Las escuelas suelen ser todas muy parecidas, ¿no? Siempre está ese olor: una mezcla de tiza, comida de refectorio, cera para el suelo y libros. El eco de las voces de los niños y las de los profesores, aún más altas. El «arte» que decora las paredes y los adornos en la puerta de cada aula. La pequeña escuela infantil de Red Ditch no era diferente.
Tenía cogida la mano de Hunter mientras Remy caminaba detrás de nosotros. Cada vez que veía a Hunter se parecía un poco más a mi prima Hadley, su fallecida madre. Tenía su pelo y ojos negros y su cara estaba perdiendo las redondeces de la infancia más tierna para adquirir una forma más ovalada, como la de ella.
Pobre Hadley. Había tenido una vida dura, en gran parte por su culpa. Al final había encontrado el amor verdadero, se había convertido en vampira y había muerto por una cuestión de celos. La suya había sido una vida azarosa, pero corta. Hacía lo que hacía por ella, y por un momento me pregunté qué pensaría al respecto. Ella debería haber llevado a su hijo a su primer día de guardería, donde seguiría yendo hasta el otoño. El propósito de la visita era ayudar a los futuros alumnos a familiarizarse un poco con el establecimiento, entrando en contacto con las aulas, los pupitres y los profesores.
Algunos de los niños que recorrían los pasillos miraban a todas partes con curiosidad más que temor. Otros guardaban silencio y abrían mucho los ojos. Ése era el aspecto que presentaba mi «sobrino» a ojos de los demás, aunque en mi mente no dejaba de charlar. Hunter era telépata, como yo. El suyo era uno de los secretos que mejor guardaba. Deseaba que creciese con la mayor normalidad posible. Cuantos más seres sobrenaturales supieran de su condición, mayores serían las probabilidades de que alguien lo raptase, ya que los telépatas somos muy útiles. Seguro que en alguna parte había alguien lo bastante despiadado como para llevar a cabo tal cosa. Me daba la sensación de que Remy, su padre, nunca había pensado en ello. A él le preocupaba la aceptación de su hijo en el entorno humano inmediato. Y eso tampoco era moco de pavo. Los niños pueden ser increíblemente crueles cuando detectan que eres diferente. Era algo que sabía muy bien.
Si conoces los matices, es muy sencillo averiguar cuándo dos telépatas están manteniendo una conversación. Sus expresiones varían cuando se miran, de la misma manera que lo harían si la conversación fuese de viva voz. Por eso intentaba mantener la mirada apartada del niño y la sonrisa constante durante el mayor tiempo posible. Hunter era demasiado pequeño para saber disimular nuestra conversación, así que yo tendría que llevar todo el esfuerzo.
«¿Cabrán todos estos niños en una clase?», preguntó.
– En voz alta -le recordé discretamente-. No, os repartirán en grupos y pasarás todo el día con uno de ellos, Hunter. -Desconocía si la guardería de Red Ditch seguía los mismos horarios que los cursos más avanzados, pero estaba segura de que estarían ocupados hasta después de la hora del almuerzo-. Tu papá te traerá por la mañana y alguien te recogerá por la tarde. -«¿Quién?», me pregunté, y en ese momento recordé que Hunter podía oírme-. Ya lo arreglará papá -dije finalmente-. Mira, ésta es el aula de la foca. ¿Ves esa gran foto de una foca? Y ésa es la del poni.
– ¿Dentro hay un poni? -Hunter era todo un optimista.
– No lo creo, pero apuesto a que hay un montón de fotos de ponis.
Todas las puertas estaban abiertas y los profesores estaban dentro, sonriendo a los niños y a sus padres, esforzándose al máximo por parecer acogedores y agradables. Como era de esperar, a unos les costaba más que a otros.
La profesora del aula del poni, la señorita Gristede, era una mujer agradable, o al menos ésa fue la sensación que obtuve a primera vista. Hunter asintió.
Nos adentramos en el aula del cachorro y conocimos a la señorita O’Fallon. Volvimos al pasillo a los tres minutos.
– No me gusta la del cachorro -le dije a Remy en voz muy baja-. Se puede elegir, ¿no?
– Sí, una vez. Puedo decir en qué aula no quiero que esté mi hijo -comentó -. Mucha gente usa esa opción en caso de que el profesor sea cercano a la familia, como un familiar, o en caso de disputas en el entorno.
