pam.
– Pero no como esperaba -dijo Eric lentamente.
– La opción de la tortura no me entusiasma demasiado -estaba metida en tantos problemas que no era capaz de seguir contándolos, y me atenazaba tanto estrés que sentía la cabeza flotar por encima de mi cuerpo-. Y echo de menos a Bill -aunque en ese momento no habría tenido inconveniente en patearle el culo, le echaba de menos. Si tan sólo hubiera podido tener una conversación de diez minutos con él, cuánto mejor preparada habría estado para los días venideros. Las lágrimas recorrieron mi cara. Pero tenían más cosas que decirme; había más cosas que escuchar, quisiera yo o no-. Espero que me digáis por qué Bill me mintió acerca de este viaje, si lo sabéis. Pam habló de malas noticias.
Eric miró a Pam sin un atisbo de amor en los ojos.
– Ya está filtrándolo todo otra vez -observó Pam con un tono algo incómodo-. Creo que, antes de ir a Misisipi, debería conocer la verdad. Además, si le ha estado guardando los secretos a Bill, esto…
¿Hará que cambie de chaqueta? ¿Que mude su lealtad respecto a Bill? ¿Que se dé cuenta de que nos lo tiene que contar?
Estaba claro que Eric y Chow habían hecho todo lo posible para mantenerme en la ignorancia y que no estaban muy contentos con que Pam me hubiera dado a entender -aunque oficialmente yo no lo supiera- que algunas cosas no andaban del todo bien con respecto a Bill y a mí. Pero ambos clavaron la mirada en Pam durante un largo minuto, y luego Eric asintió con brusquedad.
– Chow y tú esperad fuera -le dijo Eric a Pam. Ella le dedicó una mirada encendida y ambos salieron, dejando sus botellas vacías sobre la mesa. Ni siquiera un «gracias» por la sangre. Ni siquiera el detalle de enjuagarlas. Tenía la cabeza cada vez más ida mientras observaba los modales de los vampiros. Sentí que parpadeaba y pensé que estaba al borde del desmayo. No soy una de esas nenas delicadas que se caen redondas por cualquier tontería, pero creía que aquella vez estaba del todo justificado. Además, vagamente me di cuenta de que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.
– No dejes que te pase -dijo Eric. Parecía no admitir discusión. Traté de centrarme en su voz y lo miré.
Asentí para indicarle que hacía todo lo que podía para aguantar.
Se acercó a mi lado de la mesa, giró la silla que había usado Pam y me la acercó. Se sentó y se inclinó hacia mí, cubriendo con su gran mano blanca las dos mías, que seguían plegadas sobre mi regazo. Si cerraba la mano, sería capaz de romperme todos los dedos. No volvería a trabajar como camarera.
– No me gusta ver que te asusto -dijo, pegando su cara demasiado a la mía. Podía oler su colonia (Ulysse, pensé)-. Siempre me has gustado mucho.
Siempre había querido acostarse conmigo.
– Además, quiero follarte -sonrió, pero en ese momento no me afectó en absoluto-. Cuando nos besamos… fue muy excitante -nos habíamos besado en el cumplimiento del deber, por así decirlo, y no por gusto. Pero sí que había sido excitante. ¿Cómo no iba a serlo? Estaba buenísimo y había gozado de varios siglos para perfeccionar su técnica del beso.
Eric se acercó cada vez más. No estaba segura de si quería besarme o morderme. Tenía los colmillos extendidos. Estaba enfadado, cachondo, hambriento, o las tres cosas a la vez. Los vampiros más jóvenes suelen cecear cuando hablan, hasta que se acostumbran a los colmillos. Eric hablaba con suma claridad. También había tenido siglos para perfeccionar esa técnica.
– De alguna manera, ese plan de tortura no me ha hecho sentir muy sexy -le dije.
– Pero no ha dejado impasible a Chow-me susurró al oído.
No temblaba, aunque debía.
– ¿Te importaría ir al grano? -le pedí-. ¿Me vas a torturar o no? ¿Eres mi amigo o mi enemigo? ¿Vas a buscar á Bill o vas a dejar que se pudra?
