Debí haberlo visto venir, me dije a mí misma por décima o vigésima vez. Me había precipitado hacia algo para lo que debería haberme preparado. Al menos debería haber llamado a Eric para advertirle de lo que estaba a punto de pasar. Pero temía que me convenciera para no hacerlo y tenía que saber cuáles eran mis verdaderos sentimientos hacia él. En ese preciso momento, los verdaderos sentimientos de Eric hacía mí eran de enfado. Tenía un inmenso cabreo. Y, por un lado no lo culpaba.
Se suponía que estábamos enamorados, y eso implicaba que debíamos consultarnos las cosas mutuamente, ¿no? Por otra parte, podía contar con los dedos de la mano las veces que Eric me había consultado, y me sobraban dedos. De una mano. Así que, a ratos, lo criticaba por esa reacción. Por supuesto, él nunca me habría dejado hacerlo y nunca habría sabido algo que debía saber.
Así que me encontré meciéndome de un pie a otro mentalmente, llegado el momento de decidir si había hecho lo correcto.
Pero no conseguía salir de mi espiral de descontento y preocupación, independientemente de sobre qué pie me sostuviera.
Bob y Amelia estaban manteniendo un debate en su habitación, tras el cual decidieron quedarse un día más para «ver qué pasa». Sabía que Amelia estaba preocupada. Pensaba que debía haberme presentado la idea con más sosiego antes de convencerme para llevarla a cabo. Bob pensaba que las dos éramos tontas, pero tuvo el tino de no decirlo. No obstante, no podía evitar pensarlo, y si bien no era un emisor tan claro como Amelia, podía oírlo.
Fui a trabajar al día siguiente, pero estaba tan distraída, me sentía tan desdichada y el volumen de trabajo era tan escaso que Sam me dejó irme a casa temprano. India me dio una amable palmada en el hombro y me recomendó que me lo tomase con calma, un concepto que me costaba mucho interiorizar.
Esa noche, Eric se presentó una hora después del anochecer. Vino en coche para que no nos pillase por sorpresa. Tenía ganas de verlo y pensaba que había tenido tiempo suficiente para tranquilizarse. Después de la cena, propuse a Bob y Amelia que fuesen a ver una película a Clarice.
– ¿Seguro que estás bien? -preguntó Amelia-. Porque estamos dispuestos a quedarnos contigo si crees que sigue enfadado. – Ya no quedaba rastro de su anterior complacencia.
– No sé cómo se siente -admití, y la idea aún me daba un poco de vértigo-. Pero sé que vendrá esta noche. Probablemente sea mejor que no os vea para que no se enfade aún más.
Bob se encrespó un poco ante el comentario, pero Amelia asintió, comprensiva.
– Espero que me sigas considerando tu amiga -dijo y, por una vez, no vi venir sus pensamientos -. Quiero decir que creo que te he fastidiado, pero no era mi intención. Pretendía liberarte.
– Lo comprendo y te sigo considerando una de mis mejores amigas -contesté lo más tranquilizadoramente que pude. Si era tan débil como para acceder a los impulsos de Amelia sin rechistar, el problema era mío.
Estaba sentada a solas en el porche delantero, sumida en esa melancolía que te hace recordar todos tus errores y olvidar los aciertos, cuando vi el destello de las luces del coche de Eric emerger por el camino.
No pude prever que titubearía antes de salir del coche.
– ¿Sigues enfadado? -le interrogué, conteniendo el llanto. Llorar habría sido una cobardía, e intentaba imprimirme un poco de fuerza desde el espinazo.
– ¿Aún me quieres? -preguntó él.
– Tú primero. -Infantil.
– No estoy enfadado -admitió-. Al menos ya no. Al menos no ahora mismo. Debí haberte animado a que buscases una manera de romper el vínculo, y de hecho tenemos un ritual para ello. Debería habértelo ofrecido. Temía que sin él acabaríamos separándonos, ya porque no quisieras verte arrastrada a mis problemas o porque Víctor descubriera que eras vulnerable. Si decidiera pasar por alto nuestro matrimonio, sin el vínculo no sabría si te encuentras en peligro.
– Yo debí preguntarte qué pensabas, o al menos advertirte de lo que íbamos a hacer -reconocí. Inspiré profundamente-. Te quiero, desde mi independencia.
