Como el Merlotte’s estaba casi vacío, nadie dijo nada porque llegase tarde. De hecho, Sam estaba tan preocupado que no creo que se diese cuenta siquiera. Su abstracción me hizo sentir un poco mejor. Me preguntaba si Jannalynn le habría contado algún cuento para disimular su malicia, por si me quejaba por haber metido a otro hombre en mi cama. Sam no parecía tener ni idea de que su novia se hubiera esforzado tanto para ponerme en ridículo, recomendando a su jefe que jugase al escondite entre mis sábanas.
Pero enfadarse con Jannalynn era demasiado fácil, ya que no me caía bien. Pensándolo mejor, Alcide debió sopesar mejor las cosas antes de aceptar un mal consejo. Si había sido tan estúpido como para dar cancha a su propuesta, Jannalynn se quedaba con toda la maldad por habérsele ocurrido en primer lugar. Me había quedado claro que éramos enemigas. Por lo visto, era mi día de los desengaños.
Sam estaba absorto en sus libros de contabilidad. Cuando discerní por sus pensamientos que intentaba imaginar cómo pagar los recibos de su proveedor de cerveza, decidí que ese día tenía más problemas de los que era capaz de manejar. No necesitaba que nadie le calentase la oreja sobre su novia.
Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que era un problema entre Jannalynn y yo, por muy tentada que estuviese de alertar a Sam sobre el verdadero carácter de su novia. Me sentí más lista y mejor persona tras adoptar esa actitud, así que serví comida y bebidas con una sonrisa y palabras amables durante todo mi turno. En consecuencia, las propinas fueron muy generosas.
Trabajé hasta más tarde para recuperar el tiempo perdido, y nos vino muy bien porque Holly llegó tarde. Eran pasadas las seis cuando entré en el despacho para recoger mi bolso. Sam estaba hundido tras su escritorio. La preocupación lo carcomía.
– ¿Necesitas hablar de algo? -me ofrecí.
– ¿Contigo? Supongo que ya sabrás en qué estoy pensando -dijo, pero no como si lo estuviese importunando-. El bar cae en picado, Sook. Es el peor bache que he pasado nunca.
No se me ocurrió nada que no fuese una exageración o una verdad a medias. «Siempre surge algo. La noche parece más oscura justo antes del amanecer. Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana. Todas las cosas ocurren por una razón. En toda vida ha de llover un poco. Lo que no nos mata, nos hace más fuertes». Al final, me limité a acercarme y darle un beso en la mejilla.
– Llámame si me necesitas -dije, y me fui al coche con el alma compungida. Puse el subconsciente a trabajar en un plan para ayudar a Sam.
Me encanta el verano, pero a veces odio el horario de ahorro de energía. Si bien había trabajado hasta más tarde y ya me iba a casa, el sol brillaba todavía, y le quedaba una hora y media más de vida antes del ocaso. Y aun entonces, cuando Eric y Pam llegasen a mi casa, tendríamos que esperar a que Colton terminase de trabajar.
Al entrar en el coche, me di cuenta de que quizá habría una posibilidad de que oscureciese antes de lo normal. Una ominosa masa de nubarrones se acumulaba hacia el oeste, nubarrones muy oscuros que avanzaban a gran velocidad. El día no acabaría tan bonito y brillante como había comenzado. Recordé a mi abuela cuando decía: «En toda vida ha de llover un poco». Me preguntaba si había sido profético.
Las tormentas no me asustan. Jason tuvo una vez un perro que corría al piso de arriba para esconderse debajo de su cama cada vez que oía un trueno. Sonreí al recordarlo. A mi abuela no le gustaba tener perros en casa, pero no pudo hacer nada para mantener a Rocky fuera. Siempre se las arreglaba para entrar cuando hacía mal tiempo, aunque eso tenía más que ver con el buen corazón de Jason que con la inteligencia canina. Ésa era una de las cosas buenas de mi hermano; siempre era amable con los animales. «Y ahora es uno de ellos -pensé-. «Al menos una vez al mes». No sabía qué pensar al respecto. Las nubes se habían acercado más mientras miraba al cielo y sentí la urgencia de llegar a casa lo antes posible para comprobar que mis antiguos huéspedes no se hubieran dejado ninguna ventana abierta.
A pesar de la ansiedad, miré el indicador de combustible y me di cuenta de que tenía que repostar. Mientras el surtidor hacía lo suyo, salí de debajo de la cubierta de la gasolinera Grabbit Kwik para echar un vistazo al cielo. Ojalá hubiese puesto el canal del tiempo esa mañana.
