CAPÍTULO 13

Estaba claro que Audrina y Colton eran incapaces de decidir qué era más desconcertante: la amenaza de una empapada y atractiva (si bien amenazadora) Pam, o la gloria en decadencia que era Bubba. Se habían esperado a Eric, pero Bubba era toda una sorpresa.

Estaban extasiados. A pesar de que, durante el camino a la cocina, les susurré que no debían llamarlo por su nombre real, no estaba seguro de que tuvieran autocontrol suficiente. Afortunadamente para todos nosotros, fue el caso. A Bubba no le gustaba nada, pero nada, que le recordasen su anterior vida. Tenía que estar de un humor inmejorable para arrancarse a cantar.

Esperad. ¡Ja! Al fin se me ocurría una idea de verdad.

Todos se sentaron alrededor de la mesa. Absortos en intentar averiguar cuál era mi plan, saqué los refrescos y coloqué una silla junto a Bubba. Tenía una sensación esquiva, surrealista. Era incapaz de pensar en el batacazo que me había dado. Tenía que centrarme en el momento y en su propósito.

Pam se sentó detrás de Eric para no cruzar con él la mirada. Ambos parecían infelices, un aspecto que rara vez había visto en ellos. De alguna manera, me sentía culpable de la brecha que se había abierto entre los dos, aunque no era culpa mía. ¿O sí? Le di un par de vueltas en la mente. No, no lo era.

Eric propuso infiltrar disfrazados a sus vampiros en el Beso del Vampiro una noche, a la espera de que el club estuviese a punto de cerrar y la clientela fuera mínima. Entonces atacarían. El plan era, por supuesto, matarlos a todos.

Si Victor no hubiese sido un empleado de Felipe, rey de tres Estados, el plan de Eric habría sido practicable, si bien adolecía de varios puntos débiles evidentes. Pero lo cierto es que matar a un buen puñado de sus vampiros cabrearía a Felipe más allá de lo imaginable, y nadie podría culparle por ello.

Audrina también tenía un plan, que pasaba por descubrir dónde dormía Victor y matarlo durante el día. Vaya, una ovación por la originalidad. Pero no dejaba de ser todo un clásico; Victor estaría indefenso.

– Pero no sabemos dónde duerme -dije, tratando de colar la objeción sin sonar demasiado resabida.

– Yo sí – corrigió Audrina, orgullosa-. Duerme en una gran mansión de piedra. Está junto a una carretera del distrito, entre Musgrave y Toniton. Sólo hay un camino que conduce hasta allí. Y ya está. No hay árboles alrededor de la casa, sólo hierba.

– Caramba. – Estaba impresionada-. ¿Cómo lo has averiguado?

– Conozco a un tipo que lo sabe -dijo, sonriéndome-. Dusty Kolinchek, ¿te acuerdas de él?

– Claro -exclamé, notando un aumento de mi interés. Dusty había sido propietario de una flota (bueno, flotilla) de cortacéspedes y matamalezas, y todos los veranos un grupo de chicos del instituto de Bon Temps se ganaban un dinero trabajando con el material del señor Kolinchek. Por lo visto, Dusty había heredado el imperio de los cortacéspedes.

– Dice que la casa está prácticamente vacía durante el día porque Víctor es un paranoico y no quiere nadie dentro mientras duerme. Sólo cuenta con dos guardaespaldas: Dixie y Dixon Mayhew, y son algún tipo de cambiantes.

– Los conozco -indiqué-. Son hombres pantera. Y son buenos. -Los gemelos Mayhew eran duros y profesionales-. Deben de estar desesperados por el dinero si trabajan para un vampiro.

Ahora que mi cuñada había muerto y Calvin Norris se había casado con Tanya Grissom, ya no se veían tantos hombres pantera con la misma frecuencia que antaño. Calvin ya no se dejaba caer por el bar y Jason sólo se encontraba a su antigua familia política durante las lunas llenas, cuando se transformaba en uno de ellos de forma limitada, ya que a él lo habían mordido, no había nacido cambiante.

– En ese caso, quizá pudiera sobornar a los Mayhew, si tan mal lo están pasando económicamente -propuso Eric-. No habría necesidad de matarlos. Menos engorro. Pero vosotros, los humanos, tendríais que encargaros del trabajo, ya que Pam y yo estaríamos dormidos.

