El domingo por la noche oí que volvían mis inquilinos no demasiado tarde. El Hooligans no abría los domingos, así que traté de imaginar qué habrían estado haciendo todo el día. Aún estaban durmiendo cuando me hice el primer café del lunes. Me moví por la casa haciendo el menor ruido posible para vestirme y comprobar el correo electrónico. Amelia decía que ya estaba de camino, y añadió crípticamente que tenía algo importante que decirme. Me preguntaba si ya habría encontrado información sobre mi c.d.
Tara había enviado un correo colectivo con una foto adjunta de su enorme vientre y recordé que la fiesta por su bebé se celebraría el próximo fin de semana. Yeah, después de un momento de pánico, me calmé. Ya se habían mandado las invitaciones, le había comprado un regalo y planeado el menú. Estaba lista, salvo los imprevistos de última hora.
Hoy me tocaba el primer turno en el trabajo. Mientras me maquillaba, saqué el cluviel dor y lo sostuve contra mi pecho. Tocarlo parecía importante, parecía volverlo más vital. Mi piel lo calentó rápidamente. Fuese lo que fuese lo que se ocultaba dentro de ese pálido verdor parecía acelerarse. También parecía más vivo. Respiré honda y entrecortadamente y lo volví a dejar en el cajón, rociándolo de nuevo con polvos para que pareciese que llevaba allí toda la vida. Cerré el cajón con una nota de pesar.
Ese día sentí a mi abuela más cerca. Pensé en ella mientras conducía hacia el trabajo, mientras preparaba las cosas y en extraños momentos mientras llevaba bandejas y recogía platos. Andy Bellefleur estaba almorzando con el sheriff Dearborn. Me sorprendió ver a Andy en el Merlotte’s después del suceso de hacía dos días.
Pero mi nuevo detective favorito parecía contento de estar allí, bromeando con su jefe y comiendo una ensalada con aliño bajo en calorías. Andy parecía más delgado y joven cada día que pasaba. La vida en matrimonio y la perspectiva de paternidad le sentaban muy bien. Le pregunté por Halleigh.
– Dice que está muy gorda, pero yo no lo creo -comentó con una sonrisa-. Creo que le viene bien que no haya clases. Está haciendo unas cortinas para el cuarto del bebé. -Halleigh daba clases en la escuela elemental.
– La señora Caroline estaría muy orgullosa -aseguré. Caroline Bellefleur, la abuela de Andy, había muerto apenas hacía unas semanas.
– Me alegro de que supiera lo nuestro antes de morir – dijo -. Eh, ¿sabías que mi hermana también está embarazada?
Intenté no parecer asombrada. Andy y Portia se habían casado el mismo día en el jardín de su abuela, y aunque no había sido una sorpresa saber del embarazo de Halleigh, algo en Portia, quizá su madurez, jamás me había hecho pensar en ella como una madre. Le dije a Andy que me alegraba mucho, y era la verdad.
– ¿Se lo dirás a Bill? -me preguntó Andy con timidez-. Aún me siento un poco raro cuando tengo que llamarle.
Mi vecino y antiguo amante, Bill Compton, vampiro para más señas, había revelado finalmente a los Bellefleur que era antepasado suyo, justo antes de la muerte de la señora Caroline. La abuela había reaccionado maravillosamente ante esa perturbadora noticia, pero había sido un hueso más duro de tragar para Andy, que es un hombre orgulloso y poco aficionado a los vampiros. Lo cierto es que Portia había salido algunas veces con él, antes de descubrir su relación. Extraño, ¿verdad? Ella y su marido se habían desembarazado de sus reservas hacia su recién descubierto antepasado y me habían sorprendido con la dignidad con la que habían aceptado a Bill.
– Siempre es un placer transmitir buenas noticias, pero a él le gustaría conocerlas de tu boca.
– Eh, tengo entendido que se ha echado una novia vampira.
Me obligué a parecer feliz.
– Sí, lleva con él unas semanas -dije-. No hemos hablado mucho al respecto. -Más bien nunca.
– ¿La has conocido?
– Sí. Parece agradable. -De hecho, yo había sido la responsable de su unión, pero no era algo que me apeteciese compartir-. Si lo veo, se lo contaré de tu parte, Andy. Estoy segura de que querrá saber cuándo nacerá el bebé. ¿Sabéis qué va a ser?
– Es una niña -respondió con una sonrisa que casi le parte la cara en dos-. La llamaremos Caroline Compton Bellefleur.
– ¡Oh, Andy! ¡Es maravilloso! -Me sentía ridículamente complacida porque sabía que a Bill le gustaría mucho la idea.
Andy parecía abochornado. Supe que sintió alivio cuando sonó su móvil.
– Hola, cariño -dijo tras mirar la pantalla antes de abrir la tapa-. ¿Qué pasa? -Sonrió mientras escuchaba-. Vale, te llevaré el batido -confirmó-. Te veo enseguida.
Bud volvía a la mesa cuando Andy echó un vistazo a la nota y dejó un billete de diez.
– Esa es mi parte -añadió-. Quédate el cambio, Bud, tengo que irme corriendo a casa. Halleigh necesita que coloque la barra de la cortina en el cuarto del bebé y se muere por un batido de caramelo. No serán más que diez minutos. -Nos sonrió y desapareció por la puerta.
Bud se volvió a sentar y sacó lentamente el dinero de su vieja cartera para pagar su parte de la cuenta.
