Metí mis prendas mugrientas y apestosas en la cesta de la ropa sucia del baño. Tendría que remojarlas previamente en agua con quitamanchas antes de intentar siquiera lavarlas, y tampoco podía tirarlas antes de que estuviesen limpias y poder ver lo dañadas que estaban. No me sentía muy optimista acerca de los pantalones negros. No me di cuenta de que estaban un poco chamuscados hasta que los tendí sobre mis tiernos muslos y descubrí que habían adquirido un tono rosa. Sólo entonces recordé cuando bajé la mirada y descubrí que mi delantal estaba ardiendo.
Me examiné las piernas y vi que podría haber sido mucho peor. Las chispas habían prendido en el delantal, no en los pantalones, y Sam se había dado mucha prisa con el extintor. Agradecí que comprobara su buen estado cada año; agradecí que siempre fuese a la estación de bomberos para rellenarlos; agradecí las alarmas de incendios. Tuve un destello de lo que podría haber pasado.
«Respira profundamente -me dije mientras me secaba las piernas con cuidado-. «Respira profundamente. Piensa en lo bien que te sientes ahora que estás limpia». Era maravilloso poder desembarazarse del olor, enjabonarse el pelo y devolverle un olor normal.
No podía dejar de preocuparme por lo que había visto cuando miré por la ventana del Merlotte’s: una figura baja corriendo hacia el edificio, sosteniendo algo en una mano. No sabría decir si se trataba de un hombre o una mujer, pero estaba segura de una cosa: el individuo era sobrenatural, y sospechaba que era cambiante. La sospecha ganó enteros cuando sumé su velocidad y agilidad y la precisión del lanzamiento; había arrojado el cóctel más fuerte de lo que habría podido hacerlo cualquier humano, hasta el punto de romper el cristal de la ventana.
No podía estar segura al cien por cien. Pero a los vampiros no les gusta jugar con fuego. Hay algo en su condición que los convierte en seres especialmente inflamables. Habría que ser un vampiro extraordinariamente confiado o inconsciente para usar un cóctel molotov como arma.
Sólo por esa razón, apostaría mi dinero a la opción del cambiante o el licántropo. Por supuesto, existían otras criaturas sobrenaturales, como los elfos, las hadas y los trasgos, y todos ellos eran más veloces que los humanos. Para mi pesar, todo había ocurrido demasiado rápido como para poder captar la proyección mental del atacante. Habría sido una prueba decisiva, ya que los vampiros son un gran vacío para mí, un agujero en el éter. Tampoco puedo leer a las hadas, si bien sus señales son diferentes. Puedo leer a algunos cambiantes con cierta precisión, a otros no, pero noto la actividad de sus cerebros.
No suelo considerarme una persona indecisa. Pero mientras me secaba y me cepillaba el pelo mojado (notando lo extraño que resultaba terminar el recorrido tan pronto), me preocupó la idea de compartir mis sospechas con Eric. Cuando un vampiro te ama, aunque sólo sienta que eres de su propiedad, su noción de la protección puede ser un poco drástica. Eric adoraba meterse en refriegas; a menudo tenía que luchar para equilibrar el trasfondo político de una maniobra con la tentación de saltar con una espada desenfundada. Si bien no creía que fuese a cargar contra la comunidad de los cambiantes, dado el humor que tenía, creí que sería más inteligente guardarme mis ideas hasta contar con alguna prueba en una dirección u otra.
Me puse el pantalón del pijama y una camiseta de las Lady Falcons. Observé mi cama con anhelo antes de salir para reunirme de nuevo con el extraño grupo de mi cocina. Eric y Pam bebían sendas botellas de sangre sintética que guardaba en la nevera, mientras que Immanuel sorbía tímidamente una Coca-Cola. Me sentí afligida por no haberles ofrecido nada de beber, pero Pam me interceptó la mirada con expresión ecuánime. Ya se había encargado ella. Hice un gesto de agradecimiento con la cabeza a Immanuel y le dije:
– Ya estoy lista. -Despegó su cuerpo huesudo de la silla y me hizo un gesto hacia la banqueta.
Esta vez, mi nuevo peluquero desplegó un fino capote de plástico para los hombros que me ató al cuello. Empezó a cepillarme el pelo analizándolo concienzudamente. Traté de sonreír a Eric para demostrarle que no estaba tan mal, pero mi corazón estaba en otra parte. Pam miró con ceño fruncido su móvil. El mensaje entrante no le había gustado.
Al parecer, Immanuel había pasado el tiempo cuidando el pelo de Pam. Su pálida melena rubia, lisa y fina, estaba pulcramente apartada de su cara por una cinta azul. No podía parecerse más a Alicia. No llevaba un vestido azul de cuerpo completo ni un mandil blanco, pero sí el azul pálido: vestido de tubo, puede que de los sesenta, y charoles con tacón de siete centímetros. Y perlas.
– ¿Qué pasa, Pam? -pregunté, simplemente porque el silencio en la cocina se hacía cada vez más opresivo-. ¿Alguien te manda mensajes desagradables?
– No pasa nada -rezongó. Intenté no sobresaltarme-. No pasa absolutamente nada. Victor sigue siendo nuestro líder. Nuestra posición no mejora. Nuestras solicitudes caen en el olvido. ¿Dónde está Felipe? Lo necesitamos.
Eric la atravesó con la mirada. Vaya, problemas en el paraíso. Nunca los había visto pelearse en serio.
Pam era la única «vampira convertida» de Eric que conocía. Ahora iba por libre, después de compartir con él sus primeros años como vampira. No le había ido mal, pero me confesó que se alegró de volver con Eric cuando la llamó para que le ayudase en la Zona Cinco, cuando la anterior reina lo designó como sheriff.
La tensa atmósfera empezaba a afectar a Immanuel, que se mostraba errático en su concentración, que consistía en cortarme el pelo.
– Calmaos, chicos -les dije sin rodeos.
– ¿Y qué pasa con toda esa mierda amontonada en tu camino privado? -preguntó Pam, dejando escapar su original acento británico-. Por no decir nada de tu salón y el porche. ¿Vas a montar un mercadillo de baratijas? -Saltaba a la vista lo orgullosa que estaba de haber empleado la terminología correcta.
– Casi he terminado -murmuró Immanuel, sus tijeras atacando el pelo con frenesí en respuesta a la creciente tensión.
– Pam, todo eso ha salido de mi desván -expliqué, feliz de poder hablar de algo tan mundano y tranquilizador (o al menos eso esperaba) -. Claude y Dermot me están ayudando a limpiar. Iré a ver a una vendedora de antigüedades con Sam por la mañana… Bueno, pensábamos ir. Ahora no sé si Sam podrá.
– ¡Lo ves! -le dijo Pam a Eric -. Vive con otros hombres. Se va de compras con otros hombres. ¿Qué clase de marido eres?
Eric se lanzó sobre la mesa, aferrando el cuello de Pam entre las manos.
Un segundo después, los dos rodaban por el suelo en un serio intento de hacerse daño. No estaba segura de que Pam pudiera hacer movimientos que pudiesen inquietar a Eric, dado que era su vampira convertida, pero lo cierto era que se defendía vigorosamente; ahí se dibuja una fina línea.
No pude zafarme de la banqueta lo bastante rápido como para evitar daños colaterales. Era inevitable que acabasen chocando contra la banqueta, y por supuesto eso hicieron. También caí al suelo, golpeándome el hombro con la encimera de paso. Immanuel tuvo el acierto de dar un salto hacia atrás sin soltar las tijeras, una bendición para todos. Uno de los vampiros podría haberlas cogido para usarlas como arma, o, peor aún, podrían haber acabado clavadas en alguna parte de mi cuerpo.
