Al final no abrí la carta hasta el día siguiente. Brenda y Donald acabaron de repasar todo el contenido del desván una hora después de abrir el compartimento secreto. Después nos sentamos para discutir qué objetos les interesaban y cuánto iban a pagarme por ellos. Al principio estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, pero luego pensé que, en nombre de toda la familia, estaba en el deber de intentar conseguir tanto dinero como me fuera posible. Para mi impaciencia, la conversación pareció prolongarse durante una eternidad.
La esencia de todo se reducía a que ellos querían cuatro grandes piezas de mobiliario (incluido el escritorio), un par de maniquís, un pequeño cofre, algunas cucharas y dos tabaqueras de marfil. Algunas de las prendas de ropa interior estaban en buen estado, y Brenda dijo conocer un método de lavado que sacaría las manchas y las haría parecer como nuevas, aunque no pensaba darme mucho por ellas. Añadió a la lista una silla para amamantar (demasiado pequeña para una mujer actual) y Donald se interesó en una caja de alhajas de los años treinta y cuarenta. El edredón de mi bisabuela, con el patrón de la rueda de carro, llamaba mucho la atención de los tratantes, y nunca había sido mi favorito, así que no me importó perderlo de vista.
Lo cierto era que me alegraba que esos objetos acabasen en hogares donde serían valorados, apreciados y cuidados en vez de acabar acumulando polvo en un desván.
Donald no podía disimular su interés en la gran caja de fotos y papeles que aún aguardaba mi inspección, pero de ninguna manera se la iba a dar hasta repasar todo su contenido. Le dije eso mismo con un tono muy educado y también acordamos que, si descubrían más compartimentos secretos en los muebles que se llevaban, tendría derecho a ser la primera en comprar el contenido, si es que tenía algún valor económico.
Tras llamar a su tienda para programar la recogida y firmar un cheque, los compradores se marcharon con un par de objetos pequeños. Parecían tan satisfechos como yo después de esa jornada de trabajo.
Al cabo de una hora, apareció por el camino un camión grande de Splendide con dos fornidos hombres en la cabina. Tres cuartos de hora más tarde, los muebles estaban envueltos y cargados en la parte de atrás. Por fin podía prepararme para ir a trabajar. No sin dolor, pospuse el repaso de los objetos hallados y los dejé en el cajón de mi mesilla.
Si bien tenía que darme prisa, me tomé un momento para disfrutar de la casa para mí sola mientras me maquillaba y me ponía el uniforme. Decidí que hacía bastante calor para ponerme los shorts.
Había ido a Wal-Mart para comprarme un par nuevo la semana anterior. En honor a su estreno, me aseguré de tener las piernas extra-depiladas. Mi piel ya estaba morena. Me miré al espejo, satisfecha con lo que me encontré.
Llegué al Merlotte’s alrededor de las cinco. La primera persona que vi fue la nueva camarera, India. India tenía una suave piel de color chocolate, el pelo trenzado y un piercing en la nariz, además de ser la persona más alegre que había visto en muchos domingos. Me recibió con una enorme sonrisa, como si fuese la persona que justamente estaba esperando ver…, lo cual era literalmente cierto. Me tocaba relevarla.
– Cuidado con el tipo de la cinco -me advirtió-. No deja de beber. Debe de haberse peleado con la mujer.
Lo sabría en cuanto tuviese un momento para «escuchar» sus pensamientos.
– Gracias, India. ¿Algo más?
– Esa pareja de la once. Quieren el té sin azúcar y con mucho limón. Su comida debería estar lista dentro de nada. Verdura rebozada y una hamburguesa para cada uno. La de él con queso.
– Muy bien. Que pases buena noche.
– Eso pienso hacer. Tengo una cita.
– ¿Con quién? -pregunté por pura curiosidad.
– Con Lola Rushton -dijo.
– Creo que fui al instituto con Lola -comenté sin apenas interrupciones para indicar que el hecho de salir con otra chica me parecía de lo más natural.
– Ella se acuerda de ti -contestó India y se rió.
De eso no me cabía duda, ya que había sido la chica más rara de mi instituto.
