– La tenemos -dijo una voz que no pude reconocer. Me habían obligado a ponerme de pie, y me tambaleaba entre los dos hombres que me sostenían.
– Y ¿qué pasa con el vampiro?
– Le disparé dos veces, pero está en el bosque. Se ha escapado.
– Mal asunto. Hay que trabajar deprisa.
Pude sentir que había muchos hombres en la habitación, y abrí los ojos. Habían encendido las luces. Estaban en mi casa. Estaban en mi hogar. Aquello me puso tan enferma como el puñetazo que había recibido en la mandíbula. Por alguna razón, di por sentado que mis visitantes serían Sam, Arlene o Jason.
Había cinco extraños en mi salón, si las cuentas no me fallaban, dado mi estado. Pero antes de que pudiera formar otra idea, uno de los hombres (y ahora me daba cuenta de que llevaba puesto un chaleco de cuero muy familiar) me propinó un puñetazo en el estómago.
Me faltó el aire para gritar.
Los dos que me sostenían me volvieron a poner derecha.
– ¿Dónde está?
– ¿Quién? -lo cierto era que, a esas alturas, no podía recordar a qué desaparecido querían encontrar. Pero, por supuesto, me volvió a golpear. Lo pasé muy mal cuando sentí la necesidad de llenar los pulmones y no pude. Me ahogaba.
Al fin pude dar una bocanada de aire. Fue dolorosa y ronca, pero todo un alivio.
Mi interrogador licántropo, que tenía el escaso pelo rapado casi al cero y una horrible barba de chivo, me abofeteó con fuerza y la mano bien abierta. La cabeza osciló sobre mi cuello como un coche sobre amortiguadores defectuosos.
– ¿Dónde está el vampiro, zorra? -inquirió el licántropo. Volvió a cargar el puño.
No podía seguir aguantando aquello. Decidí acelerar las cosas. Levanté las piernas y, mientras los dos de los lados trataban de agarrarme como podían, pateé al que tenía delante con los dos pies. De no haber tenido unas zapatillas puestas, probablemente habría sido más eficaz. Nunca llevo botas de punta reforzada cuando las necesito. Pero Chivo feo se tambaleó hacia atrás, y luego volvió a cargar hacia mí con la muerte prendida en los ojos.
Para entonces, mis piernas ya habían vuelto al suelo, pero traté de repetir la maniobra e hice que mis captores de los lados perdieran el equilibrio. Se tambalearon, trataron de recuperarse, pero sus frenéticos movimientos sirvieron de poco. Acabamos todos en el suelo, incluido el licántropo.
Puede que no fuese una mejora en mi situación, pero sí que era mejor que esperar a recibir un golpe.
Aterricé de cara, dado que mis brazos y manos no me pertenecían en ese momento. Uno de los captores me había soltado al caer, y cuando logré apoyarme en esa mano, me liberé del otro.
Estaba casi de pie cuando el licántropo, más rápido que los humanos, consiguió jalarme del pelo. Me abofeteó la cara mientras se enrollaba el pelo en la mano para agarrarme mejor. Los demás intrusos se acercaron, ya fuera para ayudar a levantarse a los dos del suelo o para ver cómo me apaleaban.
Una auténtica pelea se acaba en apenas minutos porque la gente suele desmayarse pronto. Había sido un día muy largo, y el hecho era que estaba dispuesta a rendirme ante la abrumadora perspectiva. Pero aún me quedaba algo de orgullo, así que me lancé a por el que tenía más cerca, un cerdo barrigón de pelo oscuro y grasiento que pasaba por hombre. Hundí mis dedos en su cara, tratando de provocarle el mayor daño posible mientras pudiera.
El licántropo hundió su rodilla en mi vientre y yo gemí, mientras el cerdo barrigón gritaba a los demás que me apartasen de él. En ese momento, la puerta delantera se abrió de golpe. Era Eric, con el pecho y la pierna derecha llenos de sangre. Bill estaba justo detrás.
Perdieron todo el control.
Vi en primera fila lo que un vampiro es capaz de hacer.
Al cabo de un segundo, me di cuenta de que mi ayuda no sería necesaria, y esperé que la Diosa de las Nenas muy Duras me disculpara por tener que cerrar los ojos.
En dos minutos, todos los hombres que había en mi salón estaban muertos.
– ¿Sookie? ¿Sookie?-la voz de Eric era ronca-. ¿La llevamos al hospital? -le preguntó a Bill.
Sentí unos dedos fríos en mi muñeca y tocándome el cuello. Casi les consigo decir que me encontraba consciente, pero me resultó demasiado difícil. El suelo parecía un buen lugar donde estar.
– Su pulso es fuerte -indicó Bill-. Le voy a dar la vuelta.
– ¿Está viva?
– Sí.
La voz de Eric, de repente más cerca, preguntó:
– ¿La sangre es suya?
– Sí, parte de ella.
Lanzó un profundo y tembloroso suspiro.
– La suya es diferente.
– Sí -dijo Bill fríamente-. Pero seguro que ya estás lleno.