La mano de Immanuel me agarró del brazo con sorprendente fuerza y tiró de mí. Nos arrastramos como pudimos fuera de la cocina, hacia el salón. Permanecimos en medio de la estancia atestada, jadeando, observando atentamente el pasillo por si la pelea nos seguía.
Se oían golpes y choques, así como un persistente zumbido que identifiqué con gruñidos.
– Buena la han cogido los pitbull -señaló Immanuel. Afrontaba la situación con gran calma. Me alegraba de contar con compañía humana.
– No sé qué les pasa -dije-. Jamás los había visto actuar así.
– Pam está frustrada -confesó Immanuel con una familiaridad sorprendente-. Ella quiere crear a su propio vampiro neonato, pero existe alguna razón vampírica que se lo impide.
No pude disimular mi sorpresa.
– ¿Cómo sabes todo eso? Siento sonar un poco grosera, pero conozco a Pam y a Eric desde hace bastante tiempo y nunca les oí hablar del tema.
– Pam está saliendo con mi hermana. -Immanuel no parecía ofendido por mi franqueza, a Dios gracias -. Mi hermana Miriam. Mi madre es religiosa -explicó -. Y un poco loca. El caso es que mi hermana está enferma y va empeorando, y Pam quiere convertirla antes de que se ponga peor. Nunca dejará de ser un saco de huesos y pellejo si Pam no se da prisa.
No sabía qué decir.
– ¿Cuál es la enfermedad de tu hermana? -pregunté.
– Tiene leucemia -explicó Immanuel. Si bien mantenía su fachada tranquila, pude sentir el dolor que subyacía, así como el temor y la preocupación.
– Entonces por eso te conoce Pam.
– Sí. Pero tenía razón. Aparte de todo, soy el mejor estilista de Shreveport.
– Te creo -señalé-. Y lamento lo de tu hermana. Supongo que no te habrán dicho por qué Pam no puede convertirla.
– No, pero no creo que el obstáculo sea Eric.
– Seguro que no. -Sonó un grito seguido de un fuerte golpe en la cocina-. Me pregunto si debería intervenir.
– Yo, en tu lugar, los dejaría terminar.
– Espero que paguen los desperfectos de la cocina -dije, haciendo todo lo posible para sonar enfadada en vez de asustada.
– Sabes que podría ordenarle que se estuviese quieta y ella tendría que obedecer. -Era como si Immanuel hablase del tiempo.
Tenía toda la razón. Como vampira convertida de Eric, Pam estaba obligada a obedecer las órdenes directas. Pero, por alguna razón, Eric se resistía a emplear la palabra mágica. Mientras tanto, mi cocina estaba siendo arrasada. Cuando me di cuenta del todo de que Eric podía terminar con todo aquello cuando le viniese en gana, fui yo quien perdió los estribos.
Aunque Immanuel trató de agarrarme el brazo, salí con los pies descalzos hacia el cuarto de baño del pasillo, cogí el jarro que usaba Claude para limpiar el aseo, lo llené con agua helada y me fui a la cocina (me tambaleaba un poco al andar debido a la caída, pero me las arreglé). Eric estaba encima de Pam, lanzándole puñetazos. Su propia cara estaba ensangrentada. Pam lo agarraba de los hombros, impidiendo que se acercase más. Quizá temía que fuese a morderla.
Tomé posición y calculé la trayectoria. Cuando estuve segura de las estimaciones, derramé el agua fría sobre los vampiros.
Esta vez me tocaba apagar otro tipo de incendio.
Pam chilló como una tetera cuando el agua fría le salpicó la cara y Eric dijo algo que sonaba vil en un idioma desconocido. Por un segundo, pensé que ambos se lanzarían sobre mí. Afianzada mi posición con los pies descalzos, jarro vacío en mano, los miré con dureza de uno en uno. Entonces me volví y salí de la cocina.
Immanuel se sorprendió de verme volver de una pieza. Agitó la cabeza. Obviamente, no sabía si admirarme o pensar que era idiota.
– Estás loca, mujer -dijo-, pero al menos he conseguido que tu pelo luzca bonito. Deberías venir a que te ponga unos reflejos. Te haré un precio rebajado. Cobro más que nadie en Shreveport -añadió como si fuese lo más natural del mundo.
– Oh. Gracias. Me lo pensaré. -Exhausta por el largo día y mi repentino estallido de rabia (rabia y miedo son agotadores), me senté en la esquina libre del sofá e indiqué a Immanuel que se acomodase en la butaca, el único otro asiento del salón que no estaba ocupado por la limpieza de mi desván.
Permanecimos en silencio, escuchando la renovada pelea en la cocina. Para mi alivio, el ruido no fue tan fuerte. Al cabo de unos segundos, Immanuel dijo con aire de disculpa:
– Me iría a casa si no me hubiese traído Pam. -Se estaba disculpando.
– No pasa nada -respondí reprimiendo un bostezo-. Sólo lamento no poder entrar en la cocina. Podría ofrecerte otra bebida o algo de comer si saliesen de ahí.
Meneó la cabeza.
– La Coca-Cola ha sido suficiente, gracias. No soy de comer mucho. ¿Qué crees que estarán haciendo? ¿Follar?
Ojalá mi aspecto no denotase mi desconcierto. Era verdad que Eric y Pam habían sido amantes justo después de que él la convirtiera. De hecho, ella me contó lo que había disfrutado con esa fase de su relación, si bien a lo largo de las décadas había descubierto que le gustaban las mujeres. Así que estaba eso, y además ahora Eric y yo estábamos casados, una especie de matrimonio vampírico no vinculante, y estaba convencida de que hasta ese tipo de uniones descartaban las relaciones sexuales extramatrimoniales en la cocina de una, ¿no?
Por otra parte…
– Pam prefiere a las mujeres -dije, procurando parecer más segura de lo que realmente me sentía. Cuando pensaba que Eric podía estar con otra persona, me entraban ganas de arrancarle su preciosa cabellera rubia. De raíz. A puñados.
– Ella es como omnisexual -comentó Immanuel-, Mi hermana y Pam se han acostado juntas con otros hombres.
– Ah, vale. -Levanté una mano en señal de «alto». Hay cosas que no deseo ni imaginar.
– Eres un poco mojigata para ser alguien que sale con un vampiro -observó Immanuel.
– Sí. Es verdad. -Jamás me había aplicado ese adjetivo, pero, en comparación con Immanuel (y Pam), podía considerarme bastante convencional.
Prefería pensar en ello como un sentido de la intimidad evolucionado.
Finalmente, Pam y Eric salieron al salón. Immanuel y yo nos sentamos al borde de nuestros respectivos asientos, sin saber qué esperar. Si bien ambos vampiros se mostraban inexpresivos, el lenguaje defensivo de sus cuerpos indicaba que se avergonzaban de la pérdida del autocontrol.
Ya se estaban curando, noté con cierta envidia. El pelo de Eric estaba desgreñado y una de las mangas de la camiseta estaba arrancada. El vestido de Pam estaba raído y llevaba los zapatos en la mano porque se le había roto uno de los tacones.
Eric abrió la boca para decir algo, pero me adelanté.
– No sé de qué va todo esto -dije-, pero estoy demasiado cansada para que me importe. Vosotros dos sois responsables de todo lo que hayáis roto y quiero que salgáis de esta casa ahora mismo. Rescindiré mi invitación si es necesario.
Eric parecía disconforme. Al parecer, había planeado pasar la noche conmigo. Tendría que ser en otra ocasión.
Vi luces de coche por el camino privado. Seguro que eran Claude y Dermot. No podía permitirme tener hadas y vampiros a la vez bajo el mismo techo. Ambas razas eran fuertes y feroces, pero los vampiros encontraban a las hadas literalmente irresistibles, como los gatos con la hierba para gatos. No me quedaban fuerzas para soportar otra pelea.
