4

Dado que parecía que iba a salir de la ciudad, había que hacer la colada y tirar cosas de la nevera. No tenía mucho sueño después de pasarme tanto tiempo en la cama durante el día y la noche anteriores, así que saqué la maleta y metí algo de ropa en la lavadora que tenía en el helado porche trasero. Ya no me apetecía pensar sobre mi carácter. Tenía un montón de cosas sobre las que meditar.

Eric había optado por una aproximación sin contemplaciones para doblegarme a su voluntad. Me había bombardeado con un buen número de razones para que hiciera lo que él quería: intimidación, amenaza, seducción, una llamada al regreso de Bill y otra a su vida y bienestar (el de Bill, y el de Pam, y el de Chow), por no hablar de mi propia salud. «Puede que tenga que torturarte, pero quiero acostarme contigo; necesito a Bill, pero estoy furioso con él porque me ha engañado; tengo que mantener la paz con Russell Edgington, pero tengo que quitarle a Bill de las manos; Bill es mi siervo, pero trabaja en secreto para mi jefa.»

Malditos vampiros. Ahora podéis comprender por qué me alegro de que su seducción no funcione conmigo. Es una de las pocas cosas positivas de mi capacidad para leer la mente. Por desgracia, los humanos con dones psíquicos son muy atractivos para los no muertos.

Jamás habría previsto esto cuando empecé a salir con Bill. El se había vuelto para mí tan indispensable como el aire; y no sólo por los profundos sentimientos que albergaba hacia él, o el placer que me producía hacer el amor con él. Bill era el único seguro que impedía que otro vampiro se apropiase de mí por encima de mi voluntad.

Después de haber puesto la lavadora un par de veces y de doblar la ropa, me sentí mucho más relajada. Casi había terminado de hacer la maleta, y metí un par de novelas románticas y una de misterio por si tenía algo de tiempo para leer. Soy una autodidacta de los libros de género.

Me estiré y bostecé. Había cierta paz mental en tener un plan, y mi sueño inquieto del último día y la última noche no me habían repuesto todo lo que yo habría querido. Corría el riesgo de quedarme dormida con facilidad.

Incluso sin la ayuda de los vampiros quizá pudiera encontrar a Bill, pensé, mientras me cepillaba los dientes y me metía en la cama. Pero sacarle de cualquier prisión en la que se encontrara y huir con éxito ya era harina de otro costal. Y luego tenía que decidir qué hacer con nuestra relación.

Me desperté a eso de las cuatro de la madrugada con la extraña sensación de que me rondaba una idea de la que aún no era consciente. Había tenido un pensamiento en algún momento de la noche; el tipo de reflexión que sabes que ha estado burbujeando en tu cerebro, esperando que le des el hervor definitivo.

Al cabo de un minuto, la idea volvió a la superficie. ¿Qué pasaría si Bill no hubiera sido secuestrado, sino que hubiera desertado? ¿Qué pasaría si hubiera quedado tan prendado o se hubiera vuelto tan adicto a Lorena que hubiera decidido abandonar a los vampiros de Luisiana para unirse al grupo de Misisipi? De inmediato me surgieron dudas de que ése fuese el plan de Bill; habría sido demasiado elaborado, habrían hecho falta la filtración, a través de los informantes de Eric, del dato relativo al secuestro de Bill y la presencia confirmada de Lorena en Misisipi. Estaba claro que había formas mucho más sencillas y menos dramáticas de arreglar su desaparición.

Me preguntaba si Eric, Chow y Pam estarían en ese momento registrando su casa, situada justo al otro lado del cementerio desde la mía. No iban a encontrar lo que estaban buscando. Quizá regresaran a mi casa. No tendrían por qué recuperar a Bill si encontraban los archivos informáticos que la reina tanto quería. Me quedé dormida por puro agotamiento, creyendo haber oído a Chow riendo en el exterior.

Incluso el conocimiento de la traición de Bill no me impidió buscarlo en mis sueños. Debí de darme la vuelta tres veces, extendiendo la mano para comprobar si estaba junto a mí en la cama, como solía ocurrir muchas veces. Pero en todas las ocasiones encontré ese lado vacío y frío.

Aun así, era mejor que toparme ahí con Eric.

Me levanté y me duché con las primeras luces. Ya tenía el café hecho cuando alguien llamó a la puerta.

– ¿Quién es? _-pregunté, colocándome a un lado de la puerta.

– Me manda Eric -dijo una voz áspera.

Abrí la puerta y miré hacia arriba. Y luego un poco más hacia arriba.

Era enorme. Tenía los ojos verdes. Y un pelo desordenado y rizado, denso y negro como la noche. Su mente zumbaba y destellaba energía; una especie de efecto rojo. Un licántropo.

– Adelante. ¿Quieres un café?

Fuese lo que fuese lo que se esperaba, no era lo que estaba presenciando.

– Ni lo dudes, querida. ¿Hay huevos? ¿Salchichas?

– Claro -lo conduje hasta la cocina-. Me llamo Sookie Stackhouse -dije por encima del hombro. Me incliné para coger los huevos de la nevera-. ¿Y tú?

– Alcide -dijo, pronunciando «Al-si», con la «d» separada y casi muda-. Alcide Herveaux.

