Todas las mujeres presentes en mi salón estaban contentas. Algunas más que otras, es verdad, pero ninguna de ellas desdichada. Estaban allí para dar regalos a alguien que se los merecía y se alegraban de que esperase gemelos. Los papeles de regalo amarillos, verdes, azules y rosas se amontonaban de forma casi abrumadora, pero lo importante era que Tara estaba recibiendo muchas cosas que necesitaba y deseaba.
Dermot ayudaba desinteresadamente con las bebidas y se dedicaba a meter en bolsas los montones de papel arrugado para mantener el suelo despejado. Algunas de mis invitadas más veteranas atravesaban ya sin duda la fase del equilibrio inseguro, así que lo último que necesitábamos era tener cosas por el suelo que pudiesen provocar una caída. La madre y la abuela de J.B. también habían venido, y si la abuela no tenía setenta y cinco años, no tenía ninguno.
Cuando antes Dermot había aparecido en la puerta trasera, lo dejé pasar y regresé con mi café sin decir nada. Tan pronto como atravesó el umbral me sentí sensiblemente mejor. ¿Será que no había notado el contraste en los últimos días y semanas debido a mi profunda dependencia respecto al vínculo de sangre? Había estado bajo la influencia de muchos elementos sobrenaturales. No podía decir que me sintiera mejor por volver a mi ser, pero lo cierto es que sí me hacía estar más en contacto con la realidad.
Una vez mis invitadas le echaron un buen vistazo a Dermot y se dieron cuenta de su enorme parecido con Jason, hubo muchas cejas arqueadas. Les conté que era un primo lejano de Florida y leí en las mentes de muchas de ellas que consultarían sus respectivos árboles genealógicos en busca de un lazo en Florida con mi familia.
Hoy me sentía yo misma. Me apetecía hacer lo que había que hacer en la comunidad en la que vivía. Puede que ni siquiera fuese la misma persona que participó en la matanza de la noche anterior.
Tomé un sorbo de mi copa. El ponche de Maxine había salido muy bueno, el pastel que recogí en la pastelería estaba delicioso, mis palitos de queso estaban crujientes y, si acaso, un poco picantes, y las nueces asadas tenían el tostado justo. Después de que Tara abriera los regalos y repitiera su «gracias» un millón de veces, jugamos a Bingo Bebé.
Cada vez me sentía más como la antigua Sookie Stackhouse a medida que avanzaba el evento. Estaba rodeada de gente que comprendía, haciendo algo bueno.
A modo de una especie de bonificación, la abuela de J.B. me contó una maravillosa historia sobre mi abuela. En conjunto, fue una gran tarde.
Al volver a la cocina con una bandeja llena de platos sucios, pensé: «Esto es felicidad. Anoche no era yo».
Pero había existido. Sabía, incluso mientras hacía eso, que no podría engañarme indefinidamente. Había cambiado para sobrevivir y ahora pagaba el precio de la supervivencia. Tenía que estar dispuesta al cambio, o todo lo que había obligado a hacer sería en vano.
– ¿Estás bien, Sookie? -preguntó Dermot, que traía más vasos.
– Sí, gracias. -Intenté sonreír, pero me faltaron fuerzas para que resultase convincente.
Llamaron a la puerta trasera. Imaginé que sería una invitada rezagada que pretendía unirse a la fiesta discretamente.
Al que encontré fue al señor Cataliades. Vestía un traje, como siempre, pero por primera vez parecía incómodo con él. No parecía tan relleno como de costumbre, pero la amable sonrisa era la de siempre. Su visita me dejó perpleja, y no estaba muy segura de querer hablar con él, pero si era el tipo capaz de dar respuesta a las grandes preguntas de mi vida, la verdad es que no me quedaba más elección.
– Adelante -lo invité, retrocediendo mientras mantenía la puerta abierta.
– Señorita Stackhouse -dijo formalmente -. Le agradezco que me deje pasar.
Echó una ojeada a Dermot, que estaba limpiando platos con mucho cuidado, orgulloso de que le hubiese confiado la vieja porcelana de la abuela.
– Joven -saludó.
Dermot se volvió y se quedó petrificado.
– Demonio -dijo antes de volverse a la pila, pero noté que sus pensamientos se aceleraban furiosamente.
– ¿Disfrutando de un evento social? -me preguntó el señor Cataliades -. Se nota que hay muchas mujeres en la casa.