– Largaos por la puerta delantera -ordené-. ¡Vamos! -añadí al ver que no obedecían inmediatamente-. Gracias por el corte, Immanuel. Eric, te agradezco que pensaras en las necesidades estéticas de mi pelo. -Podría haber empleado más sarcasmo en esa frase-. Habría sido muy generoso por tu parte pensártelo dos veces antes de arrasar mi cocina.
Sin más resistencia, Pam hizo un gesto a Immanuel y los dos salieron juntos por la puerta. El peluquero proyectaba un aire divertido por toda la situación. Pam me dedicó una prolongada mirada mientras pasaba a mi lado. Sabía que quería insinuarme algo, pero por mi vida que no alcanzaba a comprenderlo.
– Te abrazaría mientras duermes -dijo Eric-. ¿Te ha dolido? Lo siento. -Parecía extrañamente desconcertado.
En otras circunstancias habría aceptado sus heterodoxas disculpas, pero esa noche no era el mejor momento.
– Tienes que irte a casa, Eric. Hablaremos cuando puedas controlar tus impulsos.
Eso era toda una reprimenda para un vampiro. La espalda se le puso tiesa. Por un momento pensé que tendría que lidiar con otra pelea. Pero, finalmente, Eric se detuvo en la puerta delantera. Una vez en el porche, dijo:
– Te llamaré pronto, esposa mía. -Me encogí de hombros. Pues vale. Estaba demasiado cansada y me sentía demasiado agraviada como para invocar cualquier tipo de expresión romántica.
Creo que Eric se metió en el coche con Pam y el peluquero para regresar a Shreveport. Probablemente estuviera demasiado magullado para volar. ¿Qué demonios pasaba entre Pam y Eric?
Intenté convencerme de que no era problema mío, pero tenía la desagradable sensación de que sí lo era, y que esto iba para largo.
Claude y Dermot entraron por detrás un segundo más tarde, husmeando el aire ostentosamente.
– Huele a humo y a vampiros -anunció Claude, poniendo los ojos en blanco exageradamente-. Y tu cocina tiene el aspecto de que haya entrado un oso en busca de miel.
– No sé cómo lo soportas -señaló Dermot-. Huelen agridulce. No sé si me gusta o lo odio. -Sostuvo su mano sobre la nariz dramáticamente-. ¿Noto un rastro de pelo quemado?
– Chicos, calmaos -pedí, agotada. Les relaté una versión resumida del ataque al Merlotte’s y la pelea en la cocina-. Así que limitaos a darme un abrazo y dejad que me vaya a la cama sin más comentarios sobre vampiros -añadí.
– ¿Quieres que durmamos contigo, sobrina? -preguntó Dermot con esa forma tan florida y típica de las viejas hadas, las que no pasan tanto tiempo con humanos. La cercanía entre hadas es tranquilizadora a la par que curativa. Incluso con la poca sangre feérica que corría por mis venas, la proximidad de Claude y Dermot se me antojaba reconfortante. No me había dado cuenta de ello la vez que conocí a Claude y su hermana Claudine, pero cuanto más los conocía y más contacto físico tenía con ellos, mejor me sentía en su proximidad. Cuando mi bisabuelo Niall me abrazaba, sentía amor en estado puro. Al margen de lo que hiciera o por muy dudosas que fuesen sus decisiones, volvía a sentir esa oleada de amor cada vez que estaba cerca. Lamenté fugazmente que quizá no volvería a verlo, pero tampoco me quedaban energías emocionales en la reserva.
– Gracias, Dermot, pero creo que dormiré sola esta noche. Que durmáis bien.
– Igualmente, Sookie -me dijo Claude. La cordialidad de Dermot se estaba contagiando a mi primo cascarrabias.
Una llamada a la puerta me despertó a la mañana siguiente. Legañosa y con el pelo hecho un desastre, atravesé el salón y miré por la mirilla. Era Sam.
Abrí la puerta y lo recibí con un bostezo.
– Sam, ¿en qué puedo ayudarte? Adelante, pasa.
No pudo evitar dejar escapar una mirada al desorden del salón y vi que no conseguía contener una sonrisa.
– ¿No habíamos quedado para ir a Shreveport? -preguntó.
– ¡Ay, Dios mío! -De repente me sentía mucho más despejada-. Lo último que pensé anoche, antes de acostarme, era que no podrías ir por lo del incendio. ¿Puedes? ¿De verdad te apetece?
– Sí. El jefe de bomberos ha hablado con mi aseguradora y ya han empezado con el papeleo. Mientras, Danny y yo hemos sacado la mesa y las sillas quemadas; Terry ha estado ocupándose del suelo y Antoine ha comprobado que la cocina esté bien. Ya me he asegurado de comprar más extintores. -Por un largo instante, su sonrisa flaqueó-. Si es que me queda algún cliente al que servir. No creo que mucha gente tenga ganas de venir al Merlotte’s si piensa que puede correr el riesgo de que la incineren.
No podía culpar a nadie por pensar así. El incidente de la noche anterior no había sido tampoco el detonante del bajón, en absoluto. Podría acelerar el declive del negocio de Sam, eso sí.
– Pues tendrán que atrapar al responsable, sea quien sea -dije. Intentaba sonar positiva-. Así, la gente sabrá que vuelve a ser seguro y volverás a tener a tus parroquianos.
En ese momento bajó Claude por la escalera con aire hosco.
– Cuánto ruido hay aquí abajo -murmuró mientras pasaba hacia el cuarto de baño del pasillo. Incluso andando con los hombros caídos con unos vaqueros viejos, Claude destilaba una gracia que llamaba la atención sobre su belleza. Sam dejó escapar un suspiro inconsciente y agitó la cabeza levemente mientras su mirada seguía a Claude, que se deslizaba por el pasillo como si tuviese unos cojinetes en las articulaciones de la cadera.
– Eh -dije tras oír que cerraba la puerta-. ¡Sam! No tiene nada que tú no tengas.
– Algunos tíos… -empezó, azorado, pero se detuvo-. Ah, olvídalo.
No podía, por supuesto, no cuando sabía directamente por las proyecciones de su mente que se sentía, no exactamente celoso, sino más bien pesaroso por la atracción física de Claude, a pesar de saber muy bien que mi primo era un coñazo.
Llevo leyendo la mente de los hombres desde hace años y se parecen más a las mujeres de lo que cabría esperar, en serio, a menos que salga el tema de los coches ranchera. Iba a decirle que era muy atractivo, que las mujeres del bar cuchicheaban sobre él más de lo que se imaginaba; pero al final mantuve la boca cerrada. Debía dejarle en la intimidad de sus propios pensamientos. Debido a su naturaleza cambiante, la mayor parte de las cosas que había en la cabeza de Sam se quedaban en la cabeza de Sam… más o menos. Yo podía captar un pensamiento vago, un sentir general, pero rara vez nada específico.
– Ven, prepararé un poco de café -dije, y al entrar en la cocina, seguida de cerca por Sam, frené en seco. Había olvidado la pelea de anoche.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Sam -. ¿Esto es cosa de Claude? -dijo, mirando a su alrededor, consternado.
– No, fueron Eric y Pam -contesté -. Oh, estos zombis. -Sam me miró extrañado y yo me reí y empecé a recoger cosas. Estaba abreviando una de las maldiciones de Pam, porque no estaba tan asustada.
No podía evitar pensar que habría sido realmente agradable por parte de Claude y Dermot que hubiesen ordenado un poco la estancia antes de aparecer la noche anterior, sólo como detalle.
Pero, claro, tampoco era su cocina.