El viento arreciaba, arrastrando fragmentos de todo tipo por el aparcamiento. El aire era tan denso y húmedo que el pavimento desprendía olor. Cuando el surtidor se detuvo, me alegró poder colgar la manguera a toda prisa y meterme en el coche. Vi a Tara de paso, quien miró hacia mí y me saludó con la mano. Al verla, pensé en la fiesta y en sus bebés con una pizca de culpabilidad. A pesar de tenerlo todo dispuesto para la fiesta, no había pensado en ella durante toda la semana, ¡y ya sólo quedaban dos días! ¿Debería pensar más en la ocasión social que en mi plan de asesinato?
En momentos así mi vida parecía… compleja. Unas pocas gotas se estrellaron contra el parabrisas cuando salía de la gasolinera. Esperaba tener suficiente leche para el desayuno, porque no había comprobado las existencias antes de salir. ¿Me quedaba sangre embotellada para ofrecer a los vampiros? Por si las moscas, hice una parada en Piggly Wiggly y compré algunas. Aproveché y también compré leche. Y algo de beicon. Hacía mil años que no me tomaba un bocadillo de beicon, y Terry Bellefleur me había regalado unos tomates frescos.
Coloqué las bolsas en el asiento del copiloto y me precipité detrás, ya que el cielo rompió a llover con toda su furia sin previo aviso. Tenía la espalda empapada y la coleta pegada a la nuca. Rescaté del asiento trasero mi paraguas. Era el viejo paraguas que usaba mi abuela cuando iba a verme jugar a softball. Se me escapó una sonrisa al ver sus difuminadas franjas negras, verdes y cereza.
Hice el resto del camino a casa conduciendo lenta y cuidadosamente. La lluvia se estrellaba en el coche y rebotaba en la calzada como si estuviese formada de taladros en miniatura. Los faros apenas lograban hendir la espesa capa de agua y oscuridad. Miré el reloj del salpicadero. Eran pasadas las siete. Tenía mucho tiempo antes de la reunión del Comité para el Asesinato de Victor, pero sería todo un alivio poner el pie en casa. Sopesé mentalmente el trecho que tendría que cubrir desde el coche hasta la puerta. Si Dermot ya se había ido, habría dejado la puerta trasera cerrada con llave. Estaría totalmente expuesta a la lluvia mientras me peleaba con las llaves y las dos pesadas bolsas con leche y sangre. No era la primera vez (ni sería la última) que pensaba en gastar mis ahorros -el dinero que había recibido de Claudine y la menguada suma de la herencia de Hadley (Remy no había llamado, así que asumí que iba en serio con su rechazo del dinero) – para construir un cobertizo para el coche comunicado con la casa.
Pensaba en cómo situar esa estructura, imaginando cuánto costaría su construcción, mientras aparcaba detrás de la casa. ¡Pobre Dermot! Al pedirle que pasara la noche fuera, lo había condenado a una penosa y húmeda estancia en el bosque. O al menos eso pensaba yo. Las hadas tienen una escala de valores muy distinta a la mía. Quizá podría prestarle mi coche para que se fuese a casa de Jason.
Oteé a través del parabrisas buscando una luz en la cocina que delatase la presencia de Dermot.
Pero la mosquitera permanecía abierta sobre los peldaños. No pude ver bien si la propia puerta también lo estaba.
Mi primera reacción fue de indignación. «Dermot es un desastre -pensé-. Quizá debí pedirle que se fuese también». Pero entonces me lo pensé de nuevo. Dermot nunca había sido descuidado, y no tenía razón alguna para pensar que hoy iba a empezar a serlo. Quizá, en vez de irritada, debía sentirme preocupada.
Quizá debía hacerle caso a esa alarma que se empeñaba en sonar en mi mente.
¿Sabéis lo que sería inteligente? Dar marcha atrás y salir de allí. Aparté la mirada de la ominosa puerta abierta. Si dudarlo más, puse marcha atrás y empecé a retroceder. Giré el volante y me dispuse a salir a toda prisa por el camino.
Un árbol joven de respetable tamaño se precipitó en ese momento sobre la grava.
Sabía distinguir una trampa cuando la veía.
Apagué el motor y abrí la puerta precipitadamente. Mientras me debatía para salir del coche, una figura apareció entre los árboles y se lanzó en mi persecución. La única arma que llevaba encima era el bidón de leche que acababa de comprar. Aferré las asas de la bolsa de plástico y la alcé sobre mi cabeza. Para mi propio asombro, di de lleno a la figura y la leche se derramó por todas partes. Por absurdo que parezca, sentí un acceso de furia por el derroche, pero a continuación salí corriendo como pude hacia los árboles, escurriéndome sobre la hierba mojada. Gracias a Dios que llevaba las zapatillas deportivas. Corrí para salvar la vida. Puede que mi agresor estuviese algo noqueado, pero no seguiría así siempre, y quizá hubiese más de uno. Estaba segura de haber captado un atisbo de movimiento en mi periferia visual.
