Debbie. Supuse que había sido ella. Tras recuperarme del inicial acceso de pánico, que duró más de lo que estaba dispuesta a admitir, traté de revivir con detalle los últimos segundos. Capté el rastro de un patrón cerebral, lo suficiente para saber que mi agresor era un cambiante. Supuse que fue la ex novia de Alcide, no tan ex, al parecer, pues estaba en su aparcamiento.
¿Habría estado esperando a que volviera a la casa de Alcide desde la noche anterior? O ¿acaso se había encontrado con él durante el frenesí de la luna llena? Debbie se había molestado más de lo que imaginaba por el hecho de que acompañara a Alcide. O lo amaba, o era extremadamente posesiva.
Tampoco es que sus motivaciones me preocupasen demasiado en ese momento. Lo que sí me preocupaba era el aire. Por primera vez, me sentí afortunada por que Bill no respirara.
Reduje mi propio ritmo respiratorio. Nada de bocanadas profundas y llenas de pánico. No podía desperdiciar el aire. Traté de aclararme las ideas. Bien, me metieron en el maletero a eso de, digamos, la una de la tarde. Bill se despertaría a las cinco, cuando empezase a oscurecer. Quizá dormiría un poco más, pues estaba muy agotado, pero no iría más allá de las seis y media, seguro. Cuando despertara, podría sacarnos de ahí a los dos. ¿O no? Se encontraba muy débil. Había sufrido unas heridas terribles que le llevaría un tiempo curar, incluso siendo un vampiro. Tendría que descansar y reponer sangre antes de estar en forma. Y no había tomado ninguna en una semana. Mientras ese pensamiento se abría paso en mi mente, empecé a sentir frío de repente.
Frío por todas partes.
Bill tendría hambre. Mucha, mucha hambre. Estaría frenéticamente famélico.
Y ahí estaba yo. Comida rápida.
¿Sabría quién era yo? ¿Se daría cuenta de que era yo, a tiempo para detenerse?
Me dolía incluso más pensar que tal vez yo ya no le importara tanto como para que siquiera se le ocurriera detenerse. Podría chupar y chupar sin parar, hasta dejarme seca. Después de todo, había tenido una aventura con Lorena. Me había visto matarla, justo delante de sus ojos. Vale que ella lo había traicionado y torturado, y eso debería mitigar su cólera. Pero ¿acaso no son las relaciones un cúmulo de locuras?
Incluso mi abuela habría dicho: «Oh, mierda».
Vale, tenía que mantener la calma. Tenía que respirar leve y lentamente para ahorrar aire. Y tenía que recolocarnos para estar más cómoda. Me alegré de que fuera el maletero más grande que había visto en mi vida; de lo contrario, aquella maniobra habría sido imposible. Bill estaba inerte. Bueno, estaba muerto, por supuesto. Así que lo empujé sin demasiado temor a las consecuencias. En el maletero también hacía frío. Desenrollé a Bill un poco de la manta para compartirla con él.
Estaba oscuro. Me dieron ganas de escribirle una carta al diseñador del coche para dar fe de que el aislamiento contra la luz era perfecto. Si salía de allí con vida, claro. Sentí la forma de las dos botellas de sangre. ¿Estaría Bill satisfecho con eso?
De repente, recordé un artículo que había leído en una revista mientras esperaba en el dentista. Era sobre una mujer a la que habían tomado como rehén y la habían obligado a meterse en el maletero de su propio coche. Desde entonces, había emprendido una campaña para que se incluyeran manillas de apertura en el interior de los maleteros para que los eventuales secuestrados pudieran liberarse por sí mismos. Me pregunté si habría surtido efecto en los fabricantes de los Lincoln. Palpé los extremos del maletero, al menos las partes que podía alcanzar, y lo cierto es que noté el activador de lo que podría haber sido una manilla de apertura; había un punto en el que unos alambres se adherían al maletero, pero la manilla, de haber existido, había desaparecido.
Intenté tirar de ellos, moverlos a la izquierda y a la derecha. Maldición, no era justo. Casi me volví loca metida en ese maletero. La llave de mi libertad estaba ahí, conmigo, pero no era capaz de hacerla funcionar. Paseé las puntas de los dedos sobre el mecanismo una y otra vez, pero no pasaba nada.
Habían inhabilitado el mecanismo.
Traté de imaginarme cómo habría sido posible. Me avergüenza confesar que llegué a pensar que Eric quizá sabría que acabaría encerrada en el maletero, y ésta era su forma de decir: «Esto es lo que te pasa por preferir a Bill». Pero no podía creérmelo. Aunque era evidente que Eric tenía muchas lagunas morales, no creía que fuese capaz de hacerme eso. Después de todo, aún no había logrado su principal objetivo, que era poseerme. Era el mejor consuelo que podía hallar.
Como no tenía nada que hacer aparte de pensar, lo cual no consumía oxígeno extra hasta donde yo sé, medité acerca del anterior propietario del coche. Se me ocurrió que el amigo de Eric le facilitaría un coche fácil de robar, el de alguien que estuviera fuera a altas horas de la noche, alguien que pudiera permitirse un buen coche y cuyo maletero estuviese lleno de papeles de fumar, polvos y bolsitas de hierba.
Eric le había quitado el Lincoln a un traficante de drogas, estaba dispuesta a apostar por ello. Y ese traficante había inhabilitado el mecanismo de apertura interior del maletero por razones en las que ni siquiera me apetecía pensar detenidamente.