– Todo el mundo se acuerda de mí como la loca de Sookie -comenté, procurando mantener a raya el lamento de mi voz.
– Estuvo por ti durante un tiempo -aseguró.
Me sentí extrañamente complacida.
– Me halaga -dije y me puse a trabajar.
Hice un rápido repaso de mis mesas para asegurarme de que todo el mundo estaba atendido, serví las verduras rebozadas y las hamburguesas. Vi con alivio que el señor Gruñón Abandonado dejaba su última copa y se iba del bar. No estaba borracho, pero sí predispuesto a buscar pelea, así que me alegré de que se fuera. No necesitábamos más problemas.
No era el único cascarrabias del día en el Merlotte’s. Sam estaba rellenando formularios del seguro, y como es una de las cosas que más odia, pero debe hacerlo todo el tiempo, su humor no era precisamente alegre. La barra estaba llena de papeleo, y en un hueco entre cliente y cliente, pude echar un vistazo. Si lo leía tranquila y lentamente, no era tan complicado, por muy enrevesada que fuese la redacción. Empecé a comprobar apartados y rellenar casillas, y llamé a la policía para decir que necesitábamos una copia del informe policial sobre el ataque incendiario. Les di el número de fax de Sam, y Kevin me prometió que me mandaría lo que pedía.
Alcé la mirada para encontrarme a mi jefe frente a mí con una expresión de absoluta sorpresa.
– ¡Lo siento! -exclamé al instante-. Parecías tan estresado por todo que no me pareció mal echar un vistazo. Lo dejaré como estaba. – Agarré los papeles y se los entregué a Sam.
– No -expresó, echándose atrás con las manos levantadas-. No, no. Sook, gracias. No se me había ocurrido pedir ayuda. -Bajó la mirada-. ¿Has llamado a la policía?
– Sí. Me ha atendido Kevin Pryor. Nos va a mandar el informe sobre el ataque.
– Gracias, Sook. – Sam parecía como si Santa Claus acabase de aparecer en el bar.
– No me importa rellenar formularios -dije sonriendo-. No te contestan. Será mejor que lo compruebes para asegurarte de que no he metido la pata.
Sam me sonrió sin molestarse en mirar los papeles.
– Buen trabajo, amiga mía.
– Sin problema. -Me había agradado tener algo con lo que mantenerme ocupada para no pensar en los objetos que me aguardaban en el cajón de mi mesilla. Oí que abrían la puerta delantera y miré hacia allí, aliviada porque entraban más clientes. Tuve que esforzarme por contener la expectación de mi rostro al ver que Jannalynn Hopper había llegado.
Sam es un tipo que podríamos catalogar como aventurero en sus relaciones, y Jannalynn no era la primera mujer fuerte (por no decir temible) con la que salía. Baja y delgada, Jannalynn tenía un agresivo sentido del estilo y un feroz deleite hacia su ascenso como lugarteniente de la manada del Colmillo Largo, afincado en Shreveport.
Esa noche, Jannalynn había escogido unos pantalones vaqueros cortos, unas sandalias que se ataban a las pantorrillas y una camiseta de tirantes azul sin sujetador debajo. Llevaba puestos los pendientes que Sam le había comprado en Splendide y como media docena de cadenas y colgantes de diversas longitudes al cuello. Ahora llevaba el corto pelo de tono platino, muy claro y de punta. Parecía un atrapasol, como el que Jason me había regalado para que lo colgara en la ventana de la cocina.
– Hola, cariño -le dijo a Sam al pasar junto a mí sin siquiera dedicarme una mirada de reojo. Aferró a Sam en un posesivo abrazo y lo besó hasta la saciedad.
Él la correspondió, pero sus ondas mentales delataban que se sentía un poco avergonzado. Pero eso poco le importaba a Jannalynn, por supuesto. Me di la vuelta rápidamente para comprobar los niveles de sal y pimienta de los saleros de las mesas, si bien tenía muy claro que todo estaba en orden.
A decir verdad, Jannalynn siempre me había parecido perturbadora, casi temible. Era muy consciente de la amistad entre Sam y yo, sobre todo desde que conocí a su familia en la boda de su hermano y todos se llevaron la impresión de que era su novia. No podía culparla por su suspicacia; yo, en su lugar, me habría sentido igual.