De repente estaba en el porche, junto a mí. Me abrazó y me besó en los labios, el cuello, los hombros. Me elevó sobre el suelo lo suficiente para que su boca pudiera hallar mis pechos a través de la camiseta y el sujetador.
Emití un quejido apagado y rodeé su tronco con las piernas. Me apreté contra su cuerpo con todas mis fuerzas. A Eric le gustaba el sexo al estilo mono.
– Te voy a arrancar la ropa -me advirtió.
– Vale.
Y mantuvo su palabra. Tras unos minutos excitantes, dijo:
– También me arrancaré la mía.
– Claro -farfullé antes de morderle el lóbulo de la oreja. Lanzó un gruñido. El sexo con Eric no tenía nada de civilizado.
Oí más rasgados y finalmente ya no hubo nada entre Eric y yo. Estaba dentro de mí, muy profundamente, y se tambaleó hacia atrás, hasta el columpio del porche, que empezó a moverse erráticamente. Tras el primer instante de sorpresa, aprovechamos su inercia. Seguimos meciéndonos hasta sentir la creciente tensión, la sensación previa al éxtasis, la inminente liberación.
– Fuerte -dije con urgencia-. Sí, sí, sí…
– ¿Es esto lo bastante fuerte?
Y lancé un grito echando la cabeza hacia atrás.
– Vamos, Eric -insté cuando los calambres postreros aún se abrían paso por mi cuerpo-. ¡Vamos! -Y me moví más rápido de lo que jamás hubiera imaginado ser capaz.
– ¡Sookie! -boqueó, y me propinó un último e intenso empujón seguido de un sonido que hubiese identificado como una manifestación primitiva de dolor, de no saber lo que estábamos haciendo.
Fue magnífico, agotador y absolutamente excelente.
Nos quedamos en el columpio al menos media hora, recuperándonos, enfriándonos, aferrados el uno al otro. Me sentía tan feliz y relajada que no quería moverme, pero tenía que entrar en casa para lavarme y ponerme algo de ropa con las costuras intactas. Eric sólo se había soltado el botón de los pantalones y podría mantenerlos en su sitio gracias al cinturón, que había conseguido desabrocharse antes de entrar en la fase de arrancarnos las prendas. Su cremallera aún funcionaba.
Mientras me recomponía, él se calentó una botella de sangre, sacó una bolsa de hielo y me preparó un vaso de té helado. Aplicó la bolsa de hielo él mismo mientras yo me recostaba en el sofá. «Hice bien en romper el vínculo», pensé. Y era todo un alivio saber cómo se sentía Eric, aunque aún albergaba cierto temor de que dicho alivio no fuese el sentimiento más correcto.
Durante unos minutos hablamos de pequeñas cosas. Me cepilló el pelo, que estaba terriblemente enmarañado, y yo le cepillé el suyo (como los monos que, según tengo entendido, se acicalan mutuamente). Cuando conseguí que su melena estuviese suave y brillante, puso mis piernas sobre su regazo. Su mano las recorría arriba y abajo, de mis shorts a los dedos de los pies, una y otra vez.
– ¿Te ha dicho algo Víctor? -No tenía muchas ganas de reabrir la conversación de lo que había hecho, aunque era innegable que habíamos abierto nuestro reencuentro con toda una explosión.
– Nada sobre el vínculo, así que todavía no lo sabe. Lo habría tenido al teléfono inmediatamente. – Eric apoyó la cabeza sobre el respaldo del sofá, sus ojos azules entrecerrados. Relajación postcoital.
Todo un alivio.
– ¿Cómo está Miriam? ¿Se ha recuperado?
– Se ha recuperado de las drogas que le administró Víctor, pero no se siente mejor físicamente. Pam está más desesperada de lo que nunca la he visto.
– ¿Su relación surgió con calma y dulzura? Porque no tenía la menor idea hasta que Immanuel me habló de ella.
– Pam no suele preocuparse por nadie tanto como por Miriam -indicó. Giró la cabeza lentamente y se encontró con mi mirada-. Yo lo descubrí cuando me pidió que le diese tiempo libre para visitarla en el hospital. Le dio su sangre, única razón por la que Miriam aún está viva.
– ¿La sangre de vampiro no puede curarla?
– Nuestra sangre es buena para curar heridas abiertas -explicó Eric-. Con las enfermedades, puede aliviar, pero raramente cura.
