Cuando volví, Alcide estaba esperándome. Un montón de regalos envueltos sobre la encimera de la cocina me dieron una pista de lo que había hecho a lo largo de la mañana. Alcide había salido a rematar sus compras navideñas.
A juzgar por su aspecto avergonzado (no era precisamente el señor Sutil), había hecho algo que no estaba seguro de si me gustaría. Fuese lo que fuese, aún no estaba preparado para contármelo, así que traté de ser educada y no meterme en su cabeza. Mientras atravesaba el escueto pasillo formado por la pared del dormitorio y la encimera de la cocina, olí algo menos agradable. ¿Habría basura que sacar? ¿Qué basura íbamos a haber generado en tan poco tiempo y con tan mal olor? Pero recordar el placer de haber hablado con Janice, y disfrutar con el de tener delante a su hermano me ayudaron a olvidar.
– Tienes buen aspecto -dijo.
– Hice una visita a Janice -temí que pensara que me estaba aprovechando de la generosidad de su hermana-. Se le da muy bien que una acepte lo que en un principio no quería aceptar.
– Es buena -dijo llanamente-. Sabe lo mío desde que íbamos al instituto, y jamás se lo ha contado a nadie.
– Doy fe.
– ¿Cómo…? Ah, ya -agitó la cabeza-. Como pareces la persona más normal del mundo, a veces me cuesta recordar tus habilidades.
Nadie lo había definido así nunca.
– De camino hacia aquí, ¿oliste algo extraño por…? -empezó, pero entonces sonó el timbre.
Alcide fue a responder mientras yo me quitaba el abrigo.
Parecía contento, y me volví para mirar la puerta con una sonrisa. El joven que entró no se sorprendió de verme, y Alcide me lo presentó como el marido de Janice, Dell Phillips. Le estreché la mano, esperando disfrutar de su compañía tanto como lo hacía de la de Janice.
Me tocó muy brevemente, y luego me ignoró.
– Me preguntaba si te podrías pasar esta tarde para ayudarme con las luces navideñas -dijo Dell, dirigiéndose a Alcide, y sólo a Alcide.
– ¿Dónde está Tommy? -preguntó Alcide. Parecía decepcionado-. ¿No lo has traído para que lo vea? -Tommy era el bebé de Janice.
Dell me miró y meneó la cabeza.
– Tienes una mujer aquí, no me pareció apropiado. Está con su madre.
El comentario resultó tan inesperado, que lo único que pude hacer fue permanecer allí en silencio. La actitud de Dell también cogió a Alcide por sorpresa.
– Dell -dijo-, no seas maleducado con mi amiga.
– Duerme en tu apartamento, yo diría que es más que una amiga -sentenció Dell-. Lo siento, señorita, pero esto no me parece correcto.
– No juzguéis y no seréis juzgados -dije, esperando no sonar tan furiosa como mi atenazado estómago me decía que estaba. Quizá citar la Biblia no fuera lo más apropiado cuando una está sumida en un mar de ira. Me metí en el cuarto de invitados y cerré la puerta.
Cuando escuché que Dell Phillips se marchaba, Alcide llamó a la puerta.
– ¿Quieres jugar al Scrabble? -me preguntó.
– Claro -parpadeé.
– Mientras buscaba las cosas de Tommy, compré un juego.
Ya lo había colocado sobre la mesa de centro, frente al sofá, pero no había sentido la confianza suficiente como para quitarle el envoltorio y preparar el tablero.
– Serviré unas Coca-Colas -dije. No era la primera vez que notaba que el apartamento estaba bastante frío, aunque, por supuesto, se estaba mejor que en la calle. Lamenté no haberme traído una sudadera, y me pregunté si ofendería a Alcide preguntando si podía subir un poco la calefacción. Entonces recordé lo cálida que era su piel, e imaginé que era una de esas personas calurosas. O quizá todos los licántropos fueran así. Me puse el suéter que había usado el día anterior, pasándolo con cuidado por el pelo.
Alcide se había sentado en el suelo, a un lado de la mesa, y yo hice lo propio en el otro. Había pasado mucho tiempo desde que cualquiera de los dos hubiera jugado al Scrabble, así que repasamos las reglas durante un momento antes de empezar.