Ni me había dado cuenta de la cacofonía de voces femeninas que venía flotando por el pasillo, pero daba la impresión de que hubiera sesenta mujeres en el salón en vez de veinticinco.
– Sí -asentí-. Las hay. Estamos celebrando la fiesta del bebé de una amiga.
– ¿Cree que podría sentarme en su cocina hasta que acabe? -sugirió-. ¿Podría tomar un bocado?
Recordando mis modales, exclamé:
– Por supuesto, ¡coma tanto como guste!
Preparé rápidamente un sándwich de jamón, saqué unas patatas de bolsa y unos encurtidos y dispuse un plato aparte con las demás cosas que componían el menú de la fiesta. Incluso le puse una copa de ponche.
Los oscuros ojos del señor Cataliades centellearon a la vista de los alimentos que tenía ante sí. Quizá no fuesen tan sofisticados como estaba acostumbrado (aunque, por lo que sabía, comía ratones crudos), pero se puso a comer con ganas. Dermot parecía estar bien, si no completamente relajado, compartiendo estancia con el abogado, así que los dejé para que hicieran migas y regresé al salón. La anfitriona no podía ausentarse mucho tiempo. Sería descortés.
Tara ya había abierto todos los regalos. Su ayudante de la tienda, McKenna, había tomado nota de todos ellos y de sus respectivas donantes y había pegado una tarjeta en cada uno de ellos. Todas se pusieron a hablar de sus cosas -oh, alegría- y formulaban a Tara preguntas sobre ginecología y obstetricia, el hospital donde daría a luz, los nombres que pondría a los bebés, si conocía el sexo de los gemelos, cuando debía romper aguas, y así sucesivamente.
Poco a poco, las invitadas fueron marchándose, y cuando se fueron todas, tuve que declinar las ofertas de Tara, su suegra y Michele, la novia de Jason, para ayudarme a lavar los platos.
– Ni hablar -les dije-. Dejadlos donde están, que es mi trabajo. -Era como escuchar las palabras de mi abuela saliéndome de la boca. Casi me hizo reír. Si no hubiese habido un demonio y un hada en mi cocina, quizá hubiera transigido. Cargamos todos los regalos en los coches de Tara y su suegra, y Michele me dijo que ella y Jason iban a celebrar una parrillada de pescado el fin de semana siguiente y querían que les acompañase. Dije que lo vería, que la idea me parecía maravillosa.
Sentí un gran alivio cuando se fueron todas las humanas.
Me habría derrumbado en una silla a leer media hora o hubiese visto un episodio de Jeopardy! antes de ponerme a limpiar, pero había dos hombres esperándome en la cocina. En vez de ello, volví cargada con más platos y vasos sucios.
Para mi sorpresa, Dermot se había ido. No había oído su coche alejarse por el camino, pero supuse que aprovechó cuando se iba todo el mundo. El señor Cataliades estaba sentado en la misma silla, bebiendo una taza de café. Había dejado su plato en la pila. No lo había lavado, pero al menos lo había dejado allí.
– Bueno -dije-. Se han ido. No se habrá comido a Dermot, ¿verdad?
Me sonrió abiertamente.
– No, mi querida señorita Stackhouse, no lo he hecho. Aunque estoy seguro de que sería un sabroso bocado. El sándwich de jamón estaba delicioso.
– Me alegro de que lo haya disfrutado – respondí automáticamente-. Escuche, señor Cataliades, encobré una carta de mi abuela. No sé si he comprendido bien cuál es nuestra relación, o quizá se me escapa el significado de que usted sea nuestro benefactor.
Su sonrisa se intensificó.
– Si bien tengo cierta prisa, haré todo lo que esté en mi mano para desterrar sus dudas.
– Vale. -Me preguntaba por qué tendría prisa, si aún lo perseguían, pero no pensaba dejarme distraer-. Deje que le repita lo que sé y dígame si no me equivoco.
Asintió con su cabeza redonda.
– Usted y Fintan, mi abuelo de sangre y hermano de Dermot, eran buenos amigos.
– Sí, el gemelo de Dermot.
– Pero no parece tan aficionado a Dermot.
Se encogió de hombros.
– No lo soy.
Casi me salí por la tangente en ese instante, pero me obligué a seguir mi hilo mental.
– Entonces, Fintan seguía vivo cuando Jason y yo nacimos.