– La del cachorro no me gusta -repitió Hunter, asustado.
La señorita O’Fallon parecía bella por fuera, pero estaba podrida por dentro.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Remy, adquiriendo el mismo tono confidencial.
– Luego te lo cuento -murmuré-. Sigamos mirando.
Seguidos por Remy, visitamos las otras tres aulas. Los demás profesores parecían estar bien, si bien la señorita Boyle se antojaba un poco quemada. Sus pensamientos eran bruscos y rezumaban el matiz de la impaciencia, y su sonrisa parecía de las frágiles. No dije nada a Remy. Si sólo podía rechazar a un profesor, la señorita O’Fallon era la más peligrosa.
Regresamos al aula de la señorita Gristede porque a Hunter le gustaban mucho los ponis. Había dos parejas de padres, cada una con una niña de la mano. Apreté suavemente la mano de Hunter para que recordase las reglas. Alzó la vista para mirarme y yo asentí, tratando de alentarlo. Se soltó de mi mano y se dirigió a una zona de lectura, donde escogió un libro y se puso a hojearlo.
– ¿Te gusta leer, Hunter? -le preguntó la señorita Gristede.
– Me gustan los libros, pero todavía no sé leer. -Volvió a dejar el libro en su sitio y le di una palmada mental en la espalda. Sonrió para sí y cogió otro libro, este de un tal Doctor Seuss, sobre perros.
– Se nota que le han leído muchos cuentos -dijo la profesora, sonriéndonos a Remy y a mí.
Remy se presentó.
– Soy el padre de Hunter y ella es su prima -dijo, inclinando la cabeza hacia mí-. Hoy Sookie hace las veces de madre, ya que su mamá murió.
La señorita Gristede asimiló la noticia.
– Me alegra verles a los dos -expresó-. Hunter parece un muchacho muy despierto.
Me percaté de que las niñas se le habían acercado. Sabía que eran amigas desde hacía algún tiempo y que sus padres iban juntos a la iglesia. Anoté mentalmente recomendar a Remy que eligiese una y empezase a frecuentarla. Hunter iba a necesitar todo el apoyo posible. Las niñas también cogieron unos libros. Hunter recibió con una sonrisa a la niña de la melena corta, observándola con esa mirada tímida de soslayo que emplean los niños para evaluar potenciales compañeros de juego.
– Éste me gusta -dijo ella, señalando un ejemplar de Donde viven los monstruos.
– No lo he leído -respondió Hunter, dubitativo. Le daba un poco de miedo.
– ¿Te gusta jugar a los bloques? -preguntó la niña de la coleta marrón.
– Sí. -Hunter fue hacia la zona enmoquetada de juegos destinada a la construcción con bloques, dadas las piezas de todos los tamaños y formas que había esparcidas. Al instante se pusieron a construir algo que había cobrado vida en su imaginación.
Remy sonrió. Deseaba que todos los días fuesen como ése. Por supuesto que no sería así. En ese momento, Hunter miraba dubitativamente a la niña de la coleta, enfadada porque la otra acaparaba todos los bloques de letras.
Los padres me miraban con cierta curiosidad, y una de las madres me preguntó:
– ¿No es usted de aquí?
– No -respondí-. Vivo en Bon Temps. Pero Hunter quiso que lo acompañara hoy, y resulta ser mi primo favorito. – A punto había estado de llamarlo sobrino, ya que él siempre se dirigía a mí como «tía Sookie».
– Remy -dijo la misma mujer-, es usted el sobrino nieto de Hank Savoy, ¿no es así?
Remy asintió.
– Sí, nos mudamos aquí después del Katrina y al final nos hemos quedado -explicó encogiéndose de hombros. ¿Qué podía hacer después de haberlo perdido todo por el huracán? Menuda zorra.
Hubo muchos meneos de cabeza. Noté un montón de proyecciones de simpatía hacia Remy. Esperaba que fuese extensible a Hunter.
Mientras charlaban, me acerqué de nuevo a la puerta de la señorita O’Fallon.
La joven profesora sonreía a dos niños que deambulaban por su aula ricamente decorada. Una pareja de padres permanecía junto a su hijo. Quizá intentaban hacerse una idea o sencillamente eran así de protectores.