Alcide se había graduado en la Politécnica de Luisiana. Yo no había ido a la universidad, pero leía mucho, así que estábamos bastante igualados en cuanto a nuestro vocabulario. Alcide era mejor estratega, y parecía que yo pensaba más deprisa.
Hice buena puntuación con «azotar», a lo que él me sacó la lengua. Yo me reí, y él dijo:
– No me leas la mente, eso es trampa.
– Jamás se me ocurriría hacer tal cosa -dije tímidamente, y me miró con el ceño fruncido.
Perdí, pero sólo por doce puntos. Tras reunir las piezas entre amables discusiones, Alcide se incorporó y llevó los vasos a la cocina. Los depositó y empezó a buscar por los armarios, mientras yo guardaba las piezas y colocaba la tapa.
– ¿Dónde quieres que ponga esto? -pregunté.
– Oh, en el armario, junto a la puerta. Hay un par de estantes.
Me puse la caja bajo el brazo y me dirigí hacia el armario. El olor que había notado antes parecía más fuerte.
– ¿Sabes, Alcide? -dije, esperando no sonar demasiado picajosa-. Hay algo que huele a podrido por aquí.
– También me he dado cuenta. Por eso estoy aquí rebuscando en los armarios. Puede que haya un ratón muerto.
Giré el pomo mientras hablaba.
Descubrí el origen del olor.
– Oh, no -dije-. Oh, no, no, no, no, no.
– No me digas que se ha colado una rata y se ha muerto ahí-dijo Alcide.
– No es una rata -corregí-. Es un licántropo.
Había un estante sobre una barra, y el armario no era muy grande; estaba previsto más que nada para guardar los abrigos de los visitantes. Ahora todo lo llenaba el hombre moreno del Club de los Muertos, el que me había agarrado del hombro. Estaba muerto de verdad. Llevaba varias horas así.
Fui incapaz de desviar la mirada.
La presencia de Alcide a mis espaldas resultó un inesperado alivio. Miró por encima de mi cabeza mientras posaba sus manos sobre mis hombros.
– No hay sangre -dije con voz nerviosa.
– El cuello -Alcide estaba tan conmocionado como yo.
Su cabeza descansaba literalmente sobre su hombro, aún prendida al tronco. Qué asco. Tragué saliva con fuerza.
– Deberíamos llamar a la policía -dije, sin sonar demasiado segura de ello. Reparé en la forma en la que habían encajado el cuerpo en el armario. El muerto estaba casi de pie. Supongo que lo habían metido a empujones, y quien quiera que lo hubiera hecho forzó la puerta para cerrarla. Se había quedado tieso en esa posición.
– Pero si llamamos a la policía… -la voz de Alcide se fue desvaneciendo. Respiró profundamente-. Jamás creerán que no lo hicimos nosotros. Tomarán declaración a sus amigos, y ellos dirán que estuvo en el Club de los Muertos anoche, y lo comprobarán. Descubrirán que tuvimos un rifirrafe porque se metió contigo. Nadie creerá que no tuvimos nada que ver en su muerte.
– Por otra parte -dije lentamente, pensando en voz alta-, ¿crees que mencionarían de verdad el Club de los Muertos?
Alcide se lo pensó. Se puso el dedo gordo sobre la boca mientras reflexionaba.
– Quizá tengas razón. Y si no sacan lo del Club de los Muertos, ¿cómo explicarían el…, eh, enfrentamiento? ¿Sabes lo que harían? Querrían arreglar el problema por su cuenta.
Era un argumento irrefutable. Me di por vencida: nada de policía.
– Entonces, tendremos que encargarnos de él-dije, entrando en materia-. ¿Cómo lo haremos?
Alcide era un hombre práctico. Estaba acostumbrado a solucionar problemas, empezando siempre por el más importante.
– Hemos de llevarlo al campo. Para ello, tendremos que bajarlo al aparcamiento -dijo, al cabo de unos minutos de meditación-. Y para eso habrá que envolverlo.
– ¿La cortina de la ducha? -sugerí, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al cuarto de baño-. Hmmm, ¿sería posible que cerrásemos el armario y fuésemos a otra parte mientras lo pensamos?