Me miró con tranquilidad mientras sacaba la sartén, la vieja y ennegrecida sartén de hierro de mi abuela. La había tenido desde que se casó, y la había usado tanto como cualquier mujer que se preciara. Ahora tenía su solera. Encendí uno de los fogones. Hice primero la salchicha (por la grasa), la serví sobre un papel de cocina en un plato y la metí en el horno para mantenerla caliente. Tras preguntarle a Alcide cómo le gustaban los huevos, los batí y los cociné deprisa, para deslizados finalmente sobre el plato caliente. El abrió el cajón derecho para coger la cubertería de plata y se sirvió algo de zumo y café después de que le indicara silenciosamente dónde guardaba las tazas. Rellenó la mía mientras estaba a lo suyo.

Comió con pulcritud. Y se lo comió todo.

Hundí las manos en el agua caliente y jabonosa para fregar los platos sucios. Finalmente, lavé la sartén, la sequé y le unté algo de Crisco [2], lanzando ocasionales miradas a mi invitado. La cocina olía divinamente a desayuno y a agua enjabonada. Era un momento peculiarmente apacible.

Era lo que menos me esperaba cuando Eric me dijo que alguien que le debía un favor sería mi billete de entrada al mundo de los vampiros de Misisipi. Mientras miraba al frío mundo que había al otro lado de la ventana de la cocina, me di cuenta de que así había visto yo mi futuro, las pocas veces que me había permitido imaginar cómo sería compartir mi casa con un hombre.

Así debía ser la vida para la gente normal. Por la mañana, hora de levantarse e ir a trabajar, hora de que la mujer le haga el desayuno al hombre si éste tenía que salir a ganarse el pan. Ese hombre, grande y áspero, estaba comiendo comida de verdad. A buen seguro tenía también una camioneta aparcada delante de mi casa.

Era un licántropo, sí, pero los licántropos podían vivir una vida mucho más parecida a la humana que los vampiros.

Por otra parte, podría llenarse un libro con todo lo que yo no sabía sobre los hombres lobo.

Terminó, enjuagó su plato en el fregadero., y se lavó y secó las manos mientras yo limpiaba la mesa. Todo fue tan fluido como si lo hubiéramos coreografiado con anterioridad. Desapareció en el cuarto de baño durante un minuto, mientras yo repasaba mi lista mental de cosas pendientes antes de salir. Tenía que hablar con Sam, eso era lo principal. Había llamado a mi hermano la noche anterior para decirle que pasaría unos días fuera. Liz estaba en casa de Jason, por lo que él no había pensado mucho en mi marcha. Estaba dispuesto a recogerme el correo y el papeleo.

Alcide se sentó en la silla frente a mí, al otro lado de la mesa. Yo pensaba sobre cómo abordar verbalmente nuestra común tarea; trataba de prevenir momentos bochornosos. Podía ofenderle con cualquier cosa. Quizá le preocupase lo mismo que a mí. No puedo leer la mente de los cambiantes o los licántropos de forma fiable; son criaturas sobrenaturales. Puedo interpretar con cierta precisión sus estados de ánimo y entresacar alguna idea clara de vez en cuando. Vamos, que los humanos «diferentes» me resultaban mucho menos opacos que los vampiros. Aunque sé que hay un número de cambiantes y licántropos que quieren modificar las cosas, su existencia de momento sigue siendo un secreto para la sociedad. Hasta que no vean cómo les va públicamente a los vampiros, los seres sobrenaturales de doble naturaleza seguirán mostrándose feroces en lo que a su intimidad se refiere.

Los licántropos son los tipos duros del mundo de los cambiantes. Aunque pueden mutar de forma por definición, son los únicos que mantienen una sociedad propia y separada, y no dejarán que cualquiera se haga llamar licántropo delante de sus narices. Alcide Herveaux parecía sumamente duro. Era tan grande como un castillo, con unos bíceps sobre los que yo podría hacer flexiones. Era de los que tenían que afeitarse por segunda vez en el día si querían salir por la noche. Encajaría a la perfección en una obra o en un muelle de descarga.

Era un hombre hecho y derecho.

– ¿Cómo te están obligando a hacer esto? -quise saber.

– Tienen marcado a mi padre -dijo, poniendo sus enormes manos sobre la mesa y apoyándose en ellas-. Son propietarios de un casino en Shreveport, ¿lo conoces?

– Claro -la excursión de fin de semana por excelencia para la gente de mi zona consistía en acudir a Shreveport o a Túnica (en Misisipi, justo al sur de Memphis), alquilar una habitación durante un par de noches, jugar en las tragaperras, ver uno o dos espectáculos y comer un montón en los bufés libres.

– Mi padre se endeudó demasiado. Tiene una empresa de peritaje, en la que también trabajo yo, pero le gusta el juego -sus ojos verdes brillaron de rabia-. Fue demasiado lejos en el casino de Luisiana, así que la deuda la tiene con tus vampiros. Si la reclaman, la empresa se irá al garete -los licántropos parecían respetar a los vampiros tanto como éstos a los primeros-. Así que -prosiguió-, para saldar la deuda, tengo que acompañarte y salir por los ambientes vampíricos de Jackson -se recostó sobre la silla, mirándome a los ojos-. Salir de bares con una chica tan guapa no suena a trabajo complicado. Ahora que te conozco, me alegro de hacerlo y sacar a mi padre de la deuda. Pero ¿por qué demonios quieres hacerlo tú? Pareces una mujer de verdad, no una de esas zorras enfermas que no saben vivir si no salen con un vampiro.

Aquélla resultaba ser una conversación refrescantemente directa, después de mi conferencia con los vampiros.

