2

Probé a abrir la puerta para asegurarme de que la había cerrado bien, me giré y, por el rabillo del ojo, creí ver una figura sentada en el columpio que había en el porche delantero. Ahogué un grito cuando se levantó. Entonces lo reconocí.

Yo llevaba un abrigo, pero él sólo una camiseta sin mangas, aunque, la verdad, no me sorprendió.

– El… -uy, casi la fastidio-, Bubba, ¿cómo estás? -trataba de sonar casual, despreocupada. No lo conseguí, pero Bubba no era precisamente el tipo más avispado del vecindario. Los vampiros admitían que traerlo de vuelta, cuando había estado tan cerca de la muerte y tan saturado de drogas, había sido un gran error. La noche que fue convertido, uno de los empleados del depósito de cadáveres resultó ser un vampiro, además de un gran fan. Con un plan tan rebuscado como precipitado, que implicaba uno o dos asesinatos, el empleado lo había «traído de vuelta», había convertido a Bubba en un vampiro. Pero el proceso no siempre sale bien, ya sabéis. Desde entonces había vivido como uno de esos miembros de la realeza algo retrasados. Había pasado el último año en Luisiana.

– Señorita Sookie, ¿cómo le va? -aún conservaba un poderoso acento y seguía siendo muy guapo, con papada y todo. El pelo oscuro le caía por la frente con un estilo cuidadosamente descuidado. Tenía las densas patillas cepilladas. Algún fan no muerto le había acicalado para la noche.

– Estoy muy bien, gracias -contesté educadamente, sonriendo de oreja a oreja. Es lo que hago cuando estoy nerviosa-. Estaba a punto de ir al trabajo -añadí con la esperanza de poder subirme a mi coche y largarme. Algo me decía que no iba a ser así.

– Bueno, señorita Sookie, me han mandado para cuidar de usted esta noche.

– ¿Ah, sí? Y ¿quién te ha mandado?

– Eric -dijo, orgulloso-. Sólo estaba yo cuando recibió una llamada telefónica. Me dijo que trajera mi culo hasta aquí.

– Y ¿cuál es el peligro? -pregunté, oteando el claro de bosque en el que se situaba mi casa. La aparición de Bubba me había puesto muy nerviosa.

– No lo sé, señorita Sookie. Eric me dijo que la vigilara esta noche hasta que alguien de Fangtasia viniese… Eric, Chow o la señorita Pam, o incluso Clancy. Así que, si va a trabajar, me voy con usted. Yo me encargaré de cualquiera que la moleste.

De nada serviría interrogar más a Bubba presionando su frágil cerebro. Sólo conseguiría deprimirlo, y era mejor no hacerlo. Por eso, para evitarlo, procuraba tener presente no llamarle por su antiguo nombre…, aunque de vez en cuando le daba por cantar, y eso sí que merecía la pena escucharlo.

– No puedes entrar en el bar -le dije de repente. Sería un desastre. La clientela del Merlotte's estaba acostumbrada a los vampiros ocasionales, claro, pero no podría advertir a todo el mundo que no pronunciara su nombre. Eric tenía que estar desesperado, porque la comunidad vampírica solía mantener a los errores como Bubba lejos de la vista. Aun así, de vez en cuando, le daba por salir a vagar por su cuenta. Era entonces cuando se producían los «avistamientos» y los tabloides se volvían locos.

– ¿Qué te parece si me esperas en mi coche mientras trabajo?-el frío no afectaría a Bubba.

– Tengo que estar más cerca -dijo, y parecía que nadie le iba a convencer de lo contrario.

– Vale, pues ¿qué te parece el despacho del jefe? Está junto a la barra y me puedes oír si grito.

Bubba no parecía del todo convencido, pero finalmente asintió. Lancé un suspiro que no me había dado cuenta de que estaba conteniendo. Lo ideal para mí habría sido quedarme en casa diciendo que me había puesto mala. Sin embargo, no es sólo que Sam esperara que acudiera, sino que también necesitaba la paga.

El coche se antojó un poco pequeño con Bubba en el asiento del copiloto. Cuando salimos de mi propiedad, atravesando el bosque hasta la carretera del distrito, anoté mentalmente que debía llamar a la empresa de asfaltado para que echaran un poco más de grava por el largo y tortuoso camino que conducía a mi casa. Después, cancelé el aviso, también mentalmente. Ahora mismo no me lo podía permitir. Tendría que esperar hasta la primavera. O el verano.

