11

Una fina línea de luz se dibujaba en el cielo cuando salí a escondidas de la mansión del rey de Misisipi. Aquella mañana era un poco más calurosa, y el cielo se había oscurecido no sólo con el manto de la noche, sino también por la lluvia. Llevaba mis pertenencias enrolladas bajo el brazo. Aunque no sé cómo, mi bolso y mi chal de terciopelo habían llegado a la mansión desde el club. Tenía los zapatos de tacón enrollados en el chal. En el bolso estaba la llave del apartamento de Alcide, la que me había prestado, por lo que contaba con la seguridad de un cobijo en caso de necesitarlo. Bajo el otro brazo llevaba la manta de la cama, pulcramente doblada. Había hecho la cama para que su ausencia pasara desapercibida durante un tiempo.

Lo que no me había prestado Bernard era su chaqueta. Por lo que, al salir, me vi obligada a coger una acolchada y azul que estaba colgada de la balaustrada. Me sentí muy culpable. Nunca había robado nada antes. Y ahora lo había hecho dos veces en un momento: la manta y la chaqueta. Mi conciencia protestaba de un modo vehemente.

De todas formas, cuando pensé en todo lo que probablemente tendría que hacer para salir de ese complejo, el robo de una chaqueta y una manta se me antojó una tontería. Así que le dije a mi conciencia que se callara.

Mientras me arrastraba por la cavernosa cocina y abría la puerta de atrás, mis pies se deslizaban sobre las chanclas elásticas que Bernard había incluido en el montón de ropa que me trajo a la habitación. Los calcetines y las chanclas eran, de lejos, mucho mejor opción que tener que balancearme sobre los tacones.

Hasta el momento no había visto a nadie. Parecía haber acertado con la hora mágica. Casi todos los vampiros estarían, seguramente, en sus ataúdes, camas, bajo tierra o donde demonios se escondieran para pasar el día. Casi todas las criaturas cambiantes, de cualquier tendencia, seguirían aún en la juerga de la noche pasada o estarían durmiendo su resaca. Pero yo vibraba de tensión, pues en cualquier momento mi suerte podría acabarse.

Detrás de la mansión había una diminuta piscina, cubierta durante el invierno con una lona negra. Los bordes de ésta tenían pesos y se extendían más allá del perímetro de la piscina. La caseta aledaña estaba completamente a oscuras. Me deslicé en silencio por el camino de losas desiguales y, tras sortear un acceso en la cerca, desemboqué en una zona pavimentada. Gracias a mi visión mejorada, pude ver inmediatamente que había encontrado el patio situado frente a los antiguos establos. Era un gran edificio cubierto de tablas blancas, y en el primer piso (donde Bubba había detectado los apartamentos) había ventanas con aleros. Era el garaje con más estilo que había visto nunca; los espacios para los coches no tenían puertas, sino pasajes abovedados. Pude contar cuatro vehículos aparcados dentro, desde la limusina hasta un jeep. Y allí, a la derecha, en vez de un quinto paso abovedado, había un muro sólido con una puerta en el medio.

«Bill», pensé. «Bill.» El corazón me latía a toda velocidad. Con un abrumador sentido de alivio, vi el Lincoln aparcado cerca de la puerta. Giré la llave en la puerta del conductor y se abrió. Al hacerlo, se encendió la luz interior, aunque no parecía que hubiera nadie allí para verla. Puse el bulto con mis cosas sobre el asiento del copiloto y entorné la puerta del conductor para que pareciese que estaba cerrada. Encontré un botón y apagué la luz interior. Invertí un valioso minuto en contemplar el salpicadero, aunque estaba tan excitada y aterrorizada que me costó concentrarme. Luego salí a la parte posterior del coche y abrí el maletero. Era enorme, aunque no tan limpio como el interior. Me dio la sensación de que Eric había cogido todo lo que hubiera dentro de gran tamaño y lo había tirado a la basura, dejándose el fondo salpicado de papeles de fumar, bolsas de plástico y manchas de polvo blanco. Hmmm, bueno, vale. En este momento, no era lo importante. Eric había puesto allí dos botellas de sangre y yo las aparté a un lado. El maletero estaba sucio, sí, pero despejado de cualquier cosa que pudiera incomodar a Bill.

