El desván había permanecido cerrado hasta el día siguiente de la muerte de mi abuela. Había encontrado la llave y lo abrí aquel día aciago en busca de su vestido de novia, convencida con la loca idea de que debería ser enterrada con él. Había dado un paso al interior, me había vuelto y salido de allí, dejando la puerta abierta tras de mí.
Ahora, dos años después, volví a abrirla. Los goznes chirriaron ominosamente, como si fuese la medianoche de Halloween, en vez de un soleado miércoles de finales de mayo. Los anchos tablones del suelo protestaron bajo mis pies en cuanto atravesé el umbral. Estaba rodeada de siluetas negras y un ligero olor a moho; el aroma de las viejas cosas olvidadas.
Cuando se añadió la segunda planta a la casa Stackhouse original, décadas atrás, aquélla se había dividido en dormitorios, aunque puede que un tercio hubiera sido relegado a espacio de almacenaje cuando la generación más numerosa de la familia empezó a menguar. Como Jason y yo nos habíamos mudado con nuestros abuelos cuando murieron nuestros padres, la puerta del desván siempre se había mantenido cerrada. La abuela no quería tener que correr detrás de nosotros para limpiar en caso de que decidiéramos que el desván era un buen patio de juegos.
Ahora, la casa me pertenecía y llevaba la llave colgada de una cinta al cuello. Sólo quedábamos tres descendientes en la familia: Jason, yo y el hijo de mi fallecida prima Hadley, un muchachito llamado Hunter.
Palpé la oscuridad con la mano en busca de la cadena, la agarré y tiré de ella. La bombilla del techo se encendió y derramó su luz sobre décadas de desechos familiares.
El primo Claude y el tío abuelo Dermot entraron detrás de mí. Dermot exhaló con tanta fuerza que casi pareció un estornudo. Claude parecía triste. Estaba segura de que lamentaba su oferta de ayudarme a limpiar el desván. Pero no iba a dejar a mi primo en la estacada, no cuando había otro hombre dispuesto a echar una mano. Por ahora, Dermot iba allí donde iba Claude, así que contaba con dos al precio de uno. No había manera de predecir cuánto duraría la situación. Esa mañana, me di cuenta de repente de que pronto empezaría a hacer demasiado calor como para pasar el tiempo en el piso de arriba. La ventana que mi amiga Amelia había instalado en uno de los dormitorios mantenía los espacios habitables a una temperatura tolerable, pero nunca nos habíamos tomado la molestia de cambiar la del desván.
– ¿Cómo vamos a hacer esto? -preguntó Dermot. Él era rubio y Claude moreno; parecían dos sujeta-libros estupendos. Una vez le pregunté a Claude cuántos años tenía, para descubrir que apenas tenía una remota idea. Las hadas no cuentan el tiempo como nosotros, pero sabía que Claude me sacaba al menos un siglo. Era un crío en comparación con Dermot; mi tío abuelo calculaba que me sacaba setecientos años. Ni una arruga, ni una cana, ni el menor rastro de declive físico, en ninguno de los dos.
Dado que la naturaleza feérica era mucho más poderosa en ellos que en mí (yo sólo lo era en una octava parte), todos parecíamos más o menos de la misma edad, bien entrada la veintena. Pero eso cambiaría al cabo de pocos años. Yo parecería mayor que mis venerables familiares. Si bien Dermot se parecía mucho a mi hermano Jason, el día anterior me había dado cuenta de que éste tenía ya patas de gallo. Probablemente Dermot jamás desarrollara ese síntoma de la edad.
Devolviéndome al aquí y al ahora, dije:
– Sugiero que llevemos las cosas al salón. Allí hay mucha más luz y nos será fácil ver qué conservamos y qué tiramos. Cuando despejemos el desván, me pondré a limpiarlo después de que os vayáis a trabajar. -Claude era propietario de un club de striptease en Monroe y conducía hasta allí todos los días. Dermot seguía a Claude allí donde fuese. Como siempre…
– Tenemos tres horas -dijo Claude.
– Manos a la obra -contesté con una amplia sonrisa. Es mi expresión de seguridad.
Una hora más tarde, estaba un poco arrepentida, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás (contemplar a Claude y a Dermot sin camiseta hizo el trabajo más interesante). Mi familia ha vivido en esta casa desde que los Stackhouse llegaron al condado de Renard, y de eso hace sus buenos ciento cincuenta años. Nos ha dado tiempo a acumular cosas.
El salón se llenó rápidamente. Había cajas de libros, baúles llenos de ropa, muebles, jarrones. La familia Stackhouse nunca había sido rica, y al parecer siempre habíamos creído que los trastos nos servirían, por muy viejos o rotos que estuviesen, si los conservábamos el tiempo suficiente. Hasta los dos hadas quisieron hacer una pausa después de desplazar trabajosamente un pesado escritorio de madera por las estrechas escaleras. Nos acomodamos en el porche delantero. Los muchachos se sentaron en la barandilla y yo ocupé el balancín.