– Halleigh embarazada, Portia embarazada, Tara por partida doble. Sookie, vas a tener que hacer algo si no te quieres quedar rezagada -dijo antes de apurar su bebida-. Está bien este té helado. -Dejó el vaso sobre la mesa con un ligero batacazo.
– No necesito tener un bebé sólo porque otras mujeres vayan a hacerlo -contesté-. Lo tendré cuando esté preparada.
– Pues no lo tendrás nunca si sigues saliendo con ese muerto -dijo Bud a bocajarro-. ¿Qué crees que pensaría tu abuela?
Cogí el dinero, giré sobre mis talones y me alejé. Pedí a Danielle que le llevase el cambio. No quería volver a hablar con Bud.
Es una estupidez, lo sé. Tenía que endurecer más la piel. Y Bud no había dicho ninguna mentira. Claro que él tenía la idea de que todas las mujeres jóvenes desean tener hijos y señalaba que iba por el mal camino. ¡Como si no lo supiera! ¿Qué me habría dicho mi abuela?
Días atrás, habría respondido sin dudarlo. Ahora no estaba tan segura. Había tantas cosas que no sabía de ella. Pero estaba casi segura de que me aconsejaría que siguiese los dictados de mi corazón. Y amaba a Eric. Mientras cogía la cesta de la hamburguesa para llevarla a la mesa de Maxine Fortenberry (siempre almuerza con Elmer Claire Vaudry), me sorprendí ansiando que llegara el ocaso para que despertase. Deseaba verlo con cierta desesperación. Necesitaba la seguridad de su presencia, la certeza de que me amaba también, el apasionado vínculo que sentíamos cada vez que nos tocábamos.
Mientras aguardaba otro encargo en el pasa-platos, observé a Sam, que estaba en la caja. Me preguntaba si él sentía lo mismo por Jannalynn que yo por Eric. Llevaba con ella más tiempo que con cualquier otra persona desde que lo conocía. Quizá pensaba que iba en serio con ella porque se buscaba las tornas para tener algunas noches libres y verla más a menudo, cosa que nunca había hecho con anterioridad. Me sonrió cuando nuestras miradas se encontraron. Me agradaba mucho verlo feliz.
Aunque opinaba que Jannalynn no era lo bastante buena para él.
Casi me eché una mano a la boca. Me sentí tan culpable como si lo hubiese dicho en voz alta. Su relación no era asunto mío, me dije con severidad. Pero una voz en mi interior me decía que Sam era mi amigo y que Jannalynn era demasiado despiadada y violenta como para hacerlo feliz a largo plazo.
Jannalynn había matado, pero yo también. Quizá la catalogaba como violenta porque parecía disfrutar matando. La idea de parecerme a ella en lo esencial (¿a cuántas personas deseaba ver muertas?) era otro motivo de desaliento. El día sólo podía mejorar.
Un pensamiento fatal, sin duda.
Sandra Pelt entró a grandes zancadas en el bar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la vi, aparte de que había intentado matarme. Por entonces era una adolescente, y aún no había cumplido los veinte, pensé; pero parecía un poco mayor, su cuerpo más maduro, y se había hecho un bonito peinado que contrastaba sobremanera con la hosquedad de su expresión. Traía consigo un aura de rabia. Si bien su delgado cuerpo estaba favorecido por unos vaqueros y una camiseta de tirantes sobre una falda suelta, su cara irradiaba demencia. Disfrutaba provocando daño. Era algo que no pasaba desapercibido a poco que mirases en su mente. Sus movimientos eran espasmódicos y llenos de tensión, y recorrió con la mirada a todos los presentes hasta dar conmigo. La mirada se le encendió como los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Tuve una clara visión de su mente. Llevaba una pistola escondida en los vaqueros.
– Oh, oh -me dije en voz muy baja.
– ¿Qué más tengo que hacer? -aulló Sandra.
Todas las conversaciones del bar se apagaron. Por el rabillo del ojo vi que Sam cogía algo de debajo de la barra. No lo conseguiría a tiempo.
– Intento quemarte, pero el fuego se apaga -siguió diciendo a voz en grito-. Doy a esos capullos drogas y sexo gratis para que te atrapen y la cagan. Intento meterme en tu casa, pero tu magia me lo impide. ¡He intentado matarte una y otra vez, y es que no te mueres!
Casi tuve ganas de pedir disculpas.
Por otra parte, estaba muy bien que Bud Dearborn hubiese podido escuchar todo aquello. Pero estaba de pie, frente a Sandra, su mesa interponiéndose entre ambos. Hubiese sido mucho mejor que estuviese detrás de ella. Sam empezó a escorarse a la izquierda, pero el hueco de paso estaba a su derecha y no me imaginaba cómo podría sortear la barra y colocarse detrás antes de que pudiera matarme. Pero ése no era el plan de Sam. Mientras Sandra estaba centrada en mí, pasó un bate de béisbol a Terry Bellefleur, que estaba jugando a los dardos con otro veterano. Terry a veces estaba un poco loco y presentaba unas cicatrices horribles, pero siempre me había caído bien. Terry asió el bate. Menos mal que el tocadiscos del bar se puso a sonar para camuflar los pequeños sonidos de la maniobra.
De hecho, estaba sonando la vieja balada de Whitney Houston I Will Always Love You, lo cual me pareció bastante curioso.