– Sólo salgo con un vampiro, y por voluntad propia -dije secamente-. Bill, mi… Bueno, ya no sé si sigue siendo mi novio. El caso es que es posible que lo tengan secuestrado los vampiros de Jackson. Intentaron hacer lo mismo conmigo anoche -pensé que sería justo que lo supiera-. Dado que el secuestrador no parecía conocer mi nombre, sino sólo que trabajo en el Merlotte's, es probable que no corra peligro en Jackson si nadie averigua que soy la chica que sale con Bill. Tengo que decirte que el hombre que trató de secuestrarme era un licántropo. Y tenía una matrícula del condado de Hinds en el coche.

Jackson estaba en el condado de Hinds.

– ¿Llevaba el chaleco de una banda? -preguntó Alcide. Asentí. Alcide adquirió un aire pensativo, lo cual me pareció buena señal. No era ésa una situación que yo me tomara a la ligera, y me tranquilizaba que él tampoco lo hiciera-. En Jackson hay una pequeña banda compuesta de licántropos. Algunos de los mayores cambiantes se codean ocasionalmente con ellos; las panteras, los osos. Es muy habitual que estén a sueldo de los vampiros.

– Pues ahora tienen un miembro menos -dije.

Tras un instante para digerir la información, mi nuevo compañero me dedicó una larga y desafiante mirada.

– Bueno, y ¿qué es lo que piensa hacer una chiquilla humana contra los vampiros de Jackson? ¿Sabes artes marciales? ¿Se te dan bien las armas? ¿Has estado en el Ejército?

Tuve que sonreír.

– No. ¿Nunca has oído mi nombre?

– ¿Eres famosa?

– Supongo que no -me alegré de que no supiera nada de mí-. Creo que dejaré que me vayas descubriendo.

– Siempre que no te conviertas en una serpiente… -se levantó-. No eres un tío, ¿verdad? -ese último pensamiento hizo que abriera mucho los ojos.

– No, Alcide. Soy una mujer -traté de decirlo con naturalidad, pero me costó un poco.

– Estaba dispuesto a apostar por ello -me sonrió-. Si no eres ningún tipo de supermujer, ¿qué harás cuando sepas dónde está tu hombre?

– Llamaré a Eric, el… -de repente me di cuenta de que contar los secretos de un vampiro quizá no sería buena idea-. Eric es el jefe de Bill. El decidirá lo que hacer a continuación.

Alcide parecía escéptico.

– No me fío de Eric. No confío en ninguno de ellos. Lo más seguro es que te traicione.

– ¿Cómo?

– Quizá use a tu hombre como cebo. Quizá exija una retribución, dado que tienen a uno de los suyos cautivo. Podría usar su secuestro como una excusa para ir a la guerra, en cuyo caso a tu hombre lo ejecutarán antes de que puedas pestañear.

No había llegado a pensar eso.

– Bill sabe cosas -dije-. Cosas importantes.

– Bien, quizá eso lo mantenga con vida -entonces reparó en mi cara, y la aflicción se contagió a la suya-. Eh, Sookie, lo siento. A veces no pienso antes de hablar. Lo recuperaremos, aunque me pone enfermo pensar que una mujer como tú pueda estar con un chupasangre.

Aquello dolió, pero, sorprendentemente, resultó estimulante.

– Gracias, supongo -dije, tratando de sonreír-. Y ¿qué me dices de ti? ¿Tienes algún plan sobre cómo presentarme a los vampiros?

– Sí. Hay un club nocturno en Jackson, cerca del capitolio. Es exclusivo para sobrenaturales y sus parejas. Nada de turistas. A los vampiros no les sale a cuenta mantenerlo para ellos solos, pero, como el lugar les interesa, dejan que los de segunda, como nosotros, compartamos la diversión -sonrió. Tenía los dientes perfectos, blancos y afilados-. No sospecharán si me ven allí. Siempre me dejo caer cuando paso por Jackson. Tendrás que hacerte pasar por mi novia -parecía abochornado-. Ah, ya que pareces ir habitualmente en vaqueros, como yo, será mejor que te diga que en ese sitio les gusta que uno vista arreglado, en plan fiesta.

Temía que no tuviese vestidos elegantes; aquello pude leerlo con claridad. Y no quería que me humillaran por presentarme con la ropa equivocada. Qué hombre.

– A tu novia no le entusiasmará todo esto -dije, sonsacándole esa información por pura curiosidad.

– De hecho, ella vive en Jackson. Pero rompimos hace un par de meses -dijo-. Se enrolló con otro cambiante. El tipo se convierte en un maldito búho.

¿Es que estaba loca? Seguro que la historia era más larga, tanto como que caía en el terreno del «no es asunto tuyo».

Así que, sin decir nada, me dirigí a mi habitación para meter mis dos vestidos de fiesta y sus accesorios en una funda apropiada. Los había comprado en Prendas Tara, tienda que regentaba (y de la que ahora era propietaria) mi amiga Tara Thornton. Tara siempre me llamaba cuando había alguna ganga. De hecho, Bill era el propietario del edificio que albergaba la tienda, y había dado instrucciones a todos los negocios instalados allí para que me hicieran una cuenta que él pagaría; hasta ahora, sin embargo, me había resistido a la tentación. Bueno, a excepción de las prendas que me veía obligada a reponer cuando Bill me destrozaba las mías en nuestros momentos más encendidos.

Estaba muy orgullosa de mis dos vestidos, pues nunca había tenido nada parecido antes, y cerré la cremallera de la funda con una sonrisa.