– Podríamos amontonarlo todo en el jardín y quemarlo -sugirió Claude. No bromeaba. Su sentido del humor era extraño en el mejor de los casos, diminuto el resto de las veces.
– ¡No! -protesté con toda la irritación que sentía-. Sé que estas cosas no son valiosas, pero si otros Stackhouse pensaron que merecía la pena guardarlas, al menos les debemos la cortesía de repasarlas.
– Queridísima sobrina nieta -dijo Dermot-, me temo que Claude lleva razón. Decir que estos desechos «no son valiosos» es hacerles demasiado favor. -Cuando oyes hablar a Dermot, te das cuenta enseguida de que su similitud con Jason se queda en la superficie.
Miré a los hadas masculinos con furia.
– Claro, se me había olvidado que para vosotros dos la mayor parte de este mundo es basura, pero para los humanos puede haber cosas de valor -declaré-. Podría llamar al teatro de Shreveport para ver si necesitan ropa o muebles.
Claude se encogió de hombros.
– Así nos deshacemos de una parte -dijo-. Pero la mayoría de las prendas no valen ni para trapos. -Habíamos empezado a poner cajas en el porche cuando el salón se hizo intransitable y le dio unos golpecitos con el pie a una de ellas. La etiqueta indicaba que el contenido eran cortinas, pero apenas era capaz de imaginar cuál sería su aspecto original.
– Tienes razón -admití. Tomé un poco de impulso con los pies y me balanceé durante un minuto. Dermot entró en la casa y salió con un vaso de té de melocotón con un montón de hielo. Me lo tendió en silencio. Se lo agradecí y contemplé tristemente las cosas que alguien atesoró alguna vez-. Está bien, haremos una hoguera -concluí, cediendo al sentido común-. ¿Lo hacemos donde suelo quemar las hojas?
Dermot y Claude me atravesaron con la mirada.
– Está bien, lo haremos aquí, sobre la grava -dije. La última vez que renové la grava del camino privado, incluí la zona de aparcamiento, rodeada de maderos decorativos-. Tampoco recibo tantas visitas.
Cuando Dermot y Claude lo dejaron para ducharse y cambiarse para ir al trabajo, la zona de aparcamiento contenía un sustancioso montón de objetos inútiles a la espera de una antorcha. Las mujeres de la familia habían almacenado innumerables juegos de sábanas y colchas, y la mayoría se encontraban en la misma condición deplorable que las cortinas. Para mi profundo pesar, muchos de los libros estaban enmohecidos y habían sido víctimas de los roedores. Los añadí a la pila con un suspiro, a pesar de que la mera idea de quemar libros me ponía enferma. Pero el mobiliario roto, los paraguas carcomidos, las alfombrillas sucias, una vieja maleta de cuero con agujeros…, nadie volvería a necesitar esos objetos.
Las fotografías que habíamos rescatado, enmarcadas, en álbumes o sueltas, quedaron depositadas en una caja, en el salón. Metimos los documentos en otra caja. También encontré algunas muñecas viejas. Por la televisión, sabía que algunas personas coleccionaban ese tipo de muñecas, así que quizá ésas valieran algo. También había algunas armas antiguas y una espada. ¿Dónde está Antiques Roadshow [1] cuando se lo necesita?
Esa tarde, en el Merlotte’s, le conté a mi jefe, Sam, el día que había tenido. Sam, un hombre compacto, pero en realidad muy fuerte, estaba desempolvando las botellas tras la barra. Esa noche no había mucha clientela. De hecho, el negocio había flaqueado durante las últimas semanas. No sabía si el bajón se debía a la planta de procesamiento de pollos que había cerrado o al hecho de que Sam fuese un cambiante (los cambiantes habían intentado emular la provechosa transición de los vampiros, pero no les había ido tan bien). También había un bar nuevo, el Redneck Roadhouse de Vic, a unos diez kilómetros al oeste por la interestatal. Había oído que allí se celebraban todo tipo de concursos de camisetas mojadas, competiciones de bebida de cerveza y un evento llamado «Noche de traerse a Bubba». Mierda como ésa.
Mierda que gustaba a la gente. Mierda que animaba a consumir.
Fuesen cuales fuesen las razones, Sam y yo tuvimos mucho tiempo para hablar de desvanes y antigüedades.
– Hay en Shreveport una tienda llamada Splendide -dijo Sam-. Los dos dueños son coleccionistas. Podrías llamarlos.
– ¿De qué los conoces? -Vale, quizá no había ido con todo el tacto aconsejable.
– Bueno, sé más cosas, aparte de atender un bar -me respondió Sam, mirándome de soslayo.
Rellené una jarra de cerveza para una de mis mesas. Al volver, continué:
– Ya sé que sabes de muchas cosas. Sólo me preguntaba cómo has ido a dar con las antigüedades.
– En realidad no he dado con ellas. Pero Jannalynn sí. Splendide es su tienda favorita.