– Hacía mucho que no tomaba tanta sangre de verdad -dijo Eric, del mismo modo que mi hermano Jason habría dicho que hacía mucho que no se zampaba una tarta de moras.
Bill deslizó las manos por debajo de mí.
– Lo mismo digo. Tendremos que sacarlos a todos fuera -dijo como si tal cosa- y limpiar la casa de Sookie.
– Por supuesto.
Bill empezó a darme la vuelta y yo comencé a llorar. No pude evitarlo. Por muy fuerte que quisiera ser, sólo podía pensar en mi cuerpo. Si alguna vez os han dado una buena paliza, seguro que sabéis a qué me refiero. Cuando te han apaleado de esa manera, te das cuenta de que no eres más que un envoltorio de carne, un envoltorio fácil de penetrar que contiene un montón de fluidos y algunas estructuras rígidas, que a su vez pueden romperse y ser invadidas. Pensaba que lo había pasado mal hacía unas semanas en Dallas, pero esto dolía mucho más. Sabía que eso no significaba que fuese realmente peor, sino que esta vez me habían dañado muchos tejidos blandos. En Dallas me había fracturado el pómulo y me había torcido la rodilla. Pensé que quizá se habría vuelto a resentir la rodilla, y que alguna de las bofetadas me habría vuelto a romper el pómulo. Abrí los ojos, parpadeé y los volví a abrir. La vista se me aclaró al cabo de unos segundos.
– ¿Puedes hablar? -preguntó Eric al cabo de un instante muy largo.
Lo intenté, pero tenía la boca tan seca que no me salió nada.
– Necesita beber -Bill fue a la cocina, salvando todos los obstáculos que había por el camino.
Eric me acarició el pelo. Le habían disparado y quería preguntarle cómo se sentía, pero fui incapaz. Estaba sentado a mi lado, apoyado en los cojines de mi sofá. Tenía la cara manchada de sangre, y parecía más sonrosado que nunca, lleno de vida. Cuando Bill volvió con el agua (incluso había añadido una pajita al vaso), lo miré a la cara. El parecía incluso bronceado.
Me levantó la cabeza con cuidado y puso la pajita en mis labios. Bebí, y fue lo mejor que había saboreado nunca.
– Los habéis matado a todos -dije como pude.
Eric asintió.
Pensé en el círculo de rostros brutales que me habían rodeado. Pensé en el licántropo que me golpeó en la cara.
– Bien -dije. Eric pareció un poco divertido, al menos durante un segundo. Bill no mostró ninguna emoción concreta.
– ¿Cuántos?
Eric miró alrededor vagamente, y Bill los contó con un dedo en silencio.
– ¿Siete? -dijo Bill, dubitativo-. ¿Dos fuera y cinco en la casa?
– Yo diría que ocho -murmuró Eric.
– ¿Por qué habrán venido a por ti de esta manera?
– Jerry Falcon.
– Oh -dijo Bill con una variación en su tono de voz-. Oh, sí, lo conocí. En la sala de torturas. Es el primero de mi lista.
– Pues ya puedes tacharlo -dijo Eric-. Alcide y Sookie se deshicieron de su cuerpo en el bosque ayer.
– ¿Lo mató ese tal Alcide? -Bill bajó la mirada hacia mí y lo reconsideró-. O ¿fue Sookie?
– El dice que no. Encontraron el cadáver en el armario del apartamento de Alcide, y pergeñaron un plan para deshacerse de él -Eric lo dijo casi como si hubiese sido una monada por nuestra parte.
– ¿Mi Sookie escondió el cuerpo?
– No sé si deberías estar tan seguro sobre ese pronombre posesivo.
– ¿Dónde has aprendido esa palabra, Northman?
– Escogí inglés como segundo idioma en el instituto de la comunidad, en los setenta.
– Es mía-dijo Bill.
Me preguntaba si podría mover las manos. Sí que pude. Alcé las dos, dibujando el inconfundible gesto de enseñarles el dedo corazón.
Eric se rió y Bill dijo: «¡Sookie!», en sorprendida exclamación.
– Creo que Sookie nos está diciendo que es dueña de sí misma -dijo Eric con suavidad-. Mientras tanto, para dar por terminada nuestra conversación, quienquiera que escondiera el cadáver en el armario de Alcide pretendía que le echaran las culpas a él, dado que Jerry Falcon le había faltado flagrantemente al respeto a Sookie en el bar la noche anterior y Alcide se había mostrado resentido por ello.
– Entonces ¿todo el montaje podría haber estado dirigido contra Alcide en vez de contra nosotros?
– Es difícil saberlo con seguridad. Evidentemente, por lo que nos dijeron los atracadores armados de la gasolinera, lo que quedaba de la banda reclutó a todos los matones que conocía y los repartió por la interestatal para interceptarnos en nuestro camino de vuelta a casa. De haberse salido con la suya, ahora no estarían en la cárcel sólo por robo a mano armada. Y estoy seguro de que es allí donde están.
– Y ¿cómo han llegado estos tipos hasta aquí? ¿Cómo han sabido dónde vivía Sookie y quién era en realidad?