Respiré hondo y aferré la manta contra mi pecho. Entre sus pliegues estaba la estaca con la que me habían herido. Era la única arma que tenía y, a pesar de su grotesca apariencia (aún estaba manchada con mi sangre y tenía algo de tejido), la había recuperado del cubo de la basura y me la había traído conmigo. A fin de cuentas, sabía por experiencia que se podía hacer mucho daño con ella.

El cielo tenía una capa de sombra menos, pero cuando noté las gotas de lluvia en la cara, confié en que la oscuridad durara un rato más. Me dirigí a hurtadillas hacia el garaje. Moverse así sin duda parecería sospechoso, pero no me podía permitir caminar abiertamente hasta la puerta, sin más. La grava hacía que mantener silencio fuese algo casi imposible, a pesar de lo cual traté de pisar con tanta ligereza como me fue posible.

Pegué la oreja a la puerta y escuché con mi sexto sentido, en su versión mejorada. No «oí» nada. Al menos sabía que no había ningún humano dentro. Giré el pomo lentamente, devolviéndolo con cuidado a su posición después de empujar la puerta y entré en la habitación.

El suelo era de madera y estaba cubierto de manchas. El olor era terrible. Supe de inmediato que no era la primera vez que Russell empleaba esa estancia para torturar. Bill estaba en el centro de la habitación, aferrado a una silla de espalda recta con cadenas de plata.

Después de las emociones encontradas y el entorno extraño de los últimos días, sentí que el mundo de repente volvía a estar en su sitio.

Todo estaba claro. Allí estaba Bill. Lo salvaría.

Y, después de contemplarlo al detalle a la luz de una bombilla desnuda que colgaba del techo, supe que haría cualquier cosa para lograrlo.

En ningún momento había imaginado nada tan terrible.

Tenía marcas de quemaduras bajo las cadenas de plata que rodeaban todo su cuerpo. Sabía que la plata producía una incesante agonía a los vampiros, y mi Bill la estaba padeciendo en ese momento. Lo habían quemado también con otras cosas, y lo habían cortado, más de lo que su capacidad de curación podía paliar. Lo habían matado de hambre y le habían negado el sueño. Se había desplomado, y supe que estaba aprovechando cada minuto de respiro durante la ausencia de sus torturadores. Tenía su pelo oscuro salpicado de sangre.

Dos puertas conducían fuera de la estancia sin ventanas. La de mi derecha daba acceso a una especie de dormitorio. Podía ver algunos camastros a través de la entrada. Había un hombre repantingado en uno de ellos y completamente vestido. Era uno de los licántropos, descansando de su fiesta mensual. Roncaba, y tenía manchas negras alrededor de la boca que no me apetecía examinar más de cerca. No podía ver el resto de la habitación, por lo que no era capaz de asegurar que no hubiera más; sería inteligente dar por sentado que sí los había.

La puerta en la parte posterior de la habitación se adentraba aún más en el garaje, quizá hasta unas escaleras que subían a los apartamentos. No tenía tiempo para investigar. Un sentido de urgencia me impelía a sacar a Bill de allí lo antes posible. Las prisas me hacían temblar. Hasta entonces, había tenido una suerte increíble. No debía contar con que fuera a durarme mucho más.

Me acerqué dos pasos hacia Bill.

Sabía que cuando me oliera, me reconocería.

Agitó la cabeza y sus ojos se clavaron en mí. Una terrible esperanza brilló en su demacrado rostro. Alcé un dedo; me dirigí en silencio hacia la puerta abierta del dormitorio y, con mucho, mucho cuidado, la deslicé hasta casi cerrarla. Luego corrí detrás de él y contemplé las cadenas. Había dos pequeños candados, como los que la gente pone en sus taquillas de la escuela, que mantenían sujetas las cadenas.