Giramos a la derecha para recorrer los pocos kilómetros que había hasta el Merlotte's, el bar en el que trabajo como camarera cuando no estoy haciendo un montón de cosas secretas para los vampiros. Cuando estábamos a medio camino, caí en que no había visto ningún coche por allí en el que Bubba hubiera podido llegar hasta mi casa. ¿Habría venido volando? Algunos vampiros podían hacerlo. Si bien Bubba era el vampiro con menos talento que había conocido, quizá se le diera bien.

Un año atrás se lo habría preguntado, pero ahora no. Ahora estoy acostumbrada a codearme con los no muertos. Y no porque sea una vampira. Soy telépata. Mi vida era un auténtico infierno hasta que conocí a un hombre al que era incapaz de leer la mente. Por desgracia, no podía hacerlo porque estaba muerto. Pero Bill y yo ya llevábamos varios meses juntos y, hasta hacía poco, nuestra relación había ido francamente bien. Y los demás vampiros me necesitan, así que estoy a salvo…, hasta cierto punto. En la mayoría de casos. A veces.

El Merlotte's no parecía muy concurrido a juzgar por el aparcamiento medio vacío. Sam había comprado el bar hacía cinco años. El negocio había estado perdiendo dinero hasta entonces, quizá por encontrarse aislado en medio del bosque que rodeaba todo el aparcamiento. O puede que porque el anterior propietario no hubiese encontrado la combinación adecuada de bebidas, comida y servicio.

De alguna manera, después de cambiarle el nombre al establecimiento y renovarlo, Sam le dio la vuelta a los libros de contabilidad. Ahora podía llevar una buena vida gracias a él. Pero esa noche era de lunes, desde luego no la más animada para salir por nuestra zona, el norte de Luisiana. Me dirigí hacia el aparcamiento para empleados, que se encontraba justo enfrente del tráiler de Sam Merlotte, que, a su vez, está detrás de la entrada de servicio, formando ángulo recto. Salté fuera del asiento del conductor, recorrí el almacén y miré por el panel de cristal de la puerta para comprobar el corto pasillo cuyas puertas daban a los aseos y al despacho de Sam. Vacío. Bien. Y cuando llamé a su puerta, éste se encontraba detrás de su escritorio. Mejor aún.

Sam no es muy grande, pero sí muy fuerte. Tiene el pelo rubio rojizo y los ojos azules, y puede que saque tres a mis veintiséis años. Son casi los mismos años que llevo trabajando para él. Me cae bien, y es el protagonista de algunas de mis fantasías predilectas; pero desde que salió con una criatura tan bella como homicida hacía un par de meses, mi entusiasmo perdió fuelle. Aun así, sigue siendo mi amigo.

– Disculpa, Sam -le dije, sonriendo como una idiota.

– ¿Qué hay? -preguntó, cerrando el catálogo de proveedores que había estado hojeando.

– Tengo que meter a alguien aquí un rato.

Sam no pareció alegrarse.

– ¿Quién? ¿Bill ha vuelto?

– No, sigue de viaje -mi sonrisa se hizo más brillante si cabe-. Pero, eh, han mandado a otro vampiro para que cuide de mí. Y necesito que se quede aquí mientras estoy trabajando, si no te importa.

– ¿Por qué necesitas que cuiden de ti? Y ¿por qué no puede sentarse en el bar, como todo el mundo? Tenemos montones de botellas de TrueBlood -TrueBlood se estaba convirtiendo definitivamente en una marca de vanguardia en lo que a sangre de sustitución se refiere. «Lo mejor después del sorbo de la vida», decía su primer anuncio, y los vampiros habían respondido muy bien a esa campaña.

Oí un ruido muy leve detrás de mí y suspiré. Bubba se había impacientado.

– A ver, te dije… -empecé a decir mientras me daba la vuelta, pero no conseguí ir más allá. Una mano me agarró del hombro y me dio la vuelta violentamente. Tenía delante a un hombre que no había visto en la vida. Estaba cerrando el puño para pegarme en la cabeza.

Si bien la sangre de vampiro que ingerí hacía unos meses (para salvar la vida, que quede claro) se había disipado casi del todo -ya apenas brillo por la noche-, sigo siendo más rápida que la mayoría de la gente. Me eché al suelo y rodé hacia las piernas del hombre, lo cual hizo que se tambaleara y que Bubba pudiera destrozarle la garganta con más facilidad.