Alcide asomó la cabeza en la habitación para preguntarme si estaba preparada. Miró las cortinas color crema y amarillo, a juego con las sábanas de la cama e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– Tengo que llamar a mi jefe -dije-. Entonces nos podremos ir -me senté en el borde de la cama y cogí el teléfono.

Alcide se apoyó en la pared junto al armario mientras yo marcaba el número personal de Sam. Respondió con voz somnolienta, y me disculpé por llamarle tan temprano.

– ¿Qué pasa, Sookie? -preguntó, atontado. -

– Tengo que irme unos días -le dije-. Lamento no haberte avisado antes, pero llamé a Sue Jennings anoche para preguntarle si quería sustituirme. Dijo que sí, así que le he cedido mis horas.

– ¿Adonde vas? -preguntó.

– Tengo que ir a Misisipi -le informé-. A Jackson.

– ¿Tienes a alguien que te recoja el correo?

– Sí, mi hermano. Gracias por preguntar.

– ¿Hay plantas que regar?

– Ninguna que no vaya a vivir hasta que vuelva.

– Vale. ¿Vas sola?

– No -dije, dubitativa.

– ¿Con Bill?

– No, él…, eh…, no se ha presentado.

– ¿Tienes problemas?

– Estoy bien -mentí.

– Dile que te acompaña un hombre -susurró Alcide, y le lancé una mirada exasperada. Estaba apoyado contra la pared, y pareció afectarle de lo lindo.

– ¿Hay alguien ahí? -Sam siempre ha sido muy avispado.

– Sí, Alcide Herveaux -dije, pensando que sería inteligente decirle a alguien que se preocupaba por mí que me iba con ese tipo. Las primeras impresiones pueden ser absolutamente erróneas, y Alcide tenía que saber que había alguien que podría pedirle cuentas.

– Ajá -dijo Sam. No parecía que el nombre le fuera extraño-. Pásamelo.

– ¿Por qué? -soy capaz de soportar mucho paternalismo, pero ya estaba hasta las orejas.

– Pásale el maldito teléfono -Sam casi nunca dice palabras fuertes, así que le puse una cara para escenificar lo que pensaba de su exigencia y pasé el teléfono a Alcide. Salí disparada al salón y miré a través de la ventana. Efectivamente. Una camioneta Dodge Ram. Estaba dispuesta a apostar que llevaba encima todos los extras que se le podía colocar.

Arrastré la maleta de ruedas del tirador y coloqué el bolso de viaje sobre una silla, cerca de la puerta, así que sólo me quedaba ponerme la pesada chaqueta. Me alegré de que Alcide me avisara sobre las normas de vestimenta del bar, puesto que jamás se me habría pasado por la cabeza incluir nada elegante. Estúpidos vampiros. Estúpidos códigos estéticos.

Me sentía Cascarrabias, con «C» mayúscula.

Paseé de acá para allá por el pasillo, repasando mentalmente el contenido de la maleta, mientras los dos cambiantes estaban teniendo una supuesta «conversación de hombres». Colé una mirada por la puerta de mi habitación para ver que Alcide estaba sentado, con el teléfono en la mano, en el mismo borde de la cama que acababa de dejar yo. Por alguna extraña razón encajaba perfectamente en la casa.

Regresé al salón con pasos inquietos y volví a mirar por la ventana. Puede que estuvieran hablando de cosas de cambiantes. Si bien para Alcide, Sam (que solía cambiar a la forma de un collie, aunque no estaba limitado a ella) sería un peso ligero, al menos ambos pertenecían a la misma rama del árbol. Sam, por otro lado, sería un poco suspicaz con respecto al Alcide; los licántropos tenían una mala reputación.

Alcide atravesó el pasillo haciendo resonar el suelo de madera con sus pesados zapatos.

– Le he prometido que cuidaría de ti -me dijo-. Esperemos que todo esto funcione.

Ya no sonreía.

Me había estado preparando para mostrarme enfadada, pero su última frase había sonado tan real que el aire caliente se me escapó como cuando se deshincha un globo. En la compleja relación entre vampiro, licántropo y humano había mucho espacio para que algo saliera mal en alguna parte. Después de todo, mi plan era frágil, y el poder de los vampiros sobre Alcide, tenue. Era posible que Bill no hubiera sido capturado en contra de su voluntad. Cabía la posibilidad de que disfrutara en el cautiverio de un rey, siempre que la vampira Lorena estuviese a mano. Quizá le hiciera entrar en cólera ver que había ido a buscarlo.

Quizá estuviera muerto.

Cerré la puerta con llave detrás de mí y seguí a Alcide mientras él colocaba mis cosas en la plataforma de carga de la camioneta.

El exterior de su enorme vehículo brillaba, pero estaba sucio como el coche de un hombre que se pasa la vida laboral en la carretera. Un casco de protección, facturas, presupuestos, tarjetas de visita, botas y un botiquín de primeros auxilios. Al menos no había desechos de comida. Mientras rebotábamos por mi destartalado camino de gravilla, cogí un montón de folletos sujetos con una goma que decían: «Herveaux e hijo, Peritajes de alta garantía». Saqué el primero y lo estudié con detenimiento mientras Alcide conducía por la corta distancia hasta la Interestatal 20 para ir en dirección este, por Monroe y Vicksburg, hasta Jackson.

Descubrí que los Herveaux, padre e hijo, eran propietarios de una empresa de peritajes interestatal, con oficinas en Jackson, Monroe, Shreveport y Baton Rouge. La sede, como me había dicho Alcide, se encontraba en Shreveport. En el interior había una foto de los dos hombres, y el Herveaux mayor era tan impresionante (de un modo más maduro) que el hijo.