Eric se rió. Era una carcajada breve y carente de toda gracia, pero era mejor que verlo acercarse, al menos en ese momento.
– Sookie, eres de lo que no hay -dijo, pero no como si lo encontrara entrañable-. No te voy a torturar, por una cosa: odiaría arruinar esa maravillosa piel tuya; un día espero verla al completo.
Esperaba que ésta siguiera cubriéndome el cuerpo cuando eso ocurriera.
– No siempre vas a tener tanto miedo de mí-dijo, como si fuera capaz de leer el futuro-. Y no siempre le serás tan fiel a Bill como lo eres ahora. Tengo que decirte una cosa.
Aquí venían las malas noticias, peores que malas. Sus fríos dedos se enroscaron en los míos y, sin quererlo, sostuve su mano con fuerza. No se me ocurría una sola palabra que decir, al menos una que fuese segura. Mis ojos estaban clavados en los suyos.
– Bill tuvo que ir a Misisipi -me contó Eric- para atender la llamada de una vampira a la que conoce desde hace muchos años. No sé si te has dado cuenta de que los vampiros casi nunca se acuestan con los suyos más allá de un rollo de una noche. No lo hacemos porque aparearse y compartir sangre nos da poder sobre el otro para siempre. Esta vampira…
– Su nombre -exigí.
– Lorena -contestó reacio. O puede que me lo quisiera contar desde el principio, y que su desgana no fuese más que una cortina de humo. Quién demonios puede saberlo con un vampiro.
Esperó a ver si yo hablaba, pero no lo hice.
– Ella estaba en Misisipi. No sé si vive allí o si sólo fue para tenderle una trampa a Bill. Llevaba mucho tiempo viviendo en Seattle, lo sé porque Bill y ella pasaron años allí juntos.
Y yo que me había preguntado por qué habría escogido Seattle como destino ficticio. Al parecer, no era algo que hubiese elegido al azar.
– Fuese cual fuese su intención al citarlo allí… Cualquiera que fuese su excusa para no ser ella quien viniera aquí… Tal vez Bill intentaba tener cuidado contigo…
En ese momento me quise morir. Respiré hondo y bajé la mirada a las manos entrelazadas. Me sentía demasiado humillada como para mirar a los ojos a Eric.
– Estaba… Quedó instantáneamente seducido por ella, una vez más. Al cabo de unas noches, llamó a Pam para decirle que volvería pronto a casa sin decírtelo para poder ocuparse de tu futuro antes de volver a verte.
– ¿Ocuparse de mi futuro? -mi voz sonó al graznido de un cuervo.
– Bill quería cerrar un acuerdo financiero para ti.
La conmoción me hizo palidecer.
– Dejarme una pensión -dije fríamente. Por muy buenas que fuesen sus intenciones, Bill no podría haberme ofendido más. Cuando estábamos juntos, nunca se le pasó por la cabeza preguntarme cómo iban mis asuntos económicos, aunque le faltó tiempo para ayudar a los Bellefleur, sus recién descubiertos descendientes.
Pero, a punto de salir de mi vida, sintiéndose culpable por dejar tirada a la pobre y lastimosa de Sookie, empezaba a preocuparse.
– Quería… -empezó Eric, pero luego se detuvo y miró con cuidado mi cara-. Bueno, será mejor que lo dejemos por el momento. No te habría contado nada de esto si Pam no hubiera interferido. Te habría dejado en tu ignorancia, porque no hay nada que me apetezca menos que entristecerte con palabras salidas de mi boca. Y no tendría que rogarte como te voy a rogar ahora.
Me obligué a escuchar. Me aferré a la mano de Eric como si fuese un salvavidas.
– Lo que voy a hacer, y tienes que comprenderlo, Sookie, mi piel también va en ello…
Lo miré directamente a la cara y él vio mi sorpresa.
– Sí, mi trabajo y puede que mi vida también, Sookie, no sólo la tuya y la de Bill. Mañana te enviaré un contacto. Vive en Shreveport, pero tiene otro apartamento en Jackson. Tiene amigos en la comunidad sobrenatural local, vampiros, cambiantes y licántropos. A través de él podrás conocer a algunos de ellos y a sus empleados humanos.