– Llave -le susurré a Bill al oído. Aún le quedaba un dedo ileso, y fue el que usó para señalar la puerta por la que yo había entrado. Había dos llaves colgadas de un clavo junto a la puerta, a bastante altura del suelo, y siempre a la vista de Bill. Estaba premeditado, por supuesto. Deposité la manta con la estaca en el suelo, junto a los pies de Bill. Me arrastré por el suelo manchado y extendí el brazo hacia arriba todo lo que pude. No fui capaz de alcanzar las llaves. Un vampiro capaz de flotar podría hacerse con ellas. Me recordé que era fuerte, gracias a la sangre de Eric.

En la pared había un estante con cosas interesantes, como atizadores y tenazas. ¡Tenazas! Me puse de puntillas y las cogí del estante, tratando de contener una arcada cuando me di cuenta de que tenían incrustaciones de…, oh, cosas horribles. Las alcé. Eran muy pesadas, pero logré alcanzar con ellas las llaves, deslizarlas hacia delante por el clavo y aferrarlas por su parte puntiaguda. Lancé un enorme suspiro de alivio con todo el silencio que me fue posible. No había sido tan difícil.

De hecho, aquélla fue la última cosa fácil que me encontré. Inicié la horrible tarea de liberar a Bill, mientras trataba de realizar los movimientos de las cadenas con todo el silencio posible. Resultó casi imposible deshacer el entramado de brillantes eslabones. Parecían haberse pegado a Bill, cuyo cuerpo al completo estaba rígido de tensión.

Entonces comprendí. Trataba de no gritar mientras las cadenas se llevaban porciones de su piel chamuscada. Mi estómago dio un respingo. Tuve que hacer una pausa durante unos preciosos segundos e inhalar con mucho cuidado. Si a mí me costaba tanto presenciar su agonía, ¿cómo sería para él soportarla?

Saqué fuerzas de flaqueza y reanudé la tarea. Mi abuela siempre me decía que las mujeres siempre son capaces de hacer lo que deben, y, una vez más, no se confundió.

Había literalmente kilómetros de cadenas, y el laborioso proceso de desenrollarlas me llevó más tiempo del que me habría gustado. En realidad, habría preferido que no hubiera llevado tiempo en absoluto. El peligro asomaba justo por encima de mi hombro. Palpaba el desastre, inhalándolo y exhalándolo, con cada respiración. Bill estaba muy débil, y pugnaba por mantenerse despierto ahora que el sol había salido. Lo bueno era que el día estaba muy nublado, pero sería incapaz de moverse demasiado cuando el sol ascendiera, por muy encapotado que estuviese.

La última porción de cadena cayó al suelo.

– Tienes que levantarte -le dije a Bill al oído-.Tienes que hacerlo. Sé que duele, pero no puedo llevarte en brazos -al menos eso pensaba yo-. Fuera hay un Lincoln grande, y el maletero está abierto. Te meteré ahí, enrollado en esta manta, y saldremos de aquí. ¿Me has entendido, cielo?

La cabeza de Bill se movió una fracción de centímetro.

Justo en ese momento se nos agotó la suerte.

– ¿Quién demonios eres tú? -preguntó una voz con fuerte acento. Alguien había llegado por la puerta que tenía a mis espaldas.

Bill se estremeció bajo mis manos. Me volví a toda prisa, con la estaca lista para ser usada, pero ya se había echado encima de mí.

Me había convencido de que todos estarían pasando el día en sus ataúdes, pero esta vampira estaba haciendo lo imposible por matarme.