– ¿Tu padre también es licántropo? -pregunté tras digerir la información y darme cuenta de que la familia Herveaux era cuando menos próspera, y, seguramente, rica. Habían trabajado duro; y lo seguirían haciendo a menos que el señor Herveaux, padre, no controlara su vicio con el juego.

– Mi madre también -reveló Alcide después de una pausa.

– Oh, lo siento -no estaba segura de por qué me estaba disculpando, pero era más seguro que no hacerlo.

– Es la única forma de que nazca un licántropo -me dijo al cabo de un momento. No estaba segura de si me lo explicaba para ser cortés o si de verdad pensaba que debía saberlo,

– Entonces ¿cómo es que Estados Unidos no está lleno de licántropos y cambiantes? -pregunté tras meditar sobre lo que había dicho.

– Los de la misma raza deben aparearse para producir a un tercero, lo cual no siempre es viable. Y cada unión sólo produce un hijo con el rasgo. La mortalidad infantil es alta.

– Entonces, si te casas con una licántropo, ¿uno de vuestros hijos será un bebé licántropo?

– El rasgo se manifiesta con la llegada de, eh…, la pubertad.

– Oh, eso es terrible. Ser adolescente ya es bastante difícil.

Sonrió sin apartar la vista de la carretera.

– Sí, es verdad que complica las cosas.

– Y tu ex novia…, ¿también es cambiante?

– Sí… No suelo salir con cambiantes, pero supongo que pensé que con ella sería diferente. Los licántropos y los cambiantes sienten una poderosa atracción mutua. Magnetismo animal, supongo -dijo Alcide, en un intento de chiste.

Mi jefe, que también es un cambiante, se alegró mucho de hacer migas con otros cambiantes de la zona. Había estado saliendo con una ménade (decir que eran «novios» habría sido demasiado edulcorado para su tipo de relación), pero ella se marchó. Ahora, Sam ansiaba encontrar otra cambiante compatible con él. Se sentía más cómodo con alguien así, o con una humana extraña, como yo, que con las mujeres normales. Aunque él me lo dijo como un halago, o quizá como una mera confesión, en su día me dolió un poco. En cualquier caso, mi tara había surgido cuando yo era muy joven.

La telepatía no espera a la pubertad.

– ¿Cómo es eso? -pregunté de golpe-. ¿Por qué pensaste que con ella sería diferente?

– Me dijo que era estéril. Descubrí que tomaba píldoras anticonceptivas. Y eso es muy diferente. Por ahí no paso. Una cambiante y un licántropo también pueden tener un hijo que cambie con la luna llena, aunque sólo los hijos de una pareja pura (ambos licántropos o cambiantes) muten a voluntad.

Lo que una aprende, oye.

– Entonces, sales con las chicas de toda la vida. Pero ¿no se hace difícil tener que guardar en secreto un factor tan, eh…, importante?

– Sí -admitió-. Salir con chicas normales puede ser un incordio. Pero con alguien tendré que salir -había un toque de desesperación en su retumbante voz.

Le dediqué a aquello un largo momento de meditación, y luego cerré los ojos y conté hasta diez. Echaba de menos a Bill de un modo tan elemental como inesperado. La primera pista fue el tirón que sentí bajo la cintura cuando vi el vídeo de El último mohicano la semana anterior y me fijé en Darnel Day-Lewis correteando por el bosque. Si tan sólo pudiera aparecer de detrás de un árbol antes que Madeleine Stowe…

Iba a tener que llevar cuidado.

– Entonces ¿si muerdes a alguien no se convierte en licántropo? -decidí cambiar la dirección de mis pensamientos. Pero recordé la última vez que Bill me había mordido, y sentí un azote de calor en…, oh, demonios.

– De ahí sale el hombre lobo, como el dé las películas. Mueren bastante deprisa, pobres. Y no es hereditario, en caso de, eh…, engendrar niños en su forma humana. Si lo hacen en su forma alterada, la madre sufre un aborto y el niño no llega a nacer.

– Qué interesante -no se me ocurrió nada más que decir.

– Pero también está el elemento sobrenatural, igual que con los vampiros -dijo Alcide, aún sin apartar la vista de la carretera-. La relación de la genética y el elemento sobrenatural, eso es lo que nadie parece comprender. Nosotros no podemos decirle al mundo que existimos, como hicieron los vampiros. Nos encerrarían en zoológicos, nos esterilizarían, nos meterían en guetos porque a veces nos convertimos en animales. A los vampiros, en cambio, ese paso les ha dado un aire de seducción y riqueza -parecía algo más que amargado.

– Y ¿cómo es que me cuentas todo esto, sin más, si es tan secreto? -me había dado más información en minutos de lo que Bill me había revelado en meses.

– Si voy a pasar unos días contigo, mi vida será mucho más sencilla si lo sabes. Supongo que tendrás tus propios problemas, y parece que los vampiros también tienen cierto poder sobre ti. No creo que te vayas a ir de la lengua. Y si, en el peor de los casos, me he equivocado contigo, le pediré a Eric que se pase por tu casa y te borre la memoria -agitó la cabeza con desconcertante irritación-. La verdad es que no sé por qué, pero es como si te conociera.

No supe qué responder a eso, pero tenía que decir algo. El silencio le habría dado demasiada importancia a su última frase.