– Usó su verdadero nombre en el Club de los Muertos. No conocían el nombre de la novia humana de Bill. Fuiste leal.
– No lo fui en otros sentidos -dijo Bill tristemente-. Pensé que era lo mínimo que podía hacer por ella.
Y ése era el tío al que le había enseñado el dedo. Por otra parte, era el tío que estaba hablando como si no me encontrara en la habitación. Y, lo más importante, era el tío que tenía a otra «querida» por quien había planeado abandonarme.
– Entonces puede que los licántropos no supieran que es tu novia; sólo sabían que se hospedaba en el apartamento de Alcide cuando desapareció Jerry. Saben que es posible que Jerry se pasara por el apartamento. Alcide dice que el líder de la manada de Jackson le dijo que abandonara la ciudad y no volviera en un tiempo, pero que creía que no había matado a Jerry.
– Ese Alcide… parecía tener una turbulenta relación con su novia.
– Ella se ha comprometido con otro. Cree que Alcide está con Sookie.
– Y ¿lo está? Ha tenido los huevos de decirle a esa matona de Debbie que Sookie es buena en la cama.
– Quería ponerla celosa. No se ha acostado con Sookie.
– Pero le gusta -Bill lo dijo como si fuese un crimen capital.
– ¿Acaso no le gusta a todo el mundo?
Con un gran esfuerzo, dije:
– Acabáis de matar a un puñado de tipos a los que no parecía gustarles un pelo.
Ya estaba harta de ellos, hablando de mí justo encima de mis narices. Me dolía todo el cuerpo como si me hubiesen atropellado, y mi salón estaba atestado de hombres muertos. Ya era hora de acabar con ambas situaciones.
– ¿Cómo has llegado aquí, Bill? -pregunté con voz de lija.
– En mi coche. Hice un trato con Russell, porque no quería tener que vigilar mis espaldas por lo que me queda de existencia. Russell estaba colérico cuando lo llamé. No sólo yo había desaparecido y Lorena se había esfumado, sino que los licántropos que tenía a sueldo le habían desobedecido y habían puesto en peligro los negocios que mantiene con el tal Alcide y su padre.
– ¿Con quién estaba Russell más enfadado? -preguntó Eric.
– Con Lorena, por dejarme escapar.
Aquello les provocó una buena carcajada, antes de que Bill continuara con su historia. Estos vampiros. Siempre de risas.
– Russell accedió a devolverme el coche y dejarme en paz si le contaba cómo me había escapado, para que pudiera poner remedio a ese fallo en la seguridad. Y me pidió un precio para compartir con él el directorio de vampiros.
Si Russell hubiera hecho eso desde el principio, habría ahorrado a todo el mundo un montón de sufrimiento. Por otra parte, Lorena seguiría viva. Igual que los matones que me habían pegado, y puede que Jerry Falcon también, cuya muerte seguía siendo un misterio.
– Así que -siguió Bill- fui a toda prisa por la autopista para deciros que los licántropos y sus secuaces os seguían los pasos, y que se habían adelantado por el camino para esperaros. Mediante los ordenadores, habían descubierto que la novia de Alcide, Sookie Stackhouse, vivía en Bon Temps.
– Esos ordenadores son chismes peligrosos -dijo Eric. Su voz sonaba cansada, y me acordé de la sangre que manchaba su ropa. Le habían disparado dos veces por estar conmigo.
– Se le está hinchando la cara -dijo Bill con voz amable, a la par que airada.
– Eric, ¿estás bien? -pregunté, exhausta, suponiendo que podría transmitir la idea aun prescindiendo de una palabra.
– Me curaré -dijo desde una gran distancia-. Sobre todo después de haberme tomado toda esa deliciosa…
Y entonces me quedé dormida, o me desmayé, o una mezcla de las dos cosas.
El sol. Hacía tanto que no veía el brillo del sol que casi había olvidado lo bonito que es.
Estaba en mi cama, con mi camisón de nailon azul y envuelta como una momia. Tuve que hacer increíbles esfuerzos para poder levantarme e ir al cuarto de baño. Una vez me moví lo suficiente para hacerme una idea de lo horrible que sería caminar, lo único que me animó a salir de la cama fue mi vejiga.
Di pequeños pasos por el piso, que de repente se me antojaba tan grande y vacío como un desierto. Fui consumiendo la distancia doloroso centímetro a doloroso centímetro. Las uñas de los pies aún estaban pintadas de bronce, a juego con las de las manos. Tuve mucho tiempo para mirarme los pies mientras proseguía mi lastimosa peregrinación.
Gracias a Dios que contaba con grifería interior. De haber tenido que llegar hasta el jardín y a un retrete exterior, como le pasaba a mi abuela cuando era una niña, me habría rendido mucho antes.
Cuando completé el viaje, me puse una bata de lana azul. Atravesé como pude el pasillo para ir al salón y examinar el suelo. De camino allí, me di cuenta de que el sol brillaba con fuerza y que el cielo lucía un tono azul muy intenso. Había 6°C de temperatura, según el termómetro que me había regalado Jason por mi cumpleaños. Me lo había montado en el marco de la ventana para que pudiera leerlo con tan sólo echarle una mirada.