Parpadeé procurando no parecer tan desconcertada como me sentía. Jannalynn Hopper, que llevaba semanas saliendo con Sam, tan feroz que había sido nombrada lugarteniente de la manada del Colmillo Largo, a pesar de sus veintiún años y no medir más que una colegiala. Resultaba complicado imaginar a Jannalynn restaurando una antigua foto o intentando encajar un antiguo aparador colonial en su casa de Shreveport. Pensándolo bien, no tenía ni idea de dónde vivía. ¿Viviría en una casa como todo el mundo?
– Jamás lo habría imaginado -dije, forzando la sonrisa. Personalmente opinaba que Jannalynn no era digna de Sam.
Por supuesto, me reservé mi opinión. Invernaderos, piedras, ya se sabe. Yo salía con un vampiro cuya lista negra superaba a buen seguro la de Jannalynn, ya que Eric superaba los mil años. En uno de esos terribles momentos que sobrevienen de vez en cuando, me di cuenta de que todos los hombres con los que había salido, si bien escasos en número, eran unos asesinos.
Yo también lo era.
Tuve que sacudirme esos pensamientos o acabaría presa de la melancolía toda la tarde.
– ¿Me puedes dar un nombre y el número de la tienda? – Ojalá aceptasen desplazarse a Bon Temps. Me veía alquilando una furgoneta para llevar todo el contenido de mi desván a Shreveport.
– Sí, lo tengo en el despacho -dijo Sam-. Hace poco hablé con Brenda, la dueña de la mitad del negocio, sobre comprar algo especial por el cumpleaños de Jannalynn. Está al caer. Se llama Brenda, Brenda Hesterman. Me llamó esta mañana para decirme que tiene algunas cosas para que les eche un vistazo.
– ¿Crees que podríamos ir mañana? -sugerí-. Tengo el salón desbordado de cosas y algunas cajas las he tenido que sacar al porche. No hará buen tiempo siempre.
– ¿Crees que Jason se quedará con algo? -preguntó Sam comedidamente-. Vamos, entiendo que son cosas familiares.
– El mes pasado se quedó con una mesa camilla -dije -. Pero supongo que debería preguntarle. -Medité al respecto. La casa y sus contenidos eran míos, ya que la abuela me había legado la propiedad. Hmmm. Bueno, lo primero es lo primero -. Veamos si la señora Hesterman quiere echar un vistazo. Si hay algo de valor, puede que lo piense.
– Vale -dijo Sam-. Suena bien. ¿Paso a recogerte a las diez?
Era un poco temprano para estar lista, ya que hoy me tocaba el turno de noche, pero accedí.
Sam parecía satisfecho.
– Puedes darme tu opinión sobre lo que me enseñe Brenda. Me vendrá bien contar con una opinión femenina. – Se pasó los dedos por el pelo que, como de costumbre, era un desastre. Hace meses, se lo cortó mucho y ahora estaba en una extraña etapa de crecimiento y vuelta a su ser. Tiene un color bonito, una especie de rubio con toques de fresa, pero como es rizado parecía costarle adoptar una dirección concreta. Reprimí la tentación de sacar un peine y arreglar ese desastre. Son cosas que una empleada no puede hacer con la cabeza de su jefe.
Kennedy Keyes y Danny Prideaux, que trabajaban para Sam a media jornada como sustituía en la barra y portero respectivamente, entraron y se sentaron en sendos taburetes vacíos. Kennedy es preciosa. Acabó finalista en el concurso de Miss Luisiana hace algunos años y no ha perdido su atractivo de reina de la belleza. Su pelo es castaño, denso y brillante, con unas puntas que nunca se abren. Se maquilla meticulosamente. Se hace la manicura y la pedicura regularmente. No se compraría la ropa en el Wal-Mart aunque su vida dependiese de ello.
Años atrás, su futuro, que debería haber incluido un matrimonio en un club de campo del condado de al lado y una cuantiosa herencia, se descarriló cuando cumplió una condena por homicidio involuntario.
Al igual que casi todos mis conocidos, opinaba que el novio se lo merecía, especialmente después de ver las fotos de medio cuerpo de ella, con los cardenales negros y azules surcándole toda la cara. Si bien confesó haberle disparado cuando llamó al 911, la familia de Kennedy gozaba de cierta influencia y le ahorró la condena a muerte. Consiguió una condena leve y una reducción por buen comportamiento tras pasar una temporada enseñando modales y buenas costumbres de aseo a sus compañeras de reclusión. Poco a poco, Kennedy cumplió la condena. Al salir libre, alquiló un pequeño apartamento en Bon Temps, donde vivía su tía, Marcia Albanese. Sam le ofreció el puesto al poco de conocerla y ella lo aceptó en el acto.
– Hola, tío -dijo Danny a Sam-. ¿Nos pones dos mojitos?
Sam sacó la menta de la nevera y se puso a preparar la bebida. Le pasé unas rodajas de lima cuando las copas estuvieron casi listas.
– ¿Qué plan tenéis esta noche? -les pregunté -. Kennedy, estás preciosa.