– Claro -dijo Alcide, de repente tan ansioso como yo de perder de vista el tétrico espectáculo que teníamos delante.
Así que nos quedamos en el salón y tuvimos nuestra sesión de planificación. Lo primero que hice fue apagar la calefacción de todo el apartamento y abrir las ventanas. El cadáver no había delatado su presencia antes porque a Alcide le gustaba mantener la temperatura baja, y porque la puerta del armario estaba bien cerrada. Ahora teníamos que dispersar el mal olor, aunque fuera leve.
– Son cinco pisos, y no creo que pueda acarrear con él tanto-dijo Alcide-. Tendremos que bajarlo en el ascensor al menos un tramo. Esa es la parte más peligrosa.
Seguimos debatiéndolo y refinando ideas, hasta que llegamos a la conclusión de que teníamos un plan viable. Alcide me preguntó dos veces si me encontraba bien, y por dos veces lo tranquilicé. Concluí que se le estaría pasando por la cabeza que quizá podría estallar en un brote de histeria o desmayarme.
– Nunca he sido demasiado remilgada -dije-. No va conmigo.
Si Alcide esperaba o deseaba que le pidiera sales aromáticas, o le rogara que me salvara, a mí, la pobre niña asustada, del lobo grande y malo, se había equivocado de mujer.
Estaba decidida a mantener la serenidad, aunque eso no significara exactamente que estuviese tranquila. Me encontraba tan nerviosa cuando fui a buscar la cortina de la ducha, que tuve que refrenar mi impulso de arrancarla de las anillas de plástico. Me obligué a hacerlo lenta y sostenidamente. Inspira, espira, coge la cortina de la ducha y extiéndela sobre el suelo del pasillo.
Era azul y verde, con peces amarillos nadando serenamente en filas iguales.
Alcide había bajado al aparcamiento para dejar su camioneta todo lo cerca posible de la puerta de las escaleras. Había tenido la inteligencia de traerse consigo de vuelta unos guantes de trabajo. Inhaló profundamente mientras se los ponía (quizá no fuese lo más adecuado, dada la proximidad del cadáver). Su rostro se volvió una helada máscara de determinación. Agarró el cadáver por los hombros y tiró de él bruscamente.
Los resultados fueron más dramáticos de lo que nos podríamos haber imaginado. El motero salió despedido del armario de una sola y rígida pieza. Alcide tuvo que saltar a la derecha para esquivar el cuerpo, que chocó contra la encimera de la cocina y luego cayó de lado sobre la cortina de la ducha.
– Caray -dije con voz temblorosa, mientras contemplaba el resultado-. Sí que ha salido bien.
El cadáver estaba casi justo donde lo queríamos. Alcide y yo hicimos un conciso gesto con la cabeza y nos arrodillamos uno a cada lado. Cogimos al tiempo uno de los extremos de la cortina y cubrimos el cuerpo. Luego hicimos lo mismo con el otro. Ambos nos relajamos cuando su rostro quedó cubierto. Alcide también se había subido un rollo de cinta adhesiva (algo que los hombres de verdad siempre llevan en sus camionetas), que usamos para sellar el cadáver dentro de la cortina que lo envolvía. A continuación doblamos los extremos y los sellamos también. Afortunadamente, el licántropo no era muy alto a pesar de ser fornido.
Nos incorporamos y nos permitimos un leve momento para recuperarnos. Alcide habló primero:
– Parece un enorme burrito verde -observó.
Tuve que echarme la mano a la boca para reprimir un acceso de risa. Alcide me miró con ojos sorprendidos sobre el cadáver envuelto. De repente, él también empezó a reírse.
Cuando nos calmamos, le pregunté:
– ¿Listo para la segunda fase?
Asintió, y yo me puse el abrigo y pasé junto a Alcide y el cadáver. Me dirigí hacia el ascensor, cerrando la puerta del apartamento tras de mí a toda prisa, por si acaso pasaba alguien.
Justo cuando pulsé el botón, apareció un hombre por la esquina para esperarlo junto a mí. Quizá fuera un familiar de la vieja señora Osburgh, o quizá uno de los senadores había volado de regreso a Jackson. Fuese quien fuese, iba bien vestido y tendría alrededor de sesenta años. Era lo bastante educado como para sentirse obligado a iniciar una conversación.