El salón tenía un aspecto estupendo. No estaba segura del tiempo que habría invertido la cuadrilla de limpieza vampírica la noche anterior, pero no había partes de cuerpo visibles. La madera del suelo brillaba y los muebles parecían impolutos. La vieja alfombra había desaparecido, pero no le di importancia. Tampoco es que fuera una insustituible reliquia familiar; simplemente era una bonita alfombra que la abuela había comprado en un mercadillo por treinta dólares. ¿Por qué me estaba acordando de eso? Poco importaba. Y mi abuela estaba muerta.
Sentí la repentina amenaza del llanto, pero le puse freno. No pensaba dejarme llevar por la autocompasión. Mi reacción ante la infidelidad de Bill se me antojaba ahora débil y lejana; tal vez me había convertido en una mujer más fría, o puede que mi coraza protectora se hubiera vuelto más densa. Ya no sentía ira hacia él, para mi sorpresa. La mujer, bueno, la vampira que creía que lo amaba le había torturado. Y lo había hecho por un beneficio económico, lo cual era aún peor.
De repente, me horroricé al revivir el momento en el que le clavé la estaca entre las costillas, y pude sentir el movimiento de la madera adentrándose en su cuerpo.
Llegué al cuarto de baño del pasillo justo a tiempo.
Vale, sí, había matado a alguien.
Una vez le había hecho daño a alguien que quería matarme, pero nunca me había afectado; bueno, sí, una o dos pesadillas. Pero el horror de clavarle una estaca a la vampira Lorena era algo mucho peor. Ella me habría matado mucho más deprisa, y estoy segura de que no hubiera supuesto ningún tipo de problema para Lorena. Probablemente se habría partido el culo de la risa.
Quizá fuera eso lo que me había afectado tanto. Tras hundirle la estaca, estoy segura de que tuve un momento, un segundo, un latido de tiempo en el que pensé: «Toma ya, zorra». Y fue un placer de lo más puro.
Un par de horas más tarde, descubrí que era la primera hora de la tarde de un lunes. Llamé al móvil de mi hermano y se pasó con mi correo. Cuando abrí la puerta, se quedó ahí de pie durante un buen minuto, mirándome de arriba abajo.
– Si te ha hecho esto, me voy ahora mismo para allá con una antorcha y un mango de escoba afilado -dijo.
– No, no ha sido él.
– Y ¿qué ha pasado con los que te lo han hecho?
– Será mejor que no le des demasiadas vueltas.
– Al menos hace algunas cosas bien.
– No le voy a volver a ver.
– Oh, oh. Ya he oído eso antes.
Tenía razón.
– Por una buena temporada -dije con firmeza.
– Sam dijo que te habías ido con Alcide Herveaux.
– Sam no debió decirte nada.
– Demonios, soy tu hermano. Tengo que saber con quién te vas por ahí.
– Era un asunto de trabajo -dije, tratando de esbozar una tímida sonrisa.
– ¿Vas a meterte a constructora?
– ¿Conoces a Alcide?
– Y ¿quién no, al menos de nombre? Esos Herveaux son bien conocidos. Tipos duros. Currantes. Ricos.
– Es majo.
– ¿No se va a dejar caer más? Me gustaría conocerlo. No quiero pasarme la vida trabajando en una carretera del distrito.
Eso sí que era una novedad para mí.
– La próxima vez que lo vea, te llamaré. No sé si tiene pensado pasar por aquí en breve, pero si es así, serás el primero en saberlo.
– Bien -Jason miró en derredor-. ¿Qué ha sido de la alfombra?
Vi una mancha de sangre en el sofá, más o menos donde Eric se había apoyado. Me senté de modo que mis piernas la taparan.
– ¿La alfombra? Tiré un poco de salsa de tomate encima. Estaba comiendo espaguetis aquí fuera mientras veía la tele.
– ¿La llevaste a la lavandería?
No supe qué contestar. No sabía si eso era lo que los vampiros habían hecho, o si la habían quemado.
– Sí -dije con un titubeo-. Pero dicen que no saben si podrán quitarle la mancha.
– La nueva grava tiene buena pinta.
Me lo quedé mirando con la boca abierta.
– ¿Qué?
El me miró como si estuviese loca.
– La nueva grava del camino. Hicieron un buen trabajo allanándola. No tiene un solo desnivel.
Desterrada la mancha de sangre al olvido, me levanté automáticamente, aunque con cierta dificultad, y miré por la ventana, esta vez a conciencia.
No sólo habían arreglado el camino, sino que había un aparcamiento completamente nuevo delante de la casa. Estaba delimitado con maderos decorativos. La grava era de las caras, de las que se enclava bien y no se desplaza hacia donde uno no quiere. Me tapé la boca con la mano, como calculando lo que aquello habría costado.
– ¿Está así todo el camino, hasta la carretera? -le pregunté a Jason con voz apenas audible.
– Sí. Vi a la cuadrilla de Burgess e Hijos cuando pasé antes -dijo con lentitud-. ¿Es que no les llamaste tú?