Y lo habría conseguido en un momento, de no ser porque estaba tan sorprendida como yo. Retorcí mi brazo para librarme de su presa y pivoté alrededor de la silla de Bill. Ella sacó los colmillos y empezó a gruñirme por encima de la cabeza de Bill. Era rubia, como yo, pero sus ojos eran marrones y tenía menor complexión física; de hecho, era muy baja. Tenía sangre reseca en las manos, y supe que era de Bill. Una llamarada me recorrió las entrañas. Pude sentir que su calor destelló a través de mis ojos.

– Tú debes de ser su putita humana -dijo-. Me lo he estado follando todo este tiempo, ¿me oyes? En cuanto me vio, se olvidó por completo de ti, salvo por la pena que le inspirabas.

Bien, pues Lorena no era nada elegante, pero sí sabía cómo hacerme daño. Me desembaracé de sus palabras, cuya única intención eran distraerme. Me cambié la estaca de mano para estar lista, y ella saltó por encima de Bill para acabar sobre mí.

En cuanto se movió, alcé inconscientemente la estaca y apunté en ángulo. Al aterrizar encima de mí, la afilada punta se hundió en su pecho y la atravesó de lado a lado. Nos quedamos tendidas en el suelo. Yo aún sostenía el extremo de la estaca, mientras ella permanecía apartada de mí, apoyando las manos sobre el suelo. Bajó la vista hacia el trozo de madera que le atravesaba el pecho, pasmada. Entonces me miró a los ojos con la boca abierta y los colmillos en franca retirada.

– No -dijo, y sus ojos se volvieron vidriosos.

Empleé la estaca para quitármela de encima, dejándola caer a mi izquierda, y me incorporé como pude. Jadeaba, y las manos me temblaban con violencia. Ella no se movió. Todo el incidente había sido tan rápido y silencioso, que apenas me resultó real.

Los ojos de Bill pasaron de la cosa que yacía en el suelo a mí. Su expresión era inescrutable.

– Bueno -le dije-. Ahora he sido yo quien le ha dado por culo.

Acto seguido me encontré de rodillas al lado del cadáver, tratando de no vomitar.

Me llevó unos valiosísimos segundos recuperar el control. Tenía un objetivo que alcanzar. Su muerte no me serviría de nada si no conseguía sacar a Bill de allí antes de que viniese alguien. Tenía que obtener alguna ventaja de un acto tan horrible.

No sería mala idea esconder el cuerpo, que empezaba a arrugarse, pero eso tendría que hacerse después de sacar a Bill. Le puse la manta sobre los hombros mientras él seguía recostado sobre la silla manchada. No me atrevía a mirarle a la cara después de lo que había hecho.

– ¿Esa era Lorena? -susurré al oído de Bill, invadida por una súbita duda-. ¿Ella te hizo esto?

Hizo un imperceptible asentimiento.

Pim, pam, pum, la bruja era historia.

Después de una pausa, mientras esperaba a sentir algo, lo único que se me pasó por la cabeza fue preguntarle a Bill por qué alguien llamado Lorena tendría un acento extranjero. Era una soberana tontería, así que me olvidé de ello.

– Tienes que despertarte. Tienes que mantenerte despierto hasta que te meta en el coche, Bill -trataba de mantener un ojo mental abierto de cara a los licántropos de la habitación contigua. Uno de ellos empezó a roncar tras la puerta cerrada, y pude sentir la presencia mental de otro, uno que no había podido ver antes. Me quedé helada durante varios segundos, hasta que sentí que esa mente regresaba a un patrón de sueño. Respiré muy profundamente y cubrí la cabeza de Bill con una porción de manta. Me eché su brazo izquierdo alrededor del cuello y lo levanté. Abandonó la silla, y, si bien lanzó un hondo siseo de dolor, logró arrastrarse hasta la puerta. Lo estaba llevando casi a peso, así que me alegré de poder detenerme allí para girar el pomo. Entonces casi lo perdí, pues se estaba quedando literalmente dormido de pie.

Sólo el miedo a que nos atraparan ejercía de estímulo suficiente para que siguiera moviéndose.