– ¿Por qué?
Eric se encogió de hombros.
– Estoy seguro de que uno de vuestros científicos tendría una teoría, pero no es mi caso. Y como algunas personas se vuelven locas cuando toman nuestra sangre, el riesgo es considerable. Era más feliz cuando las propiedades de nuestra sangre eran un secreto, pero supongo que hay secretos que no pueden mantenerse para siempre. A Víctor le trae ciertamente sin cuidado la supervivencia de Miriam o el hecho de que Pam nunca haya solicitado crear una vampira convertida antes. Después de todos estos años de servicio, es lo mínimo que se merece.
– ¿Victor no se lo permite sólo para fastidiarla?
Eric asintió.
– Esgrime una mierda de excusa sobre el exceso de vampiros en el área, cuando lo cierto es que no ando muy sobrado. El caso es que Victor nos bloqueará todo lo que pueda, durante todo el tiempo posible, con la esperanza de que yo haga algo poco juicioso, dándole una excusa para relevarme o matarme.
– Pero Felipe no permitiría que eso pasase.
Me subió sobre su regazo y me apretó contra su frío pecho. Su camisa aún estaba desabrochada.
– Si estuviese sobre el terreno, Felipe fallaría a favor de Pam, pero estoy seguro de que quiere mantenerse al margen de la situación tanto como pueda. Es lo que yo haría. Ha colocado a Rita la Roja en Arkansas, y nunca ha gobernado; sabe que Victor ansia ser designado regente de Luisiana, en vez de rey, y él está bastante ocupado en Las Vegas, que gestiona con una plantilla escuálida desde que ha repartido a su gente por dos Estados. No se había consolidado un imperio tan grande desde hacía siglos, y cuando se hizo la población no era más que una fracción de la actual.
– Entonces ¿Felipe aún controla todo Nevada?
– Por ahora sí.
– Eso suena un poco ominoso.
– Cuando los líderes se extienden demasiado, atraen a los tiburones a ver si pueden llevarse un bocado.
Una imagen mental desagradable.
– ¿Qué tiburones? ¿Alguno que yo conozca?
Eric apartó la mirada.
– Otros dos monarcas de Zeus. La reina de Oklahoma y el rey de Arizona.
Los vampiros habían dividido Estados Unidos en cuatro territorios, todos ellos bautizados según antiguas deidades. Pretencioso, ¿eh? Yo vivía en el territorio de Amón, en el reino de Luisiana.
– A veces desearía que sólo fueses un vampiro del montón -dije sin pensar-. Ojalá no fueses sheriff ni nada.
– Quieres decir que ojalá fuese como Bill.
Ay.
– No, porque él tampoco es del montón -solté-. Tiene esa base de datos y ha aprendido mucho sobre informática. Se ha reinventado a sí mismo. Supongo que desearía que te parecieses más a… Maxwell.
Maxwell era un hombre de negocios. Llevaba trajes. Se presentaba a su trabajo en el club sin entusiasmo y extendía sus colmillos sin el drama que habían ido a buscar los turistas. Era aburrido, lo llevaba escrito en la cara, aunque, de vez en cuando, tenía la impresión de que su vida personal era más exótica. Pero tampoco me interesaba averiguar más de lo necesario al respecto. Eric puso los ojos en blanco.
– Por supuesto, puedo parecerme mucho a él. Para empezar, deja que lleve encima siempre una calculadora y duerma al personal con cosas como las «rentas vitalicias variables», o lo que demonios hable.
– Ya te he entendido, señor Sutileza -bromeé. El paquete de hielo había cumplido con su cometido. Lo quité de la zona felizmente afectada y lo dejé sobre la mesa.
Era la conversación más relajada que habíamos tenido en la vida.
– ¿No es divertido? -dije, intentando que Eric admitiese que había hecho lo correcto, aunque de la forma errónea.
– Sí, muy divertido. Hasta que Victor te pille y te deje seca, diciendo: «Pero, ¡Eric, no tenía ningún vínculo contigo, así que supuse que ya no la querrías!». A continuación te convertiría en contra de tu voluntad y yo debería contemplar cómo sufres vinculada a él durante el resto de tu vida. Y la mía.
– Tú sí que sabes hacer que una chica se sienta especial – dije.