No estaba segura de si mis emboscadores pretendían matarme, pero lo que estaba claro era que no iban a invitarme a echar una partida al Monopoly.
Me estaba calando cada segundo que pasaba bajo la lluvia y merced al agua que removía de los arbustos a medida que me iba adentrando en el bosque. Si sobrevivía a ésa, me juré que volvería a correr en la pista de carreras del instituto, ya que el aliento me quemaba cada vez que salía y entraba en mis pulmones. La vegetación veraniega era densa y las enredaderas se extendían por doquier. Aún no me había caído, pero sólo era cuestión de tiempo.
Intentaba pensar en algo con todas mis fuerzas -sería ideal-, pero era incapaz de centrarme. Corre y escóndete, corre y escóndete, era todo lo que mi mente podía inspirarme. Si mis perseguidores eran licántropos, todo había terminado, ya que podrían rastrearme sin problemas aun en su forma humana, si bien la lluvia podría atrasarlos un poco.
No podían ser vampiros. El sol aún no se había ocultado.
Las hadas habrían sido mucho más sutiles.
Humanos, pues. Evité penetrar en el cementerio, ya que me habrían localizado muy fácilmente en terreno abierto.
Oí ruidos en el bosque, a mi espalda, así que corrí hacia el único santuario que aún podía ofrecerme un escondite. La casa de Bill.
No tenía tiempo suficiente para escalar un árbol. Tenía la sensación de que había saltado fuera de mi coche hacía una hora. ¡Mi bolso, mi teléfono! ¿Por qué no había cogido el teléfono? Podía ver con toda claridad mi bolso posado sobre el asiento del copiloto. Mierda.
Ahora corría cuesta arriba, así que me quedaba menos. Me detuve a recuperar el aliento junto a un enorme roble, a unos diez metros del porche de Bill. Asomé la cabeza para echar un vistazo. Allí estaba la casa de Bill, oscura y silenciosa bajo la copiosa lluvia. Mientras Judith estuvo residiendo allí, un día dejé mi copia de sus llaves en el buzón. Me pareció lo más correcto. Pero esa noche me había dejado un mensaje en el contestador diciéndome dónde había dejado las llaves de reserva. Jamás nos habíamos intercambiado una palabra al respecto.
Me arrastré hasta el porche, encontré la llave pegada con cinta bajo el apoyabrazos de una silla de exterior de madera y abrí la puerta principal. Me temblaban tanto las manos que me sorprendió dar con la cerradura a la primera y que no se me cayesen. Iba a entrar cuando pensé: «Huellas». Dejaría huellas por todas partes si entraba. Sería como dejar miguitas de pan para que me siguieran el rastro. Me acuclillé junto a la barandilla del porche, me quité la ropa y el calzado y los escondí tras una tupida azalea que rodeaba la casa. Retorcí mi coleta para retirar el exceso de agua. Me sacudí secamente, como un perro, para desprenderme de toda el agua posible. Y entonces penetré en la tranquila penumbra de la residencia Compton. Aunque no había tenido tiempo de, detenerme a pensarlo demasiado, se me hacía un poco extraño estar en el vestíbulo de la casa desnuda.
Me miré los pies. Una salpicadura de agua. Traté de borrarla con el pie y di una gran zancada hacia el vetusto corredor que daba a la cocina. Ni siquiera miré hacia el salón (al que Bill suele referirse como salita) o el comedor.
Bill nuca me había dicho exactamente dónde dormía durante el día. Entendí que esa información era uno de los mayores secretos para un vampiro. Pero soy una persona razonablemente alerta, y tuve tiempo de imaginármelo mientras estuvimos juntos. A pesar de que estaba segura de que había más de un lugar secreto, uno de ellos debía de estar cerca de la despensa, en la cocina. Había reformado la cocina e instalado una bañera caliente, ya que no necesitaba electrodomésticos para cocinar, pero había dejado una pequeña estancia aledaña intacta. No sabía muy bien si se trataba exactamente de una despensa o del cuarto del mayordomo. Abrí la nueva puerta apanelada y accedí al interior, cerrándola tras de mí. Hoy, las extrañamente altas estanterías sólo contenían unos cuantos paquetes de seis botellas de sangre y un destornillador. Di unos golpes en el suelo, en la pared. Por culpa del pánico y del ruido de la tormenta en el exterior, no fui capaz de notar ninguna diferencia en el sonido.