Me puse de pie rápidamente y Sam salió disparado de detrás del escritorio. Nos miramos mutuamente, luego a Bubba y al hombre muerto.

Vaya, pues sí que estábamos en un aprieto.

– Lo he matado -dijo Bubba, orgulloso-. La he salvado, señorita Sookie.

Que el Hombre de Memphis aparezca en tu bar, darte cuenta de que se ha convertido en un vampiro, y ver cómo mata a un posible asaltante, vaya, era mucho para asimilarlo en un par de minutos, incluso para Sam, a pesar de que él mismo no era exactamente lo que aparentaba.

– Eso parece -le dijo Sam a Bubba con voz que invitaba a la calma-. ¿Lo conocías?

Nunca había visto a un muerto, aparte de alguna visita ocasional a la funeraria local, hasta que empecé a salir con Bill (quien, por supuesto, estaba técnicamente muerto, pero me refiero a un muerto humano).

Por lo que se ve, ahora me topo con ellos muy a menudo. Menos mal que no soy demasiado remilgada.

Este muerto en particular rondaba los cuarenta años, cada uno de los cuales parecía haber sido muy duro. Tenía los brazos llenos de tatuajes, casi todos de los de mala calidad que se hacen en la cárcel, y le faltaban algunos dientes cruciales. Iba vestido con lo que pensé que era la indumentaria de un motero: vaqueros sucios y chaleco de cuero con una camiseta obscena por debajo.

– ¿Qué pone en la espalda del chaleco? -preguntó Sam, como si eso revistiera algún significado para él.

Bubba tuvo la cortesía de volver de costado al muerto. La forma en que su mano inerte se tambaleaba al final de su brazo me dio náuseas. Pero me obligué a mirar el chaleco. Llevaba la espalda decorada con la cabeza de un lobo de perfil que parecía estar aullando. La cabeza del animal estaba dibujada sobre un círculo blanco que supuse que pretendía ser la luna. La preocupación de Sam creció al ver la insignia.

– Un licántropo -dijo concisamente. Aquello explicaba muchas cosas.

Hacía demasiado frío para ir sólo con un chaleco, a menos que fuese un vampiro. Los licántropos solían retener más calor que la gente normal, pero se aseguraban de abrigarse cuando hacía frío, pues su sociedad seguía siendo un secreto a ojos de los humanos (salvo para una afortunada como yo y puede que para algunos centenares de otras personas). Me pregunté si el muerto habría dejado un abrigo colgado en los percheros de la entrada, en cuyo caso se habría colado aquí después de esconderse en los aseos de caballeros, a la espera de que yo llegara. Quizá el abrigo estuviera en su vehículo.

– ¿Lo viste entrar? -le pregunté a Bubba. Puede que estuviese algo aturdida.

– Sí, señorita. Debía de estar esperándola en el gran aparcamiento. Dobló la esquina, salió de su coche y entró por la puerta de atrás justo un minuto después que usted. Nada más cruzó corriendo usted la puerta, entró él. Yo le seguí. Menuda suerte la suya por tenerme cerca.

– Gracias, Bubba. Tienes razón. Soy afortunada de tenerte. Me pregunto qué querría hacer conmigo -sentí que un escalofrío me recorría nada más pensarlo. ¿Acaso planeaba asaltar a una mujer solitaria o venía a por mí específicamente? Luego pensé que era una duda tonta. Si Eric estaba tan preocupado como para enviar a un guardaespaldas, tenía que saber que existía una amenaza, lo cual descartaba la posibilidad de que yo fuera una víctima aleatoria. Sin decir nada, Bubba salió por la puerta trasera y regresó en apenas un minuto.

– Tenía cinta aislante y mordazas en el asiento delantero del coche -dijo Bubba-También está su abrigo. Lo he traído para envolverle la cabeza -se inclinó para disponer la densa chaqueta de camuflaje alrededor de la cabeza y el cuello del muerto. Envolverla era una gran idea, dado que el hombre sangraba un poco. Cuando terminó la tarea, Bubba se lamió los dedos.

Sam me rodeó con un brazo porque yo había empezado a temblar.

– Esto sí que es raro -estaba diciendo yo, cuando la puerta del pasillo que daba al bar empezó a abrirse. Pude ver que era la cara de Kevin Prior. Kevin es un cielo, pero también es poli, y eso era lo último que necesitábamos.