– Te quiero -afirmó como si recordase un hecho doloroso-. Y esta situación con Pam tiene que terminar. Si Miriam muere, Pam podría decidir marcharse y yo no podría detenerla. De hecho, no debería. Aunque es muy útil.
– Sientes afecto por ella -dije-. Vamos, Eric, la quieres. Es tu vampira convertida.
– Sí, le tengo mucho afecto -admitió-. Elegí muy bien. Tú fuiste mi otra gran elección.
– Ésa es una de las cosas más bonitas que nadie me ha dicho -constaté con un nudo en la garganta.
– ¡No te pongas a llorar! -Hizo un gesto con la mano delante de su cara, como si quisiera desterrar las lágrimas.
Tragué con fuerza.
– Entonces ¿tienes algo planeado para Victor? -Usé el extremo de su camisa para secarme las lágrimas.
La expresión de Eric era sombría. Bueno, más de lo normal.
– Siempre que lo hago, doy con un obstáculo tan grande que tengo que olvidarlo. Victor es muy bueno cubriéndose las espaldas. Quizá deba atacarlo abiertamente. Si lo mato, si gano, tendré que someterme a un juicio.
Me estremecí.
– Eric, si luchases con Victor solo, a mano desnuda, en una sala vacía, ¿cuál crees que sería el desenlace?
– Es muy bueno -admitió Eric. No dijo más.
– ¿Podría ganar? -pregunté.
– Sí -contestó él. Me miró a los ojos-. Y lo que os pasaría a Pam y a ti después…
– No intento obviar el hecho de que estarías muerto, aunque sería lo más importante para mí en esas circunstancias -expliqué-, pero me pregunto por qué tendría tantas ganas de hacernos daño a Pam y a mí después. ¿Con qué fin?
– Con el fin de enseñar una lección a otros vampiros que albergasen tentaciones similares. -Sus ojos se centraron en la repisa de la chimenea, atestada de fotos de la familia Stackhouse. No quería mirarme a la cara cuando dijese lo que estaba a punto de decir-: Heidi me informó de que hace dos años, cuando Victor aún era el sheriff de Nevada, en Reno, un nuevo vampiro llamado Chico le contestó de mala manera. El padre de Chico estaba muerto, pero su madre aún vivía, y de hecho se había casado y había tenido más hijos. Victor hizo que la secuestraran. Para corregir los modales de Chico, cortó la lengua a su madre mientras él miraba. Le obligó a comérsela.
Era un relato tan perturbador que me llevó un tiempo asimilarlo.
– Los vampiros no pueden comer -caí-. ¿Qué?
– Chico se puso muy enfermo, y de hecho vomitó sangre -explicó Eric. Seguía sin mirarme a los ojos-. Se debilitó tanto que no podía moverse. Su madre se desangró hasta morir mientras él yacía en el suelo. Fue incapaz de arrastrarse hasta ella para darle su sangre y salvarla.
– ¿Heidi te contó esta historia por voluntad propia?
– Sí. Le pregunté por qué estaba tan contenta de haber sido asignada a la Zona Cinco.
Heidi, una vampira especializada en el rastreo, había pasado a formar parte del equipo de Eric por cortesía del propio Victor. Por supuesto, debía espiar a Eric, y como eso no era ningún secreto, a nadie parecía importarle. No la conocía muy bien, pero sabía que tenía un hijo drogadicto en Reno y no me extrañaba que se hubiese quedado, mejor que nadie, con la lección de Victor. Sin duda eso haría que cualquier vampiro con familiares o allegados humanos temiese a Victor. Pero también provocaría que lo odiasen y deseasen verlo muerto; y ése era el aspecto que no había tenido Victor en cuenta, pensé, cuando impartió la lección.
– Victor es muy corto de miras o muy pagado de sí mismo -concluí en voz alta. Eric asintió.
– Puede que las dos cosas -dijo.
– ¿Qué sentiste tú al escuchar esa historia? -pregunté.
– Yo… no quería que te pasase nada así -dijo. Me dedicó una expresión de desconcierto -. ¿Qué es lo que buscas, Sookie? ¿Qué puedo responder?
Aun sabiendo que era fútil, que estaba ladrándole al árbol equivocado, lo que buscaba era repugnancia moral, algo como «Yo jamás sería tan cruel hacia una mujer y su hijo».