Desmond Cataliades asintió con entusiasmo.
– Así es.
– Mi abuela me reveló en su carta que usted visitó a mi padre y a su hermana, que eran hijos naturales de Fintan.
– Cierto.
– ¿Les o nos dio un regalo entonces?
– Lo intenté, pero no podían ustedes aceptarlo. No todos gozaban de la chispa esencial.
Era un término que Niall también había usado.
– ¿Qué es la chispa esencial?
– ¡Qué pregunta más inteligente! -dijo el señor Cataliades, mirándome como si fuese una mona que acabase de abrir una escotilla para llevarse un plátano-. El regalo que entregué a mi querido amigo Fintan consistía en que cualquiera de sus descendientes humanos podría leer la mente de sus congéneres, como es mi caso.
– Así que, cuando resultó que mi padre y mi tía Linda no tenían esa chispa, regresó cuando Jason y yo nacimos.
Asintió.
– Verles no era del todo necesario. A fin de cuentas, el don había sido dado. Pero al visitarlos, primero a Jason y después a usted, podía asegurarme. Me emocioné sobremanera cuando la sostuve a usted, aunque creo que su pobre abuela estaba asustada.
– Entonces, sólo yo y… -Hice un sonido ahogado para retener el nombre de Hunter. El señor Cataliades había redactado el testamento de Hadley y ella no lo había mencionado. Cabía la posibilidad de que el abogado no supiera que había tenido un hijo-. Sólo yo lo he desarrollado hasta ahora. Y aún no me ha explicado lo que es la chispa.
Me lanzó una mirada de cejas arqueadas, como si diera a entender que no se me puede escamotear nada.
– La chispa esencial no es algo fácil de trazar desde el punto de vista de su ADN -me explicó -. Es una puerta al otro mundo. Algunos humanos simplemente no pueden creer que existan criaturas en otro mundo más allá del suyo, criaturas con sentimientos, derechos, creencias que merecen vivir sus propias vidas. Los humanos que nacen con la chispa esencial lo hacen para experimentar y realizar cosas maravillosas, cosas asombrosas.
La noche anterior había hecho algo bastante asombroso, pero seguramente no tenía nada de maravilloso, a menos que odies a los vampiros.
– La abuela tenía la chispa esencial -dije de repente-. Así que Fintan pensó que la encontraría en uno de nosotros.
– Sí, si bien él nunca quiso que le diese mi regalo. -El señor Cataliades observó melancólicamente hacia la nevera. Me levanté para prepararle otro sándwich. Esta vez le añadí unas rodajas de tomate y se lo puse en un plato pequeño. Con lo ancho que era, consiguió comérselo limpiamente. Eso sí que era sobrenatural.
Cuando apuró la mitad, hizo una pausa para decir:
– Fintan amaba a los humanos, en especial a las mujeres, y más aún a las mujeres que tuvieran la chispa esencial. No son fáciles de encontrar. Adoraba a Adele hasta tal punto que instaló el portal en el bosque para poder visitarla más fácilmente, y me temo que fue lo bastante travieso como para…
Y llegó el turno del señor Cataliades de parar en seco y mirarme con incomodidad, sopesando las palabras.
– Llevarse a mi abuelo a dar una vuelta de vez en cuando -dije -. Dermot reconoció a Fintan en algunas de las fotos familiares.
– Me temo que eso fue muy pícaro por su parte.
– Sí -asentí pesadamente-. Muy pícaro.
– Albergaba grandes esperanzas cuando nació su padre, y yo acudí al día siguiente para inspeccionarlo, pero era bastante normal, si bien atractivo y magnético, como todos los descendientes de las hadas. Linda, la segunda, también lo era. Y lamento lo del cáncer; eso no debió pasar. Lo achaco al entorno. Debió gozar de una salud plena toda su vida. Habría sido el caso de su padre si no hubiese estallado la terrible guerra feérica. Quizá, si Fintan hubiese sobrevivido, Linda hubiese conservado su salud. -Se encogió de hombros-. Adele trató de dar con Fintan para preguntarle si podía hacerse algo con Linda, pero para entonces ya había muerto.
– Me pregunto por qué no usaría el cluviel dor para curar el cáncer de la tía Linda.