Puse una silla sobre sus patas y Sam colocó la mesa en su sitio. Me hice con la escoba y el recogedor y barrí la sal, la pimienta y el azúcar que se habían derramado en el suelo, anotando mentalmente que debía pasarme por el supermercado para comprar otra tostadora si Eric no me enviaba una hoy. El servilletero también estaba roto, y eso que había sobrevivido al incendio de hacía año y medio. Suspiré por partida doble.
– Al menos la mesa está bien -dije.
– Y sólo una de las sillas tiene una pata rota -informó Sam-. ¿Crees que Eric se encargará de arreglar o reemplazar esto?
– Eso espero -repliqué, hallando la cafetera intacta, al igual que las tazas que colgaban junto a ella; no, un momento, una estaba rota. Bueno, me quedaban cinco intactas. No me podía quejar.
Preparé un poco de café. Mientras Sam sacaba la bolsa de la basura, fui a mi habitación para prepararme. Me duché la noche anterior, así que sólo necesitaba cepillarme el pelo y los dientes y enfundarme unos vaqueros y una camiseta de «Fight Like a Girl [2]». No me pasé con el maquillaje. Sam me había visto bajo todo tipo de circunstancias.
– ¿Qué tal el pelo? -me preguntó cuando volví con él. Dermot también estaba en la cocina. Al parecer, había hecho una incursión rápida en la ciudad, ya que ambos estaban disfrutando de unas rosquillas frescas. A tenor del sonido del agua, Claude se estaba duchando.
Miré la caja de la panadería con anhelo, pero era demasiado consciente de que los vaqueros me estaban muy ajustados. Me sentí como una mártir mientras me servía un cuenco de Special K con algo de edulcorante y leche desnatada. Al ver que Sam iba a hacer un comentario, lo miré con los ojos entrecerrados. Me sonrió, masticando profusamente una porción de rosquilla rellena de gelatina.
– Dermot, en unos minutos nos iremos a Shreveport. Si necesitas mi cuarto de baño… -ofrecí, ya que Claude era terrible acaparando el del pasillo. Lavé el cuenco en la pila.
– Gracias, sobrina -dijo Dermot, besándome la mano-. Tienes el pelo maravilloso, a pesar de estar más corto, por cierto. Creo que Eric hizo bien en traer a alguien para que te lo acondicionara anoche.
Sam agitó la cabeza mientras nos dirigíamos hacia su ranchera.
– Sook, ese tío te trata como a una reina.
– ¿A quién te refieres, a Eric o a Dermot?
– A Eric no -dijo, sacando lo mejor de su neutralidad-. Dermot.
– ¡Sí, es una pena que seamos familia! Además, se parece demasiado a Jason.
– Eso no es un obstáculo para un hada -indicó Sam seriamente.
– Tienes que estar bromeando. -De repente, me puse seria. Por la expresión de Sam, él tampoco estaba bromeando en absoluto -. Escucha, Sam, Dermot jamás me ha mirado siquiera como una mujer y Claude es gay. Somos estrictamente familiares. -Habíamos dormido muchas veces en la misma cama, pero eso sólo nos había aportado el alivio de la presencia, aunque debía admitir que la primera vez me sentí algo extraña. Estaba segura de que sólo se debía a mi parte humana. Por culpa de las palabras de Sam, ahora no paraba de darle vueltas a lo que creía un hecho consumado, preguntándome si no estaría equivocándome de perspectiva. A fin de cuentas, Claude disfrutaba paseando desnudo, y sabía por su propia boca que había tenido relaciones sexuales con una mujer anteriormente (honestamente, estaba convencida de que habría otro hombre en la ecuación).
– Y yo insisto en que las cosas raras no son tan raras en las familias de las hadas -replicó Sam, echándome una mirada.
– No quiero parecer grosera, pero ¿cómo puedes saber eso? -Si Sam había pasado mucho tiempo con hadas, se lo había guardado muy en secreto.
– He leído mucho al respecto después de conocer a tu bisabuelo.
– ¿Leer? ¿Dónde? -Me encantaría aprender más cosas sobre mi parte feérica. Tras decidir vivir alejados de los de su propia especie (me preguntaba lo voluntaria que había sido esa decisión), Claude y Dermot no decían nunca nada sobre las creencias y costumbres de su especie. Aparte de lanzar algún comentario despectivo de vez en cuando acerca de trolls y duendes, no soltaban prenda de las hadas…, al menos delante de mí.
– Eh, es que los cambiantes tenemos una biblioteca. Tenemos registros de nuestra historia y de las observaciones que hemos realizado de otros seres sobrenaturales. Mantenerlos nos ha permitido sobrevivir. Siempre había un lugar al que ir en cada continente para estudiar y leer sobre otras especies. Ahora todo es electrónico. He jurado no enseñársela a nadie. Si pudiera, te dejaría leerlo todo.
– Entonces ¿no puedo leer los registros, pero está bien que me cuentes que existen? -No intentaba hacerme la graciosa, sino que sentía verdadera curiosidad.
– Dentro de ciertos límites -se sonrojó Sam.
No quería presionarlo. Era consciente de que Sam ya había rebasado esos límites por mí.
Durante el resto del trayecto, cada cual se encerró en sus propias preocupaciones. Mientras Eric pasaba por su particular muerte diurna, yo me sentía sola, y solía disfrutar de esa sensación. No es que estar vinculada a Eric hiciera que me sintiese poseída, ni nada por el estilo. Era más bien que, durante las horas nocturnas, podía sentir su vida discurrir paralela a la mía; sabía cuándo estaba trabajando, discutiendo, satisfecho o absorto en una tarea. Se parecía más a una cosquilla en la conciencia que un conocimiento firme.
– Bueno, sobre el que tiró la bomba ayer… -soltó Sam abruptamente.
– Sí -dije-. Creo que puede ser un cambiante de algún tipo, ¿vale?
Asintió sin mirarme.
– No creo que sea un atentado impulsado por el odio -añadí, intentando que las palabras me saliesen con naturalidad.
– No es un crimen humano de odio -apuntó Sam-, pero está claro que algo de animadversión tiene que haber.
– ¿Económico?
– No se me ocurre ninguna razón económica -dijo-. Estoy asegurado, pero no soy el único beneficiario si el bar se incendia. Está claro que no podría trabajar durante un tiempo, y estoy convencido de que los demás bares de la zona aprovecharían el momento, pero no creo que sea motivación suficiente. No demasiado -matizó-. El Merlotte’s siempre ha sido una bar familiar, no un sitio para hacer cualquier cosa. No es como el Redneck Roadhouse de Vic -añadió con una pizca de amargura.
Tenía razón.
– A lo mejor es que no le caes bien a alguien, Sam -propuse, aunque las palabras me salieron más duras que lo que había pretendido-. Quiero decir -añadí rápidamente- que a lo mejor alguien te quiere hacer daño a través de tu negocio. No como cambiante, sino como persona.
– No recuerdo tener problemas tan personales con nadie -respondió, genuinamente desconcertado.
– Eh, ¿sabes si Jannalynn tiene algún ex vengativo?
Sam quedó pasmado ante la idea.
– No sé de nadie que me haya cogido manía por salir con ella -dijo-. Y Jannalynn es más que capaz de decir lo que piensa. No es de las que se dejan presionar para salir con alguien.
Me costó reprimir la carcajada.
– Sólo intento pensar en todas las posibilidades.
– Está bien -contestó, y se encogió de hombros -. Lo importante es que no recuerdo haber enfadado a nadie hasta ese punto.
Yo tampoco podía recordar ningún incidente reseñable, y hacía años que conocía a Sam.
No tardamos en llegar a la tienda de antigüedades, que estaba situada en una antigua tienda de pinturas en una de las calles del casco viejo de Shreveport.
Los amplios escaparates frontales estaban impolutos y las piezas que exhibían eran preciosas. La más grande era un aparador de los que le gustaban a mi abuela. Era pesado, estaba ornamentado y me llegaba hasta el pecho.
