El domingo me desperté llena de preocupación.
La noche anterior tenía demasiado sueño cuando al final llegué a casa como para pensar demasiado en lo que había ocurrido en el bar. Pero evidentemente, mi subconsciente lo había estado mascando mientras dormía. Mis ojos se abrieron de repente, y si bien la habitación estaba tranquila y soleada, yo me encontraba sin aliento.
Tuve una sensación de pánico; no se había adueñado de mí todavía, pero estaba a la vuelta de la esquina, física y mentalmente. ¿Conocéis esa sensación? Cuando creéis que, en cualquier momento, el corazón se desbocará, que la respiración se acelerará y que las palmas de las manos se pondrán a sudar.
Sandra Pelt iba a por mí, y no sabía dónde estaba o lo que estaba planeando.
Victor iba a por Eric y, por extensión, a por mí también.
Estaba segura de que yo era la rubia que querían llevarse esos matones, y no tenía manera de saber quién los había mandado o qué pensaban hacer conmigo cuando me tuviesen, aunque alguna idea podía hacerme al respecto.
Eric y Pam estaban peleados, y estaba convencida de que en parte se debía a mí.
Y tenía una lista de preguntas, encabezada por: ¿cómo supo el señor Cataliades que necesitaría ayuda en ese preciso momento y en ese lugar concreto? ¿Y cómo se las había arreglado para mandar a los investigadores privados de Little Rock? Por supuesto, si había sido el abogado de los Pelt, podía saber que habían enviado a Lily y Jack Leeds para investigar la desaparición de su hija Debbie. No debería de informarles demasiado y sabría que se defenderían bien en una pelea.
¿Confesarían los cuatro matones por qué habían ido al bar y quién los había enviado? Y también sería útil que dijeran de dónde habían sacado la sangre de vampiro.
¿Y qué me revelarían las cosas que había extraído del compartimento secreto sobre mi pasado?
– En menudo berenjenal estoy metida -me dije en voz alta. Me tapé la cabeza con la sábana y registré la casa mentalmente. Estaba sola. Puede que Dermot y Claude se resintiesen después de su gran revelación. Parecían haberse quedado en Monroe. Suspirando, me senté en la cama, dejando que la sábana se cayera. No había manera de ocultarme de mis problemas. Lo mejor que podía hacer era priorizar mis crisis e intentar obtener información sobre cada una.
El problema más importante era el que tenía más cerca del corazón. Y la solución estaba al alcance de la mano.
Extraje suavemente el sobre y la vieja bolsa de terciopelo del cajón de la mesilla. Además de los contenidos prácticos (una linterna, una vela y cerillas), el cajón contenía los extraños recuerdos de mi extraña vida. Pero hoy sólo me interesaban las dos valiosas novedades. Las llevé a la cocina y las deposité con cuidado en la encimera, bien lejos de la pila, mientras me preparaba un café.
Mientras la cafetera goteaba, a punto estuve de desdoblar la solapa del sobre. Pero retiré la mano. Estaba asustada. En vez de ello, repasé mi agenda. Había cargado el móvil la noche anterior, así que recogí cuidadosamente el cable alimentador (cualquier retraso me valía) y finalmente, respirando hondo, pulsé el botón del señor Cataliades. Sonó tres veces.
– Aquí Desmond Cataliades -dijo su rica voz-. En este momento estoy de viaje y no puedo atenderle, pero si desea dejar un mensaje, puede que le devuelva la llamada. O no.
Demonios. Puse una mueca al teléfono, pero tan pronto sonó la señal, grabé un mensaje que esperaba que transmitiese la urgencia de hablar con el abogado. Taché al señor Cataliades (¡Desmond!) de mi lista mental y pasé al segundo método de aproximación al problema de Sandra Pelt.
Sandra seguiría persiguiéndome hasta que una de las dos estuviese muerta. Podía decir que tenía una auténtica enemiga personal. Era difícil de creer que cada miembro de su familia hubiese salido tan retorcido (especialmente habida cuenta de que Debbie y Sandra eran adoptadas), pero todos los Pelt eran egoístas, determinados y odiosos. Las chicas eran frutos de un árbol envenenado, supongo. Tenía que saber el paradero de Sandra, y conocía a alguien que podría ayudarme.
– ¿Hola? -dijo Amelia bruscamente.
– ¿Cómo va la vida en la Big Easy? -pregunté.
– ¡Sookie! ¡Dios, qué alegría oír tu voz! La verdad es que las cosas me van genial.
– Cuéntame.
– Bob se presentó en mi puerta la semana pasada -dijo.
Después de que Octavia, la mentora de Amelia, devolviese a Bob a su escuálido estado mormón, éste había estado tan enfadado con Amelia que había desaparecido como, bueno, como un gato escaldado. Tan pronto como recuperó su humanidad, Bob dejó Bon Temps para buscar a su familia, que estaba en Nueva Orleans durante el Katrina. Evidentemente, Bob se había calmado en cuanto a todo el asunto de su transformación en gato.
– ¿Encontró a su familia?