No era del todo dueña de mí misma en ese momento, pero sentía que comprendería todo esto cuando volviese sobre ello más adelante. Así que asentí. Sus dedos acariciaron los míos una y otra vez.
– Ese hombre es un licántropo -dijo Eric sin más-, así que es escoria. Pero es más fiable que otros, y me debe un gran favor personal.
Asimilé aquello y volví a asentir. Los largos dedos de Eric casi parecían calientes.
– Te introducirá en la comunidad vampírica de Jackson para que puedas leer las mentes de los empleados humanos. Sé que suena muy fuerte, pero si hay algo que descubrir, si Russell Edgington secuestró a Bill, puede que saques alguna pista. El hombre que trató de raptarte era de Jackson, iba de incógnito en su coche y era licántropo, tal como indica la cabeza de lobo de su chaleco. No sé por qué han venido a por ti, pero sospecho que significa que Bill sigue vivo, y te querían para coaccionarlo.
– Entonces supongo que lo más apropiado habría sido secuestrar a Lorena-dije.
Eric me miró con aprobación.
– Puede que ya la tengan -aventuró-, pero puede que Bill haya descubierto que es Lorena quien lo ha traicionado. No lo habrían atrapado si ella no hubiese revelado el secreto que él le confió.
Lo sopesé y volví a asentir.
– También me pregunto si no es mucha casualidad que ella estuviera allí -añadió Eric-. Pero creo que si habitualmente formara parte del grupo de Misisipi ya me habría enterado. Aun así, le daré vueltas en mi tiempo libre -a tenor de su sombría expresión, se deducía que Eric ya había invertido horas de meditación en el asunto-. Si este plan no surte efecto en un plazo de tres días, Sookie, puede que tengamos que secuestrar a uno de los vampiros de Misisipi a cambio. A buen seguro esto llevaría a una guerra, y una guerra, aunque sea contra Misisipi, costaría muchas vidas y bastante dinero. Y al final matarían a Bill de todos modos.
Vale, el peso del mundo descansaba sobre mis hombros. Gracias Eric, más presión y responsabilidad, eso era precisamente lo que necesitaba.
– Pero ten esto claro: si tienen a Bill, si sigue vivo, lo recuperaremos. Y volveréis a estar juntos, si eso es lo que quieres.
Demasiadas condiciones en la misma frase.
– Para responder a tu pregunta: soy tu amigo, y nuestra amistad durará hasta cuando sea, mientras no amenace mi propia vida o el futuro de mi zona.
Bueno, eso ponía las cosas claras. Agradecí su sinceridad.
– Es decir, mientras te resulte conveniente -rectifiqué con calma, lo cual era tan injusto como incierto. Aun así, pensé que era extraño que mi interpretación de su actitud pareciera molestarle-. Deja que te pregunte una cosa, Eric.
Alzó las cejas para indicarme que estaba esperando. Sus manos me recorrían los brazos de arriba a abajo, de un modo ausente, como si no pensase en lo que estaba haciendo. El movimiento me recordó al de un hombre tratando de calentarse las manos ante un fuego.
– Si no te he entendido mal, Bill estaba trabajando en un proyecto para la… -sentí que un estallido de risa me amenazaba y lo reprimí-. Para la reina de Luisiana -concluí-. Pero tú no sabías nada, ¿es así?
Eric se me quedó mirando por un largo instante mientras pensaba qué contestarme.
– Me dijo que tenía un trabajo para Bill -respondió-, pero no de qué se trataba, ni por qué tenía que ser él el escogido o cuándo se daría por concluido.
Aquello ofendería a cualquier líder, que se apropiasen así de uno de sus subordinados. Especialmente si el líder no estaba al corriente de ello.
– ¿Y cómo es que esta reina no está buscando a Bill? -pregunté con la neutralidad que me dictaba la cautela.
– No sabe que ha desaparecido.
– ¿Por qué?
– No se lo hemos dicho.
Tarde o temprano dejaría de responder.
– Y ¿por qué no?
– Nos castigaría.
– ¿Por qué? -empezaba a parecerme a una cría de dos años.