En el otro escaparate había una colección de jardineras, o jarrones, no estaba muy segura de cómo llamarlos. El del centro, situado para demostrar que era el mejor del conjunto, era verde marino y azul, y tenía unos querubines dibujados. Pensé que era horrible, pero no dejaba de tener su estilo.
Sam y yo contemplamos el conjunto durante un instante en pensativo silencio antes de entrar. Una campana (una campana de verdad, no una imitación electrónica) sonó al abrir la puerta. Una mujer, sentada en una banqueta, a la derecha, detrás del mostrador, levantó la cabeza. Se empujó las gafas sobre la nariz.
– Un placer volver a verte, señor Merlotte -dijo, sonriendo con la intensidad justa. «Me acuerdo de ti, me alegra que hayas vuelto, pero no me interesas como hombre». Lo tenía claro.
– Gracias, señora Hesterman -contestó Sam-. Te presento a mi amiga, Sookie Stackhouse.
– Bienvenida a Splendide -saludó la señora Hesterman-. Llámame Brenda, por favor. ¿En qué puedo serviros?
– Tenemos dos recados -dijo Sam-. Yo he venido por las piezas que me comentaste…
– Y yo acabo de despejar mi desván y tengo varias cosas a las que me gustaría que echases un vistazo -añadí-. Tengo que deshacerme de algunos de los objetos que me he encontrado. No quiero volver a acumularlos. -Sonreí para demostrar mi buena predisposición.
– ¿Así que hace mucho que tienes una casa familiar? -preguntó, animándome a que le diera una pista sobre qué tipo de posesiones había acumulado mi familia.
– Hemos vivido en la misma casa durante unos ciento setenta años -le dije, y sonrió -. Pero es una vieja granja, no una mansión. Aun así, puede que haya cosas que puedan interesarte.
– Me encantaría echar un vistazo -respondió, aunque eso de que le «encantaría» era un poco exagerado-. Podemos fijar una cita en cuanto ayude a Sam a escoger algo para Jannalynn. Con lo moderna que es, ¿quién se habría imaginado que le interesaban las antigüedades? ¡Es tan mona!
Me costó un mundo evitar que se me cayera la mandíbula al suelo. ¿Estábamos hablando de la misma Jannalynn Hopper?
Sam me pinchó con el dedo en las costillas cuando Brenda se volvió para coger un manojo de llaves. Puso una expresión reveladora, yo relajé la mía y le dediqué una batería de parpadeos. Apartó la mirada, pero no antes de que pudiera verle una sonrisa reacia.
– Sam, he reunido algunas cosas que pueden gustar a Jannalynn -dijo Brenda conduciéndonos hacia un expositor, con las tintineantes llaves en su mano. El expositor estaba lleno de pequeños objetos, objetos bonitos. Era incapaz de identificar la mayoría. Me incliné sobre el cristal que los protegía para verlos mejor.
– ¿Qué son? -consulté señalando unos objetos afilados de aspecto letal y puntas ornamentadas. Me preguntaba si se podía matar a un vampiro con uno de ésos.
– Son alfileres de sombrero y de corbata, que también sirven para pañuelos de cuello.
También había pendientes, anillos y broches, además de cajas esmaltadas, adornadas con cuentas y pintadas.
Todos los contenedores estaban cuidadosamente dispuestos. ¿Acaso eran tabaqueras? Atisbé una etiqueta de precio que asomaba discretamente de debajo de un caparazón de tortuga y una caja ovalada de plata, y tuve que contener el aliento mientras un calambre me recorría los miembros.
Mientras aún me preguntaba sobre los objetos que estaba viendo, Brenda y Sam comparaban los méritos de los pendientes de perlas art déco frente a un guardapelo Victoriano de cristal prensado con tapa de bronce esmaltado. Lo que demonios fuera eso.
– ¿Qué opinas, Sookie? -me preguntó Sam, pasando la mirada de un objeto a otro.
Examiné los pendientes de art déco, un conjunto en forma de rosa del que colgaban cuentas de perla. El guardapelo también era bonito, aunque no alcanzaba a imaginar un uso práctico para él, ni para qué podría utilizarlo Jannalynn. ¿Aún eran necesarias esas cosas?
– Seguro que le gusta más exhibir los pendientes -aconsejé-. Es más difícil presumir con un guardapelo. -Brenda me lanzó una mirada velada y, por sus pensamientos, comprendí que me consideraba como una filistea. Así sea.
– El guardapelo es más antiguo -dijo Sam, vacilante.
– Pero menos personal, a menos que seas victoriana.
Mientras Sam comparaba los dos pequeños objetos con los atractivos de una placa policial de New Bedford de setenta años, paseé por la tienda echando un vistazo a los muebles. Descubrí que no apreciaba demasiado las antigüedades. Un defecto más de mi carácter mundano, decidí. ¿O se debía a que me pasaba el día rodeada de antiguallas? No había nada nuevo en mi casa, salvo la cocina, y eso únicamente porque había sido destruida en un incendio. Seguiría utilizando el viejo frigorífico de la abuela si no hubiese sido pasto de las llamas (una antigüedad que no echaba de menos, eso seguro).
Abrí un largo y estrecho cajón que la etiqueta definía como «cofre de mapas». Había una hoja de papel dentro.
– Mira eso -dijo la voz de Brenda Hesterman a mi espalda-. Creía que lo había limpiado todo. Que sea una lección, señorita Stackhouse. Antes de que echemos un vistazo a tus cosas, asegúrate de quitar todos los papeles y demás objetos contenidos. No querrás vender algo de lo que no tuvieras previsto deshacerte.
Me volví y vi que Sam llevaba un paquete envuelto. Mientras me perdía en mi exploración, él había hecho su compra (los pendientes, para mi alivio; el guardapelo había vuelto a su sitio).
– Le encantarán los pendientes. Estará preciosa -aseguré honestamente, y por un instante los pensamientos de Sam se enredaron; eran casi púrpura. Extraño que me diera por pensar en clave de colores. ¿Algún efecto remanente de la droga de chamán que tomé con los licántropos? Demonios, esperaba que no -. Me aseguraré de comprobarlo todo a fondo, Brenda -dije a la vendedora de antigüedades.
Nos citamos dos días después. Me aseguró que encontraría mi aislada casa con su GPS y yo le advertí del largo camino privado a través del bosque, que había hecho creer a no pocos visitantes que se habían perdido.
– No sé si iré yo personalmente o lo hará mi socio, Donald -advirtió Brenda-. Quizá vayamos los dos.
– Será un placer veros -dije-. Si surge alguna cosa o necesitáis cambiar la fecha, hacédmelo saber, por favor.
– ¿Crees que le gustarán? -preguntó Sam cuando ya estábamos en su ranchera, los cinturones puestos. Habíamos vuelto al tema de Jannalynn.
– Por supuesto -exclamé, sorprendida-. ¿Por qué no iban a gustarle?
– No puedo evitar pensar que voy en el rumbo equivocado con ella -admitió Sam-. ¿Quieres que paremos a comer algo en el Ruby Tuesday’s de Youree?
– Claro -accedí-. Sam, ¿por qué piensas eso?
– Le gusto -respondió-. Quiero decir que lo sé. Pero siempre está pensando en la manada.
– ¿Crees que le importa más Alcide que tú?
Eso era lo que captaba de la mente de Sam. A lo mejor estaba siendo demasiado directa. Sam se sonrojó.
– Sí, puede ser -admitió.
– Es una gran lugarteniente y está muy emocionada por haber conseguido el puesto -dije. Me preguntaba si me habría salido lo bastante neutral.
– Es verdad -contestó Sam.
– Se ve que te gustan las mujeres fuertes.
Sonrió.
– Es verdad que me gustan las mujeres fuertes, pero no temo a las que son diferentes. Sin embargo la gente corriente y moliente no me estimula.