Jannalynn era una joven suspicaz tanto por naturaleza como por profesión. Parte de su trabajo consistía en evaluar amenazas y actuar frente a ellas antes de que Alcide o la manada sufrieran daño alguno. También regentaba el Pelo del perro, un pequeño bar que atendía esencialmente a miembros de la manada del Colmillo Largo y algunos otros cambiantes de Shreveport. Era mucha responsabilidad para alguien tan joven como Jannalynn, pero parecía haber nacido para ese desafío.
Para cuando agoté todas las tareas que se me pasaron por la cabeza, Jannalynn y Sam estaban manteniendo una discreta conversación. Ella estaba sentada en la punta de un taburete, sus musculosas piernas cruzadas elegantemente, y él ocupaba su puesto habitual tras la barra. La expresión de ella estaba llena de determinación, al igual que la de él; fuese cual fuese el asunto del que hablaban, era algo serio. Mantuve mi mente cerrada a cal y canto.
Nuestros clientes hacían todo lo que podían por no quedarse con la boca abierta ante nuestra joven licántropo. Danielle, la otra camarera, le echaba una ojeada de vez en cuando mientras susurraba cosas a su novio, quien había venido para pasarse toda la noche con la misma bebida para ver a su novia contonearse de mesa en mesa.
Al margen de sus posibles defectos, no podía negarse que Jannalynn tenía mucha presencia. No pasaba desapercibida allí donde fuese. (Pensé que eso se debía, en parte, a su aspecto amedrentador nada más se dejaba ver).
Entró una pareja que repasó el local con la mirada antes de escoger una mesa vacía en mi sección. Me sonaban de algo. Tras un instante, los reconocí: Jack y Lily Leeds, detectives privados de alguna parte de Arkansas. La última vez que los había visto, habían venido a Bon Temps para investigar la desaparición de Debbie Pelt, contratados por los padres de ésta. Respondí a sus preguntas en lo que ahora sé que fue una especie de estilo feérico; me había ceñido a la pura verdad, prescindiendo de su espíritu. Había disparado a Debbie Pelt en legítima defensa y no quería ir a la cárcel por ello.
Aquello pasó hacía un año. Lily Bard Leeds seguía tan pálida como entonces, silenciosa e intensa, y su marido seguía siendo atractivo y vital. Los ojos de Lily me encontraron al momento y me fue imposible fingir que no me había dado cuenta. Reacia, me acerqué a su mesa, sintiendo que mi sonrisa crecía a cada paso que daba.
– Bienvenidos de nuevo al Merlotte’s -dije, la sonrisa ya bien amplia-. ¿Qué os pongo? Hemos incluido verduras rebozadas en la carta y las hamburguesas Lafayette están riquísimas.
Lily me miró como si le hubiese sugerido que se comiese gusanos empanados, si bien Jack parecía un poco apesadumbrado. Sabía que no le hubiera importado probar la verdura rebozada.
– Supongo que una hamburguesa Lafayette para mí -pidió Lily sin ningún entusiasmo. Al volverse hacia su acompañante, se le estiró la camiseta y reveló unas viejas cicatrices que rivalizaban con las mías recientes.
Bueno, siempre hay algo en común.
– Otra para mí -dijo Jack-. Y si tienes un momento libre, nos gustaría hablar contigo. -Sonrió, y la larga y fina cicatriz de su rostro se flexionó cuando arqueó las cejas. ¿Es que tocaba noche de mutilaciones personales? Me pregunté si su chaqueta ligera, innecesaria con ese tiempo, ocultaría cosas más horribles.
– Podemos hablar. Supongo que no habréis vuelto al Merlotte’s por su maravillosa cocina -contesté, y tomé nota de las bebidas antes de dejar el pedido a Antoine.
Volví a la mesa con sus tés helados y un plato de rodajas de limón. Miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie necesitaba nada antes de sentarme frente a Jack, con Lily a mi izquierda. Era guapa, pero tan controlada y muscular que tuve la sensación de que podría jugar al frontón con ella. Hasta su mente reflejaba orden y rigor.