Me acerqué a la señorita O’Fallon y abrí la boca para decir algo. Habría dicho: «Guárdate esas fantasías para ti misma. Ni siquiera se te ocurra pensar en esas cosas mientras compartas aula con unos niños», pero me lo pensé dos veces. Sabía que había venido acompañando a Hunter. ¿Se convertiría él en objeto de su malévola imaginación si la amenazaba? No podía estar siempre cerca de él para protegerlo. No podría detenerla. No se me ocurría ninguna manera de sacarla de la ecuación. Aún no había hecho nada malo a ojos de la ley o la moral…, aún. Entonces ¿qué pasaba si imaginaba cerrarles la boca a los niños de una bofetada? No lo había hecho. «¿Acaso no hemos fantaseado todos alguna vez con las cosas horribles que no hemos hecho?», se preguntaba, ya que la respuesta le hacía sentir que todavía estaba… bien. No sabía que podía escucharla.
¿Era yo mejor que la señorita O’Fallon? La terrible pregunta recorrió mi mente más rápido de lo que lleva escribir dos frases. Me dije: «Sí, no soy tan horrible porque no estoy a cargo de ningún crío. Las únicas personas a las que quiero hacer daño son adultos y asesinos». Eso no me hizo sentir mejor, pero empeoró con creces mi perspectiva de la señorita O’Fallon.
La miré el rato suficiente como para hacer que se sintiese incómoda.
– ¿Deseaba preguntarme algo? -me interrogó finalmente con cierto filo en las palabras.
– ¿Por qué decidió hacerse profesora? -inquirí.
– Pensé que sería maravilloso enseñar a los más pequeños lo primero que tienen que saber para desenvolverse en el mundo -recitó, como si apretase el botón de una grabadora. Lo que quería decir era: «Tuve una maestra que me torturaba cuando nadie nos veía y disfruto con los más pequeños y desamparados».
– Hmmm -murmuré. Los otros visitantes abandonaron el aula y nos quedamos a solas.
– Usted necesita un psicólogo -dije discreta y rápidamente-. Si actúa conforme a lo que le inspira su mente, se odiará a sí misma. Y arruinará la vida de otras personas igual que arruinaron la suya. No deje que eso le gane la mano. Pida ayuda.
Se quedó con la boca abierta.
– No sé… Qué demonios.
– Hablo muy en serio -señalé, dando respuesta a la siguiente pregunta implícita-. Hablo muy en serio.
– Lo haré -contestó, como si alguien le hubiese arrancado las palabras de la boca-. Juro que lo haré.
– Hará bien -le aconsejé. Mantuve la mirada un instante y luego salí del aula del cachorro.
Puede que la hubiera asustado o azuzado lo suficiente como para que hiciese lo que había prometido. Si no, bueno, tendría que pensar en otra táctica.
– Ya he cumplido con mi cometido, pequeño saltamontes -me dije, ganándome una nerviosa mirada por parte de un padre jovencísimo. Le sonreí y, después de dudarlo un momento, me devolvió el gesto. Me reuní con Remy y Hunter y completamos la visita al establecimiento sin mayores contratiempos. Hunter me lanzó una mirada interrogativa, muy ansiosa, y yo asentí con la cabeza. «Ya me he encargado de ella», dije, rezando por que fuera cierto.
Era demasiado temprano para cenar, pero Remy sugirió que nos pasásemos por el Dairy Queen para comprarle a Hunter un helado. Hunter estaba un poco nervioso y emocionado después de la visita a la escuela. Intenté tranquilizarlo con un poco de conversación mental.
«¿Podrías llevarme a la escuela el primer día, tía Sookie?», me preguntó. Tuve que armarme de valor para responder.
«No, Hunter. Eso tiene que hacerlo tu papá, -le dije-. Pero cuando llegue ese día, podrás llamarme y contarme cómo fue todo, ¿te parece?».
Hunter me dio una entrañable mirada con los ojos muy abiertos.
«Pero tengo miedo».
Yo le devolví una mirada escéptica.
«Puede que estés un poco nervioso, pero te aseguro que todo el mundo está igual. Ahora podrás hacer amigos, así que recuerda mantener la boca cerrada antes de tenerlo todo claro en la mente».
«A lo mejor no les caigo bien».
«¡No! -dije intentando no dejar resquicio a la duda-. No te comprenderán. Hay una diferencia muy importante».
«¿Te caigo bien a ti?».