– Lo siento, pero el retrete tiene una fuga -dije, y cerré la puerta ante su estrecha y sorprendida cara-. Escuchad, chicos, ¿qué tal si mantengo esta puerta cerrada mientras vosotros metéis a este hombre en su coche? Luego podremos pensar qué hacemos con él.

Haría falta fregar el suelo del pasillo. Descubrí que la puerta del pasillo podía cerrarse con cerrojo. Nunca me había dado cuenta de ello.

Sam parecía dubitativo.

– Sookie, ¿no crees que deberíamos llamar a la policía? -preguntó.

Un año atrás ya hubiera estado pegada al teléfono marcando el número de emergencias, antes siquiera de que el cadáver tocara el suelo. Pero el año había supuesto para mí todo un proceso de aprendizaje. Crucé una mirada con Sam e hice un gesto de la cabeza hacia Bubba.

– ¿Cómo crees que llevaría estar en la cárcel? -murmuré. Bubba empezaba a tararear el compás inicial de Blue Christmas-. Nosotros apenas tenemos fuerza en las manos para hacer eso-puntualicé.

Al cabo de un instante de indecisión, Sam asintió, resignado a lo inevitable.

– Vale, Bubba, ayúdame a meter a este tipo en su coche.

Fui a buscar una fregona mientras los hombres…, bueno, el vampiro y el cambiante, se llevaban al motero por la puerta trasera. Cuando Sam y Bubba regresaron, trayendo consigo un soplo del aire frío del exterior, yo había fregado el pasillo y el aseo de caballeros (que es lo que habría hecho si de verdad se hubiese producido una fuga). Pulvericé con ambientador la zona para mejorar la atmósfera.

Hicimos bien en actuar con rapidez, porque Kevin volvió a abrir la puerta tan pronto como la desbloqueé.

– ¿Todo va bien por aquí? -preguntó. A Kevin le gusta correr, por lo que casi no tiene grasa corporal, y tampoco es muy grande. Tiene aspecto como de borrego, y sigue viviendo con su madre. Pero, a pesar de todo, no tiene ni un pelo de tonto. En el pasado, cuando leía sus pensamientos, éstos siempre estaban puestos en el trabajo policial o en Kenya Jones, la amazona negra que tenía por compañera. En ese momento sus pensamientos estaban llenos de suspicacias.

– Creo que lo hemos arreglado -dijo Sam-. Ten cuidado donde pisas, acabamos de fregar. ¡No vayas a escurrirte y a demandarme! -le sonrió a Kevin.

– ¿Hay alguien en tu despacho? -preguntó Kevin, moviendo la cabeza hacia la puerta cerrada.

– Uno de los amigos de Sookie -dijo Sam.

– Será mejor que vaya a servir algunas bebidas -dije alegremente, mirándolos a los dos. Comprobé que tenía la coleta bien puesta y puse en movimiento mis Reebok. El bar estaba casi vacío, y la mujer a la que iba a relevar (Charlsie Tooten) pareció aliviada.

– Qué muerto está esto -me susurró-. Los chicos de la seis llevan con la misma jarra desde hace una hora, y Jane Bodehouse ha tratado de ligar con todos los hombres que han entrado. Y Kevin ha estado escribiendo algo en una libreta toda la noche.

Miré a la única clienta femenina del bar, tratando de ocultar la aversión que me producía. Todos los establecimientos de hostelería tienen su porción de clientes alcohólicos, gente que siempre está cuando el lugar abre y cierra. Jane Bodehouse era una de las que nos tocaban a nosotros. Normalmente, Jane bebía en su casa a solas, pero cada dos semanas, más o menos, se le metía en la cabeza pasarse por aquí y ligarse a un hombre. El proceso de ligue se volvía cada vez más incierto, pues no sólo era que Jane rondara la cincuentena, sino que la falta de horas de sueño y dieta adecuada se habían cobrado un precio durante los últimos diez años.

Esa noche en particular me di cuenta de que cuando Jane se maquilló no había atinado con los perímetros de sus cejas y labios. El resultado era de lo más perturbador. Tendríamos que llamar a su hijo para que se pasase a recogerla. Bastaba con mirarla para saber que no estaba en condiciones para conducir.

Asentí a Charlsie y saludé con la mano a Arlene, la otra camarera, que estaba sentada en una mesa con su último novio, Buck Foley. La noche estaba definitivamente muerta si Arlene estaba sentada. Me devolvió el saludo, meneando sus rizos rojos.

