Janice Herveaux Phillips (no tardé en saber que llevaba dos años casada y era madre de un hijo) era exactamente lo que había esperado de la hermana de Alcide. Era alta, atractiva, directa y segura; y llevaba su negocio con eficiencia.
Casi nunca voy a los salones de belleza. Mi abuela siempre se había hecho sus propias permanentes de forma casera, y yo nunca me había teñido el pelo o había hecho ninguna otra cosa con él, aparte de un perfilado ocasional. Cuando le confesé eso a Janice, que se había dado cuenta de que no paraba de mirar en derredor con la curiosidad de una ignorante, su amplia cara se transformó en una sonrisa.
– Entonces vas a necesitar de todo -dijo con satisfacción.
– No, no, no -protesté, ansiosa-. Alcide…
– Me ha llamado desde el móvil y me ha dejado claro que tenía que hacer algo contigo -declaró Janice-. Y, sinceramente, cielo, cualquiera que le ayude a recuperarse de esa Debbie puede considerarse mi mejor amiga.
Tuve que sonreír.
– Pero te pagaré -le dije.
– No, aquí tu dinero no vale -sentenció-. Aunque rompieras con Alcide mañana, el que lo saques por ahí esta noche valdrá la pena.
– ¿Esta noche? -volvía a tener la vertiginosa sensación de que no sabía todo lo que debía saber.
– Me han contado que esta noche esa zorra va a anunciar su compromiso en ese club al que vais -dijo Janice.
Vale, esta vez lo que no sabía era algo bastante importante.
– ¿Se va a casar con… el hombre por el que dejó tirado a Alcide? -casi se me escapa «el cambiante».
– Es rápida, ¿eh? ¿Qué tendrá ése que no tenga mi hermano?
– No me lo imagino -respondí con absoluta sinceridad, ganándome una rápida sonrisa de Janice. Seguro que su hermano tendría algún defecto; a lo mejor cenaba en ropa interior, o quizá se hurgaba la nariz en público.
– Bueno, si lo descubres, no dejes de decírmelo. Y ahora vamos contigo -Janice miró a su alrededor de forma profesional-. Corinne te va a hacer la pedicura y la manicura, y Jarvis se encargará de tu pelo. Vaya, tienes una buena mata -dijo Janice de un modo más personal.
– Todo mío y natural -admití.
– ¿No te lo tiñes?
– No.
– Eres una afortunada -dijo Janice, agitando la cabeza.
Esa era una opinión minoritaria.
La propia Janice estaba ocupándose del pelo gris de una mujer cuyas doradas alhajas sugerían que era alguien adinerado, y mientras esa mujer de fríos ojos me examinaba con indiferencia, Janice lanzó unas instrucciones a sus empleados y volvió a centrarse en la señora Estoy forrada.
Jamás en la vida me había sentido tan mimada. Y todo era nuevo para mí. Corinne (manicuras y pedicuras), que estaba tan rellenita y jugosa como cualquiera de las salchichas que cociné esa misma mañana, me pintó las uñas de pies y manos de rojo chillón para ir a juego con el vestido que me iba a poner. El único hombre del establecimiento, Jarvis, tenía los dedos tan ligeros y rápidos como mariposas. Estaba tan delgado como una caña, y llevaba el pelo teñido de rubio platino. Mientras me entretenía con un torrente de conversación, me lavó y preparó el pelo antes de ponerme debajo del secador. Estaba a una silla de la señora adinerada, pero seguía recibiendo la misma escasa atención por su parte. Tenía una revista People para leer, y Corinne me trajo una Coca-Cola. Tener a tanta gente alrededor procurando que me relajara era sencillamente maravilloso.
Empezaba a sentirme un poco asada bajo el secador, cuando estuve lista. Jarvis me sacó de debajo y me volvió a colocar en su silla. Tras consultarlo con Janice, sacó su rizador precalentado de una especie de funda especial que estaba adosada a la pared y dispuso con mucho cuidado mi pelo en rizos sueltos que me caían por la espalda. Estaba espectacular. Y estar espectacular le pone a una contenta. Era lo mejor que me había pasado desde la marcha de Bill.
Janice se acercaba para hablar conmigo siempre que le era posible. Me pillé al borde del olvido de que Alcide no era en realidad mi novio, con las escasas probabilidades que ello conllevaba de que me convirtiera en la cuñada de Janice. No recibía a menudo ese tipo de aceptación.
Deseaba poder devolverle su amabilidad de alguna manera en cuanto se presentara la ocasión. El puesto de Jarvis estaba enfrente del de Janice, por lo que mi espalda daba justo a la espalda de la clienta de Janice. Mientras esperaba a que Jarvis regresara con una botella de acondicionador que me dijo que debería probar, vi por el espejo cómo Janice se quitaba los pendientes y los dejaba en un pequeño platillo. Puede que nunca hubiese observado lo que ocurrió a continuación si no hubiese captado un pensamiento claramente codicioso de la mente de la mujer adinerada, que se reducía a un simple «¡Ajá!». Janice se había ido a por otra toalla, y, reflejada en el espejo, pude ver cómo la clienta del pelo canoso echaba una mano hábil a los pendientes y se los guardaba en el bolsillo de la chaqueta mientras le daba la espalda.
Cuando estuve lista, ya tenía claro lo que hacer. Estaba esperando a despedirme de Jarvis, que había tenido que atender una llamada. Sabía que hablaba con su madre, gracias a las imágenes que recibía de su mente. Me deslicé fuera de mi silla de vinilo y me dirigí hacia la mujer adinerada, que estaba extendiendo un cheque a Janice.
– Disculpe -dije con una sonrisa brillante. Janice parecía un poco sorprendida, y la mujer elegante no perdía el aire esnob ni a tiros. Era una clienta que se dejaba mucho dinero allí, y seguro que Janice no querría perderla-. Tiene una mancha de gel para el pelo en la chaqueta. Si me la cede un segundo se la quitaré.
Apenas pudo negarse. Agarré la chaqueta por los hombros y tiré de ella con suavidad, haciendo que la mujer se apartara levemente para permitir que la cogiera. La chaqueta era de cuadros rojos y verdes. Me la llevé detrás del biombo que escondía la zona de lavado para la cabeza y enjuagué la zona presuntamente manchada, que estaba absolutamente limpia, para que resultara más verosímil (una gran palabra de mi calendario de la palabra diaria). Por supuesto, también extraje los pendientes y los puse en mi bolsillo.
– Aquí la tiene, ¡como nueva! -dije, mirándola fijamente y ayudándola a ponerse la chaqueta.
– Gracias, Sookie -dijo Janice, forzando una sonrisa. Sospechaba que algo no iba bien.
– ¡De nada! -respondí con una sonrisa pétrea.
– Sí, claro -dijo la mujer elegante, quizá algo confundida-. Bueno, Janice, nos veremos la semana que viene.