– ¡He conseguido perder cinco kilos! -dijo. Cuando Sam les sirvió las bebidas, escenificó un brindis hacia Danny-. ¡Por mi antigua figura! ¡Ojalá que pronto la recupere!
Danny sacudió la cabeza y exclamó:
– ¡Eh! No te hace falta hacer nada para estar preciosa. -Tuve que dejarlos solos para no ponerme sentimental. Danny era un tipo duro que no podía haber nacido en un entorno más diferente que el de Kennedy (la única experiencia que habían tenido en común era la cárcel), pero vaya, estaba coladito por ella. Percibía su amor desde donde estaba. No hacía falta ser telépata para notar la devoción de Danny.
Todavía no habíamos corrido las cortinas de la ventana delantera, y cuando me di cuenta de que había oscurecido, me dispuse a ello. A pesar de observar el oscuro aparcamiento desde el luminoso bar, había algunas luces en el exterior y noté que algo se movía, y era muy rápido. Venía hacia el bar. Apenas tuve un segundo para extrañarme y entonces atisbé una llama.
– ¡Al suelo! -grité, pero la palabra no había terminado de salir de mi boca cuando una botella incendiaria rompió el cristal y se estrelló sobre una mesa vacía, rompiendo el servilletero y arrojando el salero y el pimentero. Las servilletas empezaron a arder en el punto de impacto y volaron hacia el suelo, las sillas y las personas. La propia mesa se convirtió en una bola de fuego casi instantáneamente.
Danny reaccionó más rápido de lo que jamás había visto a un ser humano. Arrancó a Kennedy del taburete, levantó la portezuela de la barra y la cobijó debajo. Se produjo un efímero atasco cuando Sam, que se movía aún más rápido, se hizo con el extintor de la pared e intentó saltar la barra para rociar el foco del incendio.
Sentí que el corazón se me desbocaba y comprobé que una de las servilletas había prendido mi delantal. Me avergüenza admitir que empecé a chillar. Sam se giró para rociarme con el extintor y volvió a centrarse en las llamas. Los clientes también gritaban, esquivando llamas, corriendo hacia el pasillo que conducía a los aseos y el despacho de Sam, hasta la salida trasera que daba al aparcamiento. Una de nuestras clientas fijas, Jane Bodehouse, sangraba profusamente, la mano apretada contra el cráneo magullado. Había estado cerca de la ventana, que no era su lugar habitual en el bar, así que imaginé que se había cortado con los cristales rotos. Jane trastabilló y se habría caído si no la hubiese cogido del brazo.
– Ve por ahí -le grité al oído y la empujé en la dirección correcta. Sam estaba luchando por extinguir el foco más intenso, apuntando con el extintor a su base como mandan los cánones, pero las servilletas que habían salido volando estaban provocando más focos secundarios. Cogí las jarras de agua y de té de la barra y empecé a rociar metódicamente las llamas del suelo. Las jarras estaban llenas y conseguí vaciarlas con gran eficiencia.
Una de las cortinas estaba ardiendo. Avancé tres pasos, apunté con cuidado y arrojé el té que me quedaba. La llama no pareció verse muy afectada. Cogí un vaso de agua de una de las mesas y me acerqué al fuego más de lo que me hubiera gustado. Sin dejar de dar respingos, vertí el líquido por la cortina en llamas. Noté calor a mi espalda y un olor repugnante. Una poderosa ráfaga química me provocó una extraña sensación en la espalda. Me giré para averiguar de qué se trataba y vi a Sam dando vueltas con el extintor.
Me encontré mirando la cocina desde el pasa-platos. Antoine, el cocinero, estaba apagando todos los aparatos. Chico listo. Podía oír el camión de bomberos en la distancia, pero estaba demasiado ocupada lidiando con las llamas que iban aflorando como para sentirme aliviada. Mis ojos, anegados de lágrimas por el humo y los productos químicos, miraban frenéticamente en todas direcciones en busca de conatos de incendio mientras la tos se apoderaba de mis pulmones. Sam había corrido a su despacho en busca del segundo extintor y ya estaba de vuelta con el artilugio preparado. Intercambiamos posiciones, listos para saltar a la acción a la mínima llama.
Ninguno de los dos vio nada.
Sam lanzó otra descarga a la botella que había originado el incendio y luego dejó el extintor en el suelo. Se inclinó, apoyando las manos en los muslos con la respiración entrecortada. El también empezó a toser. Al cabo de un segundo, se acuclilló sobre la botella.
– No la toques -le dije precipitadamente y su mano se paralizó en el aire.
– Claro que no -contestó, burlándose de sí mismo, y se incorporó -. ¿Pudiste ver quién la lanzó?
– No -admití. Éramos los únicos que quedábamos en el bar. El camión de bomberos cada vez estaba más cerca, así que sabía que apenas nos quedaba un minuto para hablar a solas-. Puede que hayan sido los mismos que se manifestaron en el aparcamiento, aunque no sabía que los de la congregación se divertían con bombas incendiarias. -No todo el mundo en la zona estaba contento con la confirmación de la existencia de criaturas como los hombres lobo y demás cambiantes después de la Gran Revelación, y la Inmaculada Palabra del Tabernáculo de Clarice había enviado a algunos de sus miembros para manifestarse delante del Merlotte’s de vez en cuando.