– ¿Por qué te empeñas siempre en mandar a otros, para hacer tu trabajo? -pregunté para cubrir el ruido de Terry mientras avanzaba-. ¿Es que eres una especie de cobarde? ¿No crees que una mujer pueda hacer su propio trabajo?
Quizá provocar a Sandra no había sido tan buena idea, porque se llevó la mano a la espalda a la velocidad de un cambiante y me encontré con una pistola apuntándome, justo antes de que el dedo empezara a presionar el gatillo en un instante que me pareció eterno. Y entonces vi el bate agitarse y golpear, tirando a Sandra al suelo como una marioneta a la que han cortado las cuerdas. Había sangre por todas partes.
Terry se volvió loco. Se agachó gritando y soltó el bate como si le quemase entre las manos. No importaba lo que le dijera la gente (la fórmula más habitual era: «¡Cállate, Terry!»), que él seguía chillando.
Jamás pensé que alguna vez acabaría en el suelo meciendo a Terry Bellefleur entre mis brazos mientras le murmuraba cosas al oído. Pero así era, ya que parecía empeorar si se le intentaba acercar cualquier otro. Incluso los técnicos de la ambulancia se pusieron nerviosos cuando Terry les lanzó un alarido. Aún estaba en el suelo, manchado de sangre, cuando se llevaron a Sandra al hospital de Clarice.
Estaba agradecida a Terry, que siempre había sido agradable conmigo aun cuando pasaba por sus malas rachas. Vino a despejar el lugar cuando un pirómano prendió fuego a la cocina de mi casa. Me había ofrecido uno de sus cachorrillos. Y ahora había dañado el frágil equilibrio de su mente para salvarme la vida. Mientras lo mecía y le daba palmadas en la espalda y él sollozaba, escuché el constante flujo de sus palabras mientras los pocos clientes que quedaban en el Merlotte’s hacían todo lo posible para mantener una buena distancia de nosotros.
– Hice lo que me dijo -se justificó Terry- el hombre brillante, seguí a Sookie y evité que le hicieran daño, nadie debe hacerle daño, intenté vigilarla, y entonces entró esa zorra y supe que quería matar a Sook, lo supe, no quería volver a mancharme las manos de sangre, pero no podía dejar que le hiciese daño, no podía, y no quería matar a otra persona en todo lo que me quedaba de vida, nunca lo quise.
– No está muerta, Terry -le dije, besándole en la cabeza-. No has matado a nadie.
– Sam me pasó el bate -explicó Terry, que parecía algo más alerta.
– Claro, porque no podía salir de la barra a tiempo. Muchas gracias, Terry, siempre has sido un buen amigo. Que Dios te bendiga por salvarme la vida.
– ¿Sookie? ¿Sabías que ellos querían que te vigilase? Venían a mi caravana por la noche, durante meses, primero el alto y rubio y luego el brillante. Siempre querían que les contase cosas acerca de ti.
– Claro -lo tranquilicé, pensando: «¿Cómo?»
– Querían saber cómo te iba y con quién estabas y quién te odiaba y quién te quería.
– Está bien -contesté-. Está bien que se lo dijeras.
Eric y mi bisabuelo, supuse. Habían escogido al más débil, al más fácil de persuadir. Sabía que Eric tenía a alguien vigilándome mientras salía con Bill y más tarde, cuando, pasé una temporada sola. Imaginé que mi bisabuelo también tendría alguna fuente de información. Ya hubiese conocido a Terry por Eric o por su propia cuenta, era muy típico de Niall emplear la herramienta más a mano, se rompiese éste o no durante su uso.
– Una noche me encontré a Elvis en tu bosque -contó Terry. Uno de los sanitarios le había inyectado un calmante, y creí que empezaba a hacerle efecto-. En ese momento supe que estaba como una regadera. Me estaba diciendo cuánto le gustaban los gatos. Yo le expliqué que a mí me iban más los perros.
El vampiro anteriormente conocido como Elvis no había hecho una buena transición debido a que estaba saturado de drogas cuando un ferviente fan de Memphis lo convirtió. Bubba, como prefería que lo llamasen ahora, tenía debilidad por la sangre de los felinos, afortunadamente para Annie, la catahoula de Terry.
– Nos llevamos muy bien -seguía Terry mientras su voz se volvía cada vez más lenta y adormilada-. Creo que será mejor que me vaya a casa.
– Te vamos a llevar a la caravana de Sam -le sugerí-. Allí es donde te despertarás. -No quería que Terry se despertara presa del pánico. Dios, no.
La policía me tomó declaración de forma bastante apresurada. Al menos tres personas aseguraron haber oído a Sandra decir que había lanzado la bomba incendiara contra el bar.
Por supuesto, tuve que quedarme hasta mucho más tarde de lo que tenía previsto y empezaba a oscurecer. Sabía que Eric estaba fuera esperándome, y no veía la hora de levantarme y cargarle el problema de Terry a otro, pero era sencillamente incapaz. Terry se había hecho mucho más daño a sí mismo salvándome la vida y yo no tenía forma alguna de corresponderle. No me molestaba que me hubiese estado vigilando (vale, espiando) a cuenta de Eric antes de salir con él o a cuenta de mi bisabuelo. No me había hecho daño alguno. Como lo conocía, estaba segura de que debieron de presionarlo de alguna manera.
Sam y yo lo ayudamos a ponerse de pie y empezamos a movernos por el pasillo que daba a la parte de atrás del bar, al aparcamiento de empleados y a la caravana de Sam.