– Claro que me caes bien, briboncete -respondí sonriéndole y revolviéndole el pelo. Miré a Remy, que hacía cola en el mostrador para pedir nuestros helados. Me saludó con la mano y puso una mueca a Hunter. Estaba haciendo un gran esfuerzo para llevarlo todo lo mejor posible. Cada día se le daba mejor su papel de padre de un niño especial.
Imaginé que podría empezar a relajarse dentro de unos doce años, año arriba, año abajo.
«Sabes que tu papá te quiere y que desea lo mejor para ti», le dije.
«Quiere que sea como los demás niños», repuso Hunter, un poco triste y algo resentido.
«Quiere que seas feliz. Y sabe que, cuanta más gente sepa de tu don, mayores serán las probabilidades de que no lo seas. Sé que no es justo pedirte que guardes ese secreto. Pero es el único que tienes que guardar. Si alguien te habla de ello, dile a tu papá que me llame. Si crees que alguien es extraño, cuéntaselo a papá. Si alguien intenta entrar en tu mente, dilo».
Acababa de asustarlo más aún. Pero tragó saliva y contestó: «Sé eso de entrar en la mente».
«Eres un chico muy listo y tendrás muchos amigos. Esto es sencillamente algo de ti que no tienen por qué saber».
«¿Porque es malo?». Hunter parecía tan apurado como desesperado.
«¡Claro que no! -exclamé, contrariada-. No tienes nada de lo que avergonzarte, amiguito. Pero ya sabes que nuestro don nos hace diferentes, y mucha gente no entiende lo que es diferente». Fin de la lección. Le di un beso en la mejilla.
– Hunter, ve a por unas servilletas – le pedí con naturalidad cuando Remy recogió la bandeja de plástico con nuestros helados. Yo me había pedido uno con trozos de chocolate. Ya se me había hecho la boca agua cuando distribuimos las servilletas y nos concentramos en nuestros respectivos pecados de dulce.
Una joven con el pelo negro por la barbilla entró en el establecimiento, nos vio y nos saludó con mano insegura.
– Mira, colega, es Erin -dijo Remy.
– ¡Hola, Erin! -devolvió Hunter el saludo, entusiasmado, moviendo la mano como un pequeño metrónomo.
Erin se nos acercó como si no estuviese segura de que era bienvenida.
– Hola -saludó recorriendo la mesa con la mirada-. ¡Señor Hunter, señor, me alegra mucho verle esta tarde! -El niño le devolvió una sonrisa. Le gustaba que le llamasen «señor Hunter». Erin tenía unas lindas mejillas redondeadas, los ojos almendrados de un rico marrón.
– Ésta es mi tía Sookie -me presentó Hunter, orgulloso.
– Te presento a Erin, Sookie -dijo Remy. Supe por sus pensamientos que la joven le gustaba mucho.
– He oído hablar mucho de ti, Erin -contesté-. Me alegra ponerle una cara a tu nombre. Hunter me ha pedido que le acompañase a visitar la guardería.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó Erin, genuinamente interesada.
Hunter empezó a contárselo mientras Remy se levantaba para traerle una silla.
Luego nos lo pasamos bien. Hunter parecía tener mucho afecto por Erin y ella le devolvía el sentimiento. También estaba muy interesada en su padre, al tiempo que éste se encontraba al borde de volverse loco por ella. En definitiva, no fue una mala tarde de lectura mental, concluí.
– Señorita Erin -habló Hunter-, tía Sookie dice que no podrá venir conmigo el primer día de clase. ¿Vendría usted?
Erin estaba sorprendida y complacida a la vez.
– Si su señor padre dice que puedo y si consigo librar en el trabajo -respondió, dejando caer las condiciones por si Remy tenía alguna objeción… o dejarían de salir para finales de agosto -. Gracias por preguntar.
Cuando Remy se llevó a Hunter al cuarto de baño, Erin y yo nos quedamos mirándonos con curiosidad.
– ¿Cuánto hace que empezasteis a salir Remy y tú? -le pregunté. Parecía una opción más que segura.
– Apenas un mes -respondió-. Remy me gusta, y creo que podríamos llegar a tener algo, aunque aún es demasiado pronto para saberlo. No quiero que Hunter se vuelva dependiente de mí en caso de que no funcione. Además… -Dudó por un largo instante-. Tengo entendido que Kristen Duchesne cree que Hunter tiene un problema. Se lo ha dicho a todo el mundo. Pero lo cierto es que ese muchachito me importa mucho. -Sus ojos no mentían.