«Oh, dame un respiro», pensé, indignada (en ese momento no era difícil olvidar la cantidad de respiros de los que había dispuesto ese día). A menos que obtuviera un respiro final y pudiese salir del maletero, ninguno de los anteriores habría servido de nada.
Era domingo y no quedaba ya casi nada para Navidad, por lo que el aparcamiento estaba en silencio. Puede que algunos de los inquilinos se hubiesen ido de vacaciones, que los congresistas hubiesen regresado a sus respectivos distritos electorales, y que los demás estuviesen ocupados con… cosas típicas de un domingo próximo a la Navidad. Oí salir un coche mientras yacía ahí, y, al cabo de un tiempo, unas voces; dos personas saliendo del ascensor. Grité y golpeé la tapa del maletero, pero el ruido se lo tragó el arranque de un potente motor. Paré enseguida, temerosa de usar demasiado aire.
Os diré una cosa: permanecer en una oscuridad casi absoluta en un espacio reducido a la espera de que ocurra algo es una experiencia horrible. No tenía reloj. Debería haber tenido uno de esos que se encienden en la oscuridad. En fin. No llegué a dormirme, pero fui derivando hacia un extraño estado de suspensión animada. Supongo que se debía especialmente al frío. Incluso con la chaqueta acolchada y la manta, hacía un frío tremendo en el maletero. Tranquilo, frío, inmóvil, oscuro, silencioso. Se me iba la cabeza.
Entonces me aterré.
Bill empezó a moverse. Se agitaba entre gemidos de dolor. De repente, su cuerpo pareció tensarse. Sabía que me había olido.
– Bill -dije con voz ronca, con los labios tan entumecidos y fríos que apenas podía moverlos-. Bill, soy yo, Sookie. ¿Estás bien? Hay dos botellas de sangre. Bébetelas ahora mismo.
Me mordió. En su hambre, no me tuvo en cuenta y su mordisco me dolió de forma inenarrable.
– Bill, soy yo -dije, empezando a llorar-. Bill, soy yo. No hagas esto, cielo. Bill, soy Sookie. Hay TrueBlood aquí mismo.
Pero no paraba. Seguí hablando mientras él seguía chupando. Empecé a sentir más frío aún, y cada vez estaba más débil. Sus brazos me aferraban contra él. De nada serviría resistirse, sólo conseguiría excitarlo más. Su pierna aprisionaba las mías.
– Bill -susurré, pensando que quizá ya sería demasiado tarde. Con la pizca de fuerza que me quedaba, le pellizqué la oreja con los dedos de la mano derecha-. Bill, escúchame por favor.
– Ay -dijo. Su voz sonaba áspera; tenía la garganta irritada. Había dejado de drenarme. Ahora sentía otra necesidad, una muy cercana a la de alimentarse. Sus manos me bajaron los pantalones y, al cabo de un rato de tantear con las manos, recolocaciones y contorsiones, me penetró sin preparación alguna. Grité, y él me tapó la boca con una mano. Lloraba y sollozaba, y tenía la nariz atascada, lo que me obligaba a respirar por la boca. Me abandonó toda abnegación y empecé a luchar como una gata salvaje. Mordí, arañé y pataleé, olvidándome del aire disponible o de si aquello lo encolerizaría más. Necesitaba respirar.
Al cabo de unos segundos, aflojó la mano. Y dejó de moverse. Di una profunda bocanada. Lloraba profusamente, sollozo tras sollozo.
– ¿Sookie? -dijo Bill con incertidumbre-. ¿Sookie?
No pude responder.
– Eres tú -dijo con voz ronca y extrañada-. Eres tú. ¿De verdad estuviste en la habitación?
Traté de recomponerme, pero me sentía mareada y temía que me fuera a marear en cualquier momento. Finalmente, pude decir en un susurro:
– Bill.
– Eres tú. ¿Estás bien?
– No -dije, casi con aire de disculpa; después de todo, era Bill quien había sido hecho prisionero y torturado.
– ¿Te he…? -hizo una pausa y pareció aunar fuerzas para seguir-. ¿Te he quitado más sangre de la que debía?
No fui capaz de responder. Posé la cabeza sobre su hombro. Estaba demasiado destrozada como para hablar.
– Es como si estuviésemos haciendo el amor en un armario -dijo Bill con voz subyugada-. ¿Te has…, eh, prestado voluntariamente?
Meneé la cabeza de lado a lado, y la volví a dejar sobre su hombro.
– Oh, no -susurró-. Oh, no.
Salió de mí y se removió mucho por segunda vez. Estaba recomponiéndome, y supongo que a sí mismo también. Tocó los alrededores con las manos.
– Un maletero -susurró.
– Necesito aire -dije con una voz tan baja que apenas era audible.
– ¿Por qué no me lo dijiste? -Bill abrió un agujero en el maletero de un puñetazo. Estaba mucho más fuerte. Mejor para él.
Una fría brisa penetró en el espacio y la inhalé profundamente. Maravilloso oxígeno.
– ¿Dónde estamos? -preguntó al cabo de un momento.
– En un aparcamiento -dije sin aliento-. Edificio de apartamentos. Jackson -me encontraba tan débil que lo único que me apetecía era dejarme ir.
– ¿Por qué?
Traté de aunar energía para explicárselo.