La puerta se abrió, y comprobé la manta, que resultó ser peluda y amarilla, para asegurarme de que le cubría completamente la cabeza. Bill gimió y flaqueó al sentir la luz del sol, a pesar de lo débil que era ésta aún. Empecé a hablarle entre respiraciones pesadas, maldiciéndolo y retándolo a que siguiera moviéndose, diciéndole que yo podía mantenerlo despierto si esa zorra de Lorena lo había conseguido, que sería capaz de pegarle si no conseguía llegar al coche.

Finalmente, con un tremendo esfuerzo que me dejó temblando, llevé a Bill hasta el maletero del coche. Lo abrí.

– Bill, siéntate en el borde -le dije, tirando de él hasta que me encaró y se sentó en el borde del maletero. Pero en ese momento, la vida se le escapó y se cayó redondo de espaldas. Al caer en el espacio libre del maletero, emitió un profundo sonido de dolor que me desgarró el corazón. Después, se quedó en silencio e inconsciente.

Era aterrador ver desvanecerse a Bill así. Quería zarandearlo, gritarle, golpearle el pecho.

Pero nada de eso serviría.

Me centré en terminar de meterlo (una pierna, un brazo) en el maletero y luego lo cerré. Me permití el lujo de un instante de intenso alivio.

De pie, bajo la tenue luz, en el patio desierto, mantuve un breve debate interno. ¿Debería ocultar el cuerpo de Lorena? ¿Merecería ese esfuerzo el tiempo y la energía?

Cambié de opinión alrededor de seis veces a lo largo de treinta segundos. Finalmente decidí que sí, podría merecer la pena. Si no veían el cuerpo, los licántropos podrían suponer que Lorena se había llevado a Bill a alguna parte para realizar una sesión extra de torturas. Y dado que Russell y Betty Joe seguían inconscientes, serían incapaces de impartir instrucciones a nadie. No me parecía que Betty Joe me estuviera tan agradecida por lo del otro día como para perdonarme la vida si me pillaba en ese preciso momento. Una muerte rápida sería lo máximo a lo que podría aspirar.

Tomada la decisión, regresé a la horrible habitación manchada de sangre. La desdicha impregnaba las paredes, junto con la sangre. Me pregunté cuántos humanos, licántropos y vampiros habían sido mantenidos prisioneros en esa habitación. Recogí las cadenas con todo el silencio que me fue posible y las metí en la blusa de Lorena, para que cualquiera que registrara la habitación supusiera que aún las llevaba Bill. Miré en derredor para comprobar si quedaba algo por limpiar. Había ya tanta sangre por todas partes, que la de Lorena no llamaba la atención.

Era hora de largarse.

Para evitar que arrastrara sus tacones e hiciera ruido, me la eché al hombro. Nunca había hecho nada parecido antes, por lo que el proceso fue un tanto extraño. Afortunadamente para mí, ella era muy bajita y yo tenía una dilatada práctica en bloquear ideas. De lo contrario, la forma en la que Lorena colgaba, completamente inerte, y en la que empezaba a descascarillarse, me habría vuelto las tripas del revés. Apreté los dientes para contener la erupción de histeria que trataba de abrirse paso por mi garganta.

Llovía a cántaros cuando llevé el cuerpo hasta la piscina. Sin la sangre de Eric, jamás habría sido capaz de levantar los pesos de la lona que la cubría, pero lo conseguí con una sola mano y tiré lo que quedaba de Lorena al agua con un pie. Era consciente de que, en cualquier momento, cualquiera podría mirar por alguna de las ventanas de la parte posterior de la mansión y verme. Si algún humano de los que habitaban la casa lo hizo, decidió guardar silencio.