Le devolví la sonrisa.
– Ya veo, ya. No sé qué decirte de Jannalynn, Sam. Sería una tonta si no supiera apreciarte. ¿Soltero, trabajador, apuesto? Si ni siquiera usas palillos para la boca en la mesa. ¿Qué más se puede pedir? -Cogí una bocanada de aire porque iba a cambiar de tema y no quería ofender al jefe-. Oye, Sam, sobre lo de esa página web que visitas, ¿crees que podrías averiguar por qué me siento más hada desde que paso más tiempo con mis familiares feéricos? O sea, no crees que esté transformándome en algo más parecido a un hada que a una humana, ¿no?
– Veré lo que puedo averiguar -dijo Sam después de un segundo de tensión-. Pero deberíamos preguntarles a tus compañeros de litera. Deberían facilitarte cualquier información que te sea de ayuda. O quizá yo pueda sacársela.
Lo decía en serio.
– Me lo dirán. -Mis palabras eran más seguras que mis sentimientos.
– ¿Dónde están ahora? -preguntó.
– A estas horas, se habrán ido al club -supuse después de mirar el reloj -. Van pronto para tenerlo todo listo antes de la apertura.
– En ese caso, allí iremos -decretó Sam-. Kennedy abre hoy por mí, y tú no entras hasta esta noche, ¿verdad?
– Sí -dije, descartando mis planes para esa tarde, que no eran nada urgentes, la verdad. Si nos parábamos a almorzar, no llegaríamos a Monroe hasta la una y media, pero podría llegar a casa a tiempo para cambiarme e ir a trabajar. Tras pedir, me excusé. En el servicio de mujeres sonó mi teléfono móvil. No suelo coger llamadas mientras estoy en el baño. No sería agradable estar hablando con alguien y que se oyera tirar de la cadena, ¿no? Como el restaurante era muy ruidoso, salí al exterior para responder a la llamada tras indicárselo a Sam con un gesto. El número me resultaba vagamente familiar.
– Hola, Sookie -dijo Remy Savoy-. ¿Cómo te va?
– Bien. ¿Cómo está mi chico favorito? -Remy había estado casado con mi prima Hadley y habían tenido un hijo, Hunter, que empezaría a acudir al jardín de infancia en otoño. Tras el Katrina, Remy y Hunter se habían mudado a un pueblo llamado Red Ditch, donde Remy había encontrado trabajo en un depósito de madera gracias al enchufe de un primo.
– Está bien. Se esfuerza por seguir tus normas. Me preguntaba si podría pedirte un favor.
– Cuéntame -dije.
– Estoy saliendo con una chica de aquí, se llama Erin. Estábamos pensando en ir al torneo de pesca de lubinas, a las afueras de Baton Rouge, este fin de semana. Eh, ¿crees que podrías cuidar de Hunter? Se aburre si me quedo pescando más de una hora.
Hmmm. Remy iba muy rápido. Su relación con Kristen aún estaba reciente y ya le había encontrado sustituta. Era comprensible. Remy era de buen ver, era un experimentado carpintero y sólo tenía un hijo. Además, la madre de Hunter estaba muerta, así que quedaban despejados los problemas de custodia. No eran malas expectativas en un lugar como Red Ditch.
– Remy, ahora mismo estoy en carretera -le contesté-. Deja que te llame más tarde. Tengo que comprobar mi cuadrante de horarios.
– Genial. Muchas gracias, Sookie. Luego hablamos.
Volví a entrar y vi que ya nos habían servido la comida.
– Era el padre de Hunter -le conté a mi jefe cuando se fue el camarero-. Remy se ha echado una nueva novia y quería saber si podría cuidar de Hunter este fin de semana.
Tenía la impresión de que Sam pensaba que Remy se aprovechaba de mí; pero también era consciente de que no podía decirme lo que tenía que hacer.
– Si mal no recuerdo los horarios, te toca la noche del sábado -señaló.
Y el sábado por la noche era cuando más propinas sacaba.
Asentí, tanto a Sam como a mí misma. Mientras comíamos, charlamos sobre las negociaciones de Terry con un criador de catahoulas, en Ruston. Su Annie se había pasado de camada la última vez. Esta vez, Terry tenía pensado un cruce más planificado, y las negociaciones entre los dos casi habían llegado a un punto prenupcial. Se me ocurrió una pregunta que no supe muy bien como verbalizar. Mi curiosidad se llevaba lo mejor de mí misma.
– ¿Te acuerdas del gato Bob? -pregunté.
– Claro. ¿El tipo que Amelia convirtió en gato por accidente? Su amiga Octavia lo devolvió a su ser, ¿no?
– Sí. Bueno, el caso es que, mientras era gato, era blanco y negro. Era un gato muy rico. Pero Amelia encontró una gata en el bosque, entre la basura, con varios gatitos blancos y negros, así que… Vale, ya sé que esto es raro. Así que se enfadó con Bob porque pensó que él, ya sabes, era el padre de los gatitos. Algo así.
– ¿Quieres preguntarme si es algo habitual? -Sam parecía asqueado-. Ni hablar, Sookie. Ni podemos, ni queremos hacer tal cosa. Ningún cambiante. Y, aunque hubiese unión sexual, la procreación sería imposible. Creo que Amelia acusó a Bob erróneamente. Por otra parte, no es, no era realmente un cambiante. Fue transformado completamente por la magia. -Se encogió de hombros. Parecía muy avergonzado.
– Lo siento -dije, sintiéndome mortificada-. Ha sido una insensatez por mi parte.
– Es normal hacerse esas preguntas, supongo -contestó Sam, indeciso-, pero cuando estoy en mi otra piel, no estoy por la labor de tener cachorros.
Ahora sí que me sentía fatal.
– Por favor, acepta mis disculpas -pedí.
Al ver lo incómoda que me sentía, se relajó. Me dio una palmada en el hombro.
– No te preocupes. -Luego me preguntó qué planes tenía para el desván, ahora que lo había vaciado, y tocamos varios asuntos triviales hasta que volvimos a encontrarnos cómodos el uno con el otro.
Ya en la interestatal, volví a llamar a Remy.
– Remy, me temo que este fin de semana no podré. ¡Lo siento! -le expliqué que tenía que trabajar.
– No pasa nada -dijo Remy. Parecía tranquilo a pesar de mi negativa-. Sólo era una idea. Escucha una cosa. Odio pedirte otro favor, pero Hunter tiene que visitar el jardín de infancia la semana que viene, una formalidad que celebra la escuela todos los años para que los niños se familiaricen con el lugar que frecuentarán en otoño. Les enseñan las aulas, les presentan a los profesores y también les muestran el comedor y los baños. Hunter me ha preguntado si nos acompañarías.
Me quedé boquiabierta. Menos mal que Remy no podía verme.
– Doy por sentado que es durante el día -dije -. ¿Cuándo sería?
– El martes que viene, a las dos.
No tenía inconveniente, a menos que me tocase el turno del almuerzo.
– Deja que vuelva a comprobar mi horario, pero no creo que haya problema -señalé-. Te llamaré esta noche. -Cerré el móvil y comenté a Sam la segunda petición de Remy.
– Parece que ha esperado a pedirte la cosa más importante en segundo lugar para que tengas menos inconvenientes en ir -comentó Sam.
Me reí.
– No se me ha ocurrido hasta que lo has dicho. Mi mente va en línea más recta. Pero, ahora que lo pienso, me parece bastante improbable -contesté, encogiéndome de hombros-. No es que no esté de acuerdo. Deseo que Hunter sea feliz. Y he pasado tiempo con él, aunque no todo el que hubiera deseado. – Hunter y yo éramos iguales desde un punto de vista oculto; los dos éramos telépatas. Pero era un secreto, ya que temía que, si su habilidad salía a la luz, Hunter pudiera correr algún peligro. Lo que estaba claro era que a mí no me había hecho la vida más fácil.