Pero, por otra parte, pretendía que un vampiro de mil años se sintiese molesto por la muerte de una mujer que ni siquiera conocía, una muerte que no podría haber impedido. Sabía que era una locura, que estaba mal, que incluso era peor que yo misma conspirase para la muerte de Víctor. Su ausencia absoluta era todo lo que anhelaba. Estaba convencida de que si en ese momento Pam hubiese llamado para decir que a Víctor se le había caído una caja fuerte encima, me habría puesto a bailar llena de júbilo.
– Está bien -respondí-. No importa.
Eric me lanzó una mirada sombría. Era incapaz de sondear la profundidad de mi desdicha; ahora no, no desde que el vínculo había desaparecido. Pero me conocía lo suficiente como para saber que no estaba nada contenta. Me forcé a afrontar el problema que teníamos entre manos.
– Ya sabes con quién deberías hablar -dije-. ¿Recuerdas la noche que fuimos al Beso del Vampiro? ¿Del camarero que me dio la pista de la sangre de hada con tan sólo una mirada y un pensamiento?
Eric asintió.
– No quisiera recurrir a él más de lo necesario, pero no veo que tengamos otra alternativa. Tenemos que hacerlo con todo lo que nos venga a mano, o perderemos.
– En ocasiones -admitió Eric- me dejas perplejo.
En ocasiones, y no siempre para bien, me dejaba perpleja a mí misma.
Eric y yo cogimos mi coche para volver al Beso del Vampiro. El aparcamiento estaba atestado, aunque puede que no tanto como en nuestra última visita. Aparcamos detrás del club. Si Victor estaba dentro, no tendría ninguna razón para comprobar el aparcamiento de los empleados, como tampoco la tendría para recordar mi coche. Mientras esperábamos, recibí un mensaje de texto de Amelia diciéndome que habían vuelto a la casa y preguntando por mi paradero.
«Estoy bien -respondí-, ¿c y d están por allí?».
«Sí -escribió-. Husmeando en el porche, a saber por qué. ¡Hadas! ¿Tienes tus llaves?».
Le dije que sí, pero que no estaba segura de si iría a dormir esa noche. Estábamos un poco más cerca de Shreveport que de Bon Temps, y tendría que llevar a Eric a casa, a menos que se fuese volando. Pero su coche… oh, bueno, para esas cosas tiene a un tipo que trabaja de día.
– ¿Has sustituido ya a Bobby? -pregunté. Odiaba sacar un tema así, pero tenía que saberlo.
– Sí -repuso Eric-. Contraté a un tipo hace dos días. Vino con muchas recomendaciones.
– ¿De quién?
Se hizo el silencio. Miré a mi amante picada por una repentina curiosidad. No entendía el porqué de tanta urgencia por mí parte.
– Por Bubba -dijo Eric.
Sentí cómo se me dibujaba una sonrisa en la cara.
– ¡Ha vuelto! ¿Dónde está viviendo?
– Ahora mismo vive conmigo -afirmó-. Cuando preguntó por Bobby, tuve que explicarle lo que había pasado. A la noche siguiente, Bubba me trajo a esta persona. Supongo que se le puede enseñar.
– No pareces muy entusiasmado.
– Es un licántropo -dijo Eric, e inmediatamente comprendí su actitud. Los vampiros y los licántropos no se llevan nada bien. Cabría pensar que, como los dos grupos sobrenaturales mayoritarios, podrían formar una alianza, pero esas cosas no pasan. Son capaces de colaborar en algún proyecto mutuamente beneficioso durante un tiempo escaso, pasado el cual la desconfianza y la aversión siempre vuelven.
– Háblame de él -pedí-. De tu asistente, digo. -No teníamos otra cosa que hacer, y últimamente no habíamos tenido tiempo para conversaciones generales.
– Es negro -explicó Eric, como si dijese que tenía los ojos marrones. Podía recordar vivamente el primer hombre negro que había visto siglos atrás-. Es un lobo solitario, independiente. Alcide ya lo ha abordado para que se una a la manada del Colmillo Largo, pero no creo que le interese. Y ahora que ha aceptado mi empleo, no creo que se muestren tan entusiastas por ficharlo.
– ¿Y ése es el tipo que has contratado? ¿Un licántropo en quien no confías y al que tienes que entrenar? ¿Un tipo que no tardará ni un segundo en cabrear a Alcide y su manada?