– Hace un frío que pela, ¿verdad?
– Sí, pero no tanto como ayer -no dejaba de mirar las puertas del ascensor, deseosa de que llegara para marcharnos cuanto antes.
– ¿Acaba de mudarse?
Nunca en la vida me había sentido tan irritada con una persona cortés.
– Solo estoy de visita -dije con un tono de voz que indicaba que la conversación se había acabado.
– Oh -dijo alegremente-, ¿a quién?
Afortunadamente, el ascensor escogió ese preciso momento para llegar y sus puertas se abrieron justo a tiempo para salvar a ese tipo tan amable de que le arrancara la cabeza. Hizo un gesto de la mano para ofrecerme que pasara primero, pero di un paso atrás y dije:
– ¡Ay, Dios, me he olvidado las llaves!
Me marché de allí sin mirar hacia atrás. Me dirigí hacia la puerta del apartamento que había junto al de Alcide, el que me dijo que estaba vacío, y llamé a la puerta. Oí cómo se cerraban las puertas del ascensor detrás de mí y lancé un suspiro de alivio.
Cuando imaginé que el señor Palique habría tenido tiempo de llegar a su coche y salir del aparcamiento (a menos que planeara desquiciar al vigilante de seguridad con su cháchara), volví a llamar al ascensor. Era sábado, así que no había forma de prever las agendas de la gente. Según Alcide, muchos de los apartamentos habían sido adquiridos a modo de inversión, y eran subarrendados a los senadores, la mayoría de los cuales estaría ya fuera como preámbulo de las vacaciones. Los que sí vivían allí todo el año, sin embargo, pasarían por el lugar como de costumbre porque no sólo era fin de semana, sino que apenas faltaban quince días para Navidad. Cuando el chirriante ascensor llegó a la quinta planta, estaba vacío.
Volví a acercarme a la 504, llamé dos veces a la puerta y regresé corriendo al ascensor para mantener las puertas abiertas. Alcide salió del apartamento precedido por las piernas del cadáver. Se movió con toda la rapidez posible para un hombre que llevaba un cadáver tieso al hombro.
Aquél fue el momento más vulnerable. El paquete que llevaba encima Alcide se parecía precisamente a un cadáver envuelto en una cortina de ducha. El plástico atenuaba el olor, pero seguía notándose en las distancias cortas. Bajamos un piso sin problemas, y luego el siguiente. En el tercer piso se nos pusieron los pelos como escarpias. El ascensor se detuvo. Para nuestro inmenso alivio, las puertas se abrieron y no había nadie en el pasillo. Lancé una mirada furtiva fuera y hacia la puerta de las escaleras, manteniendo las del ascensor abiertas. A continuación, salí corriendo escaleras abajo delante de él y miré por el panel de cristal de la puerta que daba al aparcamiento.
– Ay, ay -dije, manteniendo una mano en alto. Una mujer de mediana edad y una adolescente estaban descargando el maletero de su Toyota al tiempo que mantenían una fuerte discusión. Habían invitado a la muchacha a una fiesta nocturna, y su madre se negaba en redondo a que fuera.
Ella tenía que ir. Todos sus amigos estarían allí. Y su madre insistía que sólo iría por encima de su cadáver.
Pero mamá, todas las madres dejan ir a sus hijos. Que no.
– Por favor, no decidáis subir por las escaleras -susurré.
Y la discusión escaló en gravedad mientras llamaban el ascensor. Pude escuchar cómo la chica interrumpía su tren de quejas para decir: «Agh, ¡qué mal huele!», antes de que se cerraran las puertas.
– ¿Qué pasa? -susurró Alcide.
– Nada. Veamos si dura la calma.
Y así fue. Salí por la puerta en dirección a la camioneta de Alcide lanzando miradas a izquierda y derecha para asegurarme de que estábamos verdaderamente solos. No estábamos a la vista del guarda de seguridad, que seguía en su caseta de cristal en la rampa de acceso.
Abrí el portón trasero de la camioneta; afortunadamente el compartimiento de carga podía cubrirse con un plástico. Echando una nueva mirada más detallada al aparcamiento, volví corriendo a la puerta de las escaleras y le di varios golpes. Al cabo de un segundo, se abrió.