– Tendríamos que registrar la casa, porque apuesto a que los Mayhew no saben dónde duerme exactamente -dije -. Aunque alguna idea deben de tener. -Sólo el olor del vampiro debería ayudarles a rastrearlo, pero me parecía un poco de mal gusto decirlo en voz alta.

Pam agitó su mano. Eric se volvió, captando el movimiento por el rabillo del ojo.

– ¿Qué? -preguntó-. Oh, puedes hablar.

Pam parecía aliviada.

– Creo que el mejor momento sería cuando abandonase el club, por la mañana -propuso -. Su atención estará centrada en su alimento, y entonces podríamos atacarlo.

Dicho así, parecían planes sencillos, y puede que ésa fuese tanto su fuerza como su debilidad. Eran sencillos.

Y eso significaba que eran predecibles. El de Eric era el más sangriento, por supuesto. Alguien perdería la vida, eso por descontado. El de Audrina y Colton era el más humano, ya que dependía de un ataque diurno. El de Pam era posiblemente el mejor, ya que era un ataque nocturno, pero en una zona escasamente frecuentada, si bien la salida del club era un punto débil tan obvio que no me cabía duda de que cualesquiera que fueran los vampiros que protegiesen a Victor en ese momento (quizá los sabrosos Antonio y Luis) se mostrarían extraordinariamente vigilantes en ese momento.

– Tengo un plan -dije.

Era como si me hubiese levantado de improviso y me hubiese quitado el sujetador. Todos me miraron simultáneamente con una combinación de sorpresa y escepticismo. Diría que de total escepticismo en el caso de Audrina y Colton, que apenas me conocían. Bubba estaba sentado en el taburete alto, junto a la encimera, tomando sorbos de su TrueBlood con aire insatisfecho. Se puso contento cuando lo señalé e indiqué:

– El es la clave.

Expuse mi idea intentando parecer confiada. Cuando terminé, todos intentaron encontrarle los fallos. Y Bubba se mostró reacio, al menos al principio.

Al final, Bubba dijo que lo haría si al señor Bill le parecía una buena idea. Llamé a Bill. Se presentó en un abrir y cerrar de ojos. La mirada que me echó cuando lo dejé pasar me reveló que disfrutaba recordándome con la mantilla puesta. O incluso antes de que la encontrase. No sin esfuerzo, tragué saliva y le conté el plan. Tras añadir algunos adornos, convino con la idea.

Repasamos el orden de los acontecimientos una y otra vez, intentando prever cualquier contingencia. Alrededor de las tres y media de la mañana, todos estuvimos de acuerdo. Estaba tan cansada, que cerca estuve de quedarme dormida de pie, y Audrina y Colton ya no eran capaces de disimular sus bostezos. Pam, que se había pasado la noche saliendo para llamar a Immanuel, precedió a Eric hasta la puerta. Estaba ansiosa por llegar al hospital. Bill y Bubba se habían ido a casa del primero, donde el segundo pasaría el día. Me quedé a solas con Eric.

Nos miramos mutuamente, perdidos. Intenté ponerme en su lugar, sentirme como debía de sentirse él, pero fui incapaz. Era incapaz de imaginar, digamos, que mi abuela decidiera con quién iba a casarme justo antes de morir, deseosa de que cumpliese postreramente con sus deseos. No podía imaginarme siguiendo unas directrices más allá de la tumba, abandonando mi casa y marchándome con personas que no conocía, acostarme con un extraño sólo porque otra persona así lo había dispuesto.

«¿Aunque -dijo una vocecilla en mi interior- el extraño fuese atractivo y adinerado y políticamente astuto?».

«No -me negué-. Ni siquiera entonces».

– ¿Puedes ponerte en mi lugar? -preguntó Eric, sintonizando con mis pensamientos. Nos conocíamos muy bien, aun sin el vínculo. Me cogió la mano y la atesoró entre las suyas.

– No, la verdad es que no -dije con toda la serenidad que pude aunar-. Lo he intentado, pero no estoy acostumbrada a ese tipo de manipulación a larga distancia. Incluso muerto, Apio Livio te controla, y me es sencillamente imposible verme en esa situación.

– Americanos -soltó Eric, y no sabía si lo hizo con admiración o exasperación.

– No es sólo cosa de los americanos, Eric.

– Me siento muy viejo.

– Eres muy… anticuado. -Trasnochado.

– No puedo saltarme un documento firmado -afirmó, casi enfadado-. Selló el acuerdo en mi nombre y yo sólo puedo seguir su mandato. Él me creó.