– Tiene un atributo sobresaliente -comentó Eric.
– ¡Bien! ¿Y cuál es?
– Puede mantener la boca cerrada. Y odia a Victor -dijo.
Eso lo cambiaba todo.
– ¿Por qué? -pregunté-. Asumo que tendrá una buena razón.
– Aún no la conozco.
– Pero ¿estás seguro de que no está jugando con dos barajas? ¿No crees que Victor sabría que contratarías a alguien que le odiase y te lo lanzaría en bandeja?
– Estoy seguro de ello -dijo-. Pero quiero que mañana te sientes con él un rato.
– Si puedo dormir un poco antes -respondí, bostezando tanto que casi me desencajo la mandíbula. Eran pasadas las dos de la mañana y el bar empezaba a dar muestras de ir a cerrar, pero el aparcamiento de empleados seguía lleno de coches -. ¡Eric, ahí está! -Apenas reconocí al camarero llamado Colton porque iba vestido con unos pantalones piratas anchos, sandalias de dedo y una camiseta verde con un motivo que no fui capaz de discernir. En cierto modo echaba de menos el taparrabos. Arranqué el motor a la vez que Colton. Cuando salió del aparcamiento, aguardé un prudencial momento antes de seguirlo. Giró a la derecha, hacia la carretera de acceso, y luego al oeste, hacia Shreveport. Aun así, no fue muy lejos. Salió de la interestatal a la altura de Haughton.
– Se nos ve a la legua -dije.
– Tenemos que hablar con él.
– Entonces pasamos del sigilo, ¿no?
– Sí -convino Eric. No parecía muy contento, pero tampoco nos quedaban muchas alternativas.
El coche de Colton, un Dodge Charger que había conocido días mejores, giró por una calle estrecha. Se detuvo frente a una caravana de buen tamaño. Salió y permaneció junto al coche. Tenía la mano pegada al costado, y estaba bastante segura de que llevaba una pistola.
– Deja que salga yo primero -dije mientras paraba junto al hombre.
Antes de que Eric pudiera discutir, abrí la puerta y llamé:
– ¡Colton! ¡Soy Sookie Stackhouse, me conoces! Ahora voy a salir, y no voy armada.
– Despacio. -Su voz destilaba preocupación, y no podía culparle.
– Sólo para que lo sepas: Eric Northman me acompaña, pero sigue en el coche.
– Bien.
Las manos en alto, me aparté del coche para que tuviera una perspectiva completa de mí. La luz del porche delantero de la caravana era la única fuente de iluminación, pero eso no le impidió escrutarme concienzudamente. En ese momento, la puerta de la caravana se abrió y una joven emergió hasta el porche prefabricado.
– ¿Qué pasa, Colton? -preguntó con voz nasal y un acento muy country.
– Tenemos compañía. No te preocupes -repuso automáticamente.
– ¿Quién es?
– La chica Stackhouse.
– ¿Sookie? -dijo con perplejidad.
– Sí -afirmé-. ¿Nos conocemos? No te veo muy bien desde aquí.
– Soy Audrina Loomis -se presentó-. ¿Te acuerdas? Estuve saliendo con tu hermano en el instituto.
Al igual que la mitad de las chicas de Bon Temps, lo cual no me ayudaba a definirla mejor.
– Ha pasado mucho tiempo. -Opté por la cautela.
– ¿Sigue soltero?
– Sí -dije-. Oh, por cierto, ¿puede salir ya mi novio del coche? Ya que nos conocemos todos.
– ¿Quién es?
– Se llama Eric. Es un vampiro.
– Genial. Claro, veámoslo. – Audrina parecía un poco más imprudente que Colton. Por otra parte, Colton me había advertido sobre la sangre de hada.
Eric salió de mi coche y hubo un momento de sobrecogido silencio, mientras Audrina absorbía la magnificencia de Eric.
– Vaya, vaya -admiró Audrina, aclarándose la garganta, como si se le acabase de quedar seca-. ¿Qué tal si entráis y nos contáis qué hacéis por aquí?
– ¿Crees que es prudente? -intervino Colton.
– Si hubiese querido, podría habernos matado ya seis veces. – Audrina no era tan tonta como parecía.