– Bill -llamé-. Déjame entrar. Dondequiera que estés, déjame entrar. -Parecía un personaje de esas historias de terror.
A pesar de quedarme escuchando durante varios segundos en la más absoluta quietud, no oí nada. No habíamos compartido sangre en mucho tiempo y aún era de día, si bien quedaba poco para el anochecer.
«Mierda», pensé, y entonces vi una fina línea que destacaba entre las tablas, junto al umbral de la puerta. La examiné con cuidado y vi que se extendía hacia los lados. No tuve tiempo de examinarla más de cerca. Con el corazón acelerado por el instinto de supervivencia y la desesperación, hundí el destornillador en la franja e hice palanca. Había un hueco, y por él me metí, llevándome el destornillador y volviendo a poner la tapa en su sitio. Me di cuenta de que las estanterías debían de ser tan altas para permitir que la puerta secreta se deslizase sin obstáculos. No sabía dónde se escondían los goznes, ni me importaba.
Durante un largo instante, me quedé sentada, desnuda, en la tierra prensada, jadeando mientras intentaba recuperar el aliento. No había corrido tanto durante tanto tiempo desde…, desde la última vez que corrí porque alguien intentaba matarme.
«Tengo que cambiar de vida», me dije. No era la primera vez que lo pensaba, que me conjuraba para buscar un modo de vida menos arriesgado.
No era momento para ponerse a pensar tan profundamente. Era momento para rezar para que quienquiera que se dedicara a tumbar árboles en mi camino no me encontrase en esa casa, desnuda e indefensa, escondida en un agujero con… ¿Dónde estaba Bill? Por supuesto que estaba muy oscuro con la puerta cerrada, y no se colaba luz alguna por la disposición del hueco y la oscuridad del lluvioso día. Palpé en la oscuridad en busca de mi involuntario anfitrión. ¿Y si estaba en otro escondite? Era sorprendente lo amplio que era ese espacio. Mientras buscaba, tuve tiempo de pensar en todo tipo de bichos. Serpientes. Cuando te encierras en un agujero, desnuda, no te gusta la idea de que algunas cosas toquen zonas corporales que rara vez están en contacto con el suelo. Gateé y palmeé a ciegas, y de vez en cuando daba respingos al sentir (o imaginar) unas diminutas patas recorriendo mi piel.
Finalmente localicé a Bill en un rincón. Aún estaba muerto, por supuesto. Para mi mayor asombro, mis dedos me indicaron que él también estaba desnudo. Práctico, sin duda. ¿Para qué ensuciarse la ropa? Sabía que dormía de esa guisa fuera en ocasiones. Me sentí tan aliviada al tocarlo que lo que menos me importó fue que no llevara ropa.
Intenté calcular cuánto tiempo me habría llevado el viaje de vuelta desde el Merlotte’s, cuánto había estado corriendo por el bosque. Mi mejor pronóstico era que aún faltaba media hora, tres cuartos, antes de que Bill despertase.
Me hice un ovillo junto a él, aferrando el destornillador, escuchando con cada nervio de mi cuerpo cualquier sonido. Cabía la posibilidad de que ellos (ese misterioso «ellos») no pudieran seguir mi rastro dentro de la casa, ni el de mi ropa. Pero si mi suerte no había variado, seguro que podrían encontrar mi ropa, y sabrían que había entrado en la casa y entrarían ellos también.
Tuve tiempo de lamentarme por haber ido corriendo al hombre más cercano en busca de protección. Aun así, me controlé; no eran tanto sus músculos lo que buscaba como el cobijo de su casa. Y eso era aceptable, ¿no? En ese momento, la corrección social era lo que menos me importaba. La supervivencia estaba en lo más alto de mi lista. Y Bill no estaba precisamente a mi disposición, suponiendo que estaría dispuesto…
– ¿Sookie? -murmuró.
– Bill, gracias a Dios que has despertado.
– Estás desnuda.
Qué raro que un hombre mencione ese detalle desde el principio.
– Y tanto. Y te diré por qué.
– No puedo levantarme todavía -dijo -. Debe de estar… ¿nublado?
– Sí. Una gran tormenta. Está oscuro como la boca del demonio, y hay gente…
– Vale. Más tarde. -Y volvió a dormirse.
¡Mierda! Me arrebujé más aún contra su cuerpo y escuché. ¿Había dejado la puerta principal sin cerrar? Claro que sí. Y en cuanto me di cuenta, oí el suelo de madera crujir sobre mi cabeza. Estaban dentro.