– Alcide vive aquí -logré murmurar finalmente.
– ¿Qué Alcide? ¿Qué se supone que debemos hacer ahora?
– Eric… viene. Bébete la sangre embotellada.
– Sookie, ¿estás bien?
No pude responder. De haber podido, quizá hubiera dicho: «Y ¿a ti qué te importa? Me vas a dejar de todos modos», o «Te perdono», aunque eso no parecía lo más probable. Quizá sólo le hubiera dicho que lo echaba de menos y que su secreto seguía a salvo conmigo; fiel hasta la muerte, así era Sookie Stackhouse.
Oí cómo abría una botella.
Mientras me deslizaba en una barca corriente abajo y cada vez más deprisa, me di cuenta de que Bill nunca llegó a revelar mi nombre. Sabía que habían hecho todo lo posible por averiguarlo, para secuestrarme y torturarme delante de él, y así doblegarlo. Y él no se lo había dicho.
El maletero se abrió con un ruido de metal arrancado.
Eric apareció perfilado contra las luces fluorescentes del aparcamiento. Se habían encendido cuando anocheció.
– ¿Qué estáis haciendo los dos ahí dentro? -preguntó.
Pero la corriente me llevó con ella antes de poder responder.
– Creo que está volviendo en sí -observó Eric-. Puede que haya sido suficiente sangre -la cabeza me zumbó un instante y luego volvió el silencio-. Sí que está volviendo en sí -añadió, y mis ojos parpadearon hasta abrirse y contemplar las caras de tres hombres ansiosos sobre mí: Eric, Alcide y Bill. Por alguna razón, ese panorama me incitó a reírme. En casa eran tantos los hombres a los que les daba miedo o no querían saber nada de mí, y aquí estaban los únicos tres hombres del mundo que querían hacer el amor conmigo, o al menos habían pensado en ello seriamente; todos apilados alrededor de la cama. Reí nerviosamente por primera vez en lo que me había parecido un decenio.
– Los tres mosqueteros -dije.
– ¿Tiene alucinaciones? -preguntó Eric.
– Creo que se está riendo de nosotros -explicó Alcide. No parecía disgustarle. Puso una botella vacía de TrueBlood sobre la mesilla que tenía detrás. Había una gran jarra al lado, y también un vaso.
Bill entrelazó sus dedos helados con los míos.
– Sookie -dijo con esa voz baja que siempre me provocaba un escalofrío en la columna. Traté de centrarme en su cara. Estaba sentado sobre la cama, a mi derecha.
Tenía mejor aspecto. Los cortes más profundos se habían reducido a cicatrices en su cara, y las magulladuras se estaban desvaneciendo.
– Me preguntaron si volvería para la crucifixión -le dije.
– ¿Quién te lo dijo? -se inclinó hacia mí, con la expresión atenta y los ojos muy abiertos.
– Los guardas de la puerta.
– ¿Los guardas de la puerta de la mansión te preguntaron si volverías para la crucifixión de esta noche? ¿De esta noche?
– Sí.
– ¿La de quién?
– No lo sé.
– Habría esperado que dijeras algo como «¿Dónde estoy?» -dijo Eric-, y no que preguntaras por una crucifixión que va a producirse… o que quizá ya se está produciendo -se corrigió, echando una mirada al reloj que había sobre la mesa.
– A lo mejor se referían a la mía -Bill parecía un poco impactado por la idea-. Quizá decidieran acabar conmigo esta noche.
– O puede que hayan cogido al fanático que trató de clavarle la estaca a Betty Joe -sugirió Eric-. Ese sí que sería todo un candidato a la crucifixión.
Pensé en ello tanto como era capaz de razonar a pesar de que el agotamiento no dejaba de amenazar con aplastarme.
– No creo que se refirieran a él -susurré. El cuello me dolía horrores.
– ¿Lograste leer algo en los licántropos? -preguntó Eric.
Asentí.
– Creo que se referían a Bubba -susurré, y todos se quedaron helados.
– Será subnormal… -dijo Eric con brutalidad tras un instante para procesarlo-. ¿Lo han cogido?
– Eso creo -era la impresión que yo tenía.
– Tendremos que recuperarlo -dijo Bill-. Si es que sigue vivo.
Era todo un gesto de valentía por parte de Bill aquella disponibilidad a regresar al complejo. Yo, en su lugar, jamás lo habría dicho.
El silencio que cayó resultó de lo más incómodo.
– ¿Eric? -las oscuras cejas de Bill se arquearon; aguardaba un comentario.
Eric dejó traslucir un enfado de lo más aristocrático.
– Supongo que tienes razón. Tenemos una responsabilidad hacia él. ¡No puedo creer que su Estado natal quiera ejecutarlo! ¿Dónde está su lealtad?
– Y ¿tú? -la voz de Bill fue mucho más fría cuando le preguntó a Alcide.
El calor de Alcide llenó la habitación, igual que la confusa maraña de sus pensamientos. Vale, había pasado gran parte de la noche anterior con Debbie.
– No veo cómo podría ayudar -dijo Alcide, desesperadamente-. Mi negocio, el de mi padre, depende de que yo pueda venir a menudo a esta ciudad. Y si me enemisto con Russell y su gente, eso sería prácticamente imposible. Ya será bastante complicado cuando averigüen que debió de ser Sookie quien liberó a su prisionero.
– Y mató a Lorena -añadí.
Otro significativo silencio.