Remarcó sus pasos con los tacones mientras se dirigía a la puerta sin volver la mirada atrás. Cuando estuvo fuera de la vista, metí la mano en mi bolsillo y extendí la mano a Janice. Abrió su mano bajo la mía y solté los pendientes en su palma.
– Ay, Dios bendito -dijo Janice, pareciendo cinco años mayor de repente-. Olvidé que había dejado algo donde ella podía cogerlo.
– ¿Lo hace a menudo?
– Sí, por eso éste es ya el quinto salón de belleza del que es cliente habitual en los últimos diez años. Los otros hacían la vista gorda al principio, pero siempre llegaba un momento en el que eran demasiadas cosas. Es una mujer muy rica y educada, y se ha criado como es debido. No me explico por qué hace cosas como ésta.
Nos dedicamos mutuos encogimientos de hombros, admitiendo que los caprichos de los ricos estaban más allá de nuestra comprensión. Fue un momento de perfecta sintonía.
– Espero que no la pierdas como clienta. Traté de actuar con tacto -dije.
– Y te lo agradezco de veras. Pero hubiera odiado más perder esos pendientes que a ella como clienta. Me los regaló mi marido. Suelen pinchar al cabo de un rato, y ni siquiera lo pensé cuando me los quité.
Ya me lo había agradecido más que suficiente. Me puse mi propia chaqueta.
– Será mejor que me vaya -dije-. He disfrutado muchísimo del maravilloso regalo.
– Dale las gracias a mi hermano -dijo Janice, recuperando su amplia sonrisa-. Y, después de todo, sí que has pagado por ello -y alzó la mano para mostrar los pendientes.
Yo también sonreía mientras dejaba atrás la calidez y la camaradería del salón, aunque no me duró mucho. La temperatura había bajado en picado y el cielo se encapotaba por minutos. Recorrí la distancia de vuelta al apartamento a gran velocidad. Tras una helada subida por el chirriante ascensor, me alegré de poder usar la llave que me había dado Alcide y volver al calor. Encendí una lámpara y puse la televisión para sentirme un poco acompañada. Me encogí en el sofá mientras me perdía en los pensamientos sobre los placeres de aquella tarde. Cuando entré en calor, me di cuenta de que Alcide debió de bajar el termostato. Si bien era agradable en comparación con el exterior, en el apartamento no dejaba de hacer fresco.
El sonido de una llave en la cerradura me sacó de mis pensamientos, y Alcide entró con una carpeta llena de papeles. Parecía cansado y preocupado, pero la expresión se le relajó cuando me vio esperando.
– Janice me llamó para decirme que ya estarías aquí -dijo. Su voz se hacía cada vez más cálida a medida que hablaba-. Quería que te volviese a dar las gracias.
Me encogí de hombros.
– Es mi forma de agradecerle el pelo y las uñas nuevas -dije-. Nunca lo había hecho antes.
– ¿Nunca habías estado en un salón de belleza?
– Mi abuela solía ir de vez en cuando. Una vez me cortaron las puntas.
Se quedó tan anonadado como si acabara de confesarle que nunca había visto un inodoro en el que la cisterna se accionara por medio de un botón.
Para disimular mi bochorno, le enseñé las uñas para que las admirara. No las había querido muy largas, y éstas eran las más cortas que Corinne pudo conseguir, según me dijo.
– A juego con las de los pies -le expliqué a mi anfitrión.
– A ver-dijo.
Me desaté las zapatillas y me saqué los calcetines para dejar los pies al descubierto.
– ¿A que son bonitas? -pregunté.
Me miraba con aire divertido.
– Están estupendas -dijo con el tono bajo.
Miré el reloj que había encima del televisor.
– Será mejor que vaya a prepararme -dije, tratando de imaginar cómo iba a bañarme sin que eso afectara al pelo o las uñas. Pensé en lo que Janice me había contado sobre Debbie.
– ¿Dispuesto a ponerte guapo para esta noche?
– Claro-dijo animosamente.
– Porque yo voy a por todas.
Eso pareció interesarle.
– ¿Y eso quiere decir…?
– Espera y verás -era un tipo agradable, con una familia agradable y que me hacía un favor enorme. Bueno, lo habían coaccionado para que me lo hiciera. Pero estaba siendo extremadamente amable conmigo, fueran cuales fueran las circunstancias.
Salí de la habitación una hora más tarde. Alcide estaba de pie en la cocina, sirviéndose una Coca-Cola. Dejó que desbordara el vaso cuando me vio entrar.
Aquello era un auténtico halago.
Mientras Alcide limpiaba la encimera con un papel de cocina, no dejó de lanzarme miradas. Me di la vuelta lentamente.
Iba de rojo, rojo chillón, rojo camión de bomberos. Iba a congelarme la mayor parte de la noche, porque mi vestido dejaba los hombros al desnudo, aunque sí llevaba unas mangas separadas que se podían quitar y poner. Se abrochaba con cremallera por la espalda y tenía algo de brillo por debajo de la cadera. Mi abuela se habría lanzado a la puerta para impedir que saliera vestida así. A mí me encantaba. Lo había comprado en unas rebajas de liquidación en Prendas Tara; sospechaba que, de alguna manera, Tara lo había dejado apartado para mí. Actuando sobre un impulso tan poderoso como imprudente, me compré un bolso y lápiz de labios a juego. ¡Que ahora además me iban con las uñas, gracias a Janice! También llevaba un chal gris y negro con flecos para abrigarme, así como un diminuto bolso a juego con los zapatos. El bolso estaba adornado con abalorios.
– Date la vuelta otra vez -sugirió Alcide, un poco ronco.
El llevaba un traje negro convencional, camisa blanca y una corbata de diseños verdes que encajaba con sus ojos. Al parecer, nada podía domar su pelo. Quizá debería haber ido él al salón de belleza de Janice, y no yo. Parecía duro y guapo, aunque tal vez «atractivo» fuera la palabra más adecuada.
Me di la vuelta lentamente. No tenía tanta confianza como para impedir que las cejas se me arquearan en una pregunta silenciosa mientras completaba el giro.
– La boca se me hace agua sólo con verte -dijo con sinceridad. Lancé un suspiro, inconsciente hasta el momento de que había estado conteniendo el aliento.
– Gracias -dije, tratando de no parecer demasiado idiota.
Me costó meterme en la camioneta de Alcide, dada la brevedad del vestido y la altura de los tacones, pero con un empujón táctico de Alcide lo conseguí.