Empezaba a sentirme abrumadoramente fatigada. Caminé pesadamente de regreso por el camino de losas, atravesé la cerca y llegué al coche. Me apoyé en él un momento para recuperar el aliento y reponerme un poco. Luego me subí al asiento del conductor y encendí el motor. El Lincoln era el coche más grande que había conducido jamás, y uno de los más lujosos en los que me había montado, pero en ese momento no podía permitirme saborear el placer. Me abroché el cinturón de seguridad, ajusté espejo y asiento y miré el salpicadero con cuidado. Necesitaría los limpiaparabrisas, era evidente. Ese coche era de los nuevos, así que las luces se encendieron solas. Una preocupación menos.

Respiré hondo. Aquélla era al menos la tercera fase del rescate de Bill. Resultaba escalofriante pensar en la cantidad de cosas que habían salido bien por mera suerte, pero ni siquiera los planes mejor pensados tienen en cuenta todas las casualidades. No sería posible. Así que, generalmente, mis planes solían dejar un amplio espacio a la improvisación.

Giré con el coche y salí del patio. El camino describía una suave curva y cruzaba por delante del edificio principal. Por primera vez, vi la fachada de la mansión. Era preciosa, con las paredes pintadas de blanco y enormes columnas, como me había imaginado. Russell se había gastado una buena suma en la restauración de ese sitio.

El camino discurría irregular por los terrenos, que parecían perfectamente arreglados a pesar de la estación invernal. Por muy largo que fuese, se hacía demasiado corto. Pude ver el muro frente a mí. Allí estaba el puesto de control de la puerta, y había alguien en él. Sudaba a pesar del frío.

Me detuve justo delante de la puerta. Había un pequeño cubículo blanco a un lado, de cristal desde el nivel de la cintura para arriba. Se extendía a ambos lados del muro, de forma que los guardas podían comprobar tanto los vehículos entrantes como los salientes. Más valía que tuviese calefacción, por el bien de los dos licántropos que estaban de servicio. Ambos vestían de cuero y parecían muy gruñones. Habían pasado una dura noche, no cabía duda al respecto. Mientras detenía el coche, tuve que resistirme a un abrumador impulso de atravesar esas puertas a la carrera. Uno de los licántropos salió. Llevaba un rifle, así que me alegré de no haber cedido al impulso.

– Supongo que Bernard ya os habrá dicho que me marchaba esta mañana -dije, tras bajar la ventanilla. Traté de sonreír.

– ¿Tú eres ésa a la que clavaron la estaca anoche? -mi interrogador era hosco, iba sin afeitar y olía a perro mojado.

– Sí.

– ¿Cómo te encuentras?

– Mejor, gracias.

– ¿Volverás para la crucifixión?

No debí de haberle escuchado bien.

– ¿Cómo dices?-le pregunté débilmente.

Su compañero, que había salido hasta la puerta del cubículo, dijo:

– Cierra el pico, Doug.

Doug enfiló a su compañero licántropo con la mirada, pero se encogió de hombros tras comprobar que no surtía efecto alguno.

– Vale, puedes irte.

Las puertas se abrieron con demasiada lentitud para lo que me habría gustado. Cuando el espacio fue suficiente y los licántropos hubieron dado un paso atrás, inicié la marcha con mucha tranquilidad. De repente, me di cuenta de que no tenía ni idea de hacia dónde ir, pero parecía lógico girar a la derecha, pues quería volver a Jackson. Mi subconsciente me decía que anoche habíamos girado a la derecha para entrar en el camino de la mansión.

Mi subconsciente era un mentiroso de cuidado.

Al cabo de cinco minutos, estaba bastante segura de que nos habíamos perdido. El sol seguía ascendiendo con naturalidad, a pesar de la masa de nubes. No podía recordar si la manta cubría suficientemente a Bill, ni cuan aislado estaba el maletero de la luz del sol. A fin de cuentas, el transporte seguro de vampiros era algo que los fabricantes de coches no podían incluir en su lista de especificaciones.