– ¿Estás preocupada? Tienes todo el aspecto de estarlo -dijo Sam.
– Es que… te vas a reír. La gente de Red Ditch se pensará que Remy y yo somos novios. Que soy casi la madre de Hunter. Y Remy me acaba de decir que está saliendo con una mujer que se llama Erin, y es posible que a ella no le guste eso. -Me quedé sin fuerza en la voz. Esa visita se me antojaba una mala idea. Pero si hacía feliz a Hunter, supuse que debía acceder.
– ¿Tú sientes lo mismo? -dijo Sam con una sonrisa enconada. Definitivamente, ése era el día de hablar de las cosas raras.
– Sí -admití-. Así es. Cuando me impliqué en la vida de Hunter, jamás imaginé que llegaría a depender de mí en nada. Supongo que no he tenido mucho trato con niños. Remy tiene unos tíos abuelos en Red Ditch. Por eso se mudó allí después del Katrina. Tenían una casa de alquiler vacía. Pero los tíos abuelos son demasiado mayores como para querer cuidar de un niño de la edad de Hunter durante más de un par de horas, y su única prima está demasiado ocupada para echarle una mano.
– ¿Hunter se porta bien?
– Sí, eso creo -sonreí-. ¿Sabes qué es lo más raro? La vez que Hunter se ha quedado en mi casa, Claude y él se han llevado de maravilla. Fue toda una sorpresa.
Sam me echó una mirada.
– Pero no quieres dejarlo con Claude demasiadas horas, ¿verdad?
Tras un momento de meditación, dije:
– No.
Sam asintió, como si le hubiese confirmado algo que ya estuviese en su mente.
– Porque, a fin de cuentas, Claude es un hada -pronunció su afirmación con un deje interrogativo para que supiese que me lo estaba preguntando realmente.
Las palabras sonaban muy desagradables dichas en voz alta. Pero eran la verdad.
– Sí, porque Claude es un hada. Pero no porque sea de una raza diferente. -Pugné por encontrar las palabras adecuadas para lo que quería decir-. Las hadas adoran a los niños. Pero no tienen el mismo marco de referencias que los humanos. Las hadas harán lo que crean que haga feliz al crío, o lo que le beneficie, en vez de lo que haría un adulto cristiano.
Admitir esos pensamientos me hizo sentir pequeña y provinciana, pero era lo que realmente sentía. Sentí ganas de matizar lo dicho. «No digo que sea una gran cristiana, ni mucho menos; no es que los que no son cristianos sean peores personas; no es que crea que Claude vaya a causarle algún daño a Hunter». Pero Sam y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo y estaba segura de que me entendería.
– Me alegra que estemos en la misma onda -dijo para mi alivio. Pero no me sentía especialmente cómoda. Puede que estuviésemos en la misma onda, pero no me satisfacía nada emitirla.
La primavera estaba dando paso al verano y el día era precioso. Intenté disfrutarlo al máximo de camino a Monroe, pero mi éxito fue limitado.
Mi primo Claude era el dueño del Hooligans, un club de striptease junto a la Interestatal, a las afueras de Monroe. Durante cinco noches a la semana, exhibía los típicos números de ese tipo de establecimientos. Cerraban los lunes. Pero los jueves por la noche estaban reservados a las mujeres, y era cuando el propio Claude actuaba. Por supuesto, no era el único stripper que salía al escenario.
Solían acompañarlo al menos otros tres que se rotaban bastante regularmente, y solían contar también con un artista invitado. Existía todo un circuito de strippers masculinos, según me dijo mi primo.
– ¿Has venido alguna vez a verlo? -preguntó Sam mientras aparcaba en la puerta trasera.
No era la primera persona que me lo preguntaba. Empezaba a pensar que me pasaba algo malo por no sentir la urgencia de salir corriendo a Monroe para ver a un puñado de tíos desnudos.
– No. He visto a Claude desnudo, pero nunca vengo a verlo profesionalmente. He oído decir que es bueno.
– ¿Desnudo? ¿En tu casa?
– La modestia no es una de las cualidades de Claude -señalé.
Sam parecía tan molesto como desconcertado, a pesar de su anterior advertencia de que las hadas no consideraban a los familiares fuera de los límites del apetito sexual.
– ¿Y Dermot? -preguntó.
– ¿Dermot? No creo que haga striptease -dije, confusa.
– Quiero decir que si va por casa en cueros.
– No -respondí-. Eso parece más cosa de Claude.
Tampoco pasaría nada si Dermot lo hiciese; se parece mucho a Jason.
– Eso no está bien -murmuró Sam-. Claude tiene que aprender a mantenerse con los pantalones puestos.
– Ya me he encargado de ello. -El tono de mi voz pretendía recordar a Sam que no era un problema del que él tuviera que preocuparse.
Era un día laborable, así que el local no abriría hasta las cuatro de la tarde. Era la primera vez que estaba en el Hooligans, pero se parecía a cualquier otro club pequeño, situado junto a un aparcamiento de buenas dimensiones, paredes azul eléctrico y llamativo cartel rosa. Los lugares donde se vende alcohol o carne siempre parecen un poco más tristes de día, ¿no? El único otro negocio cerca del Hooligans, ahora que miraba, era una tienda de licores.
Claude me dijo lo que debía hacer en caso de ir. La señal secreta era llamar cuatro veces, a intervalos regulares. Una vez hecho, perdí la mirada en la lejanía. El sol golpeaba el aparcamiento con apenas una pista del calor que estaba por venir. Sam se removía incómodamente de un pie a otro. Tras unos segundos, la puerta se abrió.
Sonreí y saludé automáticamente antes de poner un pie en el vestíbulo. Fue toda una conmoción comprobar que el portero no era humano. Me quedé petrificada.
Di por sentado que Claude y Dermot eran las únicas hadas que habían permanecido en la América moderna después de que mi bisabuelo se llevara a todos los suyos a su propia dimensión, o mundo, o comoquiera que lo llamasen, y cerrase la puerta. Aunque también sabía que Niall y Claude se comunicaban ocasionalmente, ya que había recibido una carta de mi bisabuelo de la mano de Claude. Pero me había refrenado deliberadamente de formular muchas preguntas. Mis experiencias con mi familia feérica, con todas las hadas, habían sido tanto maravillosas como horribles… pero, hacia el final, esas experiencias se habían decantado hacia el lado horrible de la balanza.
El portero estaba tan desconcertado al verme como yo a él. No era un hada, pero sí que pertenecía a la familia feérica. Había conocido hadas que se habían afilado los dientes para adoptar el aspecto habitual de esas criaturas: un par de centímetros, puntiagudos y ligeramente curvados hacia el interior. Las orejas del portero no eran puntiagudas, pero no creía que fuesen más cortas y redondas que las de un humano a causa de la cirugía. El efecto alienígena quedaba matizado por la densa mata de fino pelo, que era de un rico castaño rojizo y suave, de unos cinco centímetros de largo y que le cubría toda la cabeza. El efecto era más el del pelaje de un animal que un estilo de cabello.
– ¿Qué eres? -nos preguntamos simultáneamente.
Habría sido gracioso en otro universo.
– ¿Qué está pasando? -me dijo Sam por detrás, y di un respingo. Acabé de entrar en el club con Sam pisándome los talones y la pesada puerta de metal se cerró detrás de nosotros. Tras la luz casi cegadora del sol, los alargados tubos fluorescentes que iluminaban el vestíbulo se me hacían tristemente tenues.
– Me llamo Sookie -me presenté para romper el incómodo silencio.
– ¿Qué eres? -volvió a preguntar la criatura. Estábamos tontamente en medio de ese estrecho pasillo.