Nuestro destino estaba en un pequeño lugar en la esquina de las calles Capitol y Roach. Aunque no impresionaba mucho desde fuera, el Mayflower Cafe era tan interesante como había predicho Alcide. Algunas de las personas sentadas a aquellas mesas repartidas por el suelo de baldosas blancas y negras vestían de lo más elegante, igual que Alcide y yo. Otras llevaban franela y vaqueros. Algunos, incluso, habían llevado consigo su propio vino o licor. Me alegré de que no fuéramos a beber demasiado; Alcide se tomó una cerveza y eso fue todo. Yo opté por un té helado. La comida estaba muy buena, pero no era precisamente ostentosa. La cena fue larga e interesante. Mucha gente conocía a Alcide, y bastantes de ellos se acercaron a la mesa para saludarle y saber quién era yo. Algunos de los visitantes estaban relacionados con el gobierno del Estado, otros pertenecían al negocio de la construcción, como Alcide, y los había que parecían amigos de su padre.
Unos cuantos de los presentes no daban la impresión de respetar mucho la ley; aunque siempre he vivido en Bon Temps, reconozco a un delincuente cuando veo lo que destila su mente. No digo que fueran a asesinar a cualquiera, o a sobornar a un senador ni nada parecido. Pero sus pensamientos estaban impregnados de avaricia; por el dinero, por mí y, hasta en un caso, por Alcide (de lo cual puedo decir que él pasaba olímpicamente).
Y, sobre todas las cosas, esos hombres sentían avaricia por el poder. Supongo que en una capital de Estado, el hambre de poder es inevitable; incluso en uno tan asolado por la pobreza como es Misisipi.
Las mujeres que acompañaban a los hombres más avariciosos eran las más acicaladas y las mejor vestidas. Por una noche podía estar a su altura en ese sentido, así que mantuve la cabeza bien alta. Una de ellas pensó que tenía aspecto de puta de lujo, pero me lo tomé como un cumplido. Al menos pensaba que era cara. Una mujer, una banquera, conocía a Debbie, la ex de Alcide, y me escrutó de pies a cabeza, segura de que Debbie querría una rigurosa descripción.
Por supuesto, ninguna de esas personas sabía nada de mí. Era maravilloso estar entre gente que no tenía ni idea de mi trasfondo, de cómo me había criado, de mi trabajo o mis habilidades. Decidida a disfrutar de la sensación, me concentré en no hablar a menos que me dirigieran la palabra, en no mancharme el vestido con la comida y cuidar los modales, tanto los sociales como los cívicos de la mesa. Mientras disfrutaba, pensé que sería una lástima que avergonzara a Alcide, dado que yo sólo estaba de paso por su vida.
Alcide agarró la cuenta antes de que yo pudiera hacerme con ella y me frunció el ceño cuando abrí la boca para protestar. Finalmente sacudí ligeramente la cabeza. Tras la silenciosa pugna, me alegré de ver que Alcide dejaba generosas propinas. Aquello le hizo ganar puntos en mi estima. A decir verdad, ya estaba demasiado arriba en mi estima. Y eso que yo tenía todos los sentidos puestos en detectar cualquier cosa negativa en él. Cuando volvimos a la camioneta de Alcide (esta vez me ayudó más si cabe para entrar en la cabina, y me di cuenta de que disfrutaba con el proceso), ambos estábamos callados y pensativos.
– No has hablado mucho durante la cena -dijo-. ¿Lo has pasado mal?
– Oh, de ninguna manera. Simplemente pensé que no era el mejor momento para empezar a lanzar mis opiniones.
– ¿Qué piensas de Jake O'Malley? -O'Malley, un hombre que estrenaba los sesenta y de densas cejas grises, había estado hablando con Alcide al menos cinco minutos, sin dejar de lanzar ocasionales miradas a mis pechos.
– Creo que piensa joderte de seis formas distintas a partir del domingo.
Menos mal que aún no había arrancado del bordillo. Encendió las luces del techo y me miró con expresión sombría.
– ¿De qué estás hablando? -inquirió.
– Va a ofrecer un presupuesto más competitivo qué el tuyo en el próximo concurso porque ha sobornado a una mujer de tu despacho, una tal Thomasina no sé qué, para chivarle todos tus presupuestos. Y entonces…
– ¿Qué?
Me alegré de que la calefacción estuviese al máximo. Cuando un licántropo se enfada, se puede sentir la ira en el aire. Esperaba que así no tuviera que explicarme ante él. Había disfrutado tanto de mi anonimato.
– ¿Qué… eres? -me preguntó, asegurándose de que le entendía.
– Telépata -dije entre dientes.
Cayó un largo silencio, mientras Alcide digería la noticia.
– Y ¿has escuchado algo bueno por su parte? -preguntó finalmente.
– Claro. La señora O'Malley estaba deseando echarse encima de ti -le dije con una amplia sonrisa. Tuve que recordarme que no tenía una coleta que tensar.
– ¿Eso es bueno?
– Hombre, en comparación… -dije-, será mejor que te follen a que te jodan económicamente -la señora O'Malley era al menos veinte años más joven que su marido, y era la mujer más arreglada que había visto nunca. Estaba dispuesta a apostar a que se cepillaba las pestañas cien veces por noche.
Alcide agitó la cabeza. No tenía muy claro lo que estaba pensando.
– Y ¿qué hay de mí? ¿Me has leído también? Ajá.
– No es tan fácil con los cambiantes -dije-. No soy capaz de detectar una clara línea de pensamiento, sino más bien el humor general, las intenciones y cosas así. Supongo que si hubieras pensado directamente en mí, lo habría sentido. ¿Quieres probar? Piensa en algo.
«Los platos que uso en mi apartamento tienen un borde de rosas amarillas.»
– Yo no diría que fueran rosas -dije, dubitativa-. Son más bien cinias, diría yo.
Pude sentir cómo se retraía, cómo se preocupaba. Suspiré. Lo de siempre, como siempre. La verdad es que me dolió un poco, porque me gustaba.
– Pero captar pensamientos concretos que se te pasen en el momento, eso es más complicado -dije-. No puedo hacerlo constantemente con los cambiantes y los licántropos -otras criaturas sobrenaturales eran relativamente fáciles de leer, pero no vi la necesidad de sacar eso a colación en aquel momento.
– Gracias a Dios.
– ¿Oh? -dije, pícaramente, en un intento de levantar los ánimos-. ¿Qué temes que vaya a leer?
Alcide me dedicó una sonrisa antes de apagar la luz interior y abandonar el aparcamiento.
– No importa -dijo, ausente-. No importa. Entonces, lo que harás está noche será leer mentes para recabar alguna pista sobre el paradero de tu vampiro, ¿no?
– Eso es. No puedo leer a los vampiros; no parecen emitir ninguna onda cerebral. Así es como lo entiendo yo. No sé cómo lo hago, o si hay un término científico que lo defina -no mentía del todo. Las mentes de los no muertos eran realmente ilegibles, salvo algún destello tan fugaz como ocasional (lo cual casi no contaba y nadie debía saberlo). Si los vampiros averiguaban que podía leer sus mentes, ni siquiera Bill podría salvarme. Eso en el caso de que quisiera.