Por otra parte, me dije que si el maletero era impermeable (algo muy importante), ¿por qué no iba a proteger su interior también del sol? Aun así, lo esencial era encontrar un lugar oscuro en el que aparcar el Lincoln y dejarlo las horas diurnas que quedaban. Si bien cada uno de mis impulsos me impelía a conducir lo más lejos posible de la mansión, por si alguien reparaba en la desaparición de Bill y ataba cabos, me aparté hacia el lado de la carretera y abrí la guantera. ¡Que Dios bendiga América! Había un mapa de Misisipi con un plano de Jackson.

Lo cual habría sido de gran ayuda de saber dónde demonios me encontraba en ese momento.

Cuando una se ve envuelta en huidas a la desesperada no debería perderse.

Respiré hondo unas cuantas veces, volví a salir a la carretera y conduje hasta encontrarme con una concurrida estación de servicio. Aunque el tanque del Lincoln estaba lleno (gracias, Eric), entré y aparqué junto a uno de los surtidores. El coche de al lado era un Mercedes negro, y la mujer que estaba repostando era de mediana edad y aspecto inteligente, vestida con ropa cómoda e informal. Mientras sacaba el rodillo de goma para el parabrisas de su cubo de agua, le pregunté:

– Usted no sabrá cómo volver a la Interestatal 20 desde aquí, ¿verdad?

– Oh, claro que sí -dijo ella. Sonrió. Era el tipo de persona a la que le encantaba ayudar a otra gente, y yo le estaba agradecida a mi buena estrella por habérmela encontrado-. Esto es Madison, y Jackson está al sur de aquí. La Interestatal 55 puede que esté a un kilómetro por ese camino -apuntó hacia el oeste-. Coja la Interestatal 55 dirección sur y dará de frente con la Interestatal 20. También podría tomar la…

Estaba a punto de estallar con tanta información.

– Oh, eso parece perfecto. Deje que pruebe con eso, o me volveré a perder.

– Claro, me alegro de haber sido de utilidad.

– No sabe cuánto.

Nos dedicamos mutuas miradas de mujeres simpáticas. Tuve que combatir el impulso de decir: «Hay un vampiro torturado en mi maletero», por el puro vértigo de la situación. Había rescatado a Bill y seguía viva, y esa misma noche estaríamos de regreso a BonTemps. La vida sería maravillosamente desenfadada. Salvo, por supuesto, por el asunto de lidiar con mi novio infiel, averiguar si habían descubierto el cadáver del licántropo del que nos habíamos deshecho en BonTemps, arriesgarme a escuchar lo mismo sobre el muerto que habíamos encontrado en el armario de Alcide y esperar a la reacción de la reina de Luisiana con respecto a la indiscreción de Bill con Lorena. Por indiscreción me refiero a la verbal: ni por un minuto pensé que sus actividades sexuales pudieran importarle un comino.

Aparte de eso, todo iba sobre ruedas.

– Bástenle a cada día sus propias preocupaciones -me dije. Era la cita bíblica favorita de la abuela. Cuando tenía unos nueve años, le pedí que me la explicara, y me dijo: «No hace falta que te busques problemas; ellos ya te están buscando a ti».

Con eso en mente, me aclaré las ideas. Mi siguiente objetivo era simplemente volver a Jackson y al cobijo del aparcamiento. Seguí las instrucciones que me había dado la amable mujer y, al cabo de media hora, me sentí aliviada mientras entraba en Jackson.

Sabía que si lograba encontrar el capitolio del Estado, podría localizar el apartamento de Alcide. No me había fijado en que las calles eran de un solo sentido, y tampoco había prestado mucha atención cuando Alcide me hizo el tour por el centro de Jackson. Pero no hay tantos edificios de cinco plantas en todo Misisipi, ni siquiera en la capital. Tras un intenso momento de lanzar juramentos, lo divisé.

«Bueno», pensé, «se acabaron todos mis problemas». ¿No es acaso estúpido pensar así?

Me desvié hacia la zona donde se encontraba el cubículo del guarda, donde había que esperar a que a una la reconocieran antes de que el tipo le diese a la manivela, pulsara el botón o hiciera lo que demonios fuese necesario para levantar la barrera. Me horrorizaba la idea de que no me dejase pasar porque me faltara una pegatina especial, como la que tenía Alcide en su camioneta.