– ¿Cómo están los críos? -le pregunté, mirando en derredor para quitar algunos de los vasos que Charlsie había sacado del lavavajillas. Sentía que actuaba con toda normalidad, hasta que me di cuenta de que las manos me temblaban violentamente.

– Genial. Coby ha sacado todo sobresalientes y Lisa ganó el concurso de deletreo -contestó con una amplia sonrisa. A cualquiera que pensara que una mujer casada cuatro veces no podía ser una madre le remitiría a Arlene. También le dediqué a Buck una rápida sonrisa, en honor a Arlene. Buck es el típico tío con el que Arlene suele salir, lo cual viene a significar que no es lo suficientemente bueno para ella.

– ¡Qué bien! Esos niños son tan listos como su madre-dije.

– Oye, ¿te encontró ese tipo?

– ¿Qué tipo? -creo que ya sabía a quién se refería.

– El tío que iba vestido como un motero. Me preguntó si yo era la camarera que salía con Bill Compton porque tenía que entregarle algo.

– ¿No conocía mi nombre?

– No, y es muy raro, ¿no crees? Oh, Dios mío, Sookie, si no conocía tu nombre, ¿cómo iba a venir de parte de Bill?

Probablemente Coby había heredado la inteligencia de su padre, porque a Arlene le había llevado todo ese tiempo deducir algo tan obvio. Adoraba a Arlene por su forma de ser, no por su cerebro.

– Entonces ¿qué le dijiste? -le pregunté, con la vista clavada en ella. Lucía mi sonrisa nerviosa, no la natural. No siempre sé cuándo la llevo puesta.

– Le dije que me gustaban los hombres calientes y que respiraran -dijo, y se rió. A veces, Arlene también carecía de todo atisbo de tacto. Me propuse evaluar por qué era tan amiga mía-. No, en realidad no le dije eso. Sólo le dije que eras la rubia que entraría a las nueve.

Gracias, Arlene. Así que mi atacante sabía quién era porque mi mejor amiga me había identificado; no conocía mi nombre ni dónde vivía; sólo que trabajaba en el Merlotte's y que salía con Bill Compton. Eso me tranquilizaba, aunque no demasiado.

Pasaron tres horas. Sam salió, me susurró que le había dado a Bubba una revista para entretenerse y una botella de Life Support, y se puso detrás de la barra.

– ¿Cómo es que ese tipo conducía un coche en vez de una moto? -murmuró Sam-. ¿Cómo es que el coche lleva una matrícula de Misisipi? -bajó el tono cuando Kevin se acercó para asegurarse de que llamaríamos a Marvin, el hijo de Jane. Sam llamó mientras Kevin se quedaba ahí de pie esperando que el hijo le prometiera estar en el Merlotte's en veinte minutos. Luego se alejó, con su libreta bajo el brazo. Me preguntaba si a Kevin le había dado por la poesía o estaba escribiendo su currículo.

Los cuatro hombres que habían estado ignorando a Jane mientras se tomaban su bebida a paso de tortuga apuraron sus respectivas jarras de cerveza y se marcharon, dejando cada uno de ellos un dólar de propina sobre la mesa. No escatimaban en gastos. Nunca conseguiría reponer la grava del camino de casa con clientes como ésos.

Cuando apenas le quedaba media hora, Arlene apuró sus tareas del cierre y preguntó si podía marcharse con Buck. Sus hijos seguían con su madre, así que Back y ella tendrían el tráiler para ellos solitos durante un rato.

– ¿Volverá Bill pronto? -me preguntó mientras se ponía el abrigo. Buck hablaba de fútbol americano con Sam.

Me encogí de hombros. Me había llamado hacía tres noches para decirme que había llegado a «Seattle» sin problemas y que se iba a reunir con quienquiera que fuese a hacerlo. El identificador del teléfono indicó que me llamaba desde un número oculto. Pensé que aquello decía mucho sobre la situación. Pensé que era mala señal.

– ¿Lo… echas de menos? -dijo con voz traviesa.

– ¿Tú qué crees? -pregunté con una sonrisa que me estiraba las comisuras-. Anda, vete a casa, y pásalo bien, tú que puedes.

– Buck es muy bueno en los buenos momentos -dijo ella, mirándolo de soslayo.

– Qué suerte la tuya.