Cada vez que me olvidaba, aunque fuese por un segundo, de que nuestra relación había cambiado radicalmente, me dolía tener que recordármelo.
– Entonces ¿qué plan tienes?
– Me centraré en los humanos que salgan o sirvan a los vampiros locales. Los secuestradores eran humanos. Se lo llevaron de día. Al menos eso es lo que le dijeron a Eric.
– Debí de habértelo preguntado antes -dijo, más para sí mismo-. Sólo por si acaso escucho algo de la manera tradicional, con los oídos, deberías contarme los detalles.
Mientras atravesábamos lo que Alcide dijo que era la antigua estación de trenes, le hice un rápido resumen. Vi escuetamente un cartel de indicación que ponía AMITE mientras nos deteníamos bajo una marquesina que se extendía sobre una porción vacía de acera en los alrededores del centro de Jackson. La zona inmediatamente debajo de la marquesina estaba iluminada por una luz fría y brillante. De alguna manera, esa extensión de acera se me antojaba repugnantemente ominosa, sobre todo porque el resto de la calle estaba sumida en la oscuridad. La inquietud me recorrió la columna. Me sentí muy reacia a detenerme en ese sitio.
Era una sensación estúpida, me dije a mí misma. No era más que un tramo de cemento. No había bestias a la vista. Después de que cerraran los negocios a las cinco, Jackson no era una ciudad precisamente concurrida, ni siquiera en circunstancias normales. Estaba dispuesta a apostar a que la mayoría de las aceras del estado de Misisipi estaban desiertas en esa fría noche de diciembre.
Pero algo sospechoso flotaba en el aire, algo que nos vigilaba con una carga de malicia. Los ojos que nos observaban eran invisibles, pero ahí estaban a pesar de todo. Cuando Alcide salió de la camioneta y la rodeó para ayudarme a bajar, me di cuenta de que había dejado las llaves en el contacto. Saqué las piernas y puse las manos en sus hombros, con mi estola de seda firmemente enrollada y suelta por detrás, y sus flecos temblando bajo un soplo de aire helado. Me impulsé mientras él tiraba de mí y finalmente me encontré en la acera.
La camioneta se perdió en la noche.
Miré de lado a Alcide para ver si aquello lo había dejado también a él de una pieza, pero parecía antojársele lo más normal del mundo.
– Los vehículos aparcados en la parte de delante atraen al público general -me dijo, reduciendo su voz a un susurro en el vasto silencio de esa extensión de acera.
– ¿Puede entrar la gente normal? -pregunté, señalando a la solitaria puerta metálica. Reunía todos los requisitos para que una puerta no invitase a ser atravesada. No había ningún letrero; ni en ella, ni en el edificio. Tampoco había adornos de Navidad. (Obviamente los vampiros no celebran las vacaciones, salvo Halloween. Es la antigua festividad de Samhain, y está llena de disfraces que a los vampiros les encantan. Halloween es su gran momento, y se celebra en las comunidades vampíricas de todo el mundo.)
– Claro, si están dispuestos a pagar veinte dólares por beber los peores brebajes en cinco estados. Servidos por los camareros más groseros. Y sin prisas.
Traté de sonreír. No era precisamente un lugar que invitara a reír.
– Y ¿si salen de ésa?
– No hay espectáculos, nadie hablará con ellos, y si insisten en quedarse, se encontrarán en la acera, metiéndose en su coche sin un solo recuerdo de cómo llegaron aquí.
Tomó el pomo de la puerta y la abrió. El espanto que atenazaba el aire no pareció afectar a Alcide.
Dimos a un corto pasillo que estaba bloqueado por otra puerta, situada a algo más de un metro. De nuevo sentí que nos observaban, aunque no fui capaz de divisar ninguna cámara o mirilla disimulada en ninguna parte.
– ¿Cómo se llama este sitio?-susurré.
– El vampiro propietario lo llama el Josephine's -dijo con mi mismo tono de voz-. Pero los licántropos lo llamamos el Club de los Muertos.
Consideré la idea de reírme, pero, justo en ese momento, se abrió la puerta interior.
El portero era un trasgo.
Nunca había visto uno antes, pero la palabra «trasgo» me surgió en la mente, como si tuviera un diccionario sobrenatural impreso detrás de mis ojos. Era muy bajito y tenía aspecto de ser muy gruñón, con una cara llena de protuberancias y manos muy grandes. Sus ojos destilaban fuego y maldad. Nos lanzó una mirada hacia arriba, como si lo último que necesitaran allí fueran clientes.
Me preguntaba qué persona normal querría meterse en el Josephine's tras el efecto acumulativo de la acera encantada, el vehículo que desaparece solo y el trasgo de la puerta… Bueno, supongo que algunos nacen entusiasmados de que alguien los mate.
– Señor Herveaux -dijo el trasgo lentamente, con una voz profunda y ronca-. Qué alegría volverlo a ver. ¿Y su compañera es…?
– La señorita Stackhouse -me presentó Alcide-. Sookie, te presento al señor Hob.
El trasgo me examinó con ojos brillantes. Parecía algo incómodo, como si no pudiese encajarme en la escena, pero al cabo de un momento se apartó y nos dejó pasar.
El Josephine's no estaba muy concurrido. Claro que era un poco temprano para las costumbres de sus clientes. Tras la extraña atmósfera del principio, la amplia sala se parecía decepcionantemente a cualquier bar. La propia barra estaba en el centro de la sala, un espacio cuadrado con un panel levadizo para que pudiera pasar el personal. Me pregunté si el propietario se habría tragado demasiadas reposiciones de Cheers. Los vasos pendían boca abajo de los colgadores. Estaba adornado con plantas artificiales y al tenue ambiente de luz contribuía una música no muy alta. Había taburetes esmaltados a intervalos regulares alrededor de la barra. A su izquierda, una pequeña pista de baile y, más allá, un diminuto escenario para las bandas o los disc-jockeys. A los otros tres lados del cuadrado podían verse las típicas mesas pequeñas, de las cuales apenas la mitad estaban ocupadas.
Entonces divisé un listado de ambiguas reglas colgadas en la pared, reglas diseñadas para ser comprendidas por los clientes habituales, y no tanto por los turistas ocasionales. «PROHIBIDO TRANSFORMARSE EN EL LOCAL», decía una escuetamente. Los licántropos y los cambiantes no podían transformarse mientras estuvieran en el bar; bueno, era comprensible. «PROHIBIDO CUALQUIER TIPO DE MORDISCO», decía otra. «PROHIBIDOS LOS APERITIVOS VIVOS», marcaba una tercera. Agh.