– Sookie -dijo Sam-. Lamento lo de tu pelo.
– ¿Qué le pasa? -pregunté, llevándome la mano a la cabeza. La conmoción empezaba a coger cuerpo.
– Se te ha chamuscado la punta de la coleta -dijo y se sentó de repente. No parecía mala idea.
– Así que eso era lo que olía tan mal -señalé, derrumbándome en el suelo, junto a él. Teníamos la espalda apoyada en la base de la barra, ya que los taburetes habían quedado esparcidos por todas partes en el frenesí previo. Se me había quemado el pelo. Noté cómo las lágrimas surcaban mis mejillas. Sabía que era una estupidez, pero no podía evitarlo.
Sam me cogió con fuerza de la mano, y aún estábamos así cuando los bomberos irrumpieron en el local. A pesar de que el Merlotte’s está fuera de los límites de la ciudad, recibimos servicio de los bomberos de la misma, aunque no de los voluntarios.
– No creo que vayáis a necesitar la manguera -explicó Sam-. Creo que está apagado. -Estaba ansioso por evitarle más daños al bar.
Truman La Salle, el jefe del destacamento, dijo:
– ¿Necesitáis asistencia médica? -Pero su mirada decía otra cosa y sus palabras sonaban vacías.
– Estoy bien -contesté, tras mirar a Sam-, pero Jane está ahí fuera con un corte en la cabeza. ¿Sam?
– Creo que me he quemado un poco la mano derecha -indicó, apretando la boca como si acabara de percatarse del dolor. Me soltó para frotarse la mano y su respingo fue de lo más revelador.
– Tienes que curarte eso -aconsejé-. Las quemaduras duelen como el demonio.
– Sí, ya lo veo -dijo, cerrando los ojos con fuerza.
Bud Dearborn entró tan pronto como Truman gritó su visto bueno. El sheriff debía de estar acostado, porque su aspecto rezumaba improvisación y le faltaba el sombrero, una parte indispensable de su vestuario. El sheriff ya rondaría los cincuenta largos, y aparentaba cada minuto de todos ellos. Siempre me pareció un pekinés. Ahora parecía un pekinés gris. Se pasó varios minutos recorriendo el bar, cuidando donde pisaba, casi husmeando el desaguisado. Finalmente pareció satisfecho y se puso ante mí.
– ¿En qué os habéis metido ahora? -preguntó.
– Alguien ha lanzado una botella incendiaria por la ventana -dije-. Nada que ver conmigo. -Estaba demasiado conmocionada para mostrar enfado.
– ¿Iban a por ti, Sam? -inquirió el sheriff. Se alejó sin esperar una respuesta.
Sam se levantó trabajosamente y se volvió para tenderme su mano izquierda. La agarré y él tiró. Dado que Sam es más fuerte de lo que parece, me incorporé en un suspiro.
El tiempo se detuvo durante unos minutos. Tenía que pensar que quizá estuviese un poco conmocionada.
Cuando el sheriff Dearborn completó su lento pero minucioso registro del bar, volvió con nosotros.
Para entonces, ya teníamos otro sheriff con el que lidiar.
Eric Northman, mi novio y sheriff vampiro de la Zona Cinco, que comprendía Bon Temps, atravesó la puerta tan deprisa que, para cuando Bud y Truman se dieron cuenta de su presencia, saltaron del susto y pensé que Bud desenfundaría su arma. Eric me agarró de los hombros y se inclinó para mirarme fijamente a la cara.
– ¿Estás herida? -exigió saber.
Sentí que su preocupación me permitía prescindir de mi máscara de entereza. Noté una lágrima deslizarse por mi mejilla. Sólo una.
– Se me ha prendido el delantal, pero creo que mis piernas están bien -dije, esforzándome al máximo para sonar tranquila-. Sólo he perdido un poco de pelo. No me ha ido tan mal. Bud, Truman, no recuerdo si conocéis a mi novio, Eric Northman, de Shreveport. -Había varios hechos dudosos en esa afirmación.
– ¿Cómo supo que había un problema aquí, señor Northman? -preguntó Truman.
– Sookie me llamó con su móvil -respondió Eric. Era mentira, pero no tenía ganas de explicar mi vínculo de sangre a un sheriff y a un jefe de bomberos, y Eric jamás revelaría esa información a unos humanos.
Una de las cosas más maravillosas y espantosas de que Eric me amase era que le importaba una mierda el resto del mundo. Le daban igual los desperfectos del bar, las quemaduras de Sam y la presencia de los bomberos y la policía (que no lo perdían de vista en ningún momento) que inspeccionaban el edificio.
Eric me rodeó para evaluar la situación. Al cabo de un largo instante, dijo:
– Voy a mirarte las piernas. Después encontraremos a un médico y a una esteticista. -Su voz era absolutamente fría y controlada, pero yo sabía que su ira era un volcán contenido. Lo noté gracias a nuestro vínculo, igual que él había sabido de mí peligro por mi miedo y malestar.