Jane Bodehouse era la única clienta del Merlotte's cuando llegó Pam. Jane estaba tan fuera de onda que apenas contaba.

Pam es una vampira, además de copropietaria de Fangtasia, un bar para turistas en Shreveport. Es la lugarteniente de Eric. Pam es rubia, probablemente tiene más de doscientos años, y lo cierto es que también posee sentido del humor, algo que no suele venir de serie con los vampiros. Si se puede tener una amiga vampira, Pam era lo más cercano a eso con que yo contaba.

Se sentó en uno de los taburetes de la barra y se me quedó mirando desde el otro lado de la gran superficie de madera.

Aquélla no era una buena señal. Nunca había visto a Pam fuera de Fangtasia.

– ¿Qué hay? -le dije a modo de saludo. Le sonreí. Estaba muy tensa.

– ¿Dónde está Bubba? -preguntó con su voz precisa. Me miró por encima del hombro-. Eric se va a cabrear si Bubba no ha llegado aquí.

Por primera vez me di cuenta de que Pam tenía un ligero acento, aunque no fui capaz de identificarlo. Quizá tan sólo fueran las inflexiones del inglés antiguo.

– Bubba está en la parte de atrás, en el despacho de Sam -le informé, centrándome en su cara. Tenía ganas de que cayera el hachazo de una vez. Sam se acercó y se puso a mi lado. Les presenté. Pam le propinó un saludo mucho más significativo del que le hubiera dado a un mero humano (cuya presencia probablemente ni siquiera habría hecho por reconocer), pues Sam era un cambiante. Desde luego que esperaba ver una chispa de interés, puesto que Pam es omnívora en lo que al sexo se refiere, y Sam es un ser sobrenatural de lo más atractivo. Si bien los vampiros no son conocidos precisamente por su expresividad facial, decidí que Pam estaba definitivamente descontenta.

– ¿Qué pasa? -pregunté, al cabo de un momento de silencio.

Pam se encontró con mi mirada. Ambas somos rubias de ojos azules, pero eso es como decir de dos perros que ambos son animales. Ahí terminaban las similitudes. El pelo de Pam era liso y pálido, y sus ojos eran muy, muy oscuros. Ahora estaban inundados de preocupación. Le dedicó a Sam una mirada significativa. Sin decir nada, él fue a ayudar al hijo de Jane, un treintañero de aspecto consumido, para meterla en el coche.

– Bill ha desaparecido -dijo Pam sin rodeos.

– No. Está en Seattle -dije, voluntariamente obtusa. Había aprendido ese término en mi calendario de la palabra del día esa misma mañana, y ahí estaba yo, usándola.

– Te mintió.

Asimilé eso mientras hacía un gesto de «venga ya» con la mano.

– Ha estado en Misisipi todo este tiempo. Fue en coche hasta Jackson.

Clavé la mirada en la barra de madera revestida en poliuretano. En cierto modo me había imaginado que Bill me había mentido, pero escuchar que te lo digan en voz alta, así, de golpe, dolía como ninguna otra cosa. Me había mentido y había desaparecido.

– Bueno… Y ¿qué vais a hacer para encontrarlo? -pregunté, y odié la vacilación de mi voz.

– Ya lo estamos buscando. Hacemos todo lo que podemos -explicó Pam-. Quienquiera que lo tenga podría ir a por ti también. Por eso Eric envió a Bubba.

No pude responder. Pugnaba por mantener el control de mí misma.

Sam volvió, supongo que al ver lo alterada que me encontraba. Desde apenas unos escasos centímetros a mi espalda dijo:

– Alguien ha intentado raptar a Sookie cuando venía a trabajar esta noche. Bubba la ha salvado. El cuerpo está fuera, detrás del bar. Pensábamos moverlo cuando cerrásemos.

– Pues rápido -dijo Pam. Parecía incluso más molesta. Escrutó a Sam de arriba abajo y asintió. Era un ser tan sobrenatural como ella, la mejor alternativa después de la primera: que fuera otro vampiro-. Será mejor que vaya al coche a ver qué puedo encontrar.

Pam dio por sentado que dispondríamos nosotros del cuerpo, en lugar de recurrir a instancias más oficiales. Los vampiros no llevan muy bien eso de aceptar la autoridad de los agentes de la ley y la obligación ciudadana de llamar a la policía siempre que surja algún problema. Si bien no pueden unirse a las Fuerzas Armadas, sí que pueden meterse a polis, y disfrutan de lo lindo con ese trabajo. Sin embargo, los polis vampiros suelen ser considerados unos parias por el resto de no muertos.