Negué con la cabeza.
– Joder, ¿lo han hecho por error? -Jason, que es de ira fácil, empezó a ponerse rojo-. Llamaré a ese Randy Burgess y le patearé el trasero. ¡Ni se te ocurra pagar la factura! Esta es la nota que había pegada en la puerta -Jason se sacó un recibo doblado del bolsillo delantero-. Lo siento, iba a dártela cuando te vi la cara.
Desdoblé la hoja amarilla y leí la nota: «Sookie: el señor Northman dijo que no llamara a la puerta, así que te dejo esta nota. Puede que la necesites si queda algún defecto. No dudes en llamarnos. Randy».
– Está pagada -dije, y Jason se calmó un poco.
– ¿Tu novio? ¿Tu ex?
Recordé que le grité a Eric el asunto de mi camino.
– No -dije-. Otra persona -me pillé a mí misma deseando que esa persona hubiera sido Bill.
– Estás haciendo muchos amigos estos días -dijo Jason. No me estaba juzgando, tal como me esperaba, sino que había sido lo bastante avispado como para saber que no me podía tirar muchas chinas.
– Pues no -dije llanamente.
Se me quedó mirando por un momento. Me encontré con su mirada.
– Vale -dijo lentamente-. Entonces alguien te debe un gran favor.
– Eso estaría más cerca de la verdad -dije, y me pregunté si estaba siendo sincera-. Gracias por guardarme el correo, mi gran héroe. Necesito meterme otra vez en la cama.
– De acuerdo. ¿Quieres ir al médico?
Negué con la cabeza. No podría con una sala de espera.
– Pues no dudes en llamarme si necesitas que te haga la compra.
– Gracias -dije otra vez, con más ánimo-. Eres un buen hermano-para sorpresa de ambos, me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla. Me rodeó torpemente con el brazo y me obligué a mantener la sonrisa en la cara en vez de hacer una mueca por el dolor.
– Vuelve a la cama, hermana-dijo, cerrando con cuidado la puerta tras de sí. Me di cuenta de que se quedó parado en el porche durante un largo minuto, contemplando toda esa grava de gran calidad. Luego, meneó la cabeza y volvió a su camioneta, siempre limpia y brillante, con sus llamas turquesas y rosas resaltando contra la pintura negra que cubría el resto de la carrocería.
Puse un poco la televisión. Traté de comer algo, pero la cara me dolía demasiado. Me sentí afortunada cuando descubrí que tenía algo de yogur en la nevera.
A eso de las tres, una gran camioneta se acercó por el camino. Alcide se apeó con mi maleta. Llamó a la puerta con suavidad.
Quizá se habría sentido mejor si no hubiese respondido, pero pensé que no era asunto mío procurar su felicidad, y abrí la puerta.
– Oh, Dios santo -dijo, sin ánimo de irreverencia, cuando me vio.
– Pasa -le ofrecí, con un dolor que casi me impedía mover las mandíbulas. Sabía que le había dicho a Jason que lo llamaría si aparecía Alcide; pero nosotros teníamos que hablar antes.
Entró y se quedó de pie, mirándome. Finalmente, llevó la maleta a mi habitación, me preparó un gran vaso de té helado con una pajita y lo depositó sobre la mesa junto al sofá. Los ojos se me llenaron de lágrimas. No todo el mundo se habría dado cuenta de que una bebida caliente habría empeorado el dolor.
– Cuéntame lo que ha pasado, cielo -dijo, sentándose en el sofá a mi lado-. Venga, levanta los pies mientras me lo cuentas -me ayudó a recostarme de lado y posó mis piernas sobre su regazo. Tenía un montón de almohadas a la espalda, y me sentí cómoda, o tan cómoda como podría estar durante un par de días.
Se lo conté todo.
– Entonces ¿crees que vendrán a por mí en Shreveport? -preguntó. No parecía culparme por echarle encima todos esos problemas, lo cual había esperado, al menos en parte.
Meneé la cabeza, impotente.
– No lo sé. Ojalá supiéramos lo que ocurrió de verdad. Quizá eso nos los quitaría de encima.
– Los licántropos son asombrosamente leales -dijo Alcide.
– Lo sé -dije, cogiéndole de la mano.
Los ojos verdes de Alcide me miraron fijamente.
– Debbie me ha pedido que te mate -dijo.
Por un momento, sentí un escalofrío recorrerme hasta el tuétano.
– Y ¿qué le has dicho tú? -pregunté con labios tensos.
– Le dije que podía irse a la mierda, disculpa el lenguaje.
– Y ¿cómo te sientes ahora?
– Entumecido. ¿No es una tontería? Pero me la estoy arrancando de raíz. Te dije que lo haría. Tenía que hacerlo. Es como quien es adicto al crack. Es horrible.
Pensé en Lorena.
– A veces -dije, e incluso a mis oídos les sonó triste-, las zorras ganan -Lorena estaba más que muerta entre Bill y yo, pero hablar de Debbie suscitó recuerdos igual de desagradables-. Eh, ¡le dijiste que nos habíamos acostado cuando os peleasteis!