No había nadie. El cubículo estaba vacío. Eso no era normal en absoluto. Fruncí el ceño, preguntándome qué hacer a continuación. Pero entonces apareció el guarda, enfundado en su uniforme marrón oscuro, caminando pesadamente por la rampa. Cuando vio que estaba esperando, pareció afligido, y se apresuró hacia el coche. Suspiré. Tendría que hablar con él después de todo. Pulsé el botón para bajar la ventanilla.

– Lamento haber estado ausente del puesto -dijo al momento-. Tenía que, eh… Necesidades personales.

Aquello me relajó un poco.

– He tenido que tomar prestado un coche -dije-. ¿Me puede facilitar una pegatina temporal? -lo miré de una manera que pudiera leerme las ideas. Mi mirada decía: «No me marees con el rollo de obtener la pegatina, y yo no diré nada sobre tu ausencia del puesto».

– Claro, señorita. ¿Era el apartamento 504?

– Tiene una memoria excelente -dije, y su correosa cara se sonrojó.

– Forma parte de mi trabajo -reconoció con despreocupación, y me extendió un número laminado que pegué en el salpicadero-. Si no le importa, devuélvamelo cuando se marche definitivamente. Si tiene pensado quedarse por más tiempo, tendrá que rellenar el correspondiente formulario y le asignaremos una pegatina. Lo cierto -dijo, un poco avergonzado- es que será el señor Herveaux quien tenga que rellenarlo, pues es él el propietario.

– Claro -dije-. No hay problema -le dediqué un alegre saludo con la mano mientras él iba hacia su cubículo para levantar la barrera.

Accedí al oscuro aparcamiento, envuelta en esa sensación de alivio que llega cuando se sortea un obstáculo importante.

Una vez asumido, no paré de temblar mientras saqué las llaves del contacto. Creí ver la camioneta de Alcide un par de filas más allá, pero aparqué en la parte más profunda del aparcamiento que me fue posible, en el rincón más oscuro, lejos de los demás coches. Hasta aquí llegaban mis planes. No sabía qué hacer a continuación. Lo cierto es que no creí que fuera a llegar tan lejos. Me recosté en el cómodo asiento durante un instante para relajarme y dejar de temblar antes de salir. Había llevado la calefacción al máximo durante la conducción desde la mansión, así que en el interior del coche hacía mucho calor.

Cuando desperté, supe que había dormido durante horas.

El coche estaba frío, y yo más aún, a pesar de la chaqueta acolchada. Salí con rigidez del asiento del conductor, estirándome para aliviar mis entumecidas articulaciones.

Quizá debería comprobar cómo estaba Bill. Seguro que se había movido en el maletero, y tenía que asegurarme de que seguía tapado.

Lo cierto es que sólo quería verle otra vez. El corazón se me aceleró con tan sólo pensarlo. Era una auténtica estúpida.

Comprobé la distancia hasta la débil luz del sol de la entrada; estaba bien lejos. Y había aparcado de modo que el maletero estuviera lejos de esa luz.

Sucumbiendo a la tentación, rodeé el coche hasta ponerme detrás. Giré la llave en la cerradura, la saqué y me la metí en el bolsillo de la chaqueta. Contemplé la tapa mientras se alzaba.

En la oscuridad del aparcamiento me costaba ver bien, y resultaba complicado divisar incluso la llamativa manta amarilla. Bill parecía muy bien escondido. Me incliné un poco más para taparle mejor la cabeza. Apenas tuve un segundo antes de escuchar el arrastrar de unos zapatos sobre el cemento y sentir un potente empujón por la espalda.

Caí en el maletero, encima de Bill.

Otro empujón acabó de meter mis piernas, y el maletero se cerró de un portazo.

Ahora, Bill y yo estábamos encerrados en el maletero del Lincoln.

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