Alcide salió disparado hacia su vehículo más rápido de lo que yo habría creído que podía moverse con la carga que llevaba. Empujamos tanto como pudimos, y el cuerpo quedó finalmente depositado en la zona de carga de la camioneta. Con un gran alivio, cerramos el portón.
– Segunda fase completada -dijo Alcide con un aire que yo habría tildado de aturdido, de no ser un hombre tan grande.
Conducir por las calles de una ciudad con un cadáver a bordo es un espeluznante ejercicio de paranoia.
– No te saltes ni una sola señal de tráfico -le recordé a Alcide, molesta por el tono nervioso con el que me había salido la voz.
– Vale, vale -gruñó con una voz igual de tensa.
– ¿Crees que los de ese todo terreno nos están mirando?
– No.
Estaba claro que me vendría muy bien estar callada, así que eso hice. Nos incorporamos a la Interestatal 20, la misma carretera por la que habíamos entrado en Jackson, y avanzamos hasta que los sembrados sustituyeron al panorama urbano.
Cuando llegamos a la altura de la salida de Bolton, Alcide dijo:
– Esto tiene buena pinta.
– Claro -dije. Tenía la sensación de que ya no podía seguir en el vehículo con un cadáver a cuestas. La extensión entre Jackson y Vicksburg es bastante plana y no está elevada; casi todo son campos abiertos ocasionalmente rotos por brazos de río, algo típico de la zona. Salimos de la interestatal y fuimos hacia la zona boscosa del norte. Al cabo de unos kilómetros, Alcide giró a la derecha en una carretera que llevaba años pidiendo a gritos que la volvieran a pavimentar. Los árboles crecían a ambos lados de aquel firme salpicado de parches. El descolorido cielo invernal apenas tenía opciones de iluminar el lugar con tamaña competencia, y yo me estremecí en la cabina de la camioneta.
– No queda mucho -dijo Alcide. Asentí nerviosamente.
Un diminuto camino asfaltado se bifurcaba a la izquierda, y lo señalé. Alcide frenó y analizamos las probabilidades. Intercambiamos un movimiento seco de la cabeza para escenificar nuestro acuerdo. Alcide se metió marcha atrás, lo cual me sorprendió, pero decidí que era buena idea. Cuanto más nos adentrábamos en el bosque, más me gustaba el lugar escogido. Habían cubierto con grava el camino hacía no demasiado tiempo, así que no dejaríamos huellas de neumáticos. Algo es algo. Pensé que era probable que el rudimentario camino condujera hasta un coto de caza, lo cual aseguraba la escasa presencia humana, ahora que la temporada del ciervo se había terminado.
Cuando recorrimos cierta distancia, vi una señal clavada en un árbol. Ponía:
«PROPIEDAD PRIVADA DEL CLUB DE CAZA KILEY-ODUM – PROHIBIDO EL PASO».
Seguimos, avanzando marcha atrás por el camino lenta y cuidadosamente.
– Aquí -dijo cuando nos adentramos lo suficiente en el bosque como para no ser vistos desde la carretera. Echó el freno de mano-. Escucha, Sookie, no tienes por qué salir.
– Lo haremos más rápido si trabajamos juntos.
Trató de lanzarme una mirada que me amedrentara, pero yo se la devolví con una expresión pétrea. Finalmente, suspiró.
– Vale, acabemos con esto -dijo.
El aire era frío y húmedo, y esa fría humedad te calaba hasta los huesos si te quedabas un rato quieta. Estaba segura de que la temperatura estaba cayendo en picado, y el cielo despejado de la mañana se estaba convirtiendo en un bonito recuerdo. Era un día adecuado para enterrar un cadáver. Alcide abrió el portón de la camioneta, nos pusimos los guantes y nos dispusimos a tirar del paquete azul y verde. Los alegres peces amarillos parecían casi obscenos en el bosque helado.
– Con todas tus fuerzas -me aconsejó Alcide y, a la cuenta de tres, tiramos cuanto pudimos. Conseguimos sacar la mitad del bulto. Uno de sus extremos sobresalía por el portón de una manera muy fea-. ¿Lista? Otra vez. ¡Una, dos tres! -volví a tirar, y la propia gravedad del cuerpo hizo que cayera directamente en el camino.