– Lo desconozco -dijo con evidente pena-. Conociendo a Adele, imagino que pensaría que no sería algo cristiano. Es posible que en ese momento ni siquiera recordase que lo tenía, o que lo considerase un símbolo de amor, sin más. Después de todo, cuando la enfermedad de su hija se hizo patente, habían pasado muchos años desde que se lo entregué de parte de Fintan.
Me forcé a pensar cómo llevar la conversación hasta las respuestas que necesitaba.
– ¿Qué demonios le hizo pensar que la telepatía sería un regalo tan maravilloso? -barrunté.
Por primera vez, el señor Cataliades pareció disgustarse.
– Supuse que saber lo que todo el mundo pensaba y planeaba otorgaría a los herederos de Fintan una ventaja sobre sus congéneres humanos durante toda su vida -afirmó -. Y dado que soy un demonio casi puro y era algo que disponía, me pareció un regalo espléndido. ¡Sería maravilloso hasta para un hada! Si su bisabuelo hubiese sabido que los matones de Breandan pretendían matarlo, podría haber suprimido la rebelión antes de que prendiera. Su padre podría haberse salvado a sí mismo y a su madre de ahogarse si hubiese sabido que le tendían una trampa.
– Pero eso no pasó.
– Las hadas puras no son telépatas, si bien a veces pueden enviar mensajes y oír su respuesta; y su padre no tenía la chispa esencial.
Me parecía que la conversación empezaba a discurrir en círculos.
– Entonces, todo se resume en lo siguiente: como ustedes dos eran tan buenos amigos, Fintan le pidió que entregara a los descendientes que tuviera con Adele un regalo, un don, ejercer como su…, nuestro… benefactor.
El señor Cataliades sonrió.
– Correcto.
– Usted estaba dispuesto a hacerlo, y pensó que la telepatía sería un regalo estupendo.
– Correcto, una vez más. Aunque, al parecer, me equivoqué.
– Y tanto. Y otorgó este regalo de alguna forma demoníaca misteriosa.
– No tan misteriosa -dijo indignado -. Fintan y Adele bebieron una pizca de mi sangre.
Vale, no era capaz de imaginar a mi abuela haciendo eso. Pero claro, tampoco la imaginaba yaciendo con un hada. Vistos los hechos, estaba claro que conocí muy bien a mi abuela en algunos aspectos, y muy poco en otros.
– La puse un vino y les dije que era de una cosecha especial -confesó el señor Cataliades-. Y en cierto modo lo era.
– Vale, mintió. Tampoco es que me sorprenda demasiado -dije. Aunque la abuela era muy inteligente y seguramente albergó sus sospechas. Agité las manos en el aire. Ya tendría tiempo de pensar en eso más tarde-. Bueno. Entonces, tras ingerir la sangre, los descendientes que tuvieran serían telépatas, siempre que desarrollaran la chispa esencial.
– Correcto. -Sonrió tan ampliamente que me sentí como si hubiese sacado un sobresaliente en un examen.
– Y mi abuela nunca utilizó el cluviel dor.
– No, es un artefacto de un solo uso. Un regalo que le hizo Fintan a Adele verdaderamente singular.
– ¿Puedo usarlo para perder la telepatía?
– No, querida, sería como desear perder el bazo o los riñones. Pero la idea es interesante.
Eso quería decir que no podía ayudar a Hunter con él. Tampoco a mí misma. Maldición.
– ¿Puedo matar a alguien con él?
– Sí, por supuesto, si esa persona amenaza a un ser amado. Directamente. No podría usarlo para matar a su tasador fiscal… a menos que estuviese amenazando a su hermano con un hacha, por decir algo.
– ¿Fue una coincidencia que Hadley acabase enamorando a la reina?
– No del todo, ya que es en parte hada, y como sabe, esa parte es muy atractiva para los vampiros. Era sólo cuestión de tiempo que un vampiro entrase en el bar y se fijase en usted.
– Lo envió la reina.
– No me diga. – Cataliades no parecía ni mucho menos sorprendido-. La reina nunca me preguntó por el regalo, y yo jamás le dije que era su benefactor. Nunca prestó demasiada atención al mundo feérico a menos que quisiera beber sangre de hada. Nunca se preocupó de quiénes eran mis amigos o cómo pasaba mi tiempo.
– ¿Quién le persigue ahora?