– Cielo, tenemos otras cosas en las que pensar -indiqué, forzándome a sonreír y a sonar tranquila. Un rincón de mi mente visualizó una ambulancia rosa frenando bruscamente en el exterior para descargar un contingente de esteticistas con sus maletines de tijeras, peines y laca para el pelo -. Arreglar un poco de pelo quemado puede esperar hasta mañana. Es mucho más importante descubrir quién ha hecho esto y por qué.
Eric lanzó una dura mirada a Sam, como si fuese responsable del ataque.
– Sí, su bar es mucho más importante que tu seguridad y bienestar -dijo. Sam se quedó pasmado ante tal increpación y un conato de enfado empezó a prender en su rostro.
– Si Sam no hubiese actuado tan rápidamente con el extintor, todos habríamos acabado bastante mal -expliqué sin perder la calma y la sonrisa-. De hecho, tanto el bar como sus ocupantes habrían acabado muy mal. -Me estaba quedando sin falsa serenidad y, por supuesto, Eric se percató.
– Te voy a llevar a casa -decretó.
– No hasta que yo termine de hablar con ella. – Bud demostró un valor considerable. Eric ya era lo bastante temible cuando se encontraba de «buen» humor, nada que ver cuando sacaba los colmillos, como en ese preciso momento. Es lo que tienen las emociones fuertes en un vampiro.
– Cielo -dije, conteniéndome con gran esfuerzo. Cogí a Eric por la cintura y volví a intentarlo-. Cielo, Bud y Truman son los que mandan aquí y tienen sus propias normas. Estoy bien. – A pesar de mis temblores, que, por supuesto, él podía sentir.
– Estabas asustada -afirmó Eric. Estaba furioso porque me hubiese pasado algo que no había podido impedir.
Contuve el suspiro que me causó tener que ejercer de niñera de las emociones de Eric cuando lo que deseaba era tener mi propia crisis nerviosa. Los vampiros son de los seres más posesivos cuando reclaman la propiedad de alguien, pero también se obsesionan con fundirse con la población humana y no causar problemas innecesarios. Aquélla era una reacción excesiva.
Eric estaba furioso, sin duda, pero también solía ser tranquilo y pragmático. Sabía que no había sufrido heridas serias. Alcé la mirada hacia sus ojos, desconcertada. Hacía un par de semanas que mi vikingo no era él mismo. Algo, aparte de la muerte de su creador, lo importunaba, pero no había reunido valor suficiente para preguntárselo. Había preferido dejarlo estar. Sólo quería disfrutar de la paz que habíamos compartido durante varias semanas.
Puede que hubiese sido un error. Algo importante lo acuciaba, y toda esa ira era un efecto.
– ¿Cómo has llegado tan rápido? -preguntó Bud a Eric.
– Vine volando -dijo Eric con naturalidad, y Bud y Truman intercambiaron miradas de desconcierto. Hacía mil años que Eric gozaba de esa habilidad, así que pasó por alto las reacciones de asombro. Estaba centrado en mí, los colmillos aún desplegados.
No había manera de que supieran que Eric había sentido mi pavor desde el momento que vi la figura en movimiento. No había tenido necesidad de llamarlo cuando terminó el incidente.
– Cuanto antes solucionemos esto – sugerí dejando al descubierto una lamentable sonrisa hacia él-, antes podremos irnos. -Intentaba, sin demasiada sutileza, enviarle un mensaje a Eric. Al fin se calmó un poco para coger mis indirectas.
– Por supuesto, querida -respondió-. Tienes toda la razón. -Pero su mano agarró la mía con excesiva fuerza y sus ojos adquirieron tal luminosidad que parecían dos linternas azules.
Bud y Truman quedaron sumamente aliviados. La tensión descendió varios grados. Vampiros igual a drama.
Mientras curaban la mano de Sam y Truman tomaba unas fotos de los restos de la botella incendiaria, Bud me preguntó lo que había visto.
– Vi fugazmente una figura en el aparcamiento que corría hacia el edificio y luego una botella atravesó la ventana -expliqué-. No sé quién la lanzó. Tras romperse la ventana, el fuego se extendió gracias a las servilletas que ardían. No me di cuenta de nada más que de la gente corriendo para salir y Sam intentando apagarlo.
Bud me preguntó lo mismo varias veces de varias maneras distintas, pero no pude ayudarlo más de lo que ya lo había hecho.
– ¿Por qué crees que alguien le haría esto al Merlotte’s y a Sam? -preguntó Bud.
– No lo comprendo -dije-. Bueno, hubo algunos manifestantes de la iglesia en el aparcamiento hace varias semanas. Sólo han vuelto una vez desde entonces. No puedo imaginarme a ninguno de ellos haciendo…, ¿era eso un cóctel molotov?
– ¿Cómo sabes de esas cosas, Sookie?