Eric empezó a sonreír.
– ¿Te cargaste a Lorena? -manejaba bien la jerga para ser un vampiro tan antiguo.
No fue fácil interpretar la expresión de Bill.
– Sookie le clavó una estaca -dijo-. Fue una muerte justa.
– ¿Mató a Lorena en una pelea? -la sonrisa de Eric se hizo más grande si cabe. Estaba tan orgulloso como un padre que escucha a su primogénito recitar a Shakespeare.
– Una pelea muy corta -dije, pues no quería obtener ningún mérito que no me correspondiese. Si es que se puede hablar de mérito.
– Sookie ha matado a una vampira -dijo Alcide, como si eso también me diera puntos en su evaluación. Los dos vampiros de la habitación fruncieron el ceño.
Alcide llenó y me ofreció un gran vaso de agua. Me lo bebí lenta y dolorosamente. Me sentí notablemente mejor al cabo de uno o dos minutos.
– Volviendo al tema -dijo Eric, dedicándome otra significativa mirada para mostrarme que tenía más cosas que decir acerca de la muerte de Lorena-. Si no han identificado a Sookie como quien ha liberado a Bill, sin duda es la mejor elección para volver al complejo sin dar la alarma. Puede que no la estén esperando, pero no creo que la rechacen sin más. Estoy seguro. Sobre todo si dice que tiene un mensaje para Russell de parte de la reina de Luisiana, o que tiene algo que quiere devolverle a Russell… -se encogió de hombros, como para decir que no costaría demasiado dar con una buena historia.
No me apetecía volver a ese sitio. Pensé en el pobre Bubba y traté de preocuparme por su destino (que podría haberse cumplido ya), pero estaba demasiado débil para ello.
– ¿Una bandera blanca? -sugerí. Me aclaré la garganta- ¿Los vampiros tienen algo como eso?
Eric parecía pensativo.
– Por supuesto, pero en ese caso tendría que explicar quién soy -dijo.
La felicidad había hecho que Alcide resultara mucho más fácil de leer. Se preguntaba cuándo podría llamar a Debbie.
Abrí la boca, me lo pensé, la cerré y la volví a abrir. Qué demonios.
– ¿Sabes quién me empujó al maletero y lo cerró? -le pregunté a Alcide. Sus ojos verdes se clavaron en mí. Su expresión se tornó pétrea, contenida, como si temiese que la emoción se le fuese a filtrar por ella. Se volvió y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Por primera vez, me di cuenta de que estaba en el dormitorio para huéspedes de su apartamento.
– Bueno, y ¿quién lo hizo, Sookie? -preguntó Eric.
– Su ex novia. No tan ex, después de anoche.
– Y ¿por qué iba a hacer algo así? -quiso saber Bill.
Hubo otro llamativo silencio.
– Sookie hacía las veces de la nueva novia de Alcide para poder acceder al club -dijo Eric delicadamente.
– Oh -dijo Bill-. ¿Por qué necesitabas acceder al club?
– Te han debido de dar muchos golpes en la cabeza, Bill -dijo Eric fríamente-Trataba de «escuchar» adonde te habían llevado.
Aquello se estaba acercando demasiado a las cosas de las que Bill y yo teníamos que hablar a solas.
– Sería una estupidez volver ahí -dije-. ¿Qué hay de una llamada telefónica?
Los dos se me quedaron mirando como si me estuviese convirtiendo en rana.
– Pues qué buena idea -dijo Eric.
Resultó que el número de teléfono figuraba bajo el nombre de Russell Edgington, no de «La mansión del terror» o «Vampires R Us». Terminé de cimentar la historia mientras tragaba el contenido de una gran taza opaca de plástico. Detestaba el sabor de la sangre sintética que Bill insistió en que bebiera, así que la mezcló con zumo de manzana. Procuré no mirar mientras la engullía.
Me la habían hecho beber de un trago cuando se presentaron en el apartamento de Alcide esa noche; no les pregunté cómo. Al menos ahora entendía por qué la ropa que me había prestado Bernard tenía un aspecto tan horrible. Parecía que me hubieran rajado la garganta, en vez de las magulladuras habituales por el doloroso mordisco de Bill. Seguía muy irritada, pero estaba mejor.
Por supuesto, yo fui la encargada de hacer la llamada. Aún no había conocido a ningún hombre de más de dieciséis años que le gustara hablar por teléfono.
– Con Betty Joe Pickard, por favor -le dije a la voz de hombre que contestó.
– Está ocupada-dijo secamente.
– Tengo que hablar con ella ahora mismo.
– Ahora mismo no puede. ¿Me deja su número?
– Soy la mujer que le salvó la vida anoche -de nada servía andarse por las ramas-. Tengo que hablar con ella ahora mismo. Tout de suite.
– Espere.
Hubo una larga pausa. Podía escuchar a gente pasando cerca del teléfono de vez en cuando, así como un animado alboroto, como llegando desde la distancia. No me apetecía pensar en ello demasiado. Eric, Bill y Alcide, que apareció finalmente en la habitación cuando Bill le preguntó si podía usar su teléfono, permanecían de pie, poniéndome todo tipo de caras, a lo que yo respondía con meros encogimientos de hombros.
Finalmente escuché el ruido seco de tacones acercándose.