Dermot asomó por una puerta.
– Hola, Sookie -saludó-. Veo que has conocido a Bellenos. -Salió al pasillo y reparó en mi expresión-. ¿Nunca habías visto un elfo antes?
– Pues yo no, gracias por preguntar -murmuró Sam. Como él estaba más familiarizado con el mundo sobrenatural que yo, supuse que los elfos eran una especie muy escasa.
Tenía muchas preguntas que hacer sobre la presencia de Bellenos, pero no estaba segura de tener derecho a formularlas, especialmente después de la metedura de pata con Sam.
– Lo siento, Bellenos. Una vez conocí a un semi-elfo con los dientes como los tuyos. Más bien conozco hadas que se afilan los dientes para que se parezcan a los tuyos. Un placer -dije con tremendo esfuerzo -. Éste es mi amigo Sam.
Sam estrechó la mano de Bellenos. Los dos eran de la misma complexión y altura, pero me di cuenta de que los alargados ojos de Bellenos eran marrón oscuro, a juego con las pecas de mi piel blanquecina. Esos ojos estaban curiosamente distantes entre sí, o quizá era que su rostro se ensanchaba a la altura de los pómulos más de lo normal. El elfo sonrió a Sam y pude atisbar de nuevo sus dientes. Sentí un escalofrío y aparté la mirada.
Vi un amplio vestuario a través de una puerta abierta. Había un mostrador alargado que discurría a lo largo de toda una pared, paralelamente a un gran espejo iluminado. El mostrador estaba atestado de cosméticos, brochas de maquillaje, secadores, rizadores y planchas para el pelo, piezas de disfraz, hojas de afeitar, un par de revistas, pelucas, teléfonos móviles…, los variados residuos de gente cuyo trabajo depende de la apariencia personal. Había algunos taburetes altos dispuestos sin demasiado orden por toda la sala, así como bolsas de mano y zapatos por todas partes.
– Venid a mi despacho -llamó Dermot desde el fondo del pasillo.
Cruzamos el pasillo y entramos en una estancia pequeña. Para mi relativa decepción, el exótico y atractivo Claude tenía un despacho de lo más prosaico: estrecho, atestado y sin ventanas. Claude tenía una secretaria, una mujer vestida con un traje de JCPenny. No podía haber escogido un atuendo menos congruente con un club de striptease. Dermot, que evidentemente hoy era el maestro de ceremonias, dijo:
– Nella Jean, te presento a nuestra prima, Sookie.
Nella Jean era de piel oscura y oronda, y sus ojos del color del chocolate amargo eran casi idénticos a los de Bellenos, si bien sus dientes eran tranquilizadoramente normales. Su madriguera estaba justo al lado del despacho de Claude. De hecho, supuse que para ello habían reconvertido un armario o pequeño almacén. Tras pasear la mirada entre Sam y yo, Nella Jean se mostró más que dispuesta a retirarse a su pequeño espacio. Cerró la puerta tras de sí con un aire de irrevocabilidad, como si supiera que íbamos a hacer algo inmoral y no quisiera tener nada que ver con nosotros.
Bellenos cerró la puerta del despacho de Claude también, dejándonos en un espacio que parecía atestado con sólo dos personas, así que ni que pensar con cinco. Se oía música proveniente de la zona pública del club y me pregunté qué estaría pasando ahí fuera. ¿Los strippers ensayaban los números? ¿Qué hacían con Bellenos?
– ¿A qué se debe la visita sorpresa? -preguntó Claude-. No es que no me encante verte.
No estaba encantado, ni mucho menos, a pesar de haberme invitado al Hooligans en más de una ocasión. Su boca torcida denotaba claramente que jamás había creído que aceptaría alguna de sus invitaciones, a menos que estuviese sobre el escenario. «Por supuesto, Claude está convencido de que todo el mundo desea ver cómo se quita la ropa», pensé. ¿No le gustaban las visitas o había algo que no deseaba que supiera?
– Queremos que nos digas por qué Sookie se siente cada vez más hada -irrumpió Sam.
Los hadas se volvieron para mirar a Sam simultáneamente.
– ¿Por qué tengo que decirle eso? -preguntó Claude-. ¿Y quién te ha dado vela en los asuntos de nuestra familia?
– Porque Sookie quiere saberlo y es mi amiga -dijo Sam. Su expresión se había endurecido y su voz no titubeaba-. Deberías aleccionarla sobre su mestizaje en vez de vivir en su casa y aprovecharte de ella.
Yo no sabía dónde mirar. No sabía que a Sam le disgustara que mi primo y mi tío abuelo viviesen conmigo, y lo cierto era que no tenía por qué dar su opinión.
Y Claude y Dermot no se estaban aprovechando de mí; también hacían la compra y se limpiaban lo suyo, con sumo cuidado. A veces, era verdad que la factura de la luz daba un estirón (y ya había hablado de ello con Claude), pero ninguna otra cosa había supuesto un gasto extraordinario para mí.
– De hecho -continuó Sam mientras los otros lo miraban con extrema dureza desde el silencio -, vivís con ella para aseguraros de que sea cada vez más hada, ¿verdad? Estáis reforzando esa parte suya. No sé cómo lo estáis haciendo, pero sé que es así. Mi pregunta es: ¿lo estáis haciendo por la calidez, la camaradería, o acaso tenéis un plan para Sookie? ¿Es alguna conspiración feérica secreta?
La última frase surgió más como un ominoso gruñido que como la voz de Sam.
– Claude es mi primo y Dermot es mi tío abuelo -dije como un resorte-. Ellos no intentarían… -Pero la frase se fue apagando en mi boca. Si había aprendido una cosa a lo largo de los últimos cinco años, era que nunca debía albergar presuposiciones estúpidas. La idea de que la familia no quiere hacerte daño es una presuposición estúpida de primera magnitud.
– Venid a ver el resto de club -sugirió Claude de repente. Antes de poder siquiera pensarlo, nos sacó del despacho de nuevo al pasillo. Abrió la puerta que daba a la zona pública y Sam y yo entramos.
Supongo que todos los clubs y los bares tienen el mismo aspecto: mesas, sillas, un intento de tema decorativo, una barra, un escenario con barras para strippers y una especie de cabina de sonido. En ese aspecto, el Hooligans no difería mucho de otros.
Pero todas las criaturas que se volvieron hacia la puerta cuando entramos…, todas eran hadas. Me di cuenta lenta pero inexorablemente a medida que las miraba a la cara. Por muy humanas que pareciesen (y todos podrían pasar por una), cada una presentaba un rasgo de una u otra línea de sangre feérica. Una preciosa mujer de pelo rojo como el fuego tenía trazos de elfo. Se había afilado los dientes. Un hombre alto y delgado era algo que nunca había visto antes.
– Bienvenida, hermana -dijo una rubia bajita que era algo. Ni siquiera estaba segura de su género-. ¿Has venido a unirte a nosotros?
No sabía qué decir.
– No lo había planeado -respondí. Di un paso atrás, de vuelta al pasillo, y dejé que la puerta volviese a cerrarse. Aferré el brazo de Claude-. ¿Qué demonios está pasando aquí? -Como no respondía, me volví a mi tío abuelo-. ¿Dermot?
– Sookie, queridísima nuestra -empezó a decir Dermot al cabo de un instante de silencio-. Esta noche, cuando volvamos a casa, te contaremos todo lo que quieras saber.
– ¿Y qué hay de él? -inquirí, señalando a Bellenos con la cabeza.
– El no vendrá con nosotros -dijo Claude-. Bellenos duerme aquí, es nuestro vigilante nocturno.
Sólo se tiene un vigilante nocturno cuando se teme una intrusión.
Más problemas.
Apenas era capaz de soportar la mera expectativa.