¿Qué podía decir ante tamaña convicción?

– Celebro que haya muerto -le dije, despreocupándome de que la amargura se reflejara en mi rostro. Eric parecía triste, o al menos apesadumbrado, pero no había más que decir. No habló de pasar lo que quedaba de noche conmigo, lo cual fue bastante inteligente por su parte.

Cuando se fue, comprobé todas las puertas y las ventanas de la casa. Había sido tal el trasiego de personas a lo largo del día que no me pareció mala idea. No me sorprendió demasiado encontrarme a Bill en el jardín cuando comprobé la ventana de la cocina.

Si bien no me llamó por señas, decidí salir.

– ¿Qué te ha hecho Eric? -me preguntó.

Resumí la situación en pocas frases.

– Es todo un dilema -expresó Bill, no del todo insatisfecho.

– ¿Tú sentirías lo mismo que Eric?

En un escalofriante déjà vu, Bill tomó mi mano como lo había hecho Eric un momento antes.

– No es sólo que Apio cerrara un trato, por lo que seguramente haya documentos legales firmados, sino que todos tenemos que tener en consideración los deseos de nuestro creador, por mucho que odie la idea. No te imaginas lo fuerte que es el vínculo. Los años que pasa un vampiro con su creador son los más importantes de su existencia. Por detestable que encontrase a Lorena, he de admitir que supo enseñarme cómo ser un vampiro eficaz. Si echo la mirada atrás a su vida (Judith y yo lo hemos hablado, por supuesto), Lorena traicionó a su propio creador y luego lo lamentó durante incontables años. Creemos que la culpabilidad la volvió loca.

Bueno, me alegraba de que Judith y Bill hubiesen tenido tiempo de recordar los viejos tiempos con mamá Lorena, asesina, prostituta y torturadora. Lo cierto es que no podía culparla por la parte de prostituta, ya que en los viejos tiempos a una mujer sola no le quedaban muchos más medios para ganarse la vida, por muy vampira que fuese. Pero por lo demás, independientemente de sus circunstancias, de lo dura que hubiese sido su vida después de su primera muerte, Lorena había sido una zorra malvada. Retiré mi mano.

– Buenas noches -me despedí-. Debería irme a dormir.

– ¿Estás enfadada conmigo?

– No exactamente -contesté-. Simplemente estoy cansada y triste.

– Te quiero -dijo Bill a la desesperada, como si desease que esas palabras mágicas tuvieran el poder de curarme. Pero sabía que no podía ser.

– Eso es lo que siempre decís todos -me lamenté-, pero no parece que haga mejorar mi situación. -No sabía si llevaba razón o simplemente me estaba auto-compadeciendo, pero era demasiado tarde (aunque no podía considerarse aún temprano) como para gozar de la claridad de mente suficiente para resolver la duda. Pocos minutos después, me derrumbé en mi cama, en una casa vacía, y la soledad me supo a bálsamo.

Desperté el viernes al mediodía con dos pensamientos apremiantes. El primero: ¿había renovado Dermot mis protecciones mágicas? Y el segundo: «¡Oh, Dios mío, la fiesta de los bebés es mañana!».

Tras tomarme un café y vestirme, llamé al Hooligans. Lo cogió Bellenos.

– Hola -dije-. ¿Puedo hablar con Dermot? ¿Está mejor?

– Está bien – respondió Bellenos-. Pero va de camino a tu casa.

– ¡Oh, bien! Escucha, quizá sepas esto. ¿Sabes si renovó las protecciones de mi casa, o estoy indefensa?

– Dios no permita que vivas con un hada sin protecciones -dijo Bellenos, intentando sonar serio.

– ¡Son dobleces!

– Vale, vale -rectificó, y pude visualizar su afilada sonrisa-. Yo mismo he establecido las protecciones alrededor de tu casa, y te aseguro que aguantarán.

– Gracias, Bellenos -dije, pero no acababa de satisfacerme que alguien en quien no confiaba demasiado, como Bellenos, se hubiese ocupado de mi protección.

– Un placer. A pesar de tus dudas, no quiero que te pase nada malo.

– Es bueno saberlo -repuse, manteniendo a raya las expresiones de mi voz.

Bellenos rió.

– Si te sientes demasiado sola en el bosque, siempre puedes llamarme -dijo.

– Hmmm -medité-. Gracias. -¿Me estaba tirando los trastos un elfo? Eso no tenía sentido. Lo más probable es que quisiera comerme, y no en el sentido más lúdico.