– Me prometieron que nunca dejarían que le pasase nada a mi perra -susurró Terry-. Y me prometieron que dejaría de tener pesadillas.
– ¿Mantuvieron su palabra? -le pregunté con el mismo tono de voz.
– Sí -dijo con agradecimiento-. Nada de pesadillas y tengo a mi perra.
Tampoco parecía un precio demasiado alto. Debería estar más enfadada con Terry, pero era incapaz de aunar mi energía emocional. Estaba agotada.
Eric estaba de pie a la sombra de unos árboles. Permaneció oculto para no alarmar a Terry con su presencia. Por la repentina rigidez de la cara de Sam, supe que también era consciente del vampiro, pero no dijo nada.
Dejamos a Terry en el sofá de Sam, y cuando se quedó dormido en un profundo sueño, abracé a mi jefe.
– Gracias -le dije.
– ¿Por qué?
– Por darle el bate a Terry.
Sam dio un paso atrás.
– Fue lo único que se me ocurrió. No podía salir de la barra sin alertarla. Había que pillarla por sorpresa, o todo se habría acabado.
– ¿Tan fuerte es?
– Sí -asintió-. Y parecía bastante convencida de que su mundo sería mucho mejor si el tuyo no lo fuera para ti. Es difícil aplacar a los fanáticos. Insisten mucho.
– ¿Estás pensando en la gente que intenta que cierre el Merlotte’s?
Esbozó una sonrisa amarga.
– Es posible. No puedo creer que esto esté pasando en nuestro país, y a un veterano como yo. Nacido y criado en los Estados Unidos de América.
– Me siento culpable, Sam. Parte de todo esto es culpa mía. El incendio… Sandra no lo habría hecho de no estar yo aquí. Y la pelea. Quizá deberías prescindir de mí. Ya sabes, puedo trabajar en otra parte.
– ¿Es lo que quieres?
No podía interpretar la expresión de su cara, pero al menos sabía que no era de alivio.
– No, por supuesto que no.
– Entonces sigues teniendo un empleo. Vamos todos en el paquete.
Sonrió, pero esa vez sus ojos azules no se iluminaron como otras veces que sonreía, aunque lo decía en serio. Cambiante o no, de mente iracunda o no, estaba segura de ello.
– Gracias, Sam. Será mejor que vaya a ver lo que quiere mi media naranja.
– Sea lo que sea Eric para ti, Sook, no es tu media naranja.
Hice una pausa con la mano en el pomo, pero no se me ocurrió nada que decir. Me fui sin más.
Eric me esperaba con impaciencia. Tomó mi cara entre sus grandes manos y la examinó bajo el tenue destello de las luces de seguridad que prendían desde las esquinas del bar. India salió por la puerta trasera, nos dedicó una mirada desconcertada, se subió a su coche y se alejó. Sam se quedó en la caravana.
– Quiero que te vengas a vivir conmigo -me pidió Eric-. Puedes quedarte en uno de los dormitorios del piso de arriba si quieres. El que solemos usar. No tienes por qué quedarte abajo, en la oscuridad, conmigo. No quiero que estés sola. No quiero volver a sentir tu miedo. Me vuelvo loco cada vez que sé que alguien te está atacando y no puedo hacer nada.
Habíamos cogido la costumbre de hacer el amor en el dormitorio grande de arriba (despertarme en el cuarto sin ventanas de abajo me ponía los pelos de punta). Ahora Eric me ofrecía esa habitación permanentemente. Sabía que era importante para él, muy importante. Y para mí también. Pero no podía tomar una decisión tan importante en un momento en el que aún no había vuelto en mí, y esa noche era un ejemplo perfecto.
– Tenemos que hablar -dije-. ¿Tienes tiempo?
– Esta noche lo saco -respondió-. ¿Están tus hadas en casa?
Llamé a Claude con el móvil. Cuando lo cogió, oí el ruido del Hooligans de fondo.
– Sólo quería comprobar dónde estabas antes de ir a casa con Eric -dije.
– Pasaremos la noche en el club -respondió Claude-. Que lo pases bien con tu chorbo vampiro, prima.
Eric me siguió en su coche hasta mi casa. Lo hizo porque, tan pronto como hubiera sabido que estaba en peligro, lo solucionaría y se pudo tomar el tiempo de conducir hasta allí.
Me serví una copa de vino (poco habitual en mí) y puse en el microondas una botella de sangre para Eric. Nos sentamos en el salón. Me recosté en el sofá, apoyando la espalda en el brazo para tenerlo de cara. Él se volvió ligeramente hacia mí desde el otro extremo.
– Eric, sé que no pides a nadie que se vaya a vivir contigo a la ligera. Por eso quiero que sepas lo emocionada y halagada que me siento por ello.
Justo en ese momento me di cuenta de que había dicho las palabras equivocadas. Sonó demasiado impersonal.
Eric entrecerró sus ojos azules.
– Oh, no es molestia -contestó fríamente.
– No me he explicado bien. -Tomé aire-. Escucha, te quiero. Me encanta que quieras que viva contigo. -Pareció relajarse un poco-. Pero antes de tomar esa decisión, tenemos que aclarar algunas cosas.
– ¿Qué cosas?
– Te casaste conmigo para protegerme. Contrataste a Terry Bellefleur para que me espiase y lo presionaste más allá de lo que era capaz de soportar para que cumpliese.
– Eso ocurrió antes de conocerte, Sookie.