– Lamento que los vampiros tengan cogido a tu padre, pero tengo que encontrar a Bill. Si ésta es la única forma de hacerlo, esto es lo que haré. Se lo debo, a pesar de que… -la voz me falló. No quería acabar la frase. Todas las posibilidades que se me ocurrían eran demasiado tristes. Demasiado drásticas.

Se encogió de hombros. Un pronunciado movimiento en Alcide Herveaux.

– Llevar a una chica guapa a un bar no es ningún sacrificio -me volvió a tranquilizar, tratando de subirme el ánimo.

Probablemente yo no habría sido tan generosa de estar en su lugar.

– ¿Tu padre es un jugador habitual?

– Sólo desde que murió mi madre -dijo Alcide, después de una larga pausa.

– Lo siento -mantuve mi mirada apartada de su cara, por si acaso necesitaba algo de privacidad-.Yo también perdí a los míos -le compensé.

– ¿Hace mucho?

– Cuando tenía siete años.

– ¿Quién te crió?

– Mi abuela nos crió a mi hermano y a mí.

– ¿Sigue viva?

– No. Murió el año pasado. La asesinaron.

– Es duro -lo dijo en un tono de lo más flemático.

– Sí -tenía una pregunta más-. ¿Tus padres te hablaron sobre lo tuyo?

– No, me lo contó mi abuelo cuando tenía trece años. Se percató de las señales. No me imagino cómo saldrán adelante los licántropos huérfanos sin una guía.

– Sin duda será muy duro.

– Tratamos de localizar a todos los licántropos que crecen en la zona, para que nadie esté desinformado.

Incluso un aviso de segunda mano sería mucho mejor que ninguno. Pero aun así, una sesión de ésas debía de ser un trauma en la vida de cualquiera.

Hicimos una parada en Vicksburg para echar gasolina. Me ofrecí a pagar por rellenar el depósito, pero Alcide me dijo con rotundidad que podía sumarlo como gastos de empresa, dado que, de hecho, tenía que verse con algunos clientes. También rechazó mi oferta de ser yo quien echara la gasolina. Pero sí aceptó el café al que le invité, agradeciéndomelo tanto como si le hubiera comprado un traje nuevo. Era un día brillante y frío, y di un enérgico paseo por el centro de viajes para estirar las piernas antes de volver a meterme en la camioneta.

Ver los carteles que indicaban el desvío al campo de batalla me recordó uno de los días más relajantes que había tenido en mi vida adulta. Me vi hablándole a Alcide sobre el club favorito de mi abuela, el de los Descendientes de los Muertos Gloriosos, y sobre la excursión que habíamos hecho hasta aquí hacía dos años. Yo conducía un coche, Maxine Fortenberry (abuela de uno de los mejores amigos de Jason) otro, y lo recorrimos de cabo a rabo. Cada uno de los Descendientes trajo consigo su texto favorito sobre el asedio, y una temprana parada en el centro de visitantes los había atiborrado de mapas y objetos de recuerdo. Nos lo pasamos muy bien a pesar del fallo del pañal de Velda Cannon. Leímos el cartel de cada monumento, hicimos un picnic junto al restaurado USS Cairo, y volvimos a casa con un botín de recuerdos y agotamiento. También fuimos al casino de Isla de Capri para pasar una hora de asombrada contemplación y alguna indulgencia con las tragaperras. Había sido un día muy feliz para mi abuela, casi tanto como la noche en que engatusó a Bill para que hablase en la reunión de los Descendientes.

– ¿Por qué quiso que lo hiciera? -preguntó Alcide. Sonreía ante mi descripción de nuestra parada para cenar en un Cracker Barrel.

– Bill es un veterano -le expliqué-. Un veterano del ejército, matizo, porque mucha gente me entiende mal y se cree que se dedica a curar animales.

– Entonces -e hizo una pausa- ¿quieres decir que tu novio es un veterano de la Guerra Civil?

– Sí. Por aquel entonces era humano. Se convirtió después de la guerra. Estaba casado y tenía hijos -me costaba seguir refiriéndome a él como mi novio, dado que había estado a punto de dejarme por otra.

– ¿Quién lo convirtió en vampiro? -pregunto Alcide. Ya estábamos en Jackson, y estaba dirigiéndose al centro, donde tenía un piso a nombre de la empresa.

– No lo sé -admití-. No suele hablar mucho de ello.

– Eso me suena un poco extraño.

Lo cierto es que a mí también me sonaba un poco raro, pero supuse que se trataba de algo muy personal. Ya me lo contaría cuando quisiera. Sabía que la relación entre el vampiro convertido y aquel que lo convertía era muy poderosa.

– Supongo que en realidad ya no es mi novio -admití, aunque «novio» parecía un término un poco corto para lo que Bill había sido para mí.

– ¿Ah, no?

Me puse roja. No tenía que haber dicho nada.

– Pero tengo que encontrarlo.

Después de aquello, guardamos unos minutos de silencio. La última ciudad que había visitado era Dallas, y no costaba ver que Jackson distaba mucho de su tamaño (lo cual suponía una grandísima ventaja en lo que a mí concernía). Alcide señaló la figura dorada que coronaba la cúpula del nuevo capitolio, y la admiré como era debido. Pensé que era un águila, pero no estaba segura, y me daba un poco de vergüenza preguntar. ¿Necesitaría gafas? El edificio al que nos dirigíamos estaba cerca de la esquina entre las calles High y State. No era un edificio nuevo. Los ladrillos habían sido en su día de tono dorado, y ahora apenas eran de un triste marrón.