Mejor no saberlo. Me preguntaba cómo iba a volver Dermot, pero no como para llamar a Bellenos otra vez.

Segura de su regreso, repasé mi lista de preparativos para la fiesta. Había pedido a Maxine Fortenberry que se encargase del ponche; el suyo era famoso. Yo recogería la tarta de la pastelería. Libraba ese día y el siguiente, lo que significaba una gran pérdida de propinas, pero me venía muy bien. Así quedaba mi lista de tareas pendientes: hoy, completar todos los preparativos para la fiesta de los bebés.

Esa noche, matar a Víctor. Mañana, recibir a los invitados para la fiesta.

Mientras tanto, como le pasaría a cualquier anfitriona incipiente, me dedicaría a limpiar. El salón aún estaba desordenado después de haber albergado todos los trastos del desván, y empecé de arriba abajo: quitar el polvo de las fotos, luego de los muebles y finalmente de los zócalos. A continuación, aspiradora. Me armé con una botella de espray de limpiador polivalente y ataqué las superficies de la cocina. Iba a pasar la mopa por el suelo cuando detecté a Dermot en el patio trasero. Había venido conduciendo el destartalado Chevy compacto.

– ¿De dónde has sacado ese coche? -lo interpelé desde el porche.

– Lo he comprado -anunció, orgulloso.

Ojalá no hubiese utilizado ningún encantamiento feérico ni nada parecido. Temía preguntarle.

– Deja que te vea la cabeza -lo insté cuando entró en casa. Observé la parte posterior de su cráneo, donde había estado la brecha. Una fina línea blanca. Eso era todo lo que quedaba.

– Estás limpiando -dijo-. ¿Hay alguna celebración?

– Sí -respondí, poniéndome ante él-. Lamento haber olvidado decírtelo. Vamos a agasajar a Tara Thornton, Tara du Rone, con una fiesta por sus bebés mañana. Claude dice que espera gemelos. Oh, ella ya lo ha confirmado.

– ¿Puedo participar? -preguntó.

– Por mí, perfecto -contesté, sorprendida. La mayoría de los chicos humanos preferirían que les pintasen las uñas de los pies antes de participar en una fiesta como ésa-. Serás el único hombre, pero supongo que eso no será un inconveniente, ¿me equivoco?

– Me parece un plan estupendo -dijo sonriente.

– Tendrás que ocultar tus orejas y escuchar un millón de comentarios sobre lo que te pareces a Jason -le advertí-. Tendremos que explicar algunas cosas.

– Diles simplemente que soy tu tío abuelo -señaló.

Por un momento me imaginé haciendo eso. Tuve que descartar la idea, no sin pesar.

– Pareces demasiado joven para ser mi tío abuelo, y además aquí todo el mundo conoce mi árbol genealógico. La parte humana, quiero decir -añadí apresuradamente-. Ya se me ocurrirá algo.

Mientras yo pasaba la aspiradora, Dermot miró la gran caja de fotografías y la más pequeña con material pintado que aún no había tenido tiempo de repasar. Las fotografías parecían fascinarlo.

– Nosotros no utilizamos esta tecnología -dijo.

Me senté a su lado tras guardar la aspiradora. Había intentado ordenar las fotos en orden cronológico, pero había demostrado ser una tarea más compleja de lo esperado, y estaba convencida de que tendría que repetirla.

Las fotografías del principio de la caja eran muy antiguas. Personas sentadas en apretados grupos, las espaldas tan rígidas como las caras. Algunas estaban etiquetadas en la parte posterior con rebuscada caligrafía. La mayoría de los hombres lucían barbas o bigotes, así como sombreros y corbatas. Las mujeres estaban confinadas en largas mangas y faldas, y sus posturas eran asombrosas.

Poco a poco, la familia Stackhouse fue avanzando con los tiempos, las fotos eran menos posadas, más espontáneas. Las indumentarias fueron variando junto con las actitudes. El color fue dando vida a los rostros y los escenarios. Dermot parecía genuinamente interesado, así que le expliqué los fondos de las fotos más recientes. Una era de un hombre anciano sosteniendo un bebé envuelto en una manta rosa.

– Ésa soy yo con uno de mis bisabuelos; murió cuando yo era pequeña -expliqué-. Éstos son él y su mujer cuando tenían unos cincuenta. Y ésta es mi abuela, Adele, con su marido.

– No -dijo Dermot-. Es mi hermano Fintan.