Había vampiros diseminados por el local, algunos en compañía de sus propios congéneres, y otros con humanos. Se celebraba una escandalosa fiesta de cambiantes en la esquina sureste del bar, donde se habían juntado varias mesas para dar cabida a la cantidad de asistentes. El centro de la fiesta parecía ser una mujer joven y alta, de pelo corto y brillante, constitución atlética y rostro largo y estrecho. Se enroscaba alrededor de un hombre cuadrado de su misma edad, que supuse sería de unos veintiocho años. El tenía los ojos redondos y la nariz chata, y el pelo de aspecto más suave que jamás había visto (casi tan fino como el de un bebé, tan ligero y rubio que parecía blanco). Me pregunté si sería una fiesta de compromiso y si Alcide sabía que iba a tener lugar. Su atención estaba definitivamente centrada en ese grupo.
Como era natural, no tardé en comprobar qué llevaban puesto las demás mujeres del bar. Las vampiras y las humanas que acompañaban a vampiros lucían un estilo comparable al mío. Las cambiantes no iban tan arregladas. La mujer del pelo negro, que había dado por sentado que era Debbie, vestía una blusa de seda dorada y pantalones de cuero muy ajustados con botas. Se rió ante algún comentario del rubio y sentí cómo el brazo de Alcide se ponía rígido bajo mis dedos. Sí, ésa debía de ser la ex novia, Debbie. Estaba segura de que su diversión había ganado enteros desde que vio entrar a Alcide.
«No es más que una zorra farsante», decidí en el tiempo que lleva chasquear los dedos, y me dispuse a actuar conforme a mi reflexión. El trasgo Hob nos condujo hasta una mesa vacía, desde donde gozábamos de una panorámica de la feliz fiesta, y me acomodó en una silla. Le hice un gesto de cortesía con la cabeza y me desenrollé el chal, lo doblé y lo colgué de una silla vacía. Alcide se sentó en la silla de mi derecha, para dar la espalda al rincón donde los cambiantes se lo estaban pasando tan bien.
Una vampira esquelética vino a tomar nota de lo que queríamos beber. Alcide me hizo un cortés gesto con la cabeza para que pidiera primero.
– Un cóctel de champán -dije, sin la menor idea de a qué sabría. Nunca me había molestado en prepararme uno en el Merlotte's, pero ahora estaba en el bar de otro y pensé que merecía la pena probarlo. Alcide pidió una Heineken. Debbie lanzaba no pocas miradas hacia nosotros, así que me incliné hacia delante y deshice un enredo en el pelo rizado de Alcide. Pareció sorprendido, aunque, evidentemente, Debbie no podía saberlo.
– ¿Sookie? -dijo, más bien dubitativo.
Le sonreí, no con mi sonrisa nerviosa, ya que, por una vez, no lo estaba. Gracias a Bill, ahora tenía un poco más de confianza sobre mi atractivo físico.
– Eh, soy tu cita de esta noche, ¿recuerdas? Actúo como tal -le dije.
En ese momento volvió la vampira espigada con nuestras bebidas, y brindé haciendo chocar mi copa con su botella.
– Por nuestra aventura conjunta -dije, y sus ojos se iluminaron. Bebimos.
Descubrí que me encantaban los cócteles de champán.
– Háblame más de tu familia -le pedí, pues disfrutaba escuchando su estruendosa voz. Tendría que esperar a que hubiera más humanos en el bar para empezar a oír los pensamientos ajenos.
Alcide empezó contándome lo pobre que era su padre cuando se metió en el negocio de los peritajes, y el tiempo que le había llevado prosperar. Me hablaba de su madre, cuando Debbie se levantó y vino hacia nosotros.
Era cuestión de tiempo.
– Hola, Alcide -ronroneó. Como él no la había visto acercarse, su fuerte rostro se estremeció-. ¿Quién es tu nueva amiga? ¿La has contratado para la noche?
– Oh, no sólo esta noche -dije con claridad, dedicándole una sonrisa que emparejaba a la perfección con su sinceridad.
– ¿En serio? -sus cejas describieron un arco más alto si cabe de lo que ya estaban.
– Sookie es una buena amiga -dijo Alcide, impasiblemente.
– ¿Ah, sí? -Debbie no lo creyó-. No hace tanto que me dijiste que no volverías a tener otra «amiga» mientras no pudieras tener… Vaya -sonrió.
Cubrí la enorme mano de Alcide con la mía y lancé a Debbie una mirada que lo decía todo.
– Dime -insistió Debbie, con los labios encrespados en una mueca escéptica-, ¿qué te parece la marca de nacimiento de Alcide?
¿Quién habría podido prever que estaría tan dispuesta a ejercer como la zorra que era? La mayoría de las mujeres tratan de ocultarlo, al menos, ante los desconocidos.
«La tengo en la nalga derecha. Tiene forma de conejo.» Vaya, qué mono. Alcide había recordado lo que le había dicho y me había lanzado directamente un pensamiento.
– Me encantan los conejitos -dije, sin perder la sonrisa, arrastrando la mano hacia la parte inferior de la espalda de Alcide para acariciar, con mucha delicadeza, la parte superior de su nalga.
Por un segundo vi pura rabia en la cara de Debbie. Estaba tan centrada, tan controlada, que su mente resultaba mucho menos opaca que la mayoría de los cambiantes. Estaba pensando en su novio búho, sobre lo malo que era en la cama con respecto a Alcide, aunque le sobraba la pasta y estaba dispuesto a tener hijos, lo cual no pasaba con Alcide. Y ella era más fuerte que el búho, podía dominarlo.
Ella no era ningún demonio (por supuesto, su pobre novio tendría una vida útil muy corta si ella lo fuese), pero tampoco era un encanto de persona.
Debbie podría haber salvado los trastos, pero al descubrir que yo conocía el pequeño secreto de Alcide se volvió loca. Cometió un gran error.
Me repasó con una mirada tan incendiaria que podría haber paralizado a un león.
– Se ve que has estado en el salón de Janice hoy -dijo, reparando en los rizos que me caían de forma casual y en las uñas. Su pelo liso había sido cortado en grupos asimétricos y pequeños mechones de longitud variable, haciéndole parecer una perra en un espectáculo canino, puede que una afgana. Su estrecha cara potenciaba la similitud-. De allí no sale nadie que parezca vivir en este siglo.
Alcide abrió la boca, con los músculos tensos por la rabia. Puse mi mano sobre su brazo.
– ¿Qué opinión tienes tú sobre mi pelo? -pregunté con mucha tranquilidad, moviendo la cabeza para que los rizos me acariciaran los hombros. Cogí la mano de Alcide y entrelacé sus dedos con los rizos que me caían sobre el pecho. ¡Vaya, eso se me daba bien! Sookie, la gatita salida.
Alcide contuvo el aliento. Sus dedos se pasearon por mis rizos y sus nudillos rozaron mi clavícula.
– Creo que está precioso -dijo él con una voz sincera y ronca.
Le sonreí.
– Parece que en vez de contratarte, te ha alquilado -dijo Debbie, ahondando en su error irreparable.