– Es diferente -expliqué-, pero no tiene ningún problema. No tiene ninguna enfermedad mental, no sufre de ninguna minusvalía para el aprendizaje y no está poseído por el diablo. -Sonreía, cada vez menos, cuando llegué al final de la frase.
– Jamás he visto indicios de esas cosas -convino. Ella también sonreía-. Aunque tampoco creo haberlo visto todo.
No pensaba revelar el secreto de Hunter.
– Necesita amor y cuidados especiales -dije-. Realmente nunca ha tenido una madre, y supongo que alguien estable en ese papel sólo le puede venir bien.
– Y ésa no vas a ser tú -respondió, como si en realidad me lo estuviese preguntando.
– No -negué, aliviada por tener la ocasión de dejarlo claro-. No seré yo. Remy parece un tipo agradable, pero yo estoy con otra persona. -Arañé una cucharada más de chocolate dulce.
Erin bajó la mirada a su vaso de Pepsi, inmersa en sus propios pensamientos. Era consciente de ellos, por supuesto. Nunca le había caído bien Kristen, y tampoco tenía una opinión demasiado buena de su capacidad mental. Pero Remy cada vez le gustaba más. Y adoraba a Hunter.
– Vale -dijo tras alcanzar una conclusión interior-. Vale.
Levantó la cabeza para encontrarse con mi mirada y asintió. Le devolví el gesto. Al parecer, habíamos conseguido entendernos. Cuando los chicos volvieron de su excursión al servicio, me despedí de ellos.
– Oh, espera, ¿puedes acompañarme fuera un momento si Erin no tiene inconveniente en vigilar a Hunter?
– Será un placer -dijo ella. Volví a abrazar al niño, le sonreí y le di una palmada antes de enfilar la puerta.
Remy me siguió con una expresión aprehensiva clavada en la cara. Paramos un poco más allá de la entrada.
– Ya sabes que Hadley me dejó el resto de sus propiedades -dije. Era algo que me había estado pesando.
– Eso me contó el abogado. -Su expresión no dejaba entrever nada, pero yo tenía mis métodos, por supuesto. Parecía absolutamente tranquilo.
– ¿No estás enfadado?
– No. No quiero nada que fuera suyo.
– Pero Hunter…, la universidad. No había mucho dinero, pero sí algunas buenas joyas que podría vender.
– Le he abierto un fondo de estudios -explicó Remy-. Una de mis tías abuelas me ha dicho que le dejará todo lo que tiene, ya que nunca ha tenido hijos. Hadley me hizo pasar por un infierno y ni siquiera se ocupó de planear un futuro para Hunter. No quiero nada.
– Para ser justos, no esperaba morir tan joven… De hecho, no esperaba morir nunca -señalé-. Estoy convencida de que no incluyó a Hunter en su testamento porque no quería que nadie supiera de él o lo secuestrara para asegurarse de su buen comportamiento.
– Ojalá fuese verdad -suspiró Remy-. Quiero decir que quiero creer que lo hizo por su bien. Pero aceptar el dinero a sabiendas de cómo acabó, de cómo lo había ganado… hace que me den náuseas.
– Está bien -le dije-. ¡Si te lo piensas y cambias de opinión, llámame mañana por la noche! Nunca se sabe cuándo me puede dar una fiebre consumista o por apostar las joyas en un casino.
Sonrió levemente.
– Eres una buena mujer -afirmó antes de regresar con su novia y su hijo.
Conduje hacia casa con la conciencia tranquila y el corazón contento.
Había cubierto medio turno de mañana (Holly me había hecho la otra mitad aparte de su propio turno), así que tenía el resto del día libre. Pensé en darle más vueltas a la carta de la abuela. La visita del señor Cataliades cuando éramos bebés, el cluviel dor, los engaños a los que su amante le había sometido… porque estaba claro que, cuando la abuela creyó haber olido a Fintan mientras veía a su marido, era él disfrazado. Era algo difícil de digerir.
Amelia y Bob estaban enzarzados en el lanzamiento de conjuros cuando volví a casa. Caminaban recorriendo el perímetro de la casa en direcciones opuestas, canturreando y agitando incienso como sacerdotes de la Iglesia católica.
A veces me convencía de lo bueno que era vivir a las afueras, en medio del campo.