– No hay gotas -dijo una voz, probablemente desde el vestíbulo. Me arrastré a cuatro patas hacia la puerta secreta para escuchar mejor, pero me detuve. Aún quedaba la posibilidad de que aunque abriesen la puerta, no nos viesen ni a Bill ni a mí. Estábamos en el rincón más alejado, y el espacio era muy amplio. A lo mejor fue un sótano, o lo más parecido en un lugar con una tasa de lluvias tan generosa.
– Sí, pero la puerta estaba abierta. Debe de haber entrado. -Era una voz nasal, y sonaba un poco más cerca que la anterior.
– ¿Sin dejar huellas? ¿Con todo lo que está lloviendo? -La voz sarcástica era un poco más profunda.
– No sabemos qué es – dijo el de la voz nasal.
– No es una vampira, Kelvin. Eso lo sabemos.
– Quizá sea una cambiante que se transforma en pájaro, o algo así, Hod.
– ¿Pájaro? -El bufido de incredulidad reverberó por la oscura casa. Hod podía ser muy sarcástico.
– ¿Viste las orejas de ese tipo? Eso sí que era increíble. En estos tiempos no se puede descartar nada -recomendó Kelvin a su compañero.
¿Orejas? Estaban hablando de Dermot. ¿Qué le habían hecho? Era la primera vez que pensaba que le podría haber ocurrido algo a mi tío abuelo.
– Sí, ¿y? Seguro que es uno de esos empollones aficionados a la ciencia ficción. -Hod no parecía prestar mucha atención a lo que estaba diciendo. Oí que abrían puertas de armarios. Imposible que me escondiese allí.
– Qué va, tío. Estoy seguro de que eran reales. No tenía cicatrices ni nada. Quizá debí quedarme con una.
¿Quedarse con una? Me estremecí.
Kelvin, que estaba más cerca de la despensa que Hod, añadió:
– Subiré a comprobar las habitaciones. -Oí el ruido de sus pasos alejarse, el distante crujido de las escaleras, pasos amordazados por las alfombras de la planta alta. Supe dónde estaba en cuanto lo tuve justo encima, en el dormitorio principal, donde dormía cuando estaba con Bill.
Con Kevin ausente, Hod se dedicó a ir de un lado para otro, aunque no me pareció que pusiera demasiado empeño en encontrarme.
– Vale…, aquí no hay nadie -anunció Kelvin al regresar de la antigua cocina-. ¿Por qué habrá una bañera caliente en la casa?
– Hay un coche fuera -apreció Hod, pensativo. Su voz estaba mucho más cerca, justo al otro lado de la puerta secreta. Estaba pensando en regresar a Shreveport y darse una ducha caliente, ponerse ropa seca y puede que hacer el amor con su mujer. En eso capté más detalles de los que me hubiesen gustado. Puaj. Kelvin era más prosaico. Quería recibir el pago, así que deseaba entregarme. ¿A quién? Maldita sea, no estaba pensando en eso. Se me hundió el corazón, aunque hubiese jurado que ya lo tenía a los pies. Mis pies desnudos. Menos mal que me había pintado las uñas. ¡Irrelevante!
Una brillante luz se dibujó de repente a lo largo de la hendidura de la puerta secreta, la escotilla o comoquiera que Bill la llamase. Habían encendido la luz de la despensa. Me quedé quieta como un ratoncillo, esforzándome por respirar superficial y silenciosamente. Me pregunté cómo se sentiría Bill si me matasen justo a su lado. ¡Irrelevante!
Pero algo sentiría.
Oí un crujido y supe que uno de los hombres estaba justo encima de mí. Si hubiese podido desconectar mi mente, lo habría hecho. Era tan consciente de la vida en otras mentes que me costaba creer que la detección no fuese recíproca, sobre todo si se trataba de una tan nerviosa como la mía.
– Aquí sólo hay sangre -dijo Hod, tan cerca que di un respingo-. De esa embotellada. ¡Eh, Kelvin, esta casa debe de pertenecer a un vampiro!
– Eso da igual mientras siga dormido. A lo mejor es una tía. Eh, ¿nunca te lo has hecho con una vampira?
– No, ni quiero. No me gustan los muertos. Bueno, la verdad es que algunas noches Marge no es mucho mejor.
Kelvin se rió.
– Más vale que no te oiga decir eso, hermano.
Hod rió también.
– Descuida.
Y salió de la despensa. No apagó la luz. ¡Maldito capullo derrochador! Estaba claro que a Hod le importaba un pimiento que Bill supiese que alguien había estado allí. Era un idiota integral.