– Una pregunta pertinente, querida, pero a la que no puedo dar respuesta. De hecho, hace media hora que siento que se acercan, por lo que he de partir. He notado unas protecciones excelentes en la casa y debo darle la enhorabuena. ¿Quién las ha establecido?
– Bellenos. Un elfo. Está en el club Hooligans, de Monroe.
– Bellenos. -El señor Cataliades se quedó pensativo-. Es mi quinto primo por parte de madre, creo. Por cierto, bajo ninguna circunstancia deje que la fauna que se junta en el Hooligans sepa que posee el cluviel dor, porque la matarían por él.
– ¿Y qué cree que debería hacer con él? -pregunté con curiosidad. Se había levantado y estaba estirando la chaqueta de su traje azul de verano. Si bien fuera hacía calor y estaba entrado en carnes, no sudaba cuando lo dejé entrar-. ¿Y dónde está Diantha? -Su sobrina era tan diferente al señor Cataliades como cabía imaginar, y me caía bastante bien.
– Se encuentra lejos y está a salvo -dijo lacónicamente-. Y en cuanto al cluviel dor, no puedo aconsejarla. Al parecer, ya he hecho suficiente por usted. -Sin más palabras, salió por la puerta trasera. Vislumbré su pesado cuerpo atravesando a increíble velocidad el jardín hasta perderlo de vista.
Bueno, acababa de vivir un episodio fascinante…
Y ahora estaba fuera de peligro.
Qué conversación más esclarecedora, en cierto sentido. Ahora conocía mejor mi trasfondo. Sabía que mi telepatía era una especie de regalo de fiesta del bebé pre-embarazo que Desmond Cataliades había hecho a su amigo Fintan el hada y a mi abuela. Era una revelación francamente abrumadora.
Tras darle vueltas, o al menos sopesarlo hasta donde pude, pensé en la referencia de Cataliades a la «fauna» del Hooligans. Tenía una pobre opinión de los exiliados que allí se habían reunido. Me preguntaba, más que nunca, qué hacían los feéricos en Monroe, qué se traían entre manos, qué planes tenían. No podía ser nada bueno. Y pensé en Sandra Pelt, aún libre, en alguna parte, y determinada a verme morir.
Cuando mi mente se agotó del todo, dejé que las manos tomasen el relevo. Guardé las sobras de comida en bolsas herméticas. Lavé el centro de mesa y un par de cuencos de cristal tallado. Miré por la ventana mientras los enjuagaba, y así fue cómo vi unas manchas grises atravesando mi jardín a toda velocidad. No supe identificar lo que veía, y a punto estuve de llamar a control de plagas. Pero entonces caí en que esas criaturas seguramente iban en pos del abogado semi-demonio, y a la velocidad que iban, ya debían de estar lejos. Además, no sería sensato intentar atrapar en una jaula en la parte trasera de una ranchera a nada capaz de moverse a tanta velocidad. Ojalá que el señor Cataliades llevase las zapatillas de correr. No me había fijado.
Justo cuando lo había dejado todo listo y me había puesto los pantalones cortos y la camiseta de tirantes marrón, Sam llamó. No se escuchaba el ajetreo del bar de fondo: nada de hielos cayendo en vasos, nada de tocadiscos y nada de murmullos de conversaciones. Debía de estar en su caravana. Pero era bien entrada la tarde del domingo, momento en el que el Merlotte’s debería estar hasta la bandera. ¿Sería que tenía una cita con Jannalynn?
– Sookie -dijo con un extraño tono en la voz. Se me hizo un intenso nudo en el estómago-. ¿Podrías venir rápidamente a la ciudad? Pásate por mi caravana; alguien ha dejado un paquete para ti en el bar.
– ¿Quién? -pregunté. Me miraba al espejo del salón como si me dirigiese al propio Sam, pero vi un reflejo mío lleno de temor y tensión.
– No lo conocía -explicó Sam-. Pero es una bonita caja con un gran lazo. A lo mejor te ha salido un admirador secreto -dijo Sam, enfatizando las últimas palabras, aunque no de forma demasiado obvia.
– Creo que sé de quién puede tratarse -contesté, imprimiendo una sonrisa en mi voz-, Claro, Sam, voy para allá. ¡Oh, espera! ¿No podrías traérmelo tú mejor? Aún tengo que limpiar lo que quedó de la fiesta. -Mejor aquí; más tranquilo.