Si hubiésemos podido marcharnos en ese momento, me habría sentido mucho mejor; pero habíamos decidido que teníamos que llevarnos de vuelta la cortina de la ducha. A saber cuántas huellas podían extraerse de ella. Y seguro que había pruebas microscópicas que ni era capaz de imaginarme.
No suelo ver el Discovery Channel.
Alcide tenía una navaja multiusos, así que le dejé el honor de esa particular tarea. Mantuve abierta una bolsa de basura mientras él cortaba la cortina y la iba metiendo. Traté de no mirar, pero no pude evitar hacerlo.
El aspecto del cadáver no había mejorado.
La tarea concluyó antes de lo que había imaginado. Me dispuse a volverme para entrar de nuevo en la camioneta, pero Alcide se quedó de pie, con la cara apuntando al cielo. Parecía que estaba husmeando el bosque.
– Esta noche habrá luna llena -dijo. Todo su cuerpo pareció estremecerse. Cuando me miró, sus ojos tenían algo extraño. No sabría decir si cambiaron de color o de contorno, pero era una persona diferente la que miraba por ellos.
Me encontraba sola en el bosque con un compañero que había adquirido una dimensión completamente nueva. Luché contra los impulsos encontrados de gritar, romper a llorar y correr. Le sonreí ampliamente mientras esperaba. Tras una larga y densa pausa, Alcide dijo:
– Volvamos a la camioneta.
No cabía en mí de alivio cuando me senté en la cabina.
– ¿Qué crees que lo ha matado? -pregunté cuando me pareció que Alcide había tenido tiempo para volver a la normalidad.
– Creo que alguien le ha roto el cuello -dijo Alcide-. Lo que no imagino es cómo habrá llegado al apartamento. Sé que cerré la puerta con llave anoche. Estoy seguro. Y esta mañana seguía cerrada.
Traté de darle vueltas por un rato, pero fui incapaz de llegar a ninguna conclusión. Luego me dio por divagar sobre cómo moriría uno cuando le rompían el cuello. Pero decidí que no era algo tan divertido en lo que pensar.
De vuelta al apartamento hicimos una parada en el centro comercial. En un fin de semana tan próximo a las Navidades, estaba hasta la bandera de gente. Volví a recordar que no le había comprado nada a Bill.
Sentí una dolorosa punzada en el corazón cuando pensé que quizá nunca llegara a comprarle un regalo de Navidad a Bill.
Necesitábamos ambientadores, un spray limpiador de moquetas y una cortina de ducha nueva. Aparté mi tristeza y caminé con más aplomo. Alcide dejó que yo me encargara de la cortina, y he de decir que disfruté con ello. Pagó en metálico para que no hubiera ningún registro de nuestra presencia.
Comprobé mis uñas después de volver a montarme en la camioneta. Estaban bien. Luego pensé en lo cruel que podía ser por preocuparme por algo tan nimio como mi manicura. Acababa de deshacerme de un cadáver. Durante varios minutos permanecí quieta, ahondando en mi desdicha.
Se lo hice saber a Alcide, que ahora que habíamos vuelto a la civilización y nos habíamos deshecho de nuestro silencioso pasajero parecía más accesible.
– Bueno, tú no lo mataste -señaló-. ¿O sí?
Miré sus ojos verdes con un leve atisbo de sorpresa.
– Por supuesto que no. ¿Y tú?
– No -contestó, y por su expresión diría que había estado esperando a que se lo preguntase. No se me había ocurrido en ningún momento.
Aunque no había sospechado de Alcide en ningún momento, estaba claro que alguien había liquidado al licántropo. Por primera vez, traté de dilucidar quién habría metido el cadáver en el armario. Hasta ese momento, había estado demasiado ocupada pensando en cómo deshacernos del cuerpo.
– ¿Quién más tiene tus llaves? -pregunté.
– Sólo mi padre y yo, y la mujer de la limpieza que se encarga de casi todos los apartamentos del edificio. Pero no se la queda ella, siempre se la da el administrador del edificio -giramos por una hilera de contenedores y Alcide metió la bolsa que contenía la cortina.
– Es una lista bastante corta.