– Bueno, primero porque leo libros. Segundo, porque Terry no habla mucho sobre la guerra, pero de vez en cuando comenta algo sobre las armas. -Terry Bellefleur, el primo del detective Andy Bellefleur, era un veterano de Vietnam condecorado y traumatizado. Solía encargarse de la limpieza del bar cuando todo el mundo se había marchado y, de vez en cuando, sustituía a Sam. A veces se quedaba allí observando el ir y venir de las personas. Su vida social no era muy dilatada.
Tan pronto como Bud se declaró satisfecho, Eric y yo nos dirigimos hacia mi coche. Cogió las llaves de mi mano temblorosa. Ocupé el asiento del copiloto. Él tenía razón. No debía conducir hasta que me recuperase del shock.
Eric había estado hablando por el móvil mientras Bud me interrogaba, y lo cierto es que no me sorprendió demasiado ver un coche aparcado enfrente de mi casa. Era el de Pam, y venía con un acompañante.
Eric fue hasta la parte de atrás, donde suelo aparcar, y me deslicé fuera del coche para apresurarme a abrir la puerta delantera. Eric me siguió con paso tranquilo. No habíamos intercambiado una sola palabra en el corto viaje. Estaba preocupado y aún lidiaba con su propio temperamento. Yo estaba conmocionada a causa del incidente. Ya me sentía un poco yo misma de nuevo mientras me asomaba al porche y decía:
– ¡Adelante!
Pam y su acompañante salieron del vehículo. Iba con un joven que quizá tuviera los veintiuno, delgado hasta el borde de la demacración. Su pelo estaba teñido de azul y lucía un corte extremadamente geométrico, como si se hubiese puesto una caja en la cabeza, la hubiese ladeado y hubiese cortado el pelo que sobresalía. Todo lo que no entraba en el límite había quedado rapado.
Digamos que era llamativo.
Pam sonrió ante mi expresión, que rápidamente intenté convertir en acogedora. Pam era vampira desde que la reina Victoria ocupaba el trono de Inglaterra y era la mano derecha de Eric desde que la reclamara para sí en sus correrías en Estados Unidos. El era su creador.
– Hola -saludé al joven que entraba por mi puerta. Estaba muy nervioso. Me miró fugazmente, apartó la mirada, se centró en Eric y luego barrió la estancia como si intentase impregnarse de ella. Un fugaz destello de desprecio surcó su rostro lampiño tras repasar el desorden del salón, que nunca era gran cosa, ni siquiera cuando estaba ordenado.
Pam le dio una colleja.
– ¡Responde cuando te hablan, Immanuel! -restalló. Estaba un poco detrás de él, así que no hubo manera de que la viese cuando me guiñó un ojo.
– Hola, señorita -me saludó, dando un paso al frente. Arrugó la nariz.
– Apestas, Sookie -me dijo Pam.
– Es por el incendio -expliqué.
– Podrás contármelo luego -respondió, arqueando sus pálidas cejas-. Sookie, te presento a Immanuel Earnest -continuó-. Es peluquero en el Estilo de Muerte, de Shreveport. Es el hermano de mi amante, Miriam. – Aquello era mucha información en un par de frases. Me esforcé por asimilarla.
Eric contemplaba el peinado de Immanuel con fascinado desprecio.
– ¿Esto es lo que me traes para arreglarle el pelo a Sookie? -dijo a Pam. Tenía los labios apretados en una finísima línea. Sentía su escepticismo palpitar por el vínculo que nos unía.
– Miriam dice que es el mejor -señaló Pam, encogiéndose de hombros -. Hace ciento cincuenta años que no me corto el pelo. ¿Cómo voy a saberlo?
– ¡Míralo!
Empezaba a preocuparme. Incluso en aquellas circunstancias, el mal humor de Eric era excesivo.
– A mí me gustan sus tatuajes -dije-. Los colores son muy bonitos.
Aparte de su corte de pelo extremo, Immanuel estaba cubierto por unos tatuajes muy sofisticados. Nada de «AMOR DE MADRE» o «BETTY SUE», ni mujeres desnudas, sino unos diseños muy elaborados y coloridos que se extendían desde las muñecas hasta los hombros. Parecería que iba vestido aunque estuviese desnudo. El peluquero llevaba un estuche plano de cuero que se sacó de debajo del escuálido brazo.
– ¿Así que me vas a cortar las puntas chamuscadas? -pregunté, alegre.
– De tu pelo -indicó cuidadosamente. No estaba segura de necesitar esa puntualización. Me atravesó con la mirada y luego la bajó a sus pies-. ¿Tienes una banqueta alta?
– Sí, en la cocina -contesté. Cuando reconstruí mi cocina incendiada, por costumbre había comprado una banqueta alta, como la que mi abuela había usado para sentarse mientras hablaba por teléfono. El nuevo teléfono era inalámbrico, y no necesitaba quedarme en la cocina cuando lo usaba, pero la encimera no parecía completa sin una banqueta al lado.