– No, es mi abuelo Mitchell. Míralo bien.

– Es tu abuelo, sí. Tu auténtico abuelo. Fintan.

– ¿Cómo estás tan seguro?

– Se hizo pasar por el marido de Adele, pero sé que es mi hermano. Es mi gemelo, a fin de cuentas, aunque no éramos idénticos. Mírale los pies. Son más pequeños que los del hombre que se casó con Adele. Fintan siempre se descuidó con ese detalle.

Extendí sobre la mesa todas las fotos de los abuelos Stackhouse. Fintan figuraba en al menos un tercio de ellas. Por la carta, sospechaba que Fintan la había visitado más veces de las que ella se había percatado, pero esto ya era demasiado escalofriante. En cada foto de Fintan suplantando a Mitchell, sonreía abiertamente.

– Ella no sabía nada de esto, seguro -dije. Dermot no las tenía todas consigo. Tuve que admitir que mi abuela tendría sus sospechas. Estaba todo ahí, en su carta.

– Estaba gastando una de sus bromas -dijo Dermot afectuosamente-. Fintan era todo un bromista.

– Pero -titubeé sin saber muy bien cómo verbalizar lo que quería decir-. ¿Comprendía que estaba mal? – pregunté-. ¿Te das cuenta de que la estaba engañando desde varios puntos de vista?

– Ella accedió a que fueran amantes -lo defendió Dermot-. La quería mucho. ¿Qué diferencia hay?

– Hay mucha diferencia -remarqué-. Si ella pensaba que estaba con un hombre cuando en realidad estaba con otro, eso es un engaño con mayúsculas.

– Pero inofensivo, ¿verdad? A fin de cuentas, incluso tú estás de acuerdo con que amaba a los dos hombres voluntariamente. Entonces -insistió-, ¿qué diferencia hay?

Lo contemplé llena de dudas. Independientemente de cómo se sintiera mi abuela acerca de su marido o su amante, seguía convencida de que había un conflicto moral en todo aquello. Me pregunté de qué lado se pondría mi bisabuelo Niall. Pero tenía la dolorosa sensación de que ya lo sabía.

– Será mejor que vuelva al trabajo -me urgí con una leve sonrisa-. Tengo que terminar de fregar la cocina. ¿Seguirás con el desván?

Dermot asintió entusiasmado.

– Me encantan las herramientas -dijo.

– Por favor, cierra la puerta del desván, porque he limpiado el polvo aquí abajo y no quiero tener que volver a hacerlo mañana.

– Claro, Sookie.

Y subió las escaleras silbando. Era una melodía que no había escuchado nunca.

Volví a juntar las fotografías, dejando aparte las que Dermot había identificado como las de su hermano. Pensé en hacer una pequeña hoguera con ellas. Arriba, en el desván, la lijadora se puso en marcha. Miré al techo, como si pudiese ver a Dermot a través de las tablas de madera. Entonces me sacudí y volví al trabajo, pero de un humor inquieto y abstraído.

Cuando estaba subida a la escalerilla, colgando el cartel de bienvenida a los bebés, recordé que tenía que planchar el mantel de mi bisabuela. Odio planchar, pero tenía que hacerlo, y mejor hoy que mañana. Tras guardar la escalerilla, abrí la tabla de planchar (en la anterior cocina había una empotrada) y me puse manos a la obra. El mantel ya no era exactamente blanco. Había adquirido un tono marfil con los años. No tardé en dejarlo suave y bonito. Tocarlo me recordaba a las ocasiones importantes del pasado. Hoy mismo había visto fotos antiguas en las que salía ese mismo mantel; había estado en la mesa de la cocina o en el viejo aparador en Acción de Gracias, Navidades, fiestas prenupciales y aniversarios. Adoraba a mi familia y atesoraba esos recuerdos. Sólo lamentaba que quedásemos tan pocos que pudiéramos recordarlos.

Y era consciente de otra verdad, otro hecho innegable. Me había dado cuenta de que no me gustaba nada el sentido feérico de la diversión que había convertido algunos de esos recuerdos en mentiras.

A las tres de la tarde, la casa estaba prácticamente lista para la fiesta. El aparador estaba vestido con el mantel, los platos de papel y las servilletas desplegados, así como los cubiertos de plástico. Limpié el juego de plata para poner los frutos secos y los palitos de queso, que yo misma había hecho y congelado un par de semanas atrás. Comprobé la lista. Listo.