– ¿De qué queréis que hablemos? -pregunté, proyectando mi mente hacia ellos. Jack estaba pensando en Lily, alguna preocupación sobre su salud, no, la de su madre. Un cáncer de pecho reproducido. Lily estaba pensando en mí, haciéndose preguntas, sospechando que era una asesina.
Eso me dolió.
Pero era verdad.
– Sandra Pelt ha salido de la cárcel -informó Jack Leeds y, si bien oí sus palabras en su cerebro antes que en su boca, no pude disimular mi expresión de sorpresa.
– ¿Estaba en la cárcel? Por eso no la había visto desde que murieron los suyos. -Sus padres habían prometido que la mantendrían bajo control. Tras saber de su muerte, me pregunté cuánto tardaría en aparecer por aquí. Al no verla enseguida, me relajé-. ¿Y por qué me decís esto? -logré decir.
– Porque te odia a muerte -explicó Lily tranquilamente-. Y ningún tribunal te halló culpable de la desaparición de su hermana. Ni siquiera fuiste arrestada. Tampoco creo que jamás vayas a serlo. Quizá seas inocente, aunque no lo creo. Sandra Pelt está sencillamente loca. Y está obsesionada contigo. Creo que deberías andarte con cuidado. Mucho cuidado.
– ¿Por qué estuvo en la cárcel?
– Asalto y agresión a uno de sus primos. Había heredado una suma de dinero del testamento de sus padres, y al parecer Sandra quiso arreglar ese error.
Estaba muy preocupada. Sandra Pelt era una joven depravada y amoral. Estaba segura de que aún no había cumplido los veinte, y ya había intentado matarme una vez.
Ya no había nadie que pudiera controlarla, y su estado mental había empeorado si cabe, según los propios detectives privados.
– Pero ¿por qué habéis hecho todo el viaje para decirme esto? -objeté-. Quiero decir que lo agradezco, pero no teníais por qué…, y podríais haberme llamado por teléfono. Por lo que sé, los detectives privados trabajáis por dinero. ¿Os paga alguien para que hagáis esto?
– El patrimonio de los Pelt -dijo Lily tras una pausa-. Su abogado, que vive en Nueva Orleans, es el tutor de Sandra designado por el tribunal hasta que cumpla los veintiuno.
– ¿Cómo se llama?
Se sacó un trozo de papel del bolsillo.
– Es una especie de nombre báltico -indicó -. Es posible que no lo pronuncie correctamente.
– Cataliades -respondí, acentuando la segunda sílaba.
– Sí – dijo Jack, sorprendido-. El mismo. Un tipo grande.
Asentí. El señor Cataliades y yo éramos amigos. Era en gran parte un demonio, pero los Leeds no parecían conocer ese detalle. De hecho, no parecían saber gran cosa sobre el otro mundo, el que subyace al humano.
– ¿Entonces el señor Cataliades os ha enviado para que me aviséis? ¿Es el albacea?
– Sí. Estará un tiempo fuera, y quería asegurarse de que supieras que la chica anda suelta. Parecía sentirse en deuda contigo.
Lo sopesé. Sólo recordaba una ocasión en la que hiciera un gran favor al abogado. Lo ayudé a salir del hotel derribado en Rhodes. Era agradable comprobar que al menos una persona iba en serio cuando dijo eso de «Te debo una». Era irónico que el patrimonio de los Pelt estuviese pagando a los Leeds para avisarme del peligro de la última Pelt con vida; irónico por el lado amargo, claro está.
– Espero que no os importe que lo pregunte, pero ¿cómo se puso en contacto con vosotros? Quiero decir que seguro que hay muchas agencias de detectives privados en Nueva Orleans, por ejemplo. Vosotros aún estáis asentados en la zona de Little Rock, ¿no?
Lily se encogió de hombros.
– Nos llamó; nos preguntó si estábamos libres y nos mandó un cheque. Sus instrucciones fueron muy concretas. Los dos, en el bar, hoy. De hecho -miró su reloj de pulsera-, más que puntuales.