– Deja que lo compruebe -pidió Sam. Se hizo el silencio mientras tapaba el auricular con la mano. Oí una conversación amortiguada, nada concreto-. Genial -añadió, como si fuese de todo menos eso-. Salimos en un par de minutos.
– Genial -repetí, genuinamente complacida. Eso me daba un poco de tiempo para planear la bienvenida-. Ahora nos vemos.
Tras colgar, me quedé quieta un instante, organizando mis pensamientos antes de salir disparada al armario donde guardaba la escopeta. La comprobé para asegurarme de que estuviera lista. Con la esperanza de ganar el elemento sorpresa, decidí esconderme en el bosque. Me puse unas zapatillas deportivas y salí por la puerta trasera, feliz de haber escogido una camiseta oscura.
Lo que apareció por el camino no era la ranchera de Sam, sino el pequeño coche de Jannalynn. Ella conducía y él iba en el asiento del copiloto, pero alguien les acompañaba en la parte de atrás.
Jannalynn salió primero y echó un vistazo alrededor. Podía olerme, sabía que andaba cerca. Probablemente también podía oler la escopeta. Su sonrisa se tornó en una torva mueca. Deseaba que disparase a la persona que les había obligado a ir hasta allí. Deseaba que la matase.
Por supuesto, la persona que les amenazaba con un arma desde el asiento de atrás era Sandra Pelt. Sandra salió del coche con un rifle en la mano y apuntó al coche, manteniéndose a una distancia prudencial. Sam salió a continuación. Estaba hecho una furia; lo sabía por la posición de sus hombros.
Sandra parecía mayor, más delgada y más loca que apenas unos días antes. Se había teñido el pelo de negro, a juego con las uñas. Si se hubiese tratado de otra persona, habría sentido lástima por ella (los padres muertos, la hermana muerta, problemas mentales). Pero la lástima se me evapora cuando esa persona apunta a seres queridos con un rifle.
– ¡Sal aquí, Sookie! -canturreó Sandra-. ¡Sal! ¡Ya te tengo, pedazo de mierda!
Sam se movió disimuladamente a su derecha para intentar encararla. Jannalynn intentaba lo mismo, pero rodeando el coche. Sandra, temerosa de perder el control de la situación, se puso a chillarles.
– ¡Quedaos quietos u os juro que os vuelo la tapa de los sesos! ¡Maldita zorra! No querrás ver cómo le arranco la cabeza a tu amigo, ¿no? A tu amiguito amante de los perros.
Jannalynn sacudió la cabeza. Ella también llevaba unos shorts, además de una camiseta del Pelo del perro. Tenía las manos manchadas de harina. Sam y ella habían estado cocinando.
Podía dejar que la tensión escalara o entrar en acción. Estaba demasiado lejos, pero podía arriesgarme. Sin responder a Sandra, salí del linde y disparé.
El rugido de la Benelli desde una dirección inesperada cogió a todos por sorpresa. Vi cómo el brazo y la mejilla izquierda de Sandra se cubrían de manchas rojas, haciendo que se tambaleara un instante presa del shock. Pero eso no iba a detener a una Pelt, no señor. Lo que hizo fue elevar su rifle y apuntar en mi dirección. Sam saltó hacia ella, pero Jannalynn llegó primero. Apresó el rifle, lo arrancó de las manos de Sandra y lo arrojó lejos. Entonces se inició la batalla. Nunca había visto a dos personas pelearse con tanta furia y, dadas mis recientes experiencias, era algo a tener muy en cuenta.
Era imposible volver a disparar a Sandra, no mientras estuviese enzarzada con Jannalynn en el cuerpo a cuerpo. Las dos eran más o menos del mismo tamaño, bajas y nervudas, pero Jannalynn había nacido para el combate, mientras que Sandra no aguantaba más que enfrentamientos rápidos. Sam y yo las rodeamos mientras se daban puñetazos, patadas, se tiraban del pelo y se hacían todo lo humanamente posible. Ambas sufrieron serios daños, y al cabo de unos segundos Jannalynn acabó empapada de la sangre que manaba de las heridas por escopeta de Sandra y la suya propia. Sam se metió entre las dos (era como meter la mano en un ventilador) para tirar del pelo de Sandra. Gritó como un ser de otro mundo e intentó propinarle un puñetazo en la cara. Él mantuvo la presa, aunque temí que le hubiese roto la nariz.