– Sí, lo sé. Pero se trata del tipo de presión que empleaste con un hombre cuyo estado mental es delicado en el mejor de los casos. Es la forma en que conseguiste que me casase contigo, sin que supiera lo que estaba pasando.
– De lo contrario no lo habrías aceptado -se excusó Eric, siempre tan práctico y al grano.
– Tienes razón, no lo habría hecho -contesté intentando sonreír. Pero no era fácil-. Y Terry no te habría contado nada sobre mí si sólo le hubieses ofrecido dinero. Sé que ves estas cosas de la misma manera inteligente que haces los negocios, y estoy convencida de que un montón de gente estaría de acuerdo contigo.
Eric intentaba seguir mi hilo de pensamiento, pero saltaba a la vista que no acababa de entender nada. Seguía luchando a contracorriente.
– Ambos vivimos con este vínculo. Estoy segura de que muchas veces preferirías que no supiese lo que sientes. ¿Seguirías queriendo que viviese contigo si no compartiésemos ese vínculo? ¿Si no pudieses sentir cada vez que estoy en peligro? ¿O enfadada? ¿O asustada?
– Qué cosas dices, amor mío. -Eric tomó un sorbo de su bebida y posó la botella en la mesa de centro-. ¿Me estás insinuando que si no supiese que me necesitabas, no te necesitaría a ti?
¿Era eso lo que insinuaba?
– No. Lo que intento decir es que no creo que quisieras que me fuese a vivir contigo si no pensases que hay alguien que va a por mí. -¿Estaba diciendo lo mismo? Por el amor de Dios, cómo odiaba ese tipo de conversaciones. Y no era la primera que tenía una.
– ¿Y qué diferencia hay? -replicó con algo más que impaciencia en la voz-. Si quiero que estés conmigo, quiero que lo estés. Las circunstancias no importan.
– Sí que importan. Somos muy diferentes.
– ¿Qué?
– Bueno, hay muchas cosas que das por sentado que yo no tengo tan claras.
Eric puso los ojos en blanco. Típico de un hombre.
– ¿Como qué?
Busqué rápidamente un ejemplo.
– Pues como que Apio se acostara con Alexei. No le diste demasiada importancia aunque Alexei tuviese trece años. – Apio Livio Ocella, el creador de Eric, se había convertido en vampiro cuando los romanos gobernaban buena parte del mundo.
– Sookie, era un hecho consumado mucho antes de siquiera saber que tenía un hermano. En los tiempos de Ocella, se consideraba que ya eras una persona desarrollada a esa edad. Incluso se casaban. Ocella nunca comprendió algunos de los cambios sociales que trajeron los siglos posteriores. Además, Ocella y Alexei están muertos ahora. -Se encogió de hombros -. Esa moneda tenía otra cara, ¿recuerdas? Alexei se aprovechó de su juventud aparente, de su aspecto aniñado, para acabar con todos los humanos y los vampiros que se le pusieron delante. Hasta Pam tuvo dudas sobre liquidarlo, a pesar de saber lo destructivo y desquiciado que estaba. Y eso que es la vampira más despiadada que conozco. Era un lastre para todos nosotros, succionándonos la fuerza y la voluntad con toda la hondura de sus necesidades.
Y con esa inesperadamente poética frase, Eric dio por concluido el debate sobre Alexei y Ocella. Su rostro se volvió pétreo. Intenté recordar el fondo de la cuestión: nuestras diferencias irreconciliables.
– ¿Y qué piensas del hecho de que yo moriré y tú seguirás existiendo para, digamos, siempre?
– Podemos encargarnos de eso con suma facilidad.
Me lo quedé mirando.
– ¿Qué? -saltó Eric, casi sorprendido genuinamente-. ¿No quieres vivir para siempre? ¿Conmigo?
– No lo sé -expresé finalmente. Intenté imaginármelo. La noche para siempre. Interminable. ¡Pero con Eric!-. Eric -continué-, sabes que no puedo… -Y me quedé sin palabras. Casi le había lanzado un insulto imperdonable. Sabía que sentía la oleada de dudas que estaba proyectando.
Casi le dije: «No soy capaz de imaginarte conmigo cuando empiece a envejecer».
Si bien había más temas que deseaba tratar en nuestra conversación, sentía que se nos iba hacia el borde del desastre. A lo mejor fue una suerte que llamaran a la puerta de atrás. Había oído un coche acercarse, pero mi atención había estado tan centrada en mi interlocutor que no llegué a asimilar el significado.
Eran Amelia Broadway y Bob Jessup. Amelia estaba como siempre: saludable y fresca, su corta melena marrón recogida y la piel y los ojos claros. Bob, no más alto que ella e igual de delgado, era un chico de complexión estrecha con toques de misionero mormón sexy. Sus gafas de montura negra le daban un aspecto retro más que empollón. Llevaba unos vaqueros, una camisa de cuadros blanca y negra y unos mocasines adornados con borlas. Como gato, había sido muy mono, pero su atractivo humano se me escapaba (o quizá sólo se mostraba muy de vez en cuando).
Los recibí con una sonrisa. Era genial volver a ver a Amelia, y me alegraba sobremanera de ver interrumpida mi conversación con Eric. Tendríamos que retomarla en el futuro, pero tenía la escalofriante sensación de que al terminarla los dos acabaríamos descontentos. Posponerla probablemente no cambiaría el desenlace, pero tanto Eric como yo ya teníamos bastantes problemas a mano.