– Por dejar que le pasara algo a Bill mientras se encargaba de un proyecto especial para ella.
– ¿En qué consistiría ese castigo?
– Oh, con ella es difícil saberlo -lanzó una carcajada ahogada-. Pero seguro que algo muy desagradable.
Eric estaba más cerca de mí si cabe, casi tocando mi pelo con su rostro. Inhalaba con mucha delicadeza. Los vampiros dependen del olfato y el oído, mucho más que de la vista, a pesar de que gozan de una agudeza visual excelente. Eric había bebido de mi sangre, por lo que conocía mis emociones mejor que cualquier vampiro que no lo hubiera hecho. Todos los chupasangres son aficionados a estudiar el sistema emocional humano, pues los mejores depredadores son los que conocen los hábitos de sus presas.
Eric empezó a frotar su mejilla contra la mía. Era como un gato disfrutando de las caricias.
– Eric -me había dado más información de lo que creía.
– ¿Hmmm?
– En serio, ¿qué te hará la reina si no puedes llevarle a Bill el día que hay que entregarle su proyecto?
Mi pregunta obtuvo el efecto deseado. Eric se apartó de repente y me miró con unos ojos más azules que los míos y más gélidos que los páramos antárticos.
– Sookie, es lo último que querrías saber -aseguró-. Con llevarle la tarea basta. La presencia de Bill no deja de ser un añadido.
Le devolví la mirada con unos ojos casi tan fríos como los suyos.
– Y ¿qué obtengo yo a cambio de hacer esto por ti? -pregunté.
Eric se las arregló para parecer tan sorprendido como encantado.
– Si Pam no te hubiera puesto sobre la pista de lo de Bill, su regreso a salvo habría sido suficiente y tú habrías saltado ante la oportunidad de echar una mano -me recordó Eric.
– Pero ahora sé lo de Lorena.
– Y, a sabiendas de ello, ¿estás de acuerdo con hacer esto por nosotros?
– Sí, con una condición.
Eric adquirió un aire cauto.
– Y ¿cuál sería? -preguntó.
– Si algo me pasara, quiero que la liquides.
Me miró boquiabierto durante un eterno segundo, antes de estallar en carcajadas.
– Tendría que pagar una enorme multa -dijo cuando logró apaciguar las risas-. Y tendría que pagarla por adelantado. Es más fácil decirlo que hacerlo. Ella tiene trescientos años.
– Me has dicho que lo que te ocurrirá si todo esto se destapa será bastante horrible -le recordé.
– Cierto.
– Me has dicho que necesitas que te haga este favor desesperadamente.
– Cierto.
– Eso es lo que pido a cambio.
– Serías una vampira estupenda, Sookie -concluyó Eric-. Está bien. Hecho. Si algo te pasara, ella no volverá a tirarse a Bill.
– Oh, no es sólo eso.
– ¿No? -Eric parecía muy escéptico.
– Es porque ella lo traicionó.
Los duros ojos azules de Eric se encontraron con los míos.
– Dime una cosa, Sookie: ¿me pedirías esto si ella fuese humana? -su boca de finos labios, casi siempre en una mueca divertida, dibujaba ahora una recta línea de seriedad.
– Si fuese humana, me encargaría de ella personalmente -dije, y me levanté para indicarle la puerta.
Cuando Eric se marchó en su coche, apoyé la cara contra la madera de la puerta. ¿De veras pretendía decirle lo que le había dicho? Durante mucho tiempo me había preguntado si era una persona civilizada. Durante mucho tiempo había luchado por serlo. Sabía que en el momento en que dije que me habría encargado de Lorena personalmente, hablaba en serio. Había algo salvaje en mi interior, y siempre lo había controlado. Mi abuela no me había criado para ser una asesina.
Mientras recorría el pasillo de camino a mi habitación, me di cuenta de que mi temperamento había venido aflorando cada vez más en los últimos tiempos. Justo desde que entré en contacto con los vampiros.
Podía imaginarme el motivo. Ellos ejercían un tremendo control sobre sí mismos. ¿Por qué no iban a hacerlo sobre mí?
Pero ya había tenido suficiente introspección para una noche.
Seguiría pensando en ello mañana.