No quería romper su concentración, así que decidí dar un paseo por el bosque. Me preguntaba dónde estaría el portal, si sería capaz de encontrarlo. Dermot se había referido a él como «un punto fino». ¿Sería capaz de distinguir ese punto? Al menos sabía en qué dirección se encontraba. Caminé hacia el este.
Era una tarde cálida y empecé a sudar en cuanto puse el pie en el bosque. El sol se fragmentaba en mil formas al tocar las ramas, y las aves y los insectos producían infinidad de sonidos que mantenían vivo el bosque. No quedaba mucho tiempo para la caída de la tarde y que la luz se fuese extinguiendo, convirtiendo el paseo en una actividad incierta. Las aves guardarían silencio y las criaturas de la noche reclamarían su hegemonía.
Avancé por la maleza pensando en la noche anterior. Me preguntaba si Judith habría hecho las maletas y se habría marchado, tal como dijo que haría. Me preguntaba si Bill se sentiría solo ahora que no estaba ella. Di por hecho que nada ni nadie se había presentado en mi jardín ya que había dormido toda la noche del tirón.
Entonces, sólo me quedó imaginar cuándo intentaría Sandra Pelt matarme de nuevo. Justo cuando empezaba a sospechar que permanecer sola en el bosque no había sido tan buena idea, di con un pequeño claro de apenas doscientos metros, al sureste de mi casa.
Estaba prácticamente convencida de que ése era el, punto más fino. No se me ocurría otra razón para ese singular claro. Los hierbajos salvajes crecían con intensidad, pero no había arbustos, nada a la altura de la pantorrilla. Ninguna enredadera se extendía por ese espacio, ninguna rama caída.
Antes de salir del linde de árboles, examiné cuidadosamente la extensión del claro. Lo último que necesitaba era caer en una especie de trampa feérica. Pero no vi nada extraordinario, salvo quizá un ligero temblor en el aire. Justo en el centro del claro. El extraño punto (si es que mis ojos no me engañaban) flotaba a la altura de las rodillas. Tenía la forma de un pequeño círculo irregular de unos cuarenta centímetros de diámetro. Y justo en ese punto el aire parecía distorsionarse, adoptando el matiz de una ilusión óptica. ¿Sería porque desprendía calor?
Me arrodillé sobre los hierbajos a un metro escaso de la distorsión. Intenté pincharlo ligeramente con un largo trozo de cristal.
Solté el objeto y se desvaneció. Volví a contraer los dedos y di un grito de sorpresa.
Había deducido algo. No estaba muy segura de qué. Si alguna vez había dudado de la palabra de Claude, ahí estaba la viva prueba de que decía la verdad. Con mucho cuidado, me acerqué un poco más a la anomalía.
– Hola, Niall -saludé-. Si me estás escuchando, si estás ahí, te echo de menos.
Por supuesto, no hubo respuesta.
– Tengo muchos problemas, pero imagino que tú también -dije, aunque no pretendía sonar quejica-. No sé cómo os desenvolvéis las hadas en mi mundo. ¿Camináis junto a nosotros, pero invisibles? ¿O es que tenéis todo un mundo aparte, como la Atlántida? -Era una conversación un poco lamentable y solitaria-. Bueno, será mejor que vuelva a casa antes de que anochezca. Si me necesitas, ven a verme. Te echo de menos -repetí.
No pasó nada.
Con una sensación a caballo entre la felicidad por haber encontrado el portal y la decepción por no conseguir resultado alguno, deshice camino a casa por el bosque. Bob y Amelia habían terminado sus tareas mágicas en el jardín y Bob había encendido la parrilla. Se disponían a hacer unos filetes. A pesar de haber tomado helado con Remy y Hunter, me sentí incapaz de rechazar un filete a la parrilla embadurnado con la salsa secreta de Bob. Amelia estaba cortando patatas para envolverlas en papel de plata y cocinarlas junto a los filetes en la parrilla. Me sentía encantada. Me ofrecí a hacer unos calabacines.
La casa tenía un aire más seguro. Más feliz.
Mientras comíamos, Amelia nos contó anécdotas de su trabajo en la tienda de magia y Bob se desató lo suficiente como para imitar a sus compañeros más extravagantes del salón de belleza unisex donde trabajaba. La peluquera a la que Bob había sustituido se había desanimado tanto por las complicaciones de la vida en la Nueva Orleans posterior al Katrina, que había hecho las maletas y se había ido a Miami. Bob había conseguido el trabajo tras ser la primera persona cualificada en pasar por la puerta después de que su antecesora hiciera lo mismo a la inversa. En respuesta a mi pregunta de si había sido por casualidad, Bob se limitó a sonreír. De vez en cuando podía atisbar un destello de qué fascinaba a Amelia en ese chico, quien, por otra parte, parecía un escuálido vendedor de enciclopedias con el pelo áspero. Le comenté lo de Immanuel y su corte de pelo de urgencia y me dijo que su colega había hecho un trabajo maravilloso.