– Los pisos de aquí son más grandes que los de los edificios nuevos -me informó Alcide-. Hay un pequeño dormitorio para invitados. Todo debería estar listo para nosotros. Tienen servicio de limpieza.

Asentí en silencio. Ni siquiera podía recordar si había estado antes en un edificio de apartamentos. Luego caí en que sí, por supuesto. En Bon Temps había un edificio de apartamentos en forma de U con dos plantas. Estaba segura de que había visitado a alguien allí; en los últimos siete años, casi todo habitante de Bon Temps había alquilado un piso de los apartamentos Kingfisher en algún momento de su carrera de ligues.

Alcide me dijo que su apartamento estaba en el piso superior, el quinto. Se entraba por una rampa desde la calle, que conducía a un aparcamiento. Había un guarda en la entrada, de pie frente a su pequeña cabina. Alcide le enseñó un pase de plástico. El corpulento guarda, que llevaba un cigarrillo colgado de la boca, apenas echó una mirada a la tarjeta que Alcide mantenía delante de sus ojos antes de pulsar el botón que levantaba la barrera. La seguridad no me impresionó mucho. Me daba la sensación de que yo misma podría zurrar a ese tipo. Seguro que mi hermano Jason podría hacerle morder el polvo.

Salimos de la camioneta y recogimos el equipaje de la rudimentaria plataforma de carga. Mi bolsa de mano estaba perfectamente. Sin preguntármelo siquiera, Alcide cogió mi pequeña maleta. Me guió hacia un bloque central en la zona de aparcamiento y vi una puerta de ascensor iluminada. Pulsó el botón y se abrió de inmediato. El ascensor empezó a subir cuando Alcide pulsó la tecla del quinto piso. Al menos, estaba limpio, igual que la moqueta y el pasillo que vislumbré ante nosotros cuando las puertas se volvieron a abrir.

– Lo vendían por apartamentos, así que compramos éste -me dijo Alcide, como si tal cosa. Estaba claro que su padre y él habían hecho un buen dinero. Había cuatro apartamentos por piso, me dijo Alcide.

– ¿Quiénes son tus vecinos?

– El 501 pertenece a dos senadores del Estado, pero estoy seguro de que se han ido a casa por vacaciones -dijo-. La señora de Charles Osburgh Tercero vive en el 502, con su enfermera. La señora Osburgh era una anciana independiente hasta el año pasado. No creo que ya pueda hablar. La 503 está vacía ahora mismo, a menos que el de la inmobiliaria lo haya vendido en las últimas dos semanas -abrió la puerta del 504 y me hizo un gesto para que pasara antes que él. Accedí a la silenciosa tibieza del pasillo, que se abría a mi izquierda a una cocina encerrada en encimeras; nada de paredes, para que nada molestara al ojo en la contemplación del salón comedor. Había una puerta justo a mi derecha que probablemente daba a un armario perchero, y otra un poco más al fondo, que daba a un pequeño dormitorio con una cama doble pulcramente hecha. Una puerta más allá revelaba un cuarto de baño de baldosas blancas y azules y toallas colgadas de los toalleros.

Al otro lado del salón, a mi izquierda, otra puerta conducía a un dormitorio más grande. Eché una breve ojeada al interior sin querer parecer demasiado interesada en el espacio personal de Alcide. Tenía una cama enorme. Me pregunté si Alcide y su padre recibían muchas visitas cuando estaban en Jackson.

– El dormitorio principal tiene su propio cuarto de baño -explicó Alcide-. Me encantaría cedértelo, pero el teléfono está ahí y estoy esperando algunas llamadas de negocios.

– El dormitorio pequeño estará bien -dije. Miré un poco más por ahí cuando mis cosas estuvieron por fin en la habitación.

El apartamento era una sinfonía de beis. Moqueta beis, mobiliario beis. Una especie de papel de pared de estética oriental con bambúes y fondo beis. Era muy tranquilo y estaba muy limpio.

Mientras colgaba mis vestidos en el armario, me pregunté cuántas noches tendría que acudir a ese club. Si eran más de dos, tendría que ir de compras. Pero aquello sería imposible, o al menos imprudente, dado mi presupuesto. Una preocupación que me era familiar se posó sobre mis hombros.

Mi abuela no pudo dejarme mucho, que Dios la bendiga, sobre todo después de los gastos de su funeral. La casa había sido un regalo tan maravilloso como inesperado.

El dinero que había invertido en criarnos a Jason y a mí, dinero que había surgido de un pozo de petróleo que se había agotado, hacía mucho que había desaparecido. El dinero que me habían pagado los vampiros de Dallas por el trabajo que hice allí se había ido prácticamente en mis dos vestidos, el pago de los impuestos sobre la propiedad y la tala de un árbol, porque una tormenta de hielo del último invierno había debilitado las raíces y se había inclinado demasiado cerca de la casa. Una gran rama ya se había caído y había dañado un poco el tejado de cinc. Afortunadamente, Jason y Hoyt Fortenberry sabían lo suficiente sobre techos como para reparármelo.

Me acordé de la furgoneta de los reparadores de tejados a la entrada de Belle Rive.

Me senté en la cama abruptamente. ¿Por qué me había asaltado ese recuerdo? ¿Acaso era tan mezquina como para enfadarme porque mi novio hubiera pensado en una docena de formas diferentes de asegurarse de que sus descendientes (los poco amistosos y, en ocasiones, esnobs Bellefleur) prosperaran mientras yo, el amor de su segunda vida, me preocupaba por el estado de mis finanzas hasta el borde de las lágrimas?