Y Bill se despertó. Esta vez estaba un poco más alerta. En cuanto noté que se movía, salté sobre él y le puse una mano en la boca. Sus músculos se tensaron y no tuve tiempo de pensar siquiera: «¡Oh, no!» antes de que me oliera y me reconociera.
– ¿Sookie? -dijo en voz baja.
– ¿Has oído algo? -preguntó Hod sobre mi cabeza.
Se produjo un largo instante de atenta escucha.
– Shhh -susurré al oído de Bill.
Una fría mano recorrió mi pierna. Casi pude sentir la sorpresa de Bill -otra vez- al darse cuenta de que estaba desnuda… otra vez. Y también supe que, en cuanto escuchó la voz sobre nuestras cabezas, todos sus sentidos se pusieron alerta.
Bill estaba atando los cabos. No sabía a qué conclusión estaba llegando, pero sabía que teníamos un problema. También sabía que había una mujer medio desnuda encima de él y se le crispó otra cosa. Exasperada a la par que divertida, tuve que apretar los labios para no dejar escapar una risita. ¡Irrelevante!
Y entonces, Bill volvió a dormirse.
¿Es que el maldito sol no pensaba ocultarse nunca? Sus idas y vueltas me estaban poniendo de los nervios. Era como salir con alguien con la memoria de un pez.
Y se me había olvidado escuchar con atención y seguir con mi miedo.
– No, no oigo nada -dijo Kelvin al fin.
Recostada sobre mi involuntario anfitrión era como hacerlo sobre un frío cojín de pelo.
Y una erección. Por lo que parecía ser la décima vez, Bill se había despertado.
Resoplé en silencio. Bill estaba completamente despierto. Me rodeó con sus brazos, pero con el caballeroso tino de no explorar mi cuerpo, al menos de momento. Ambos escuchábamos; él oyó a Kelvin hablar.
Finalmente, dos conjuntos de pisadas cruzaron el suelo de madera y oímos cómo se abría y se cerraba la puerta principal. Me desplomé de alivio. Bill me cogió con más fuerza entre sus brazos y rodó para colocarse sobre mí.
– ¿Es Navidad? -preguntó, apretándose contra mí-. ¿Eres un regalo de anticipo?
Reí, pero no acabé de responder.
– Lamento la intrusión, Bill -dije en voz muy baja-. Pero me estaban persiguiendo. -Le expliqué lo acontecido muy resumidamente, contándole dónde había dejado mi ropa y por qué. Noté que su pecho se agitaba ligeramente y supe que reía en silencio-. Estoy muy preocupada por Dermot -dije. Hablaba prácticamente en un susurro, lo que, sumado al ambiente oscuro, propiciaba una atmósfera íntima, por no decir nada de la amplia superficie de piel que teníamos en contacto.
– Hace un rato que estás aquí abajo -señaló Bill, con la voz normal.
– Sí.
– Voy a salir para asegurarme de que se han ido, ya que no me vas a dejar «abrir» antes -anunció. Tardé un momento en comprender. Me sorprendí sonriendo en la oscuridad. Bill se apartó dulcemente de mí y vi su pálida silueta moverse en silencio a través de la oscuridad. Tras escuchar un segundo, abrió la escotilla. Una intensa luz eléctrica inundó el hueco. Fue tal el contraste que me vi obligada a cerrar los ojos para acostumbrarme. Cuando lo conseguí, Bill ya se había deslizado en la casa.
No oí nada, por mucho que fuera el empeño que puse en escuchar. Me cansé de esperar (sentía que llevaba una eternidad escondida), así que salí por la escotilla con mucha menos gracia y más ruido que Bill. Apagué las luces que Hod y Kelvin habían dejado encendidas, al menos porque la luminosidad me hacía sentir el doble de desnuda. Oteé cuidadosamente por la ventana del comedor. Era difícil asegurar nada con esa oscuridad, pero tenía la sensación de que los árboles ya no se agitaban al viento. Seguía lloviendo con la misma fuerza. Vi un relámpago al norte, pero nada de secuestradores o cuerpos que no tuviesen nada que ver con el terreno anegado.
No parecía que Bill tuviera prisa alguna en volver para decirme lo que estaba pasando. La vieja mesa del comedor estaba cubierta por una especie de mantel con flecos. Decidí usarlo para taparme. Esperaba que no fuese ninguna reliquia familiar de los Compton. Tenía agujeros y un generoso patrón floral, así que tampoco me inquietaba demasiado.
– Sookie -dijo Bill a mi espalda. Me volví con un respingo.