Era un insulto terrible, para ambos. Necesité cada gramo de determinación disponible para mantener el control que se le suponía a una dama. Sentí el yo primitivo, mi yo más auténtico, nadar hacia arriba hasta casi emerger a la superficie. Permanecimos sentados, observando a la cambiante, quien palideció ante el silencio.
– Vale, no debí decir eso -dijo, nerviosa-. Olvídalo.
Como era una cambiante, me habría dado mil vueltas en una pelea justa. Pero, por supuesto, llegado el caso, mi intención era hacer trampas.
Me recliné hacia delante y apunté con una de las uñas rojas a sus pantalones de cuero.
– ¿No había otro disfraz?
Inesperadamente, Alcide estalló en risas. Le sonreí mientras redoblaba sus carcajadas y, cuando volví a alzar la mirada, Debbie volvía a grandes zancadas a su fiesta, cuyos participantes habían guardado silencio durante nuestro breve encuentro.
Recordatorio: no ir al aseo sola durante la noche.
Cuando pedimos la segunda ronda, el sitio ya estaba lleno. Vinieron algunos amigos licántropos de Alcide, un grupo amplio. Los licántropos viajan en manadas, según tengo entendido. En los cambiantes depende del animal en el que cada cual se transforme más a menudo. A pesar de su teórica versatilidad, Sam me dijo que los cambiantes suelen transformarse siempre en el mismo tipo de animal, que suele ser una criatura por la que sienten alguna afinidad. Y pueden llamarse entre sí por el nombre de dicha criatura: perro, murciélago, tigre. Pero nunca «licántropos» a secas, que era un término reservado para los hombres lobos. Los auténticos licántropos menospreciaban esa diversidad en la transformación, y no tenían en buena estima a los cambiantes en general. Los hombres lobo, licántropos por excelencia, se consideraban la crema de la crema en la sociedad de los cambiantes.
Los demás cambiantes, por su parte, según me explicó Alcide, consideraban a los licántropos como los matones del escenario sobrenatural.
– Y no somos pocos en los negocios de la construcción -dijo, como si tratara de ser justo-. Muchos licántropos son mecánicos, albañiles, fontaneros o cocineros.
– Oficios útiles-dije.
– Sí -coincidió-, pero no precisamente de alto nivel social. Así que, si bien colaboramos unos con otros; hasta cierto punto existe mucha discriminación de clase!
Llegó un pequeño grupo de licántropos moteros. Todos lucían el mismo chaleco de cuero con una cabeza de lobo en la espalda que el que me había atacado en el Merlotte's. Me pregunté si habrían empezado a echar en falta a su camarada. ¿Tendrían ya una idea más clara de a quién estaban buscando? ¿Qué harían sí descubrían quién era yo? Los cuatro hombres pidieron otras tantas jarras de cerveza y empezaron a hablar de forma muy reservada, con las cabezas muy juntas y las sillas pegadas a la mesa.
Un disc-jockey, que parecía vampiro, empezó a pinchar con el volumen perfecto; las canciones eran identificables, pero se podía seguir hablando.
– Bailemos -sugirió Alcide.
Eso no me lo esperaba; pero me acercaría a los vampiros y a sus humanos, así que acepté. Alcide me apartó la silla y me cogió de la mano mientras nos dirigíamos a la pequeña pista de baile. El vampiro cambió el estilo de un heavy metal a algo de Sarah McLachlan. Era GoodEnough, lento, pero con ritmo.
No sé cantar, pero sí bailar, y, al parecer, Alcide también.
Lo bueno de bailar es que puedes no hablar durante un rato, si te has quedado sin tema de conversación. Lo malo es que te vuelve exageradamente consciente del cuerpo de tu compañero. Y yo ya era muy consciente del -que me perdone- atractivo animal de Alcide. Ahora, tan cerca, balanceándome rítmicamente junto a él, siguiendo cada movimiento, me sumí en una especie de trance. Cuando terminó la canción, permanecimos en la pequeña pista de baile; en mi caso, con los ojos clavados en el suelo. Cuando empezó la siguiente, un corte más rápido (no sabría decir cuál, aunque mi vida dependiese de ello), volvimos a bailar, y me meneé, contoneé y disfruté con el licántropo.
Entonces, el tipo achaparrado que estaba sentado en un taburete detrás de nosotros le dijo a su compañero vampiro:
– Aún no ha dicho nada. Y Harvey ha llamado hoy. Dice que han registrado la casa, pero que no han encontrado nada.
– Estamos en público -dijo el compañero con voz afilada. El vampiro era un hombre muy pequeño; quizá se hubiera convertido en vampiro cuando la estatura media de los hombres era menor.
Sabía que estaban hablando de Bill, porque el humano estaba pensando en él cuando soltó «Aún no ha dicho nada». Y el humano era un emisor excepcional en cuanto a imágenes y sonidos.
Cuando Alcide trató de apartarme de su órbita, me resistí. Mirando hacia su rostro sorprendido, hice un gesto con los ojos hacia la pareja. Con los ojos me hizo ver que me entendía, pero no pareció muy contento.
Bailar y tratar de leer la mente de otra persona al mismo tiempo no es algo que yo recomendaría. Me esforzaba mentalmente, y mi corazón dio un brinco al percibir la imagen de Bill. Afortunadamente, Alcide se excusó justo entonces para ir al servicio, dejándome en un taburete de la barra, junto al vampiro. Traté de mantener la mirada en los demás bailarines, en el disc-jockey, en cualquier cosa excepto el hombre y el vampiro que tenía a la izquierda, hombre cuya mente trataba de descifrar.
Estaba pensando en lo que había hecho durante el día había tratado de mantener despierto a alguien, alguien que realmente necesitaba dormir… Un vampiro. Bill. Mantener a un vampiro despierto durante el día era la peor de las torturas. También era una tarea difícil. La compulsión de dormir cuando amanece es imperativa, y el propio sueño es como la muerte.
Por alguna razón, nunca se me había pasado por la cabeza (quizá porque soy estadounidense) que los vampiros que habían raptado a Bill pudieran estar recurriendo a medidas nocivas para hacerle hablar. Si querían información, naturalmente no iban a esperar a que Bill estuviese de humor para dársela. Estúpida de mí, tonta, tonta, tonta. Incluso a sabiendas de que Bill me había traicionado, de que se le había pasado por la cabeza abandonarme por su amante vampira, sentía un gran dolor por él.
Sobrecogida por mis tristes pensamientos, no percibí el problema cuando estuvo justo a mi lado. Hasta que me agarró del brazo.
Uno de los miembros de la banda de licántropos, un tipo grande de pelo oscuro, muy pesado y que olía muy fuerte, me tenía apresada del brazo. Estaba dejando sus grasientas huellas por toda la manga de mi precioso vestido rojo, y traté de librarme de la presa.