Seguro, era una mezquina.

Debería avergonzarme de mí misma.

Pero lo haría más tarde. No tenía la cabeza para cargar con los agravios.

Mientras pensaba en el dinero (o más bien en su ausencia), me pregunté si cuando Eric me mandó aquí se le habría ocurrido que no podría ir a trabajar y que no recibiría ninguna paga. Así las cosas, no podría pagar la luz, la televisión por cable, el teléfono o el seguro del coche… Eso sí, tenía la obligación moral de encontrar a Bill, independientemente de lo que le hubiera pasado a nuestra relación, ¿no?

Me recosté de espaldas sobre la cama y me dije que todo saldría bien. En el fondo sabía que todo lo que tenía que hacer era sentarme con Bill (suponiendo que lo recuperara alguna vez) y explicarle la situación. Así, él… El haría algo.

Pero no podía pedirle dinero, sin más. Por supuesto, si estuviésemos casados, lo haría; los buenos matrimonios comparten sus posesiones. Pero no podíamos casarnos. Era ilegal.

Y él tampoco me lo había pedido.

– ¿Sookie? -me llamó una voz desde la puerta.

Parpadeé y volví a la posición sentada. Alcide estaba apoyado contra el batiente de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– ¿Estás bien?

Asentí sin estar muy segura.

– ¿Lo echas de menos?

Me sentía demasiado avergonzada como para hablar de mis problemas económicos, y no eran más importantes que Bill, por supuesto. Para simplificar las cosas, asentí.

Se sentó a mi lado y me rodeó con un brazo. Era tan cálido. Olía a detergente Tide, a jabón Irish Springy, a hombre. Cerré los ojos y volví a contar hasta diez.

– Lo echas de menos -confirmó. Su brazo me apretó un poco contra sí y, con la otra mano, me cogió la mano izquierda.

«Ni te imaginas cómo lo echo de menos», pensé.

Por lo que parece, una vez te acostumbras al sexo de forma habitual y espectacular, el cuerpo cobra una conciencia propia (por así decirlo) al verse privado de su caramelo; eso sin incluir la parte de los abrazos y los mimos. Mi cuerpo me estaba pidiendo a gritos tumbar a Alcide Herveaux sobre la cama para saciarse con él. Ahora mismo.

– Lo echo de menos, al margen de los problemas que podamos tener -dije, y la voz me salió escasa y temblorosa. No abrí los ojos, porque si lo hacía, quizá viera en su cara un diminuto impulso, una leve inclinación, y eso sería más que suficiente-. ¿A qué hora crees que deberíamos ir al club? -pregunté, llevando la conversación en otra dirección.

Era tan cálido.

¡Cambio de dirección!

– ¿Te apetecería que hiciésemos algo de cena antes de ir? -era lo mínimo que podía ofrecer. Salté de la cama como un muelle, me volví hacia él con la sonrisa más natural posible. O me alejaba de su proximidad o saltaría encima de él.

– Oh, vayamos al Mayflower Cafe. Tiene aspecto de restaurante antiguo, bueno, en realidad lo es, pero te gustará. Todo el mundo va allí, tanto senadores como carpinteros, todo tipo de gente. De alcohol sólo ponen cerveza, ¿algún problema?

Me encogí de hombros y asentí. Por mí, ningún problema.

– No bebo mucho -le dije.

– Yo tampoco -confesó-. Quizá se deba a que, de vez en cuando, mi padre se pasa con la bebida y luego toma malas decisiones-Alcide pareció arrepentirse de habérmelo contado-. Después del Mayflower iremos al club -añadió, con un tono más vigoroso-. En estas fechas anochece muy pronto, pero los vampiros no salen hasta que han tomado algo de sangre, recogido a sus parejas y hecho algunos negocios. Deberíamos estar allí a eso de las diez. Así que saldremos a cenar a las ocho, ¿te parece?

– Claro, será genial -estaba perdida. Apenas eran las dos de la tarde. Su apartamento no necesitaba limpieza. No había razón para cocinar. Si quería leer, tenía novelas románticas en la maleta. Pero, dada mi condición, no creo que fueran de mucha ayuda para mi estado… mental.

– Oye, ¿te molestaría que saliese a ver a unos clientes? -preguntó.

– Adelante, no hay problema -pensé que sería ideal que no se encontrara en la cercanía más inmediata-. Haz lo que tengas que hacer. Tengo libros para leer y hay un televisor -quizá pudiera empezar la novela de misterio.

– Si quieres…, no sé… Mi hermana, Janice, es propietaria de un salón de belleza a unas cuatro manzanas de aquí, en el centro histórico. Se casó con un tipo de la ciudad. Si quieres, puedes ir allí y arreglarte lo que necesites.

– Oh, yo… Bueno, es… -carecía de la sofisticación para pensar en un rechazo cívico y plausible, cuando la razón básica del mismo era mi falta de dinero.

De repente, hizo un gesto de entender lo que ocurría.

– Si te pasas, Janice tendría la oportunidad de hacer de anfitriona tuya. Después de todo, se supone que eres mi novia, y ella odiaba a Debbie. Le encantaría tu visita.

– Estás siendo horriblemente amable -traté de no sonar tan confundida y emocionada como me sentía-. No era lo que esperaba.

– Tú tampoco eres lo que esperaba -dijo, y dejó el número de la tienda de su hermana cerca del teléfono antes de salir a hacer sus negocios.

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