Si no sobrevivía a la noche, mucho me temía que la fiesta de los bebés se iría al garete. Asumí que mis amigas estarían demasiado traumatizadas como para seguir adelante. Sólo por si las moscas, dejé cuidadosamente anotada la ubicación de todas las cosas que ya no estuvieran colocadas. Incluso saqué mis regalos para los bebés. Dos cestas de mimbre iguales que podían servir para viajar. Estaban decoradas con grandes lazos de guinga y repletas de cosas útiles. Había ido acumulando todos los regalos a lo largo del tiempo. Botes de alimentación enriquecida, un termómetro para bebés, unos cuantos juguetes, unas cuantas mantas, algunos álbumes de fotos, biberones, un paquete de paños de tela para limpiar vómitos. Se me hacía extraño que quizá no estaría para verlos crecer.

También se me hizo extraño que los gastos por la fiesta no hubiesen sido tan excesivos, gracias a los ahorros acumulados en mi cuenta.

De repente tuve una idea asombrosa. Ya iban dos en dos días. Tan pronto como se dibujaron en mi mente, estuve en el coche de camino a la ciudad. Se me hizo raro entrar en el Merlotte’s en mi día libre. Sam se sorprendió, pero se alegró de verme. Estaba en su despacho con una pila de facturas delante. Puse otro papel sobre el escritorio. Él lo miró.

– ¿Qué es esto? -preguntó con voz contenida.

– Ya sabes lo que es. No me lo devuelvas, Sam Merlotte. Necesitas el dinero. Y yo lo tengo. Ingrésalo en tu cuenta hoy mismo. Úsalo para mantener a flote el bar hasta que lleguen tiempos mejores.

– No puedo aceptarlo, Sookie. -No me miró a los ojos.

– Y un carajo que no, Sam. Mírame.

Finalmente lo hizo.

– No bromeo. Ingrésalo en el banco hoy -ordené-. Y si me ocurriera algo, podrás reembolsárselo a mi patrimonio en, digamos, cinco años.

– ¿Por qué te iba a pasar algo? -Su expresión se ensombreció.

– No pasará nada. Es sólo por hablar. Es irresponsable prestar dinero sin asentar las condiciones para su devolución. Llamaré a mi abogado y se lo diré todo. Él redactará algo. Pero ahora mismo, en este mismo instante, ve al banco.

Sam volvió a apartar la mirada. Podía sentir cómo sus emociones lo envolvían. Lo cierto es que me sentí maravillosamente de poder hacer algo bueno por él. Él había hecho muchas cosas maravillosas por mí.

– Está bien -dijo. Sabía que era un trago duro para él, como lo habría sido para prácticamente cualquier hombre, pero sabía que era lo más sensato, y él sabía que no era ninguna limosna.

– Es una demostración de amor -le expliqué sonriente-. Como la que tuvimos en la iglesia el sábado pasado. -En aquella ocasión había sido para los misioneros en Uganda, y ésa era para el Merlotte’s.

– Te creo – respondió, mirándome a los ojos.

Mantuve mi sonrisa, pero empecé a ser un poco más consciente de mí misma.

– Tengo que prepararme -dije.

– ¿Para qué? -preguntó, juntando sus cejas rojizas.

– Para la fiesta de los bebés de Tara -expliqué -. Típica fiesta pasada de moda, sólo para chicas, así que no estás invitado.

– Intentaré contener mi desdicha -expresó. No se movió.

– ¿Vas a levantarte ya para ir al banco?

– Eh, sí, ahora mismo. -Se levantó de la silla y dijo por el pasillo a la plantilla que se iba a hacer unos recados. Entré en mi coche a la vez que él lo hacía en su ranchera. No sabía él, pero yo me sentía extraordinariamente bien.

Hice una parada para decir a mi abogado lo que había hecho. Era mi abogado humano local, no el señor Cataliades, de quien, por cierto, hacía tiempo que no sabía nada.

Conduje hasta la casa de Maxine para llevarme el ponche, le di las gracias profusamente, le dejé una lista de lo que iba a hacer y lo que ya había hecho para los preparativos (para su asombro) y llevé de vuelta a mi casa los recipientes congelados para dejarlos en el pequeño refrigerador de mi porche trasero. Tenía la gaseosa de jengibre lista para mezclar con los zumos congelados.

Estaba más preparada que nunca para la fiesta.

Ahora sólo me quedaba prepararme para matar a Victor.

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