Se mostró profundamente avergonzado, su piel oliva se enrojeció por momentos.
– Me avergüenzo por ello. Sabía que se lo había estado pasando bien con su novio; no dejaba de presumir de ello. Usé tu nombre en vano cuando perdí los estribos. Perdóname.
Podía comprenderlo, por poco que me gustara. Arqueé las cejas para denotar que no era suficiente.
– Vale, fue algo muy ruin. Dobles disculpas y prometo que no volveré a hacerlo nunca.
Asentí. Aquello era aceptable.
– Lamento que tuvierais que salir tan precipitadamente de mi apartamento, pero no quería que os viese a los tres, en vista de las conclusiones que podría haber sacado. Debbie puede enfadarse mucho, y pensé que si te veía con los vampiros, quizá lo encajaría con el rumor de que Russell había perdido a un prisionero y acabara sacando conclusiones. Hubiera sido capaz de llamar a Russell.
– Viva la lealtad entre los licántropos.
– Es una cambiante, no una licántropo -dijo Alcide al momento, y mi sospecha se vio confirmada. Empezaba a creer que Alcide, a pesar de su declarada determinación por mantener su gen licántropo aislado, jamás sería feliz con nadie que no fuese de su especie. Suspiré: traté de que se percibiera como un suspiro agradable y tranquilo. Quizá estuviera equivocada después de todo.
– Al margen de Debbie -dije, agitando la mano para escenificar lo lejos que estaba ella del interés de mi conversación-, alguien mató a Jerry Falcon y lo metió en tu armario. Eso me ha causado a mí (y a ti también) muchos más problemas que la misión original, que era buscar a Bill. ¿Quién haría algo así? Debe de haber sido alguien realmente malicioso.
– O alguien realmente estúpido -dijo Alcide justamente.
– Sé que no fue Bill, porque estaba cautivo. Y juraría que Eric decía la verdad cuando aseguró que él tampoco lo hizo -dudé, detestando tener que volver a sacar el nombre a colación-. Pero ¿qué me dices de Debbie?
Es… -me mordí la lengua para no decir «una auténtica zorra», porque sólo Alcide podía tildarla de tal-. Estaba muy enfadada contigo porque tenías una cita -dije con suavidad-. ¿Crees que sería capaz de meter a Jerry Falcon en tu armario para causarte problemas?
– Debbie es mala y puede causar muchos problemas, pero nunca ha matado a nadie -dijo Alcide-. No tiene las…, las agallas, el valor. La voluntad de matar.
Vale, llamadme maniática.
Alcide debió de leer el desaliento en mi cara.
– Eh, soy un licántropo -dijo, encogiéndose de hombros-. Lo haría si fuese necesario, sobre todo cuando la luna estuviera en el momento adecuado.
– Entonces ¿puede que un compañero de manada se lo cargara, por razones que desconocemos, y decidiera que te culparan a ti? -era otra posibilidad.
– No acaba de encajarme. Otro licántropo habría…, bueno, el cuerpo habría tenido otro aspecto -dijo Alcide, tratando de no entrar en demasiados detalles. Quería decir que el cuerpo habría sido hecho jirones-. Además, creo que habría olido a otro licántropo en él. Aunque en realidad tampoco me acerqué tanto.
Se nos habían agotado las ideas, aunque si hubiese grabado esa conversación y luego la hubiese reproducido, habría dado fácilmente con otro candidato a culpable.
Alcide me dijo que tenía que volver a Shreveport, así que moví las piernas para que pudiera levantarse. Lo hizo, pero luego se arrodilló junto al extremo del sofá para despedirse. Le dije todas esas cosas amables, lo agradable que había sido por facilitarme un techo, lo bien que me había caído su hermana y lo divertido que había sido esconder el cuerpo con él. No, la verdad es que no dije eso, pero se me pasó por la cabeza mientras ejercía la cortesía como me la había enseñado mi abuela.
– Me alegro de haberte conocido -dijo él. Estaba más cerca de mí de lo que había creído, y me dio un pico en los labios a modo de despedida. Pero después del pico, que estuvo bien, volvió para dedicarme una despedida más prolongada. Sus labios eran tan cálidos, y, al cabo de un minuto, su lengua se antojó más cálida si cabe. Giró la cabeza levemente para conseguir un mejor ángulo, y luego volvió al ataque. Su mano derecha planeó sobre mí, buscando un lugar donde posarse que no me produjera demasiado dolor. Finalmente me cubrió la mano izquierda con la suya. Oh, Dios, cómo me lo estaba pasando. Pero sólo mi boca y mi baja pelvis estaban contentas. El resto me dolía. Su mano se deslizó, como si lanzara una pregunta, hasta mi pecho, y yo di un respingo.
– ¡Oh, Dios, te he hecho daño! -dijo. Sus labios parecían henchidos y rojos después del largo beso, y le brillaban los ojos.
Me sentí obligada a disculparme.
– Es que me duele todo -dije.
– ¿Qué te han hecho? -preguntó-. ¿Algo más que unos bofetones en la cara?