Me sentí en la obligación de hacer mi parte; después de todo, estábamos así por mi culpa, así que aguardé mi turno. La sensación era extrañamente similar a esperar tu turno para saltar a la cuerda, cuando estaba en la escuela elemental. Cuando vi el momento, me metí en la trifulca y agarré lo primero que vi: el antebrazo izquierdo de Sandra.
Interrumpí su inercia y no pudo descargar el puñetazo que había armado contra el rostro de Jannalynn. Al contrario, fue ésta quien le propinó uno, dejándola inconsciente.
De repente me encontré sujetando el brazo de una mujer inerte. Solté y cayó redonda al suelo. Su cabeza se combó de forma extraña. Jannalynn le había roto el cuello. No sabía muy bien si Sandra estaba viva o muerta.
– Joder -dijo Jannalynn, complacida-.Joder, joder, joder, la hostia.
– Amén -concluyó Sam.
Yo estallé en lágrimas. Jannalynn parecía asqueada.
– Lo sé, lo sé -dije desesperada-, pero ¡es que anoche vi morir a mucha gente y es que esto ya colma mi vaso! Lo siento, chicos. -Creo que Sam me habría abrazado si no hubiese estado Jannalynn. Sé que se le pasó por la cabeza. Eso era lo importante.
– No ha muerto del todo -observó Jannalynn tras centrarse un momento en la inerte Sandra. Antes de que Sam pudiera decir una palabra, se arrodilló junto a ella, apretó los puños y los descargó contra su cráneo.
Eso fue todo.
Sam pasó la mirada del cadáver a mí. No sabía qué hacer o decir. Estoy segura de que mi rostro reflejaba esa indecisión.
– Bueno -dijo Jannalynn, contenta, desempolvándose las manos como quien acaba de terminar un trabajo desagradable-, ¿qué vamos a hacer con el cuerpo?
Quizá debería instalar un crematorio en mi jardín.
– ¿Deberíamos llamar al sheriff? -pregunté, ya que me sentía en la obligación de sugerirlo.
Sam parecía preocupado.
– Más malas noticias para el bar -dijo-. Lamento pensar de ese modo, pero es que no me queda otra.
– Os cogió como rehenes -apunté.
– Eso no lo sabe nadie. -Entendí lo que Sam quería decir.
– No creo que nadie nos viera saliendo del bar con ella -intervino Jannalynn-. Se escondió en el asiento trasero.
– Su coche sigue en mi caravana -explicó Sam. -Conozco un sitio donde nunca la encontrarán -me oí decir para mi más absoluta sorpresa.
– ¿Dónde? -preguntó Jannalynn. Alzó la vista para mirarme, y supe claramente que nunca seríamos amigas y que nunca nos pintaríamos las uñas. Ohhh.
– La arrojaremos por el portal -propuse.
– ¿Qué? -Sam aún contemplaba el cadáver con aire enfermizo.
– La arrojaremos por el portal feérico.
Jannalynn se quedó boquiabierta.
– ¿Hay hadas por aquí?
– Ahora no. Es complicado de explicar, pero hay un portal en mi bosque.
– Eres la tía más… -No parecía saber cómo concluir la frase-. Eres sorprendente -dijo al final.
– Eso dice todo el mundo.
Como Jannalynn seguía sangrando, me dispuse a coger a Sandra por los pies. Sam se encargó de los hombros. Parecía haber superado la peor parte del shock. Respiraba por la boca, ya que la nariz partida se le había taponado.
– ¿Hacia dónde? -preguntó.
– Vale, está como a trescientos metros por allí. -Sacudí la cabeza en la dirección correcta, ya que tenía las manos ocupadas.
Emprendimos así la marcha, lenta y torpemente. La sangre había dejado de gotear y parecía más ligera, al menos tanto como puede resultar transportar un cadáver por el bosque.
– Creo que en vez de llamar este lugar como Stackhouse, deberíamos bautizarlo como la Granja de Cuerpos.
– ¿Como ese lugar de Tennessee? – dijo Jannalynn para mi sorpresa.
– Precisamente.
– Patricia Cornwell escribió un libro con ese título, ¿no? -apuntó Sam, a lo que casi sonreí. Era una conversación extrañamente civilizada, dadas las circunstancias. A lo mejor aún estaba un poco ida por la noche anterior, o quizá seguía inmersa en mi proceso de endurecimiento para sobrevivir al mundo que me rodeaba, pero lo cierto es que Sandra poco me importaba. Los Pelt habían mantenido una vendetta personal contra mí por razones poco convincentes, durante demasiado tiempo. Pero ya se había terminado.