– Bueno, ¿ya habéis terminado de reforzar las protecciones? -pregunté ansiosa, procurando que el cambio de tema resultase natural.
– Y tanto -señaló Amelia cortando otro trozo de carne-. Ahora son incluso mejores. Ni un dragón podría atravesarlas. Nadie que quiera hacerte daño podrá pasar.
– Entonces, si el dragón fuese amistoso -contesté medio en broma, y ella me dio un golpecito con el tenedor.
– Por lo que dicen por ahí, esas cosas no existen -aseguró Amelia-. Claro que yo nunca he visto uno.
– Claro. -No sabía si sentirme curiosa o aliviada.
– Amelia tiene una sorpresa para ti -indicó Bob.
– ¿Sí? -Intenté sonar más relajada de cómo me sentía.
– He encontrado la cura -dijo, orgullosa y tímida a partes iguales-. Me refiero a lo que me pediste cuando me fui. Seguí buscando una manera de romper el vínculo de sangre. He encontrado una.
– ¿Cómo? -Intentaba que no se me saltasen los nervios.
– Primero le pregunté a Octavia. Ella no lo sabía porque no está especializada en magia vampírica, pero mandó un correo electrónico a un par de sus viejas amigas de otras asambleas y le ayudaron a buscar. Llevó su tiempo y se encontraron con algunos callejones sin salida, pero al final dieron con un conjuro que no requiere la muerte de uno de los vinculados.
– Estoy aturdida -dije, y era la absoluta verdad.
– ¿Quieres que lo lance esta noche?
– ¿Quieres decir ahora mismo?
– Sí, después de cenar. – Amelia parecía un poco menos contenta ya que no había obtenido la respuesta que había esperado. Bob pasaba la mirada de Amelia a mí; también parecía dubitativo. Esperaba que me hubiese mostrado encantada y efusiva, y no era lo que estaba presenciando.
– No sé. -Posé el tenedor-. ¿Le hará daño a Eric?
– Si es que algo puede hacer daño a un vampiro tan antiguo -dijo-. En serio, Sook, ¿por qué te preocupas por él?
– Le quiero -confesé. Los dos se me quedaron mirando.
– ¿De verdad? -preguntó Amelia con escasa voz.
– Te lo dije antes de que te fueras, Amelia.
– Supongo que no quise creerte. ¿Segura que seguirás sintiendo lo mismo cuando se haya disuelto el vínculo?
– Es lo que quiero averiguar.
Asintió.
– Tienes que saberlo. Y tienes que liberarte de él.
El sol acababa de ocultarse y podía sentir cómo se despertaba Eric. Su presencia me acompañaba como una sombra: familiar, irritante, reconfortante, intrusivo. Todo a la vez.
– Si puedes hacerlo ahora mismo -dije-. Antes de que pierda el valor.
– De hecho, es el mejor momento del día para hacerlo -apuntó-. La caída del sol. Cuando termina el día. Los finales, en general. Tiene sentido. – Amelia fue corriendo al dormitorio. Regresó al cabo de dos minutos con un sobre y tres pequeños tarros: tarros de gelatina en un anaquel de cromo, como los que usan las camareras de los bares para poner el desayuno. Los tarros estaban medio llenos de una mezcla de hierbas. Amelia se había puesto un delantal. Noté que guardaba objetos en uno de los bolsillos.
– Muy bien -dijo, pasándole el sobre a Bob, que extrajo el papel y lo ojeó rápidamente, frunciendo el ceño de su estrecho rostro.
– Fuera, en el jardín -sugirió él, y los tres dejamos la cocina, cruzamos el porche trasero y fuimos al jardín, dejándonos envolver una vez más por el olor a carne hecha al pasar junto a la vieja parrilla. Amelia me situó en un punto, a Bob en otro y luego hizo lo propio con los tarros de gelatina. Bob y yo teníamos cada uno un tarro a los pies, detrás de nosotros, y había otro donde se colocaría ella. Habíamos formado un triángulo. No hice ninguna pregunta. De todos modos, probablemente no habría creído ninguna de las respuestas. Nos entregó a Bob y a mí una cajetilla de cerillas a cada uno y ella se quedó con otra.