Había pensado que mi maltrecha cara era mi problema más serio.
– Ojalá hubiera sido sólo eso -contesté, tratando de sonreír.
Adquirió un aspecto verdaderamente afligido.
– Y aquí estoy yo, enrollándome contigo.
– Bueno, yo tampoco te lo he impedido -dije dócilmente (me dolía todo demasiado como para luchar contra él-. Y tampoco he dicho: «No, señor, ¡cómo se atreve a forzar sus atenciones en mí!».
En cierto modo, Alcide parecía sorprendido.
– Volveré a pasarme pronto -prometió-. Si necesitas algo, llámame -se sacó una tarjeta del bolsillo y la depositó sobre la mesa que había junto al sofá-. Este es mi número del trabajo, y te voy a apuntar mi móvil y el de mi casa en el reverso. Dame el tuyo.
Obediente, le recité los números y él los apuntó en una pequeña libreta negra, no es broma. No tuve fuerzas para hacer el chiste.
Cuando se marchó, la casa se me antojó especialmente vacía. Alcide era tan grande y rebosaba tanta energía (estaba tan vivo), que llenaba amplios espacios con su personalidad y su presencia.
Era un día pensado para hacerme suspirar.
Después de hablar con Jason en el Merlotte's, Arlene se pasó por casa a las cinco y media. Me inspeccionó como si estuviera aguantándose muchos comentarios que realmente deseara hacer, y me calentó una sopa Campbell's. Dejé que se enfriara un poco antes de comerla con mucho cuidado y muy lentamente, y enseguida me sentí mejor. Metió los platos en el lavavajillas y me preguntó si necesitaba que me ayudase con cualquier otra cosa. Pensé en sus hijos esperándola en casa, así que dije que no. Me vino bien ver a Arlene, y saber que estaba luchando consigo misma para no hablar interrumpiendo a los demás, me hizo sentir incluso mejor.
Físicamente, me sentía cada vez más entumecida. Me obligué a levantarme y a caminar un poco (aunque apenas fuera sino a cojear), pero a medida que las magulladuras afloraban en su plenitud y la casa se enfriaba, empecé a sentirme mucho peor. Era en momentos así cuando vivir sola se me hacía tan cuesta arriba: cuando me sentía mal o enferma y no había nadie allí para cuidarme.
Si no me andaba con cuidado, podía caer en la autocompasión.
Me sorprendió que el primer vampiro en llegar al anochecer fuera Pam. Esa noche vestía una especie de camisón negro que le llegaba hasta los pies. Seguro que tenía que trabajar en Fangtasia. Por lo general, Pam detestaba el negro; era una mujer más de tonos pastel. No dejaba de tironearse las mangas de gasa con impaciencia.
– Eric dice que puede que necesites a una mujer para ayudarte -dijo, impaciente-, aunque no se me ocurre por qué demonios debería ser yo tu doncella. ¿De verdad necesitas ayuda o es que sólo trata de congraciarse contigo? Me caes bien, pero, al fin y al cabo, soy una vampira y tú una humana.
Esta Pam, qué cielo de chica.
– Podrías sentarte y hacerme compañía un rato -sugerí, poco segura de cómo proceder. Lo cierto es que me habría venido muy bien una ayuda para entrar y salir de la bañera, pero sabía que Pam se sentiría ofendida si se le pidiera realizar una tarea tan personal. Al fin y al cabo, ella era una vampira y yo una humana…
Pam se sentó en una butaca que había frente al sofá.
– Eric dice que sabes disparar una escopeta -dijo, más animada a la conversación-. ¿Me enseñarás?
– Será un placer, cuando me encuentre mejor.
– ¿De verdad le clavaste una estaca a Lorena?
Según parecía, las lecciones de tiro con escopeta eran más importantes que la muerte de Lorena.
– Sí. De lo contrario, ella me habría matado a mí.
– ¿Cómo lo hiciste?
– Llevaba conmigo la estaca que usaron contra mí.
Entonces Pam tuvo que escuchar la historia, y me preguntó qué se sentía, dado que era la única persona que conocía que había sobrevivido a una estaca. Finalmente, me preguntó cómo maté exactamente a Lorena, y ahí estábamos, de vuelta al tema de conversación que menos gracia me hacía.
– No me apetece hablar de ello -admití.
– ¿Por qué no? -Pam sentía curiosidad-. Decías que quería matarte.
– Y así era.
– Y después de haberlo hecho, habría seguido torturando a Bill hasta doblegarlo, y tú estarías muerta, y todo habría sido para nada.
La verdad es que no le faltaba razón, y asumí su idea como algo que debía tener en cuenta en lugar de abandonarme al reflejo de la desesperación.
– Bill y Eric no tardarán en venir -dijo Pam, mirando su reloj.
– Ojalá me hubieras dicho eso antes -dije, pugnando por levantarme.
– ¿Tienes que cepillarte los dientes y el pelo? -Pam se mostraba alegremente sarcástica-. Por eso Eric pensó que necesitarías mi ayuda.
– Creo que puedo hacerlo sola, si mientras no te importa calentar algo de sangre en el microondas… Para ti, por supuesto. Lo siento, no he sido muy amable.