– Ven a nuestra mesa para que te conozcamos un poco, preciosidad -me dijo, dedicándome una sonrisa. Tenía un par de pendientes en una oreja. Me pregunté qué pasaría con ellos durante la luna llena. Pero, casi de inmediato, me di cuenta de que tenía problemas más acuciantes que resolver. La expresión de su cara era excesivamente franca; los hombres no miran así a las mujeres a menos que éstas estén en una esquina con pantalones ajustadísimos y en sujetador: en otras palabras, creía que era una tía fácil.
– No, gracias -le dije educadamente. Tenía la preocupante sensación de que aquello no iba a acabar ahí, pero no perdía nada por probar. Había tenido innumerables experiencias en el Merlotte's con tíos pesados, pero allí siempre conté con ayuda. Sam no toleraba que se metiesen con sus camareras o las insultasen.
– Claro, bonita. Claro que quieres acompañarnos -insistió.
Por primera vez en mi vida, deseé que Bubba estuviera conmigo.
Empezaba a acostumbrarme a que los que me molestaban acabaran mal. Y quizá me estaba acostumbrando demasiado a que otros resolvieran mis problemas.
Pensé en asustar al licántropo con leerle la mente. No debería ser nada complicado: era diáfano para tratarse de uno de su especie. Pero sus pensamientos no sólo eran aburridos y poco sorprendentes (lujuria, agresividad), sino que, si estaban encargados de buscar a la novia del Bill el vampiro, y sabían que era telépata además de camarera, y yo hacía gala de esas habilidades, bueno…
– No, he dicho que no quiero acompañarte -dije con tono inamovible-. Déjame en paz -me deslicé fuera del taburete para evitar que me acorralara.
– No tienes a ningún hombre que te acompañe. Nosotros somos hombres de verdad, cariñito -con la mano libre se tocó las partes. Oh, qué encantador. Eso sí que me ponía cachonda-. Te mantendremos contenta.
– No podrías mantenerme contenta aunque fueses Santa Claus -dije, pisándole el empeine con todas mi fuerzas. Si no hubiera llevado botas de motorista, quizá habría sido una maniobra eficaz. Así las cosas, estuve a punto de romperme un tacón. No dejaba de maldecir mentalmente mis uñas falsas porque me ponían difícil cerra el puño. Iba a golpearle en la nariz con mi mano libre; un golpe en la nariz duele de lo lindo. Tendría que dejarme en paz.
Me lanzó un gruñido, pero un gruñido de verdad, cuando le clavé el tacón, pero no aflojó la presa. Su mano libre me agarró por el hombro desnudo y me clavó los dedos.
Había tratado de mantenerme tranquila, de resolver aquello sin ajetreos, pero ya habíamos pasado ese punto.
– ¡Déjame! -grité, mientras realizaba el heroico intento de clavarle la rodilla en los testículos. Tenía los muslos duros y la postura cerrada, por lo que no pude lanzar un golpe certero. Pero sí conseguí sobresaltarlo y, a pesar de que sus uñas me arañaron el hombro, logré que me soltara.
Parte de aquello se debía al hecho de que Alcide le tenía agarrado por el cogote. El señor Hob apareció justo cuando los demás miembros de la banda se dispusieron a acudir en ayuda de su colega. Por lo que se veía, el trasgo que nos hizo de guía en el establecimiento era también el portero. A pesar de aparentar ser un hombre muy pequeño por fuera, rodeó la cintura del motero con sus brazos y lo levantó sin dificultades. El motero empezó a gritar y el olor a carne quemada se extendió por todo el bar. La camarera esquelética encendió un extractor de alto rendimiento, que sirvió de bastante, aunque se pudieron seguir escuchando los gritos del motero mientras recorría un oscuro y estrecho pasillo del que no me había percatado anteriormente. Debía de conducir a la salida trasera del edificio. Luego se produjo un gran ruido metálico, un grito, y, de nuevo, otro ruido metálico. Estaba claro que habían abierto la puerta de atrás y habían tirado fuera al elemento conflictivo.
Alcide se giró para enfrentarse a los amigos del motero, mientras yo permanecía temblorosa detrás de él. Los arañazos me sangraban. Necesitaba algo de Neosporin, que era lo que me había puesto siempre mi abuela en todas las heridas cuando me negaba a ponerme Campho- Phenique. Sin embargo, los primeros auxilios tendrían que esperar: al parecer estaba a punto de estallar otra pelea. Miré en derredor en busca de algo que pudiera servir como arma, y vi que la camarera se había hecho con un bate de béisbol y lo había depositado sobre la barra. No perdía detalle de la situación. Cogí el bate y me puse junto a Alcide. Puse el bate en posición y aguardé al siguiente movimiento. Tal como me había enseñado mi hermano Jason (después de tantas peleas en bares, me temo), me centré en un hombre concreto, me imaginé a mí misma agitando el bate y golpeándolo en la rodilla, que era más accesible que la cabeza. Eso bastaría para derribarlo, con toda seguridad.
Entonces, alguien entró en el territorio de nadie que había entre Alcide y yo y los otros licántropos. Era el pequeño vampiro, el que había estado hablando con el humano cuya mente había sido tal fuente de malas noticias.
Mediría 1,65 con los zapatos puestos y también era de constitución ligera. Cuando murió, tendría veintipocos.
De rostro muy afeitado y pálido, sus ojos eran del color del chocolate amargo, en fuerte contraste con su pelo rojo.
– Señorita, lamento el inconveniente -dijo con voz suave y un acusado acento del sur. No escuchaba un acento tan marcado desde que mi bisabuela muriera veinte años atrás.
– Lamento que se haya perturbado la paz del bar -dije, aunando tanta dignidad como me fue posible con un bate de béisbol en la mano. Me había deshecho instintivamente de mis zapatos de tacón para poder luchar mejor. Abandoné mi postura de combate y le dediqué una inclinación de cabeza, aceptando su autoridad.
– Ustedes deberían marcharse ya -dijo el hombrecillo, volviéndose hacia el grupo de licántropos-, después de disculparse con esta señorita y su acompañante.
Se removieron, incómodos, pero ninguno de ellos quiso ser el primero en dar su brazo a torcer. Uno de ellos, aparentemente más joven y tonto que los demás, era rubio, con una tupida barba y lucía un pañuelo de colores vivos en la cabeza de un modo bastante estúpido. Llevaba el fuego de la batalla en los ojos; con tanto orgullo no podría copar con la situación. El motero telegrafió su movimiento antes de emprenderlo siquiera y, rápida como un rayo, lancé el bate al vampiro, que lo cogió con un movimiento tan rápido, que mis ojos no fueron capaces de registrarlo. Lo utilizó para romper la pierna del licántropo.
El bar estaba sumido en un absoluto silencio mientras el motero herido era arrastrado por sus compañeros.
– Disculpen, disculpen -decían los licántropos al unísono, mientras se llevaban al rubio.