En el interior de la caravana, Eric y yo sentados en el sofá, que habían cubierto con una vieja colcha de felpilla y al que se le habían saltado varios muelles, tuve ocasión de observar detenidamente a Audrina. Tenía las raíces negras, a pesar de que el resto de su pelo, que le llegaba a los hombros, era rubio platino. Vestía un camisón que en realidad no había sido diseñado para dormir con él. Era rojo y mínimo. Había estado esperando a Colton para recibirlo con algo más que una conversación.
Ahora que no estaba distraída por su taparrabos de cuero y sus desconcertantes ojos, Colton me pareció más un tipo normal. Algunos hombres son incapaces de irradiar tensión sexual a menos que se quiten la ropa, y Colton era uno de ellos. Pero sus ojos eran algo completamente inusual y en ese momento parecían dos escalpelos láser con los que atravesarme, aunque no desde un punto de vista sexual.
– No tenemos sangre en la nevera -se disculpó Audrina-. Lo siento. -No me ofreció ninguna bebida. Lo hacía adrede, según pude captar. No quería que aquello se pareciese, ni por asomo, a una reunión social.
Vale.
– Eric y yo queremos saber por qué nos advertiste -le dije a Colton. Y quería saber por qué pensé en él cuando Eric me contó la historia de Chico y su madre.
– He oído hablar de ti -contestó-. Fue Heidi.
– ¿Heidi y tú sois amigos? -preguntó Eric a Colton, aunque regaló a Audrina una de sus mejores sonrisas.
– Sí -admitió Colton-. Trabajé para Felipe en un club de Reno. La conocí allí.
– ¿Saliste de Reno para desempeñar un trabajo mal remunerado en Luisiana? -Eso no parecía tener sentido.
– Audrina era de aquí y quería intentar volver a echar raíces -explicó Colton-. Su abuela vive en la caravana del final de la calle y está muy delicada. Audrina trabaja en el Redneck Roadhouse de Vic durante el día como recepcionista. Yo trabajo de noche en el Beso del Vampiro. Además, vivir aquí es mucho más barato. Pero no te falta razón, hay más. -Echó una mirada a su novia.
– Vinimos por una razón -prosiguió Audrina-. Colton es el hermano de Chico.
Eric y yo tuvimos que tomarnos un segundo para asimilar esa noticia.
– Así que era tu madre -le dije al joven-. Lo siento.
Si bien no sabía mucho más de la historia, el nombre había bastado para encenderme las luces.
– Sí, era mi madre -contó Colton. Se nos quedó mirando, inexpresivo-. Mi hermano Chico es un capullo que no se lo pensó dos veces antes de convertirse en vampiro. Tiró su vida como cualquier idiota se haría un tatuaje. «¡Mola cantidad!». El caso es que siguió siendo un capullo, haciendo el trabajo sucio para Victor sin entender por qué. No lo pillaba. – Apoyó la cabeza entre las manos y la sacudió de lado a lado-. Hasta esa noche. Entonces sí que lo entendió. Pero tuvo que pagar con la vida de nuestra madre. Chico desearía estar muerto también, pero nunca será así.
– ¿Y cómo es que Victor no sabe quién eres?
– Chico tenía otro padre, así que su apellido también era distinto -añadió Audrina para dar tiempo a Colton para recuperarse-. Y Chico no era precisamente un tipo familiar. Hacía diez años que se había ido de casa. Sólo llamaba a su madre una vez cada dos meses, pero nunca iba a verlos. Pero eso bastó para que a Victor se le ocurriese la brillante idea de recordarle que no había firmado un contrato precisamente con los Ángeles de California.
– Más bien los Ángeles del Infierno -terció Colton estirándose.
Si la comparación molestó a Eric, no se notó. Estaba convencida de que no era lo peor que había escuchado.
– Así que, gracias a un empleado de Víctor -elaboró Eric-, supiste de mi Sookie. Y supiste cómo advertirla cuando Victor intentó envenenarnos.
Colton parecía airado. «No debí hacerlo», pensó.
– Sí, hiciste lo que debías -señalé, aunque puede que un poco susceptible-. También somos personas.
– Tú lo eres -dijo Eric, leyendo la expresión de Colton tan claramente como yo sus pensamientos -. Pero Pam y yo no. Colton, quiero agradecerte la advertencia y deseo recompensarte. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Puedes matar a Victor -respondió Colton inmediatamente.
– Qué interesante. Es precisamente lo que quería hacer -afirmó Eric.