– Te estoy agradecida, pero no puedes seguir alegando la deuda eternamente -dijo Betty Joe Pickard con brusquedad-. Contribuimos a tu curación y te dejamos un lugar donde recuperarte. No te borramos la memoria -añadió, como si fuese un detalle que se le hubiera escapado hasta ese preciso instante-. ¿Para qué llamas?
– ¿Tenéis allí a un vampiro imitador de Elvis?
– Y si lo tenemos, ¿qué? -de repente parecía muy cauta-. Capturamos a un intruso tras nuestros muros anoche, sí.
– Esta mañana, al abandonar vuestro complejo, me volvieron a secuestrar -dije. Pensamos que sonaría convincente por mi tono ronco y agotado.
Hubo un largo silencio mientras ella meditaba acerca de las implicaciones.
– Tienes la costumbre de encontrarte en el lugar equivocado -dijo, como si remotamente le diera pena.
– Han hecho que os llame -dije con cuidado-. Se supone que tengo que deciros que el vampiro que tenéis allí es quien parece ser.
Se rió un poco.
– Oh, pero… -comenzó, y luego se calló-. Estás de coña, ¿verdad?
Mamie Eisenhower jamás habría dicho algo así, estaba dispuesta a jurarlo.
– En absoluto. Había un vampiro trabajando en el depósito de cadáveres la noche en que él murió -dije ronca. Betty Joe emitió un sonido a caballo entre el susto y el sofoco-. No lo llaméis por su verdadero nombre. Dirigíos a él como Bubba. Y, por el amor de Dios, no le hagáis daño.
– Pero ya hemos… ¡Aguarda!
Se fue corriendo. Pude escuchar el urgente sonido de sus pasos mientras se desvanecía en la distancia.
Suspiré y aguardé. Al cabo de unos segundos, estaba desquiciada con los tres tíos que no me quitaban ojo de encima. Me parecía que ya estaba lo bastante fuerte como para sentarme derecha.
Bill me sostuvo delicadamente mientras Eric me ponía almohadas detrás de la espalda. Me alegré de que alguno de ellos hubiera sido tan previsor como para extender la manta amarilla sobre el colchón y que no se mancharan de sangre las sábanas. Durante todo ese tiempo mantuve el auricular del teléfono pegado a la oreja, y cuando chirrió me sobresalté.
– Lo hemos bajado a tiempo -dijo Betty Joe, contenta.
– La llamada llegó a tiempo -le dije a Eric. Cerró los ojos. Parecía que estaba elevando una plegaria. Me pregunté a quién. Aguardé más instrucciones.
– Diles -dijo- que lo dejen marchar y nosotros lo llevaremos a casa. Diles que les pedimos disculpas por haberlo dejado rondar por ahí.
Transmití el mensaje de mis «secuestradores».
Betty Joe no tardó en rechazar las instrucciones.
– ¿Les puedes preguntar si se podría quedar a cantarnos un poco? Está en buena forma -dijo.
Cuando se lo dije, Eric puso los ojos en blanco.
– Que se lo pregunte, pero si se niega, tendrá que conformarse y no volver a pedírselo -dijo-. Le molesta mucho que lo hagan si no está de humor. Y a veces, cuando canta, le vienen recuerdos y se pone…, eh, muy pesado.
– Está bien -dijo cuando se lo hube explicado-. Haremos lo que podamos. Si no quiere cantar, dejaremos que se marche en paz -por el sonido, debió de volverse hacia alguien que tenía cerca. ¡Aleluya! Dos noches redondas seguidas en la mansión del rey de Misisipi, supongo.
Betty Joe volvió a hablar al teléfono:
– Espero que salgas con buen pie de tu aprieto. No sé cómo demonios quienquiera que te tenga ha tenido la suerte de estar al cuidado de la mayor estrella del mundo. ¿Considerarían negociar?
Aún no sabía ella los problemas que aquello acarreaba. Bubba tenía una desafortunada predilección por la sangre de gato, era un poco obtuso y tan sólo podía seguir indicaciones sencillas, aunque, de vez en cuando, mostraba destellos de sagacidad. Seguía las órdenes de forma bastante literal.
– Pide permiso para quedárselo -le dije a Eric. Me estaba cansando de ser la mensajera. Pero Betty Joe no podía reunirse con él, pues sabría que era el supuesto amigo de Alcide quien me ayudó a acceder a la mansión la noche anterior.
Aquello era demasiado complicado para mí.
– ¿Sí? -dijo Eric, al teléfono. De repente tenía acento británico. El señor Maestro del disfraz. Enseguida estaba diciendo cosas como «Es sagrado para nosotros» o «No sabéis lo que tenéis entre manos»; De haber dispuesto de sentido del humor en ese momento, el último comentario me habría hecho gracia. Al cabo de un poco más de conversación, colgó con aire satisfecho.
Estaba pensando en lo extraño que era que Betty Joe no hubiera mencionado que faltaba algo en el complejo.
No había acusado a Bubba de llevarse a su prisionero, y no había comentado nada acerca de encontrar el cuerpo de Lorena. Tampoco es que tuviera que mencionar esas cosas al teléfono a una humana desconocida, o que hubiera mucho que descubrir; los vampiros se desintegran bastante deprisa. Pero las cadenas de plata seguirían en la piscina, y puede que también restos suficientes como para identificar el cadáver de un vampiro. Podría ser que nadie hubiera mirado debajo de la lona de la piscina. Pero alguien debía de haberse percatado de que su prisionero estrella había desaparecido.