– Cuando os lo diga, prended fuego a vuestras hierbas. Después, caminad en sentido contrario a las agujas del reloj alrededor del tarro, tres veces -indicó -. Parad en vuestro puesto a la tercera. Entonces diremos las palabras. Bob, ¿las has memorizado? Sookie necesitará tu papel.
Bob volvió a echar un vistazo a las palabras, asintió y me entregó el papel. Apenas veía las letras gracias a las luces de seguridad. La noche se nos echaba encima por momentos.
– ¿Listos? -preguntó Amelia secamente. Parecía cada vez mayor a medida que se apagaba la tarde.
Asentí preguntándome si estaba siendo sincera.
– Sí- dijo Bob. I
– Pues volveos y encended el fuego -instruyó Amelia. Obedecí su mandato como un robot. Estaba muerta de miedo, y no acababa de saber por qué exactamente. Eso era lo que deseaba hacer. Mi cerilla prendió y la solté en el tarro de gelatina. Las hierbas produjeron una llamarada, soltando un fuerte olor, y los tres nos erguimos de nuevo para dar las tres vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj.
¿Era lo que estaba haciendo algo pernicioso para una cristiana? Probablemente sí. Por otra parte, jamás se me había ocurrido preguntarle al ministro metodista si tenía algún lugar sagrado para cortar vínculos de sangre entre una mujer y un vampiro.
Cuando dimos las tres vueltas y nos paramos, Amelia se sacó una pelota de cordón rojo del delantal. Agarró un extremo y pasó la pelota a Bob, quien cogió otra porción y me pasó la pelota a mí. Hice lo mismo y devolví la pelota a Amelia, ya que eso parecía lo que se esperaba de mí. Sostuve el hilo con una mano mientras aferraba el papel con la otra. Era más complicado de lo que había esperado. Amelia también había traído un par de tijeras, que sacó igualmente del bolsillo del delantal.
Amelia, que no había dejado de canturrear en ningún momento, apuntó hacia mí y después hacia Bob para indicar que debíamos unirnos a ella. Observé el papel, recité una serie de palabras para las cuales no hallé ningún sentido y se acabó.
Nos quedamos en silencio mientras las pequeñas llamas de los tarros se extinguían y la noche terminaba de asentarse.
– Corta -dijo Amelia pasándome las tijeras-. Y hazlo con toda tu voluntad.
Con una sensación de ridículo y miedo, pero segura de que era lo que tenía que hacer, corté el hilo rojo.
Y perdí a Eric.
Ya no estaba ahí.
Amelia enrolló el hilo cortado y me lo entregó. Para mi sorpresa, estaba sonriendo; tenía un aire fiero y triunfal. Cogí la porción de hilo automáticamente, proyectando todos mis sentidos hacia Eric. Nada.
Sentí un acceso de pánico. No era del todo puro: había algo de alivio, cosa que esperaba. También había dolor. Tan pronto como me asegurase de que estaba bien, de que no había sufrido daño alguno, sabía que me relajaría y sentiría el éxito del conjuro en toda su extensión.
El teléfono sonó en casa y salí corriendo hacia la puerta trasera.
– ¿Estás ahí? -me dijo-. ¿Estás ahí? ¿Estás bien?
– Eric -contesté, pronunciando su nombre con un suspiro entrecortado-. ¡Me alegro tanto de que estés bien! Porque lo estás, ¿verdad?
– ¿Qué has hecho?
– Amelia encontró la manera de romper el vínculo.
Se produjo un largo silencio. Antes, podía saber si Eric estaba ansioso, furioso o pensativo. Ahora sólo podía imaginarlo. Finalmente habló:
– Sookie, el matrimonio te otorga cierta protección, pero el vínculo era lo importante.
– ¿Qué?
– Ya me has oído. Estoy furioso contigo. -Sabía que lo decía muy en serio.
– Ven aquí – rogué.
– No. Si veo a Amelia, le partiré el cuello. -También decía eso en serio -. Siempre ha querido que te deshicieras de mí.
– Pero… -empecé a decir, sin saber muy bien cómo terminar la frase.
– Te veré cuando recupere el control de mí mismo -dijo, y colgó.