– ¿Te importaría no hacer eso? -lo recriminé-. Ya he tenido bastantes malas sorpresas por hoy.
– Lo siento -contestó. Tenía un trapo de cocina en la mano y se estaba secando el pelo-. He entrado por la puerta de atrás. – Aún estaba desnudo, pero sentí que sería ridículo hacer ninguna observación al respecto. Lo había visto así muchas veces. Me miraba de arriba abajo con cierta expresión de perplejidad en la cara.
– Sookie, ¿llevas puesta la mantilla española de mi tía Edwina? -preguntó.
– Oh, lo siento -me disculpé-. De veras, Bill. Es que estaba ahí y yo tenía frío y estaba mojada y necesitaba cubrirme con algo. Lo siento mucho. -Pensé que quizá debería desprenderme de la mantilla y devolvérsela, pero me lo pensé mejor.
– Te sienta mejor a ti que a la mesa -dijo-. Además, tiene agujeros. ¿Lista para volver a tu casa y ver qué ha sido de tu tío abuelo? ¿Y dónde está tu ropa? Espero… ¿Te la han quitado esos hombres? ¿Te han hecho daño?
– No, no -me apresuré a decir-. Ya te conté que tuve que esconderla para que no siguiesen el rastro de la humedad.
Está delante, escondida entre los arbustos. No podía dejarla a la vista, como comprenderás.
– Bien -aceptó Bill. Estaba muy pensativo -. Si no te conociera, pensaría, y disculpa si te ofendo, que habrías montado todo esto para meterte en la cama conmigo otra vez.
– Oh. ¿Quieres decir que no te parecería descabellado que montase todo esto para tener una excusa para aparecer desnuda, necesitada de auxilio, la damisela en apuros, en busca del vampiro poderoso e igualmente desnudo Bill, para que me rescate de mis secuestradores?
Asintió, algo azorado.
– Ojalá me sobrase el tiempo libre para dar con ideas como ésa. – Admiraba una mente capaz de concebir una forma tan aviesa de obtener lo que deseaba-. Creo que para obtener ese resultado me hubiese bastado con llamar a tu puerta y poner aspecto de sentirme sola. O podría haber dicho: «¿Cómo estás, hombretón?». No creo que haga falta que venga desnuda y en peligro para que te excites, ¿verdad?
– Tienes toda la razón -respondió con una leve sonrisa-. Pero si un día te apetece jugar a ese juego, estaré encantado de desempeñar mi papel. ¿Quieres que me disculpe otra vez?
Le devolví la sonrisa.
– No es necesario. No tendrás un chubasquero, ¿verdad?
Claro que no, pero sí tenía un paraguas. No tardó en rescatar mi ropa de entre los arbustos. Mientras la metía en la secadora, corrió escaleras arriba, hacia el dormitorio en el que nunca dormía, en busca de unos vaqueros y una camiseta (cosa seria) para él.
Haría falta tiempo para que se secase mi ropa, así que, ataviada con la mantilla española de su tía y su paraguas azul, me metí en su coche. Condujo hasta Hummingbird Road y luego hacia mi casa. Tras aparcar el coche, se bajó para apartar el tronco del camino con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un mondadientes. Reanudamos la marcha hacia mi casa, haciendo una pausa a la altura de mi pobre coche, que aún tenía la puerta del conductor abierta bajo la lluvia. El interior estaba empapado, pero mis pretendidos secuestradores no parecían haberle hecho nada. La llave aún pendía del contacto y el bolso seguía en el asiento del copiloto, junto con el resto de las compras.
Bill echó una mirada a la botella de plástico de leche rota mientras yo me preguntaba a quién habría dado, a Hod o a Kelvin.
Nos acercamos a la puerta trasera, pero mientras aún me estaba haciendo con la bolsa de la compra y mi bolso, Bill fue directamente hacia la casa. Tuve un segundo de preocupación inspirada por cómo iba a secar mi coche antes de centrarme de nuevo en la crisis que nos aquejaba. Pensé en lo que le había pasado al hada Cait, y los problemas del tapizado de mi coche se evaporaron de mi cabeza a toda velocidad.
Entré en casa con torpeza. Me costaba lidiar con mi prenda improvisada, el paraguas, la bolsa, el bolso con las botellas de sangre y mis pies descalzos. Oía los movimientos de Bill mientras registraba la casa y supe cuándo encontró algo, porque dijo:
– ¡Sookie! -Su tono era de urgencia.