Mis tres invitados me siguieron y yo arrastré la banqueta hasta el centro de la estancia. Apenas quedó espacio para todos cuando Eric y Pam se sentaron al otro extremo de la mesa. Eric atravesaba a Immanuel con mirada ominosa, mientras que Pam simplemente aguardaba para entretenerse con nuestra agitación emocional.
Me subí a la banqueta y me obligué a sentarme con la espalda recta. Las piernas me escocían, los ojos me lloraban y la garganta me dolía. Pero me obligué a sonreír a mi peluquero. Immanuel estaba muy nervioso. No es lo más aconsejable en alguien que va a manejar unas tijeras afiladas cerca de tu cara.
Me quitó la goma que me sujetaba la coleta. Se produjo un profundo silencio mientras evaluaba los daños. No emitía pensamientos positivos. Mi vanidad se adueñó de mis palabras.
– ¿Tan mal está? -pregunté, intentando que la voz no me temblara. Ahora que me sentía a salvo en casa, mi cuerpo empezaba a reaccionar.
– Voy a tener que quitarte por lo menos tres dedos -dijo en voz baja, como si me estuviese contando que un familiar estuviera gravemente enfermo.
Para mi vergüenza, reaccioné como si estuviera viendo las noticias. Sentía las lágrimas agolpándose en mis ojos y los labios me temblaban. «¡Es ridículo!», pensé. Mis ojos se deslizaron a la izquierda, cuando Immanuel puso su estuche de cuero sobre la mesa de la cocina. Abrió la cremallera y sacó un cepillo. Había varias tijeras dispuestas en bucles espirales y una plancha eléctrica con el cable pulcramente enrollado. Cuidado completo del pelo a domicilio.
Pam escribía un mensaje en el móvil a una increíble velocidad. Sonreía, como si el mensaje fuese condenadamente divertido. Eric me miraba fijamente. Su mente destilaba muchos pensamientos oscuros. No podía leerlos, pero sabía que estaba profundamente descontento.
Dejé escapar un suspiro y miré al frente. Amaba a Eric, pero en ese momento sólo deseaba que se llevase sus preocupaciones a otra parte. Sentí el contacto de Immanuel en mi pelo cuando empezó a cepillármelo. La sensación era muy extraña cuando llegaba a las puntas. Un leve tirón y un llamativo sonido me indicaron que parte del pelo quemado se había desprendido.
– No tiene arreglo -murmuró Immanuel-. Voy a cortarlo. Luego te lo lavarás y volveré a cortar.
– Tienes que buscarte otro trabajo -dijo Eric abruptamente, y el cepillo de Immanuel se detuvo en seco hasta que se dio cuenta de que Eric me hablaba a mí.
Quería enfadarme con mi novio. Quería darle una bofetada en su preciosa y testaruda cara.
– Ya hablaremos luego -dije, sin mirarlo.
– ¿Qué será lo siguiente? ¡Eres demasiado vulnerable!
– Hablaremos luego.
Por el rabillo del ojo vi a Pam apartando la cabeza para que Eric no viese su sonrisa traviesa.
– ¿No deberías taparla con algo? -gruñó Eric a Immanuel-. ¿No deberías taparle la ropa?
– Eric -intervine-, dado que apesto a humo y a extintor, no creo que sea demasiado importante proteger mi ropa del pelo quemado.
Eric no bufó, pero estuvo cerca. No obstante, pareció darse cuenta de mi doloroso estado emocional y se contuvo.
El alivio fue tremendo.
Immanuel, cuyas manos eran sorprendentemente estables para alguien metido en una diminuta cocina con dos vampiros (uno de ellos extremadamente susceptible) y una camarera chamuscada, me cepilló hasta dejar el pelo lo más suave posible. Luego cogió las tijeras. Notaba que el peluquero se concentraba absolutamente en su tarea. Descubrí que Immanuel era un portento de la concentración, ya que su mente era una ventana abierta para mí.
No llevó mucho tiempo. Los mechones quemados cayeron al suelo como copos de nieve.
– Necesito que te duches y vuelvas con el pelo limpio y mojado -dijo Immanuel-. Después, te lo igualaré un poco. ¿Dónde tienes la escoba y el recogedor?
Le indiqué dónde estaban antes de ir a mi cuarto de baño, atravesando el dormitorio. Me pregunté si Eric me acompañaría, ya que sabía, por anteriores experiencias, que le gustaba mi ducha. Tal como me sentía, estaría mucho mejor si se quedaba en la cocina.
Me quité la ropa apestosa y abrí el grifo para que fluyera el agua más caliente que mi cuerpo pudiera soportar. Fue un alivio entrar en la ducha y notar que la humedad y el calor cubrían todo mi cuerpo. Cuando el agua llegó a mis piernas, me escoció mucho. Por un instante no supe ver el lado positivo de nada. Sólo recordé el miedo que había pasado. Pero, una vez lidiado con ello, algo afloró en mi mente.
La figura que había atisbado corriendo hacia el bar, botella en mano…, no podía estar completamente segura, pero sospechaba que no era humana.