Se me quedaron mirando, expectantes, esperando que les explicara esa excentricidad del abogado.
Yo no paraba de darle vueltas a la cabeza. Si el señor Cataliades había decidido enviar a dos tipos duros al bar con instrucciones de llegar a tiempo, tenía que ser porque sabía que serían necesarios. Por alguna razón, su presencia era necesaria y deseable. ¿Cuándo se necesita un par de brazos fuertes?
Cuando se acercan los problemas.
Antes de saber lo que iba a hacer, me levanté y me volví hacia la entrada. Naturalmente, los Leeds siguieron mi mirada, de modo que todos observábamos hacia el mismo sitio cuando los problemas entraron por la puerta.
Entraron cuatro tipos duros. Mi abuela hubiese dicho que estaban con la mecha puesta. Bien podrían haber llevado un cartel en la frente que rezara «Cabrón con mala leche y orgulloso de ello». Estaban colocados de algo, pagados de sí mismos, rebosantes de agresividad. Y armados.
Me asomé un segundo a sus mentes y supe que habían tomado sangre de vampiro. Se trataba de la droga más impredecible del mercado (también la más cara), imposible de establecer la duración de sus efectos, que eran increíblemente fuertes y temerarios, llegando a una locura condenadamente brutal.
A pesar de darles la espalda, Jannalynn pareció olerlos. Se giró sobre el taburete y se centró en ellos, como quien saca un arco y apunta con una flecha. Pude sentir su animal interior filtrándose por sus poros. Algo salvaje llenó el aire y me di cuenta de que el olor también provenía de Sam. Jack y Lily Leeds se pusieron de pie. Jack se había llevado la mano debajo de la chaqueta. Sabía que tenía una pistola. Lily tenía las manos en una extraña posición, como si hubiese ido a hacer algo y se hubiese detenido en medio del gesto.
– Hola, mamones -saludó el más alto, dirigiéndose al bar en general. Tenía una barba poblaba y una densa cabellera negra, pero debajo de todo eso vi lo joven que era. No podía tener más de diecinueve años-. Venimos a pasárnoslo bien a costa de vuestros culos.
– Esto no es una feria -dijo Sam, la voz tranquila-. Sois bienvenidos si queréis tomaros una copa, pero luego será mejor que os marchéis. Esto es un lugar tranquilo y pequeño; no queremos problemas con nadie.
– ¡Los problemas ya están aquí! -saltó el capullo más bajo. Era de rostro lampiño y su pelo no era más que un corto rastrojo rubio que mostraba las cicatrices de su cráneo. Era de complexión ancha y rechoncha. El tercero era delgado y de piel oscura, quizá un hispano. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás y sus labios tenían un aire sensual que trataba de combatir con una sonrisa burlona. El cuarto se había atiborrado con sangre de vampiro más aún que los demás y no podía hablar porque estaba perdido en su propio mundo. Sus ojos se agitaban de un lado a otro, como si persiguiera cosas que los demás no podíamos ver. También era grande. Pensé que sería el primero en atacar y, si bien era la menos indicada para una pelea, empecé a escorarme hacia la derecha, planeando atacarlo por un flanco.
– Podemos tener la fiesta en paz -insistió Sam. Lo seguía intentando, aunque yo sabía que había comprendido que no había forma de evitar la violencia. Estaba ganando tiempo para que todos los presentes en el Merlotte’s vieran la situación.
Fue una buena idea. Al cabo de unos segundos, hasta el más lento de los pocos parroquianos se había alejado todo lo posible de la acción, salvo Danny Prideaux, que estaba jugando a los dardos con Andy Bellefleur, y el propio Andy. Danny, de hecho, sostenía un dardo. Andy estaba fuera de servicio, pero iba armado. Miré a Jack Leeds a los ojos y vi que se había dado cuenta, como yo, de por dónde vendría el mayor de los problemas. El tipo más colocado, de hecho, se mecía adelante y atrás sobre los talones.
Como Jack Leeds tenía un arma y yo no, retrocedí lentamente para no interponerme en su disparo. Los fríos ojos de Lily siguieron mi discreto movimiento y asintió casi imperceptiblemente. Había hecho lo más sensato.