Finalmente comprendí algo del caos de la noche anterior. No eran las muertes individuales las que me habían espantado, sino el grado de violencia, el horror en estado puro de ver tanto intercambio despiadado. Del mismo modo que la ejecución de Sandra Pelt a manos de Jannalynn me había parecido la escena más perturbadora de ese día. A menos que me equivocase, Sam sentía lo mismo.
Alcanzamos el pequeño claro entre los árboles. Me alegré de ver la pequeña distorsión en el aire que delataba la situación del portal feérico. Señalé en silencio, como si las hadas pudieran oírme (y hasta donde sabía, podían). Al cabo de un par de segundos, Jannalynn y Sam vieron lo que trataba de mostrarles. Observaron la distorsión con curiosidad, y Jannalynn llegó a meter un dedo, que desapareció. Dejó escapar un gañido y retiró la mano rápidamente. Se alivió sobremanera de comprobar que su dedo seguía en su sitio.
– Contad hasta tres -dije, y Sam asintió. Dejó el extremo del cuerpo de Sandra y se puso a un lado y, como si lo hubiésemos ensayado antes, lo introdujo suavemente por el agujero mágico. Si hubiese sido más corpulenta, no habría funcionado.
Entonces aguardamos.
El cadáver no volvió despedido. Nadie saltó de allí blandiendo una espada y exigiendo pagar con nuestras vidas la profanación del terreno feérico. Más bien se oyeron gruñidos y ladridos y nos quedamos como estatuas, a la espera de que surgiese algo por el portal, algo de lo que tuviésemos que defendernos.
Pero no surgió nada. Los ruidos prosiguieron, en ocasiones demasiado gráficamente: rasgando y arrancando, más gruñidos y a continuación unos sonidos tan perturbadores que no me atrevería a describir. Finalmente se hizo el silencio. Supuse que ya no quedaba nada de Sandra.
Deshicimos camino a través del bosque, hasta el coche. Las puertas aún estaban abiertas, y lo primero que hizo Sam fue cerrarlas para detener el pitido. Había salpicaduras de sangre en el suelo. Desenrollé la manguera del jardín y abrí la llave del agua. Sam pasó el chorro por las manchas de sangre y dio, de paso, un buen aclarado al coche de Jannalynn. Sentí otro vuelco al estómago (otro más) cuando Jannalynn colocó la nariz de Sam, y a pesar de sus lágrimas y el aullido de dolor, supe que sanaría correctamente.
El rifle de Sandra supuso más problemas que su propio cuerpo. No pensaba usar el portal como cubo de la basura, y eso era lo que pensaba de arrojarlo allí. Tras discutirlo, Jannalynn y Sam decidieron deshacerse de él en el bosque de la parte de atrás de la caravana de Sam, y supongo que eso es lo que hicieron.
Me quedé a solas en casa al cabo de dos días francamente horribles. ¿Horriblemente asombrosos? ¿Asombrosamente horribles? Ambas cosas.
Me senté en la cocina, un libro abierto en la mesa frente a mí. El sol aún brillaba en el jardín, pero las sombras ya se empezaban a alargar. Pensé en el cluviel dor, que no había tenido ocasión de usar en el encuentro con Sandra. ¿Debería llevarlo encima cada minuto del día? Me preguntaba si las cosas grises que perseguían al señor Cataliades habrían dado con él, y si me sentiría mejor dado el caso. Me preguntaba si los vampiros habrían limpiado el Fangtasia para la hora de la apertura y si debería llamar para averiguarlo. Algún humano me cogería el teléfono: Mustafá Khan, o puede que su amigo Warren.
Me preguntaba si Eric habría hablado con Felipe sobre la desaparición del regente de Luisiana. Me preguntaba si Eric había escrito a la reina de Oklahoma.
Quizá sonaría el teléfono cuando se hiciese de noche. Quizá no. Era incapaz de decidir lo que quería.
Me apetecía hacer algo absolutamente normal. Caminé descalza hasta el salón con un gran vaso de té helado. Era el momento de ver algunos de mis episodios grabados de Jeopardy!
Por doscientos: criaturas peligrosas. ¿Quién se anima?