Quizá dieran por sentado que Bubba había liberado a Bill mientras merodeaba por el complejo. Le dijimos que mantuviera la boca cerrada, y estábamos seguros de que seguiría la orden a rajatabla.
A lo mejor estaba del todo desencaminada. Quizá Lorena se hubiera disuelto por completo para cuando se dispusieran a limpiar la piscina en primavera.
El tema de los cadáveres me recordó al cuerpo que encontramos metido en el armario del apartamento. Estaba claro que alguien sabía dónde estábamos y que no le caíamos bien. Dejar el cuerpo allí era un intento de relacionarnos con un crimen que, ciertamente, yo había cometido. Aunque no fuera ése en particular. Me preguntaba si ya habrían descubierto el cuerpo de Jerry Falcon. Las probabilidades parecían remotas. Abrí la boca para preguntarle a Alcide si había salido en las noticias, pero la volví a cerrar. Me faltaban energías para formar la frase.
Mi vida se me iba de las manos. En el espacio de dos días, había escondido un cadáver y había propiciado que hubiera otro. Y todo porque me había enamorado de un vampiro. Lancé a Bill una mirada poco cariñosa. Estaba tan absorta en mis pensamientos que casi no escuché el teléfono. Alcide, que se había ido a la cocina, debió de responder al primer tono.
Alcide volvió a aparecer por la puerta de la habitación.
– Fuera -dijo-. Os tenéis que ir todos al apartamento contiguo, por la puerta de al lado. ¡Rápido, rápido!
Bill me levantó con manta y todo. Estábamos ante la puerta y Eric abrió la cerradura del apartamento contiguo al de Alcide antes de poder decir «Jack Daniel's». Escuché el lento zumbido del ascensor llegando a la quinta planta, justo cuando Bill cerró la puerta detrás de nosotros.
Permanecimos quietos como estatuas en el frío salón del apartamento vacío. Los vampiros escuchaban atentamente lo que ocurría al otro lado. Empecé a temblar en los brazos de Bill.
A decir verdad, me sentí genial mientras me sostuvo, por muy enfadada que hubiera estado con él y por muchos que fueran los asuntos pendientes de los que hablar. A decir verdad, sentí una maravillosa sensación de regreso a casa en sus brazos. A decir verdad, por muy magullado que tuviera el cuerpo (magullado por él o, más bien, por sus colmillos), estaba contando los minutos para volver a encontrarme con el suyo, completamente desnudos, a pesar del terrible incidente del maletero. Suspiré. Me había decepcionado a mí misma. Tendría que hacer valer mi alma, porque lo que era mi cuerpo estaba dispuesto a traicionarme. Qué bien. Parecía querer olvidar el involuntario ataque de Bill.
Bill me depositó en el suelo de la habitación de invitados más pequeña con el mismo cuidado que si le hubiese costado un millón de dólares, y me envolvió con cuidado en la manta. El y Eric escuchaban por la pared, que colindaba con el dormitorio de Alcide.
– Qué zorra -murmuró Eric. Oh, Debbie había vuelto.
Cerré los ojos. Eric hizo un ruido de sorpresa y los volví a abrir. Me estaba mirando, y ahí estaba de nuevo esa desconcertante expresión de diversión en su cara.
– Debbie se pasó anoche por casa de su hermana para marearle la cabeza a propósito de ti. A la hermana de Alcide le gustas mucho -dijo Eric en un leve susurro-. Eso trae de cabeza a la cambiante de Debbie. Está poniendo a parir a Janice delante de Alcide.
A tenor de su expresión, Bill no estaba tan emocionado con todo el asunto.
De repente, cada fibra del cuerpo de Bill se tensó, como si alguien le hubiese metido el dedo en un enchufe. Eric dejó caer la mandíbula y me miró con expresión inescrutable.
Se escuchó el inconfundible sonido de una bofetada desde la habitación contigua (que hasta yo pude escuchar).
– Déjanos un momento -le dijo Bill a Eric. No me gustó el tono de su voz.
Cerré los ojos. No me creía capaz de encajar lo que viniera a continuación. No me apetecía discutir con Bill, o reprenderle por su infidelidad. No me apetecía escuchar explicaciones y excusas.
Escuché el susurro de su movimiento cuando Bill se arrodilló junto a mí en la alfombra. Se estiró a mi lado, se giró y cruzó su brazo sobre mí.
– Acaba de decirle a esa mujer lo buena que eres en la cama -murmuró Bill con dulzura.
Me levanté tan deprisa que desgarré las heridas tratadas de mi cuello y empecé a sentir punzadas en mi costado casi curado.
Me eché la mano al cuello y apreté los dientes para ahogar un sollozo. Cuando pude hablar, sólo pude decir:
– ¿Que ha hecho qué? ¿Qué? -la ira me hacía flirtear con la incoherencia. Bill me atravesó con la mirada y se puso un dedo sobre los labios para recordarme que debíamos guardar silencio.
– Eso nunca ha pasado -le susurré, llena de furia-. Pero, aunque así hubiera sido, ¿sabes qué? Te estaría bien empleado, traidor hijo de puta -crucé la mirada con la suya y lo miré directamente a los ojos. Pues vale, resolveríamos eso ahora.
– Tienes razón -murmuró-. Sookie, siéntate, te estás haciendo daño.