– ¡Adelante! -los invité-. Eric está aquí y se alegrará de veros.
Por supuesto, no era verdad. A Eric le dejaba completamente indiferente no volver a ver a Amelia en toda su vida (su larga, larga vida) y ni siquiera se dio cuenta de Bob.
No obstante sonrió (no una sonrisa amplia) y les expresó la alegría que le producía que nos visitasen (si bien había un toque de interrogación en su voz, ya que no sabía realmente por qué estaban allí). Por muy largas que fuesen nuestras conversaciones, nunca nos daba tiempo de abarcar todo lo que queríamos.
Amelia reprimió un fruncido del ceño con gran esfuerzo. No era muy aficionada al vikingo. Además era una emisora muy fuerte y capté esa sensación suya como si lo hubiese gritado a pleno pulmón. Bob miró a Eric con precaución, y tan pronto expliqué a Amelia la situación de los dormitorios (claro, ellos habían dado por sentado que dormirían arriba), Bob desapareció para llevar las maletas al cuarto frente al mío. Tras unos minutos de idas y vueltas, se encerró en el cuarto de baño del pasillo. Bob aprendió buenas técnicas evasivas mientras era un gato.
– Eric -dijo Amelia estirándose inconscientemente-, ¿cómo van las cosas por el Fangtasia? ¿Qué tal la nueva dirección? -No podía saber que había dado en lo más sensible. Y cuando Eric entrecerró los ojos (sospeché que pensaba que había sacado el tema a propósito para soliviantarlo), ella bajó la mirada a los dedos de sus pies y se los frotó con la palma de las manos. Me pregunté si yo sería capaz de hacer lo mismo, pero enseguida retomé el hilo del momento.
– El negocio no va mal -señaló Eric-. Víctor ha abierto otros clubes por las cercanías.
Amelia comprendió enseguida que la conversación no debía seguir por esos derroteros y fue lo bastante avispada como para no decir nada. Honestamente, era como estar en una habitación con alguien que revelara a gritos sus pensamientos más íntimos.
– Víctor era el tipo sonriente que esperaba fuera la noche del golpe de Estado, ¿no? -comentó estirando la cabeza y girándola de lado a lado.
– Efectivamente -asintió Eric estirando el extremo de su boca en un gesto sardónico-. El tipo sonriente.
– Bueno, Sook, ¿qué problemas tienes ahora? -me preguntó, considerando que ya había sido lo bastante educada con Eric. Estaba dispuesta a abordar cualquier cosa que le dijese.
– Sí -intervino Eric con una dura mirada-. ¿Qué problemas tienes ahora?
– Iba a pedir a Amelia que reforzase las protecciones de la casa -dije con naturalidad -. Como han pasado tantas cosas en el Merlotte’s últimamente, me sentía un poco insegura.
– Y por eso me llamó -concretó Amelia.
Eric paseó su mirada entre Amelia y yo. Parecía profundamente irritado.
– Pero ahora que han cogido a esa zorra, Sookie, seguro que ya no corres peligro, ¿verdad?
– ¿Qué? -saltó Amelia. Ahora era su turno de pasear la mirada entre Eric y yo -. ¿Qué ha pasado esta noche, Sookie?
Se lo conté resumidamente.
– Con todo, me sentiría mejor si te aseguraras de que las protecciones están bien.
– Es una de las cosas por las que he venido, Sookie. -Por alguna razón, lanzó una amplia sonrisa a Eric.
Bob llegó furtivamente en ese momento y tomó posición junto a Amelia, aunque un poco más atrás.
– Esos gatos no eran míos -me informó, y Eric se quedó con la boca abierta. Pocas veces lo había visto genuinamente asombrado. Hice todo lo que pude por no echarme a reír-. Quiero decir que los cambiantes no pueden procrear con los animales en los que se convierten. Así que no creo que esos gatos sean míos. Especialmente desde que me transformé en gato por arte de magia, no por mi genética, ¡piensa en ello!
– Cariño -terció Amelia-, ya hemos hablado de eso. No tienes por qué sentirte mal. Habría sido una cosa de lo más natural. Admito que me fastidia un poco, pero ya sabes, todo fue por mi culpa.
– No te preocupes, Bob. Sam ya salió en tu defensa. -Sonreí y pareció aliviarse.
Eric decidió ignorar la conversación.
– Sookie, tengo que volver al Fangtasia.
A ese paso, jamás tendríamos la oportunidad de decirnos lo que teníamos que decirnos.
– Vale, Eric. Saluda a Pam de mi parte, si es que volvéis a hablaros.
– Es mejor amiga tuya de lo que piensas -dijo sombríamente.
No sabía qué responder a eso, y se dio la vuelta tan rápidamente que mis ojos no pudieron seguirlo. Oí un portazo en su coche antes de enfilar el camino. Por muchas veces que lo viese, seguía pareciéndome asombroso que los vampiros pudieran moverse tan rápidamente.
Me hubiese gustado hablar un poco más con Amelia esa noche, pero ella y Bob estaban agotados después del viaje en coche. Habían salido de Nueva Orleans después de toda una jornada de trabajo, Amelia en la tienda Magia Genuina y Bob en el Happy Cutter. Tras quince minutos de idas y venidas entre el baño, la cocina y el coche, se sumieron en el silencio dentro del dormitorio del otro lado del pasillo. Yo me quité los zapatos y fui a la cocina para cerrar la puerta de atrás.