Pam me miró con escepticismo, pero se fue a la cocina sin más comentarios. Escuché por un momento para asegurarme de que sabía manejar el microondas, y oí los pitidos mientras ella pulsaba sin titubeos los botones correspondientes.
Lenta y dolorosamente, me lavé, me cepillé el pelo y los dientes, y me puse un pijama rosa con una bata y unas zapatillas a juego. Ojalá hubiera tenido la energía para vestirme, pero me sentía incapaz de soportar ropa interior, calcetines y calzado.
No tenía ningún sentido maquillarse las magulladuras. No había forma de disimularlas. Me pregunté por qué me habría levantado del sofá para someterme a esa penitencia de dolor. Me miré al espejo y me dije que era una estúpida por querer acicalarme ante su llegada. Era sencillamente imposible. Dado mi lamentable estado general (físico y mental), mi comportamiento resultaba ridículo. Lamenté haber sentido el impulso, y lamenté más aún que Pam lo hubiera presenciado.
Pero el primero que apareció fue Bubba.
Estaba completamente ataviado con su ropa especial. Los vampiros de Jackson habían disfrutado de su compañía, eso era evidente. Bubba lucía un mono rojo con diamantes falsos engarzados (no me sorprendió demasiado que uno de los chicos juguete de la mansión tuviera uno), un cinturón ancho y botines. Tenía un aspecto estupendo.
Pero no parecía estar muy contento, sino más bien quería disculparse.
– Señorita Sookie, lamento haberla perdido la otra noche -dijo a la primera de cambio. Pasó rápidamente junto a Pam, quien pareció sorprendida-. Ya veo que le ha pasado algo horrible, y yo no estuve allí para evitarlo como me dijo Eric. Me lo estaba pasando bien en Jackson; esa gente sí que sabía montarse una fiesta.
Tuve una idea. Una idea deslumbrantemente sencilla. De haber sido un personaje de tira cómica, se habría manifestado como una bombilla encendida sobre mi cabeza.
– Me has estado vigilando todas las noches -dije con toda la amabilidad posible, esforzándome por desterrar toda la excitación de mi voz-, ¿verdad?
– Sí, desde que el señor Eric me lo ordenó -se puso más recto; llevaba la cabeza cuidadosamente peinada con gel con un estilo que me era familiar. Los chicos de la mansión de Russell se habían esmerado.
– Entonces, estabas cerca la noche que volvimos del club, la primera noche, ¿recuerdas?
– Claro que sí, señorita Sookie.
– ¿Viste a alguien fuera del apartamento?
– Por supuesto -parecía orgulloso.
Toma ya.
– ¿Iba vestida esa persona con ropas de cuero de una banda?
Pareció sorprenderse.
– Sí, señorita, era el hombre que le hizo daño en el bar. Lo vi cuando el portero lo echó por la puerta de atrás. Algunos de sus compañeros se reunieron con él allí y hablaron de lo que había pasado. Así fue que supe que la habían ofendido. El señor Eric me dijo que no me acercara a ninguno de los dos en público, así que no lo hice. Pero les seguí al apartamento, en esa camioneta. Apuesto a que ni siquiera se dieron cuenta de que iba detrás.
– No. Por supuesto que no lo sabía. Fuiste muy listo. Ahora dime, cuando viste al licántropo más tarde, ¿qué estaba haciendo?
– Había forzado la cerradura del apartamento cuando me puse detrás de él. Pillé a ese capullo a tiempo.
– ¿Qué hiciste con él? -le sonreí.
– Le rompí el cuello y lo metí en el armario -dijo Bubba, orgulloso-. No tuve tiempo de llevar el cuerpo a ninguna parte, y supuse que usted y el señor Eric sabrían qué hacer con él.
Tuve que apartar la mirada. Era tan sencillo. Tan directo. Resolver el misterio sólo había requerido hacer la pregunta adecuada a la persona adecuada.
¿Cómo es que no se nos ocurrió? Era de esperar que Bubba adaptara las órdenes recibidas a las circunstancias. Con toda probabilidad, me había salvado la vida al matar a Jerry Falcon, ya que mi dormitorio habría sido el primero que registrara el licántropo. Estaba tan cansada cuando me metí en la cama, que probablemente me habría despertado cuando fuera demasiado tarde.
Pam había estado mirándonos a uno y a otra con una interrogación en su expresión. Levanté una mano para darle a entender que se lo explicaría más tarde, y me obligué a sonreír a Bubba y a decirle que había hecho lo adecuado.
– Eric estará muy contento -dije. Y contárselo a Alcide sería una experiencia interesante.
La expresión de Bubba se relajó. Esbozó esa sonrisa suya que le hacía levantar un poco el labio superior.
– Me alegra de que lo piense -dijo-. ¿Le queda algo de sangre? Me muero de sed.
– Claro -dije. Pam estaba demasiado pensativa para coger la botella, y Bubba le echó un buen trago.
– No es tan buena como la de gato -constató-, pero viene igual de bien. Gracias, muchas gracias.