– No queremos paz -gruñó el líder barbudo -. Queremos a la rubia -señaló en mi dirección con la mano izquierda mientras sacaba un cuchillo con la otra. Parecía medir más de medio metro, aunque probablemente el miedo tenía un efecto lupa.
– Vamos a encargarnos de ella -dijo el de los rastrojos rubios.
– Y luego quizá también del resto -soltó el de los labios llamativos.
El más loco se limitó a sonreír.
– Lo dudo mucho -dijo Jack Leeds, y se sacó el arma con un rápido movimiento. Probablemente lo hubiera hecho de todos modos por puro instinto de supervivencia, pero no quitaba que su mujer, que estaba a mi lado, fuese también rubia. No podía estar seguro de que se refiriesen a mí o a ella.
– Yo también lo dudo -indicó Andy Bellefleur, el brazo firme apuntando con una Sig Sauer al hombre del cuchillo-. Suelta el juguete y resolveremos esto.
Puede que estuviesen colocados, pero al menos tres de ellos mantenían algo de sentido común como para comprender que enfrentarse a unas pistolas era mala idea. Hubo muchos gestos de incertidumbre y agitación de ojos mientras se miraban entre ellos. El instante quedó pendido de un hilo.
Por desgracia, el más loco se desbordó de sí mismo y cargó contra Sam, así que ya estábamos todos enzarzados en pura idiotez. Con la rapidez de un licántropo, labios bonitos sacó su propia pistola, apuntó y disparó. No estoy segura de quién era su objetivo, pero hirió a Jack Leeds, que disparó al aire mientras caía.
Contemplar a Lily Leeds era toda una lección en movimiento. Dio dos pasos rápidos, pivotó sobre su pie izquierdo y lanzó el derecho al aire para patear a labios bonitos en la cabeza con la fuerza de una mula. Antes de que cayese al suelo, se le echó encima, retorciendo su arma hacia la barra y rompiéndole el brazo en una sucesión de movimientos casi hipnótica. Mientras lanzaba un alarido de dolor, el barbudo y el de las cicatrices en el cráneo se quedaron petrificados.
Ese segundo de indecisión fue todo lo que hizo falta. Jannalynn saltó desde su taburete, describiendo un asombroso arco por el aire. Aterrizó sobre el loco mientras Sam intentaba placarlo. A pesar de sus esfuerzos por sacudírsela de encima entre gritos, Jannalynn cogió impulso para propinarle un puñetazo en la mandíbula. Oí claramente cómo se rompía el hueso. Luego, Jannalynn se puso de pie y pisó con todas sus fuerzas el fémur. Otro chasquido. Sam, que aún se aferraba a él, dijo:
– ¡Para!
En esos segundos, Andy Bellefleur corrió hacia el barbudo, que se había girado, dejando su espalda al descubierto, mientras Lily atacaba a labios bonitos. Cuando el tipo alto sintió el arma en la nuca, se quedó quieto como una piedra.
– Suelta el cuchillo -ordenó Andy. Estaba dispuesto a llegar hasta el final.
El de los rastrojos rubios echó el brazo hacia atrás para cargar un gancho. Danny Prideaux le arrojó su dardo, que se clavó en lo más carnoso del brazo, e hizo que chillara como una tetera en ebullición. Sam dejó al loco para golpear al rastrojos en la entrepierna. El tipo cayó al suelo como un árbol talado.
El barbudo miró a sus compañeros, caídos y reducidos, y soltó el cuchillo. Sensato.
Por fin.
Todo acabó en menos de dos minutos.
Me quité el delantal blanco y lo usé para vendar la herida de Jack Leeds mientras Lily le sostenía el brazo, su tez pálida como la de un vampiro. Estaba deseando matar a labios bonitos del modo más horrible, inducida por la abrumadora pasión que sentía hacia su marido. La fuerza de sus sentimientos casi me desborda. Lily podía ser gélida por fuera, pero por dentro era como el Vesubio.
Tan pronto como se redujo la hemorragia de Jack, ella centró su atención en labios bonitos con una expresión de absoluta calma.