Lanzaba yo un suspiro de alivio por que se terminase el día cuando alguien llamó muy discretamente a la puerta. Salté como una rana. ¿Quién podía ser a esas horas de la noche? Observé el porche por la mirilla con cuidado.
Bill. No lo había visto desde que su «hermana» Judith viniera a visitarlo. Dudé un instante y decidí salir para hablar con él. Bill era muchas cosas para mí: vecino, amigo, mi primer amante. No lo temía.
– Sookie -me llamó con su fría y aterciopelada voz, tan relajante como un masaje-. ¿Tienes visita?
– Amelia y Bob -expliqué-. Acaban de llegar de Nueva Orleans. Los hadas pasarán la noche fuera. Últimamente pasan la mayoría de las noches en Monroe.
– ¿Nos quedamos aquí fuera para no despertar a tus amigos?
No imaginaba que nuestra conversación fuese a durar tanto. Por lo que se veía, Bill no se había pasado sólo para pedirme una taza de sangre. Alcé una mano hacia los muebles del jardín y tomamos asiento en las sillas, ya dispuestas para dos. La cálida noche y su miríada de sonidos nos envolvió como un manto. La luz de seguridad otorgaba al patio trasero unas extrañas formas, oscuras y brillantes a un tiempo.
Cuando el silencio hubo durado lo suficiente para darme cuenta de que tenía sueño, pregunté:
– ¿Cómo van las cosas por tu casa, Bill? ¿Sigue Judith contigo?
– Estoy completamente repuesto del envenenamiento con plata -me contó.
– Yo, eh, me he dado cuenta de que tienes mejor aspecto -admití. Su piel había recuperado su pálida claridad, y hasta su pelo parecía más lustroso-. Mucho mejor. Así que la sangre de Judith funcionó.
– Sí. Pero ahora… -Apartó la vista hacia el bosque nocturno.
Ay, ay.
– ¿Quiere quedarse a vivir contigo indefinidamente?
– Sí -asintió, aliviado por no tener que decirlo él mismo-. Eso quiere.
– Pensaba que la admirabas por su gran parecido con tu primera esposa. Judith me dijo que ésa era la razón por la cual Lorena la había transformado. Lamento remover todo el pasado.
– Es verdad que se parece a mi primera mujer en muchos aspectos. Tiene casi la misma cara y la voz me recuerda mucho a ella. Tiene el mismo color de pelo que ella cuando era una niña. Y Judith se crió en una familia educada, como mi mujer.
– Por todo eso creía que tenerla cerca te haría feliz -aventuré.
– Pero no es así. -Parecía pesaroso, sin despegar los ojos de los árboles, evitando meticulosamente mi mirada-. Y, de hecho, por eso no la llamé cuando me di cuenta de lo enfermo que estaba. La última vez que estuvimos juntos tuvimos que separarnos por la abrumadora obsesión que siente hacia mí.
– Oh -murmuré.
– Pero hiciste lo correcto, Sookie. Ella vino a mí y me ofreció su sangre libremente. Dado que la invitaste tú, al menos no me siento culpable por utilizarla. Mi error radica en haberla dejado quedarse después, después de mi curación.
– ¿Por qué?
– Porque, de alguna manera, deseaba que mis sentimientos hacia ella hubiesen cambiado y poder profesarle un amor genuino. Eso me habría liberado de… -No pudo terminar la frase.
Podría haber acabado así: «mi amor por ti». O quizá: «la deuda que tengo con ella por haberme salvado la vida».
Me sentía un poco mejor al saber que se alegraba de estar bien, aunque el precio fuese estar con Judith. Comprendía lo extraño y desagradable que debía de ser vivir cargando con un huésped que te adora cuando no puedes devolverle ese sentimiento. ¿Y quién le había metido en este lío? Bueno, supongo que ésa debía de ser yo. Por supuesto, no conocía el trasfondo emocional. Angustiada por su estado, pensé que alguien con su misma sangre podría curarlo, descubrí que esa persona existía y me puse a buscarla. Más adelante supuse que Bill no lo había hecho por algún perverso sentido del orgullo o quizá presa de una depresión suicida. Había subestimado el deseo de Bill por vivir.
– ¿Qué piensas hacer con ella? -pregunté ansiosamente, temerosa de oír la respuesta.
– No necesita hacer nada -dijo una suave voz desde los árboles.
Brinqué de la silla como si la hubiesen conectado a la electricidad y Bill reaccionó también. Volvió la cabeza, los ojos muy abiertos. Eso, en un vampiro, es indicador de sorpresa mayúscula.
– ¿Judith? -la llamé.
Emergió del linde de los árboles, a distancia suficiente para reconocerla. La luz de seguridad del patio trasero no llegaba tan lejos y sólo me quedaba asumir que era ella.
– No dejas de romperme el corazón, Bill -confesó.
Me alejé poco a poco de la silla. Con un poco de suerte, podría evitar presenciar otra escena porque, la verdad, llevaba un día hasta arriba de ellas.
– No, quédate, señorita Stackhouse -apremió Judith. Era una mujer baja de formas redondeadas, rostro dulce y abundante pelo, y se movía como si midiese más de metro ochenta.
Maldición.
– Está claro que vosotros dos tenéis que hablar -dije, acobardada.
– Cualquier conversación con Bill sobre el amor debe incluirte -replicó ella.
Oh…, puf. Estar allí era lo último que quería. Bajé la mirada.