La música volvió a sonar, el pequeño vampiro devolvió el bate a la barman, Alcide me escrutó en busca de heridas y yo empecé a temblar.
– Estoy bien -dije, deseando que todo el mundo mirara hacia otra parte.
– Pero está usted sangrando, querida -dijo el vampiro.
Era verdad; mi hombro aún sangraba por culpa de las uñas del motero. Conocía la etiqueta habitual, así que me incliné hacia delante para que el vampiro me lamiera la herida.
– Gracias -dijo al instante, antes de lanzar un lengüetazo. Sabía que me curaría mejor y más rápido con su saliva, así que me quedé quieta, aunque, a decir verdad, era como dejar que alguien se lo hiciese conmigo en público. A pesar de mi incomodidad, sonreí, aunque sé qué la sonrisa no era tampoco del todo cómoda. Alcide me cogió de la mano, lo cual me tranquilizó.
– Lamento no haber vuelto antes -se disculpó.
– No podías saberlo -lametón, lametón, lametón. Oh, vamos, ya debía de haber dejado de sangrar.
El vampiro se estiró, se relamió y me sonrió.
– Ha sido toda una experiencia. Permita que me presente, me llamo Russell Edgington.
Russell Edgington, rey de Misisipi; por la reacción de los moteros, ya me lo temía.
– Es un placer conocerle -dije educadamente, preguntándome si debía hacer una reverencia. Pero no se había presentado por su título-. Yo soy Sookie Stackhouse, y éste es mi amigo, Alcide Herveaux.
– Hace años que conozco a la familia Herveaux -dijo el rey de Misisipi-. Es un placer tenerte aquí, Alcide ¿Cómo está tu padre? -podría haberse tratado de un escena típicamente diurna frente a la iglesia presbiteriana, en lugar de un bar de vampiros a media noche.
– Bien, gracias -dijo Alcide, un poco rígido-. La mentamos los problemas.
– No ha sido culpa vuestra -dijo el vampiro con gentileza-. A veces, los hombres tienen que dejar a sus mujeres a solas, y las mujeres no son culpables de los malos modales de los necios -dijo Edgington, dedicándome una reverencia. No tenía la menor idea de cómo corresponder, pero una inclinación más profunda parecía la opción más juiciosa-. Eres como una rosa que crece en un jardín desatendido, querida.
«Y tú estás hasta arriba de mierda.»
– Gracias, señor Edgington -dije, bajando la mirada para que no leyera el escepticismo en mis ojos. Quizá debería haberle llamado «alteza»-. Alcide, creo que ya he tenido suficiente por esta noche -añadí, tratando de sonar suave y amable, a la par que agitada. No me resultó muy difícil.
– Claro, cariño -dijo él al instante-. Deja que vaya a por tus cosas -emprendió el camino hacia la mesa sin perder el tiempo, que Dios lo bendiga.
– Bien, señorita Stackhouse, nos encantaría que volviese mañana por la noche -invitó Russell Edgington. Su amigo humano estaba detrás de él, con las manos posadas sobre los hombros de Russell. El vampiro subió una de sus manos para dar unas palmadas en la del otro-. No quisiéramos que se espantara por los malos modales de un individuo.
– Gracias, se lo mencionaré a Alcide -dije, arrancando todo atisbo de entusiasmo de mi voz. Esperaba parecer subordinada con respecto a Alcide, sin llegar a la ñoñería. La gente ñoña no dura mucho cerca de los vampiros. Russell Edgington estaba convencido de que irradiaba la apariencia de un caballero sureño al viejo estilo, y si eso era lo que quería, nada me costaba alimentarlo.
Alcide regresó con una expresión sombría.
– Me temo que tu chal ha tenido un accidente -dijo, y supe que estaba furioso-. Supongo que fue Debbie.
Mi precioso chal de seda tenía un enorme agujero de quemadura. Traté de mantenerme impasible, pero no se me dio demasiado bien. Lo cierto es que las lágrimas empezaron a agolparse en mi ojos, supongo que porque el incidente con el motero ya me había predispuesto.
Edgington, por supuesto, no perdía detalle de todo aquello.
– Mejor el chal que yo -dije, tratando de encoger los hombros. Obligué a las comisuras de mis labios a que transformaran mi boca en una sonrisa. Al menos, mi pequeño bolso parecía intacto, aunque no llevaba en él más que mi maquillaje y el pintalabios rojo, así como dinero suficiente para pagar la cena. Para gran bochorno mío, Alcide se quitó la chaqueta de su traje y la dispuso para que yo me la pusiera sobre los hombros. Empecé a protestar, pero su mirada denotaba que no iba a aceptar un no por respuesta.
– Buenas noches, señorita Stackhouse -se despidió el vampiro-. ¿Te veré mañana, Herveaux? ¿Los negocios te mantienen en Jackson?
– Así es -dijo Alcide amablemente-. Me alegro de haberte visto, Russell.
La camioneta estaba fuera cuando salimos. La acera no parecía menos amenazadora que cuando habíamos llegado. Me preguntaba cómo podían llevar a cabo todos esos efectos, pero estaba demasiado deprimida para interrogar a mi acompañante.
– No debiste darme tu abrigo, tienes que estar muerto de frío -dije, cuando ya llevábamos un par de manzanas recorridas.
– Llevo puesta más ropa que tú -declaró Alcide.
No temblaba como yo, a pesar de no llevar abrigo. Me arrebujé en él, disfrutando del forro de seda, el calor y el olor.
– No debí dejarte sola con esos cerdos del club.
– Todo el mundo necesita ir al servicio -dije con tranquilidad.
– Debí pedirle a alguien que se quedara contigo.
– Ya soy mayorcita. No necesito que siempre estén cuidando de mí. Paso por infinidad de incidentes como éste en el bar -si mi tono sonaba precavido, era porque lo estaba siendo. No se conoce precisamente el mejor aspecto de los hombres cuando se es camarera, incluso en un lugar como el Merlotte's, donde el propietario cuida de nosotras y casi toda la clientela es conocida.
– Entonces, no deberías trabajar ahí-Alcide sonaba categórico.
– Bien, entonces cásate conmigo y sácame de toda esta miseria -dije, impasible, y obtuve una mirada asustada a cambio. Le sonreí-.Tengo que ganarme la vida, Alcide. Y la verdad es que me gusta mi trabajo.
Parecía pensativo y poco convencido. Era hora de cambiar de tema.
– Tienen a Bill -dije.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– ¿Por qué? ¿Qué podría saber que Edgington quisiera averiguar tan desesperadamente, tanto como para arriesgarse a ir a una guerra?
– No te lo puedo decir.
– Pero ¿lo sabes?
Responder la verdad a esa pregunta significaría que confiaba en él. Me encontraría en el mismo peligro que Bill si salía a la luz que yo sabía tanto como él. Y yo me doblegaría mucho más rápido.
– Sí -dije-. Lo sé.