– Claro que me estoy haciendo daño. Y a ti también te lo voy a hacer -susurré, y estallé en lágrimas-. ¡Tuvieron que ser otros los que vinieran a contarme que pensabas dejarme tirada para vivir con ella! ¡Ni siquiera tuviste el valor de decírmelo tú mismo! Bill, ¿cómo has sido capaz de hacer algo así? ¡Fui una estúpida al creer que de verdad me querías! -con una rabia que apenas podía creer que naciera de mí, tiré la manta y me lancé contra él, buscando su garganta con los dedos.
Al demonio con los dolores.
Mis manos no pudieron rodear su cuello, pero apreté todo lo que pude mientras sentía que una ira incandescente me llevaba. Quería matarlo.
Si Bill se hubiera resistido, podría haber mantenido el ardor, pero, cuanto más apretaba, más se diluía la rabia, dejándome fría y vacía. Estaba montada a horcajadas sobre Bill, y él permanecía inerte en el suelo, tumbado pasivamente con las manos a los lados. Las mías aflojaron la presa del cuello y las empleé para taparme la cara.
– Espero que te haya dolido de cojones -dije con una voz ahogada, pero lo suficientemente inteligible.
– Sí -dijo-. Ha dolido de cojones.
Bill tiró de mí para que volviera al suelo con él y nos cubrió a ambos con la manta. Con suavidad, me empujó la cabeza para posarla entre su cuello y su hombro.
Nos quedamos así tumbados durante lo que pareció un buen rato, aunque quizá sólo fueran minutos. Anidé mi cuerpo junto al suyo por pura costumbre y honda necesidad; aunque no estaba segura de si lo que necesitaba era a Bill concretamente o la intimidad que sólo había compartido hasta ahora con él. Lo odiaba. Lo amaba.
– Sookie -dijo sobre mi pelo-. Yo…
– Shhh -dije-. Shhh -me acurruqué más cerca de él. Me relajé. Era como si me hubiera quitado una venda que hubiese estado demasiado apretada.
– Llevas la ropa de otra persona -susurró al cabo de uno o dos minutos.
– Sí, es de un vampiro llamado Bernard. Me la dio después de que se me destrozara el vestido en el bar.
– ¿En el Josephine's? -Sí.
– ¿Cómo te destrozaste el vestido?
– Me clavaron una estaca.
Todo su cuerpo se quedó inmóvil.
– ¿Dónde? ¿Te dolió? -se arrebujó en la manta-. Enséñamelo.
– Claro que dolió -dije deliberadamente-. Dolió de cojones -alcé la manga de la sudadera con cuidado.
Sus dedos acariciaron la brillante piel. No podía curarme como Bill. A él le llevaría una noche o dos tenerla tan lisa y perfecta como siempre, pero enseguida tendría el aspecto habitual, a pesar de una semana de torturas. Yo mantendría una cicatriz de por vida, con o sin sangre de vampiro. Puede que no fuese muy pronunciada y se estuviera curando a una velocidad fenomenal, pero era innegablemente roja y fea, la carne que tenía debajo estaba muy delicada, y toda la zona dolorida.
– ¿Quién te ha hecho esto?
– Un hombre. Un fanático. Es una larga historia.
– ¿Está muerto?
– Sí. Betty Joe Pickard lo mató de dos tremendos puñetazos. En cierto modo me recordó a una historia que leí en la escuela sobre Paul Bunyan.
– No conozco esa historia -sus ojos se posaron en los míos.
Me encogí de hombros.
– Mientras esté muerto -Bill se había aferrado a la idea.
– Ya ha muerto mucha gente. Todo por tu programa.
Hubo un prolongado momento de silencio.
Bill miró hacia la puerta que Eric había cerrado con tanto tacto tras de sí. Por supuesto, lo más probable era que estuviese escuchando lo que ocurría fuera y, como todos los vampiros, Eric gozaba de un excelente oído.
– ¿Está a salvo?
– Sí.
La boca de Bill estaba justo a la altura de mi oreja. Me hizo cosquillas al susurrar.
– ¿Registraron mi casa?
– No lo sé. Puede que entraran los vampiros de Misisipi. No tuve la oportunidad de pasarme después de que Eric, Pam y Chow vinieran a decirme que te habían secuestrado.
– ¿Y te dijeron…?
– Que planeabas abandonarme, sí. Me lo dijeron.
– Creo que ya he pagado por esa locura -dijo Bill.
– Puede que ya hayas pagado lo suficiente para tu gusto -dije yo-, pero no sé si el precio ha sido satisfactorio para mí.
Hubo un largo silencio en la habitación fría y vacía. Fuera, en el salón, tampoco había ningún ruido. Esperaba que Eric hubiera ideado nuestra siguiente maniobra, y confiaba en que ésta pasara por volver a casa. Independientemente de lo que hubiera ocurrido entre Bill y yo, necesitaba volver a Bon Temps. Necesitaba volver a mi trabajo, a estar con mis amigos y a ver a mi hermano. Puede que Jason no fuese gran cosa, pero era todo lo que yo tenía.
Me preguntaba qué estaría pasando en el apartamento contiguo.
– Cuando la reina acudió a mí y me dijo que había oído que estaba trabajando en un programa que nunca se había intentado antes, me sentí halagado -me dijo Bill-. Me ofreció una buena suma de dinero, aunque hubiese estado en el derecho de no ofrecer nada, pues soy su súbdito.