Hubiera preferido pensar sólo en polis vampiros que en lo que Pam acababa de decirme.

– ¿Cuándo desapareció Bill? -preguntó Sam. Su voz era tranquila, pero se le intuía la rabia subyacente.

– Debía haberse presentado anoche -informó Pam. Alcé la cabeza de golpe. Eso no lo sabía. ¿Por qué no me diría Bill que volvía a casa?-. Iba a conducir hasta Bon Temps, llamarnos por teléfono a Fangtasia para que supiéramos que había vuelto, y reunirse con nosotros esta noche -era lo más parecido a parlotear que nunca haría un vampiro.

Pam pulsó una serie de números en su móvil; pude escuchar los leves pitidos. Escuché su conversación con Eric. Tras relatarle los hechos, añadió:

– Está sentada aquí. No habla.

Me puso el teléfono en la mano y yo me lo acerqué automáticamente a la oreja.

– Sookie, ¿me escuchas? -sabía que Eric había oído el ruido de mi pelo contra el receptor, el sonido de mi respiración-. Sé que estás ahí. Escucha y haz lo que te diga. Por el momento no le cuentes a nadie lo que ha pasado. Actúa con normalidad. Vive tu vida como siempre lo haces. Uno de los nuestros te estará vigilando en todo momento, seas o no consciente de ello. Incluso de día hallaremos una forma de protegerte. Vengaremos a Bill y te protegeremos.

¿Vengar a Bill? Entonces Eric estaba convencido de que Bill había muerto.

– No sabía que debía haber vuelto anoche -dije, como si fuese el dato más importante del momento.

– El tenía… malas noticias para ti -me soltó Pam de repente.

Eric la escuchó e hizo un sonido de disgusto.

– Dile a Pam que cierre el pico -dijo, sonando abiertamente furioso por primera vez desde que lo conocía. No vi la necesidad de transmitir el mensaje, pues imaginé que Pam también había escuchado sus palabras. La mayoría de los vampiros tienen un oído muy agudo.

– Así que sabías que tenía malas noticias y que iba volver -dije. No sólo Bill había desaparecido y estaba probablemente muerto (muerto del todo), sino que me había mentido sobre dónde había ido y por qué, y se había guardado un importante secreto, algo que tenía que ver conmigo. El dolor se hizo tan profundo que apenas era capaz de sentir la herida. Pero sabía que más tarde sí la notaría.

Le devolví el teléfono a Pam y abandoné el bar.

Vacilé mientras entraba en mi coche. Tenía que quedarme en el Merlotte's para ayudar con el cuerpo. Sam no era vampiro y estaba metido en esto por mi culpa. No era justo para él.

Pero después de dudarlo durante apenas un segundo, arranqué y me puse en marcha. Podría ayudarle Bubba, y Pam… Ella, la que lo sabía todo mientras yo no sabía nada.

Estaba segura de haber visto un rostro pálido en el bosque cuando llegué a casa. Me sentí tentada de llamar a mi vigilante vampiro e invitarlo a, por lo menos, sentarse en el sofá durante la noche. Pero luego pensé que no. Prefería estar sola. Nada de eso tenía que ver conmigo. No tenía por qué hacer nada. Podía permanecer pasiva, ignorante a pesar de mí misma.

Me sentía todo lo herida y enfadada que era posible, O al menos eso era lo que pensaba. Las subsiguientes revelaciones me demostrarían lo equivocada que estaba.

Irrumpí en mi casa y cerré la puerta con llave. Ningún cerrojo impediría entrar a un vampiro, por supuesto, pero la falta de una invitación expresa, sí. Ellos, a su vez también disponían de modos con los que mantener a raya a los humanos, al menos antes del amanecer.

Me puse mi vieja bata de noche, de manga larga y nailon azul, y me senté a la mesa de la cocina, con la mirada perdida en mis manos. Me preguntaba dónde estaría Bill en ese momento. Caminaría aún por el mundo o se habría visto reducido a un montón de cenizas en alguna hoguera. Pensé en su pelo, castaño oscuro, en su denso tacto entre mis dedos. Pensé en el secretismo de su planeado regreso. Al cabo de lo que debieron de ser uno o dos minutos, miré el reloj que había sobre los fogones. Llevaba más de una hora sentada, mirando al vacío.