Dermot estaba inconsciente en el desván, junto a la lijadora que había alquilado, que estaba tirada de lado y apagada. Había caído al suelo de cara, así que deduje que le estaba dando la espalda a la puerta, lijadora en mano, cuando entraron en la casa. Cuando se dio cuenta de que no estaba solo y apagó la herramienta, ya era demasiado tarde. Tenía el pelo empapado de sangre y la herida tenía un aspecto horrible. Debían de llevar al menos un arma.
Bill estaba rígidamente encorvado sobre la figura inerte. Sin volverse a mí, dijo:
– No puedo darle mi sangre. -Como si se lo hubiese pedido.
– Lo sé -afirmó, sorprendida-. Es un hada. -Lo rodeé y me arrodillé al otro lado. Estaba en posición para ver la cara de Bill-. Aparta -dije -. Vete. Vete abajo, ahora. -El olor de la sangre feérica, tóxica para un vampiro, debía de sentirse por todo el ático para Bill.
– Podría lamerla para limpiarla -se ofreció, los ojos fijos en la herida, anhelantes.
– No. No pararías. ¡Apártate, Bill! ¡Vete! -Pero se inclinó más, la cara más cerca de la herida de Dermot. Le propiné una bofetada con todas mis fuerzas-. Tienes que irte -le pedí, aunque las ganas de disculparme casi me hacían temblar. La mirada de Bill era terrible. Ira, anhelo, la pugna por el autocontrol.
– Estoy hambriento -susurró, tragándome con su mirada-. Aliméntame, Sookie.
Por un momento estuve segura de que tenía que escoger entre una mala opción y otra peor. La peor hubiese sido dejarle que mordiera a Dermot, y no sé si la siguiente peor habría sido dejar que me mordiera a mí, ya que con todo ese olor a hada en el ambiente no tenía muy claro que pudiese dejar de chupar a tiempo. Mientras todas estas dudas rondaban mi cabeza, Bill seguía luchando por controlarse. Lo consiguió…, pero por los pelos.
– Voy a comprobar que se hayan marchado -dijo, forzándose a enfilar las escaleras. Hasta su cuerpo se había sublevado contra su voluntad. Estaba claro; su instinto le inducía a beber sangre de cualquier manera, a cualquier precio, de los dos suculentos recipientes que dejaba atrás, mientras su mente le obligaba a alejarse de allí antes de que ocurriera algo horrible. Si hubiese tenido a otra persona cerca, no estoy segura de que no se la hubiera arrojado a Bill. Me daba mucha pena.
Pero consiguió bajar las escaleras y oí cómo daba un portazo al salir. Por si perdía el control, corrí a echar el pestillo de ambas puertas traseras, al menos para contar con un poco de tiempo en caso de que cediera a sus impulsos. Miré rápidamente el salón para comprobar que la delantera estaba cerrada, como la había dejado. Sí. Antes de subir de nuevo con Dermot, fui a por mí escopeta, en el armario principal.
Seguía en su sitio. Me permití saborear el momento de alivio. Menos mal que esos dos tipos no la habían robado. Su registro debía de haber sido muy superficial. Estoy segura de que habrían dado con algo tan valioso como una escopeta si no hubiesen estado buscando algo más grande: yo.
Con la Benelli en la mano me sentía mucho mejor.
Cogí el botiquín que tenía más cerca y me lo llevé para arriba. Subí a toda prisa las escaleras para arrodillarme de nuevo junto a mi tío abuelo. Empezaba a estar harta de la mantilla, que parecía insistir en desatarse en los momentos más inoportunos. Me pregunté fugazmente cómo se las arreglarían las mujeres indias, pero no me podía permitir el tiempo de vestirme hasta auxiliar a Dermot.
Con un montón de gasas estériles limpié la sangre de la cabeza para examinar la herida. Tenía mal aspecto, pero eso ya me lo esperaba; las heridas en la cabeza son siempre muy feas. Al menos ésta ya había dejado de sangrar. Mientras estaba atareada con la cabeza de Dermot, se estaba produciendo en mi interior un intenso debate sobre si llamar a una ambulancia o no. No estaba muy segura de que los sanitarios pudieran llegar sin la interferencia de Hod y Kelvin. No, eso no sería un problema. Bill y yo habíamos llegado sin problemas.
Lo más importante: no estaba segura de la compatibilidad de la fisiología feérica con las técnicas médicas humanas. Vale que ambas especies podían mestizar, lo que avalaba la compatibilidad de los primeros auxilios humanos, pero aun así… Dermot emitió un quejido y rodó para ponerse de espaldas. Puse una toalla bajo su cabeza justo a tiempo.
– Sookie -dijo-. ¿Por qué llevas puesto un mantel?