Sentí mi boca retorcerse ante un nuevo recordatorio de lo diferentes que eran los mundos de Bill y mío.
– ¿Quién crees que se lo dijo? -le pregunté.
– No lo sé, y la verdad es que no quiero saberlo -admitió Bill. Su voz parecía casual, incluso afable, pero yo sabía que había algo más.
– Ya sabes que llevaba un tiempo trabajando en ello -dijo Bill cuando concluyó que yo no iba a decir nada.
– ¿Porqué?
– ¿Por qué? -parecía extrañamente desconcertado-. Bueno, porque me pareció una buena idea. Tener una lista de todos los vampiros de Estados Unidos y al menos algunos del resto del mundo… Me parecía un proyecto valioso y, la verdad, una divertida recopilación. Y cuando empecé con las investigaciones, pensé en incluir imágenes. Y pseudónimos. E historiales. No dejaba de crecer.
– Así que has estado…, eh, recopilando una…, ¿una especie de directorio? ¿De vampiros?
– Exacto -el rostro luminoso de Bill se encendió incluso más-. Empecé una noche pensando, como quien no quiere la cosa, en la cantidad de vampiros con los que me había cruzado en mis viajes durante el siglo pasado, y empecé a hacer una lista. Luego le añadí un dibujo o una foto que hubiera tomado.
– ¿Así que los vampiros se pueden hacer fotografías? Quiero decir, ¿aparecen en las fotos?
– Claro. Nunca nos gustó que nos las hicieran cuando la fotografía empezó a extenderse por Estados Unidos, porque una foto era la prueba de que habíamos estado en un sitio concreto en un momento preciso, y si aparecíamos con el mismo aspecto veinte años después, bueno, sería obvio que éramos lo que éramos. Pero desde que hemos admitido nuestra existencia, no tiene ningún sentido aferrarse a las viejas tradiciones.
– Apuesto a que algunos vampiros no estarían de acuerdo con eso.
– Claro. Algunos siguen escondiéndose en las sombras y duermen en criptas todas las noches.
Y eso lo decía un tipo que dormía en el terreno de un cementerio de vez en cuando.
– ¿Te ayudaron otros vampiros con ello?
– Sí -dijo, sorprendido-. Sí, unos pocos me ayudaron. Algunos disfrutaron del ejercicio de memoria… Otros lo usaron como una razón para rastrear a viejos conocidos, recordar viejos lugares. Estoy seguro de que no tengo en la lista a todos los vampiros de Estados Unidos, sobre todo me faltarán los inmigrantes más recientes, pero creo que probablemente cuente con el ochenta por ciento de ellos.
– Vale, entonces, ¿por qué está tan ansiosa la reina por tener ese programa? ¿Por qué iban a quererlo los demás vampiros cuando supieran de él? Ellos mismos podrían reunir toda esa información, ¿no?
– Sí-dijo-. Pero sería mucho más fácil tomarla de mí. Y en cuanto a por qué el programa es tan deseable… ¿No te gustaría a ti tener una lista de todos los telépatas de Estados Unidos?
– Oh, claro-dije-. Me aportaría un montón de pistas sobre cómo lidiar con mi problema, o sobre cómo usarlo mejor.
– Entonces, ¿no sería bueno tener un directorio de todos los vampiros de Estados Unidos, que recoja lo que se les da bien y en qué consisten sus dones?
– Pero es evidente que muchos no querrían figurar en él -dije-. Me has dicho que algunos vampiros no quieren salir a la luz, sino que prefieren permanecer en el secreto.
– Exacto.
– ¿También has incluido a esos vampiros?
Bill asintió.
– ¿Es que quieres que te metan una estaca?
– Jamás pensé lo tentador que sería este programa para otros. Jamás pensé en cuánto poder le otorgaría a su poseedor, hasta que otros intentaron robármelo.
Bill adquirió un aire sombrío.
El ruido de gritos en el otro apartamento atrajo maestra atención.
Alcide y Debbie habían vuelto a las andadas. Eran incompatibles. Pero una mutua atracción hacía que no parasen de volver el uno al otro. Quizá, al margen de Alcide, Debbie fuera una persona agradable.
Qué va, era incapaz de creerme eso. Pero quizá fuese mínimamente tolerable cuando el afecto de Alcide no estaba sobre la mesa.
Era evidente que debían separarse. No podían compartir la misma habitación.
Y yo tenía que hacerme a la idea de todo eso.
Miradme. Herida de un estacazo, drenada, magullada, hecha polvo. Tumbada en un frío apartamento, en una ciudad extraña, con un vampiro que me había traicionado.
Tenía una decisión esperando justo delante de mis narices, una que debía ser reconocida y promulgada.
Aparté a Bill y me tambaleé para ponerme de pie. Me puse la chaqueta robada. Con su silencio pesándome sobre las espaldas, abrí la puerta que daba al salón. Eric escuchaba, divertido, la pequeña trifulca del apartamento contiguo.
– Llévame a casa -le dije.
– Por supuesto -repuso-. ¿Ahora mismo?
– Sí. Alcide puede dejar mis cosas cuando pase en su viaje de vuelta a Baton Rouge.
– ¿Está el Lincoln en condiciones para conducirlo?
– Oh, sí -saqué las llaves de mi bolsillo-. Toma.
Salimos del apartamento vacío y cogimos el ascensor para bajar al aparcamiento.
Bill no nos siguió.