Debía meterme en la cama. Era tarde, hacía frío y lo normal era dormir. Pero nada en mi futuro volvería a ser normal. ¡Oh, un momento! Si Bill estuviese muerto, mi futuro sí que sería normal.

Sin Bill, fuera vampiros: fuera Eric, fuera Pam, fuera Bubba.

Fuera criaturas sobrenaturales: fuera licántropos, cambiantes o ménades. No habría conocido a ninguno de ellos de no ser por mi relación con Bill. Si él no hubiera entrado en el Merlotte's, yo me limitaría a servir mesas y escuchar sin desearlo los pensamientos de quienes me rodeaban: la avaricia de poca monta, la lujuria, la desilusión, las esperanzas y las fantasías. Sookie la loca, la telépata local de Bon Temps, Luisiana.

Había sido virgen hasta que conocí a Bill. Y, ahora, creo que sólo me acostaría con J.B. du Rone, que era tan encantador que una casi se podía olvidar de que era más tonto que hecho aposta. Tenía tan pocos pensamientos que su compañía apenas me resultaba incómoda. Incluso podía tocar a J.B. sin recibir imágenes desagradables. Pero Bill… En ese momento me di cuenta de que tenía la mano derecha cerrada en un puño, y golpeé la mesa con tal fuerza que me hice un daño del demonio.

Bill me dijo que si algo le pasaba tenía que acudir a Eric. No estaba segura de si eso implicaba que Eric se aseguraría de que recibiría alguna herencia económica de su parte, que me protegería de otros vampiros o que pasaría a pertenecerle…, vamos, a tener la misma relación con Eric que tenía con Bill. Ya le había dicho a Bill que no pensaba dejar que me fueran pasando de uno a otro como un postre navideño.

Pero Eric ya había acudido a mí, por lo que no había tenido la oportunidad de decidir si quería seguir el último consejo de Bill o no.

Mis pensamientos empezaron a divagar. De todas formas, nunca habían estado muy organizados.

«Oh, Bill, ¿dónde estás?» Enterré la cara en mis manos.

La cabeza me palpitaba de agotamiento, e incluso mi acogedora cocina se antojaba helada a esas horas de la madrugada. Me levanté para dirigirme a la cama, aunque sabía que no podría dormir. Necesitaba a Bill con una intensidad tan visceral que llegué a plantearme si no sería algo anormal, si no habría sido objeto de una seducción sobrenatural.

Si bien mi habilidad telepática me inmunizaba de la seducción de los vampiros, puede que fuese vulnerable a otro tipo de poder. O quizá sólo era que echaba de menos al único hombre que había amado en mi vida. Me sentí destripada, vacía y traicionada. Me sentí peor que cuando murió mi abuela, peor que cuando mis padres se ahogaron. Yo era muy pequeña cuando mis padres murieron, y puede que en ese momento no asimilara del todo que se habían ido para siempre. Ahora resultaba difícil recordarlo. Cuando mi abuela murió unos meses atrás, hallé consuelo en los rituales que rodean a la muerte aquí en el Sur.

Supe que no me habían abandonado.

Me encontré de pie en el umbral de la cocina. Apagué la luz.

Una vez metida en la cama, a oscuras, empecé a llorar y no pude parar durante mucho, mucho rato. No era una noche para acordarme de todas las cosas buenas que debía agradecer. Era una noche donde cada una de las pérdidas que había sufrido me atenazaban sin contemplaciones. Me pareció que había tenido más mala suerte que el común de los mortales. Aunque traté de no caer en una cascada de autocompasión, no tuve demasiado éxito. Todo estaba íntimamente ligado con el desamparo de no saber qué había sido de Bill.

Quería que él se pegara a mi espalda; quería sus fríos labios en mi cuello. Quería sus manos blancas recorriendo mi estómago. Quería hablar con él. Quería que desterrara mis terribles sospechas a golpe de carcajada. Quería contarle mi día; el estúpido problema que había tenido con la compañía del gas, y los pocos canales que el proveedor de televisión por cable me había añadido. Quería recordarle que necesitaba una nueva lavadora, hacerle saber que mi hermano Jason había descubierto que, después de todo, no iba a ser padre (lo cual estaba bien, porque tampoco era marido).

Lo más dulce de estar en pareja es compartir tu vida con alguien.

Pero mi vida, evidentemente, no había sido lo suficientemente buena para ser compartida.

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