– Así es -dijo Alcide lentamente-. Es verdad, pero sé que mi padre está en Jackson. Hablé con él por teléfono esta mañana, justo después de levantarme. La mujer de la limpieza sólo viene cuando dejamos un mensaje al administrador. El guarda una copia de nuestras llaves, se la pasa cuando la necesita y ella se la devuelve cuando termina.
– Y ¿qué hay del guarda del aparcamiento? ¿Trabaja toda la noche?
– Sí, porque es la única línea de seguridad entre la gente que quiera colarse y el ascensor. Casi siempre se entra así, aunque hay puertas en la parte frontal del edificio que dan a la calle principal. Esas están cerradas con llave en todo momento. Allí no hay guarda, pero sí que hacen falta unas llaves para abrirlas.
– Entonces, si alguien puede despistar al guarda, podría subir en ascensor hasta tu piso sin que nadie lo detuviera.
– Oh, claro.
– Y esa persona tendría que forzar la cerradura de tu puerta.
– Sí, y arrastrar y guardar el cuerpo en el armario. Y eso parece muy improbable -dijo Alcide.
– Pero eso es lo que parece que ha pasado. Oh, hmmm… ¿Alguna vez le diste una llave a Debbie? Quizá alguien se la haya quitado -me esforcé por sonar neutral, pero no creo que me saliera muy bien.
Una larga pausa.
– Sí, tenía una llave -dijo Alcide, rígido.
Me mordí el labio para no formular la siguiente pregunta.
– No, no me la llegó a devolver.
No me hizo falta formularla.
Rompiendo un silencio algo cargado, Alcide sugirió que almorzáramos. Por extraño que pudiera parecer, me di cuenta de que estaba hambrienta.
Comimos en Hal and Mal's, un restaurante cerca del centro. Era un viejo almacén, y las mesas estaban lo bastante separadas entre sí como para permitirnos tener nuestra conversación sin que nadie llamara a la policía.
– No creo -murmuré- que nadie pudiera pasearse por los alrededores de tu edificio con un cadáver al hombro, fuese cual fuese la hora.
– Pues nosotros acabamos de hacerlo -dijo, irrefutablemente-. Supongo que debió de pasar entre, digamos, las dos y las siete de la mañana. Estábamos dormidos a las dos, ¿verdad?
– Más bien a las tres, considerando la visita de Eric.
Nuestras miradas se cruzaron. Eric. ¡Eureka!
– Pero ¿por qué iba a haber hecho eso? ¿Es que está enamorado de ti? -preguntó Alcide sin rodeos.
– Yo no diría tanto -murmuré, avergonzada.
– Ya, quiere acostarse contigo.
Asentí sin mirarle a los ojos.
– Parece que le pasa a más de uno -dijo Alcide con un suspiro.
– Eh -dije despectivamente-. Sigues afectado por lo de esa Debbie, y lo sabes.
Nos miramos mutuamente. Sería mejor sacar el tema a la luz y zanjarlo definitivamente.
– Puedes leerme la mente mejor de lo que había creído -admitió Alcide. La expresión de su amplia cara parecía triste-. Pero ella no… Y ¿qué me importa ella? Ni siquiera estoy seguro de que me guste. Tú sí que me gustas.
– Gracias -dije, esbozando una sonrisa de corazón-. Tú también me gustas muchísimo.
– Está claro que tú y yo estamos más hechos el uno para el otro que cualquiera de las personas con las que hemos salido -dijo.
Era innegablemente cierto.
– Sí, y creo que sería feliz contigo.
– Y a mí me encantaría compartir mi rutina contigo.
– Pero parece que no vamos a llegar a eso.
– No -dijo con un pesado suspiro-. Supongo que no.
La joven camarera se nos quedó mirando mientras nos marchábamos, asegurándose de que Alcide se diera cuenta de lo bien enfundada que estaba en sus vaqueros.
– Lo que creo que haré -dijo Alcide- será sacar a Debbie de mi vida, de raíz. Y entonces me presentaré en tu puerta cuando menos te lo esperes con la esperanza de que, para entonces, hayas pasado de tu vampiro.
– Y ¿seremos felices para siempre jamás desde ese momento? -sonreí.
Asintió.
– Bueno, es algo que me gustaría mucho -le dije.