– Si se te ocurre mover un solo dedo, te parto el cuello -dijo con voz átona. Es probable que el joven matón ni siquiera la oyera, sumido en sus propios gemidos, pero algo captó de su tono y trató de alejarse de ella.
Andy ya había llamado al 911. Al poco, se oyó una sirena, un sonido perturbadoramente familiar. A este paso, deberíamos tener una ambulancia siempre aparcada frente al bar.
El loco sollozaba débilmente por el dolor de la pierna y la mandíbula. Sam le había salvado la vida: Jannalynn de hecho estaba jadeando, tan a punto había estado de transformarse debido a la excitación y la violencia del momento. Los huesos se le habían abultado bajo la piel de la cara, que ahora tenía un aspecto más alargado y abultado.
No sería muy bueno que se transformase justo antes de la llegada de los agentes de policía. Ni siquiera intenté enumerar las razones. Dije:
– Eh, Jannalynn. -Su mirada se encontró con la mía. Sus ojos estaban cambiando de forma y color. Su pequeña figura empezaba a retorcerse y convulsionarse-. Tienes que parar -proseguí. Todo lo que le rodeaba eran gritos de dolor y excitación, así como una densa atmósfera cargada de miedo (nada bueno para una joven licántropo) -. No puedes transformarte ahora. -Mantuve mi mirada clavada en la suya. No volví a hablar, pero me aseguré de que no dejase de mirarme-. Respira conmigo -continué, y ella hizo el esfuerzo. Poco a poco, su respiración fue amainando, y más lentamente sus rasgos recuperaron la forma normal. Su cuerpo dejó de moverse espasmódicamente y sus ojos volvieron a su habitual color marrón.
– Vale -contestó.
Sam puso las manos en sus delgados hombros. La estrechó con fuerza.
– Gracias, cariño -le dijo-. Gracias. Eres la mejor.
Sentí un remoto tamborileo de exasperación.
– Te he hecho morder el polvo -respondió, y soltó una risa rasgada-. ¿Ha sido un buen salto o qué? Ya verás cuando se lo cuente a Alcide.
– Eres la más rápida -se congratuló Sam con voz tierna-. Eres la mejor lugarteniente de manada que he conocido jamás. -Estaba tan orgullosa como si le hubiera dicho que era tan sexy como Heidi Klum.
Enseguida llegaron los agentes de la autoridad y tuvimos que volver a pasar por todo el proceso desde el principio.
Lily y Jack Leeds fueron llevados al hospital. Ella dijo al personal de la ambulancia que podía llevarlo en su propio coche y capté de sus pensamientos que su seguro no cubriría el coste del viaje en ambulancia. Habida cuenta de que urgencias estaba a unas pocas manzanas y que Jack podía hablar y caminar, llegué a comprender su razonamiento. No llegaron a probar sus platos y no tuve la ocasión de agradecerles el aviso y la pronta respuesta a la petición del señor Cataliades. Me pregunté más que nunca cómo consiguió hacer que llegasen al bar tan oportunamente.
Andy estaba comprensiblemente orgulloso de su parte en la resolución del incidente y recibió algunas palmadas en la espalda por parte de sus compañeros del cuerpo. Todos consideraron a Jannalynn con un desconfiado respeto apenas disimulado. Todos los clientes que se las arreglaron para apartarse de la línea de fuego no dejaban de relatar la gran patada de Lily Leeds y el gran salto de Jannalynn sobre el loco.
De alguna manera, la idea que se hizo la policía fue que esos cuatro extraños habían anunciado su intención de llevarse a Lily como rehén para desvalijar el Merlotte’s. No estaba muy segura de la credibilidad de tal asunción, pero me alegró que fuese suficiente para ellos. Si los clientes daban por hecho que la rubia en cuestión era Lily Leeds, bien por mí. Sin duda era una mujer que destacaba, y cabía la posibilidad de que los forasteros la hubiesen estado siguiendo o que decidieran robar el bar y llevársela como un plus.
Gracias a ese bienvenido error de percepción, me escabullí de posteriores interrogatorios, incluidos los de los clientes.
En el gran esquema de las cosas, pensé que ya iba siendo hora de tomarme un descanso.