– Judith, para -ordenó Bill, su voz tan tranquila como siempre-. He venido a hablar con mi amiga, a quien no veo desde hace semanas.
– He oído vuestra conversación -se limitó a decir Judith-. Te he seguido con la expresa intención de oír lo que tuvieras que contarle. Sé que no te acuestas con esta mujer. Sé que es de otro. Y también sé que la quieres más de lo que jamás me has querido a mí. No me acostaré con un hombre que me compadece. No viviré con un hombre que no me quiere con él. Merezco más que eso. Dejaré de amarte, aunque me lleve el resto de mi existencia. Si te quedas aquí un rato más, iré a casa, haré las maletas y desapareceré.
Estaba impresionada. Eso sí que era un discurso, y deseaba que cada una de sus palabras fuese en serio. Apenas tuve ese pensamiento, Judith se desvaneció en la oscuridad y Bill y yo nos quedamos solos.
De repente me lo encontré justo ante mí, rodeándome con sus fríos brazos. Dejar que me abrazase un momento no me pareció una traición a Eric.
– ¿Te has acostado con ella? -dije, intentando parecer neutral.
– Ella me salvó. Parecía esperarlo. Pensé que era lo correcto -admitió.
Como si Judith hubiese estornudado y él le hubiese facilitado un pañuelo. Lo cierto es que no sabía qué decir. ¡Hombres! Vivos o muertos, son todos iguales.
Retrocedí un paso y deshizo el abrazo al instante.
– ¿De verdad me quieres? -pregunté azuzada por pura locura o franca curiosidad-. ¿O es que hemos pasado por tantas cosas que sientes que deberías hacerlo?
Sonrió.
– Sólo tú dirías algo así. Te quiero. Creo que eres preciosa, amable y bondadosa, y sin embargo te mantienes en pie por ti sola. Eres muy comprensiva y compasiva, pero no eres necia. Y, bajando unos niveles a lo estrictamente carnal, tienes unos pechos que deberían participar en la competición de Miss Pechos de América, si existiese.
– Es una colección de cumplidos poco común, ¿no crees? -No podía dejar de sonreír.
– Tú eres una mujer poco común.
– Buenas noches, Bill -zanjé. Justo en ese momento sonó mi móvil. Di un respingo. Me había olvidado que lo llevaba en el bolsillo. Al mirar la pantalla, comprobé que se trataba de un número local que no conocía. Ninguna llamada a esas horas de la noche podía ser buena. Levanté un dedo para pedir a Bill que aguardase y cogí la llamada con un cauto «¿Diga?».
– Sookie -dijo el sheriff Dearborn-. Creo que deberías saber que Sandra Pelt ha escapado del hospital. Se escabulló por la ventana mientras Kenya hablaba con el doctor Tonnesen. No quiero que te preocupes. Si quieres que mandemos una patrulla a tu casa, lo haremos. ¿Estás acompañada?
Estaba tan horrorizada que me costó responder durante un segundo.
– Sí, estoy acompañada.
Los oscuros ojos de Bill se pusieron muy serios. Se acercó y me puso una mano en el hombro.
– ¿Quieres que mande una patrulla? No creo que esa loca vaya a ir a por ti. Creo que se buscará un agujero en el que recuperarse. Pero decírtelo me parecía lo más correcto, a pesar de las horas.
– Sin duda, sheriff. No creo que vaya a necesitar más ayuda. Tengo buenos amigos. -Y me encontré con la mirada de Bill.
Bud Dearborn me repitió lo mismo varias veces, pero al final tuve que colgar y meditar sobre las implicaciones. Pensaba que había cerrado uno de los frentes, pero me había equivocado. Mientras le explicaba la situación a Bill, el agotamiento que se había manifestado poco antes me cubrió como un manto gris. Cuando acabé de responder a sus preguntas, apenas podía hilar dos palabras.
– No te preocupes -aseguró Bill-. Vete a la cama. Me quedaré vigilando esta noche. Ya me he alimentado y no tenía nada que hacer. Tampoco parece una buena noche para trabajar. -Bill había creado un CD que llamaba El directorio vampírico, que catalogaba a todos los vampiros «vivos» y que actualizaba constantemente. Tenía mucha demanda, no sólo entre los no muertos, sino también entre los vivos, en especial los departamentos de marketing de las empresas. No obstante, la versión vendida al público estaba limitada a vampiros que habían dado su consentimiento para ser incluidos; una lista mucho más corta.
Aún quedaban vampiros que deseaban permanecer en el anonimato, por extraño que me pareciese. En una cultura tan saturada de vampirismo, era fácil olvidar que aún hubiese ocultos vampiros que no deseaban salir a la luz pública, seres que preferían dormir bajo tierra o en edificios abandonados en vez de en una casa o apartamento.
¿Y por qué pensaba en eso? Bueno…, era mejor que pensar en Sandra Pelt.
– Gracias, Bill -dije con sinceridad-. Te lo advierto, es increíblemente perversa.
– Ya me has visto luchar -respondió.
– Sí. Pero no la conoces. No juega limpio y te atacará sin previo aviso.
– En ese caso, ya tengo una ventaja sobre ella, ahora que lo sé.
¿Eh?
– Vale -dije, poniendo un pie delante del otro en una línea más o menos recta-. Buenas noches, Bill.
– Buenas noches, Sookie -susurró-. Cierra bien todas las puertas.
Eso hice antes de ir a mi habitación, ponerme el camisón y meterme en la cama.