– ¡Sí! Ha encontrado a sus tíos, los que le criaron. Habían hallado un apartamento en Natchez, lo justo para ellos dos, pero no había espacio para él, así que viajó en busca de otros miembros de su asamblea antes de volver aquí. ¡Ha encontrado empleo como peluquero a tres manzanas de donde yo trabajo! Vino a la tienda de magia preguntando por mí. -Los miembros de la asamblea de Amelia regentaban la tienda de Magia Genuina, en el barrio francés -. Me sorprendió verlo, pero también me alegré mucho. -Casi pronunció la frase ronroneando, y deduje que Bob había entrado en la habitación-. Te manda saludos, Sookie.
– Igualmente. Escucha, Amelia, lamento interferir en las cosas del amor, pero tengo que pedirte un favor.
– Dispara.
– Necesito saber dónde está una persona.
– ¿De la guía telefónica?
– No. No es tan sencillo. Sandra Pelt ha salido de la cárcel y quiere acabar conmigo literalmente. Han atacado el bar con una bomba incendiaria y ayer cuatro matones colocados intentaron raptarme. Creo que Sandra podría estar detrás de los dos incidentes. Quiero decir, ¿cuántos enemigos tengo?
Oí que Amelia respiraba hondo.
– No respondas -dije rápidamente -. Bueno, ha fracasado en dos ocasiones, y temo que no tarde en recuperarse y mandar a alguien a mi casa. Estaré sola y no creo que vaya a acabar bien.
– ¿Por qué no empezó por allí?
– Al final me di cuenta de que debí haberme hecho esa pregunta hace varios días. ¿Crees que tus sortilegios de protección siguen vigentes?
– Oh, seguro que sí. Es muy probable -respondió Amelia con una sombra de satisfacción. Estaba muy orgullosa de sus habilidades mágicas, y tenía razones para ello.
– ¿De verdad? O sea, piensa en ello. Hace…, Dios, hace meses que te fuiste. – Amelia se había ido en su coche la primera semana de marzo.
– Es verdad, pero los reforcé antes de irme.
– Funcionan incluso cuando no estás cerca, ¿verdad?
– Quería asegurarme. Mi vida dependía de ello.
– Durante un tiempo, sí. A fin de cuentas, me pasaba horas fuera de casa todos los días y la dejaba protegida. Pero es necesario renovarlos, de lo contrario se disipan. ¿Sabes?, tengo tres días libres seguidos. Creo que me acercaré por tu casa para comprobar la situación.
– Eso sería de gran alivio, aunque odio sacarte de tus cosas.
– Bah, no pasa nada. Puede que a Bob y a mí nos venga bien un viaje en coche. Preguntaré a un par de compañeros de asamblea cómo encontrar a una persona. Podemos reforzar las protecciones y encontrar a esa zorra en un tiro.
– ¿Crees que Bob querrá volver aquí? -Bob había pasado la mayor parte de su estancia en mi casa en su forma felina, así que tenía mis dudas.
– Se lo preguntaré. A menos que te llame diciendo lo contrario, cuenta con que yo sí iré.
– Muchas gracias. -No me di cuenta de que tenía los músculos tensos hasta que empezaron a relajarse. Amelia iba a venir.
Me pregunté por qué no me sentía segura a pesar de vivir con mis dos hadas. Eran de la familia, y si bien me sentía contenta y relajada cuando estaban cerca, confiaba más en Amelia.
Desde un punto de vista más práctico, nunca sabía cuándo Claude y Dermot iban a estar en casa. Cada vez pasaban más noches en Monroe.
Tendría que alojar a Amelia y a Bob en el dormitorio del pasillo, frente al mío, ya que los chicos ocupaban los del piso de arriba. La cama de mi antiguo dormitorio era estrecha, pero ni Amelia ni Bob eran de complexión ancha.
El caso era mantener la cabeza ocupada. Me serví una taza de café y recogí el sobre y la bolsa. Me senté en la mesa de la cocina con los objetos dispuestos frente a mí. Sentí el terrible impulso de tirar las dos cosas al cubo de la basura sin mirarlas antes, sin conocer la información que contenían.
Pero eso no se hace. Las cosas que se pueden abrir están hechas para abrirse.
Levanté la solapa y ladeé el sobre. La novia de vestido recargado de la foto me miraba insípidamente mientras extraía una carta amarillenta. De alguna manera, parecía polvorienta, como si los años en el desván hubiesen vuelto el papel permeable a las partículas microscópicas del polvo. Suspiré y cerré los ojos, armándome de fuerza. Luego desplegué el papel y contemplé la caligrafía de mi abuela.
Resultó inesperadamente doloroso verla: puntiaguda y comprimida, con faltas de ortografía y errores de puntuación, pero era suya, de mi abuela. Sólo Dios sabe cuántas cosas escritas por ella he leído mientras vivimos juntas: listas de la compra, instrucciones, recetas, incluso notas personales. Aún conservaba un puñado en mi tocador.
Sookie, estoy muy orgullosa, de ti ahora que te gradúas en el instituto. Desearía que papá y mamá estuviesen aquí para verte con tu toga y el birrete.
Sookie, por favor, recoge tu habitación. No puedo pasar la aspiradora si no veo el suelo.
Sookie, Jason te recogerá después del entrenamiento. Tengo que ir a una reunión del Club del Jardín.
Estaba segura de que esa carta sería diferente.
Tenía razón. Empezaba formalmente.
Querida Sookie,
Si alguien puede encontrar esta carta, creo que eres tú. No puedo dejarla en ninguna otra parte, y cuando crea que estás preparada, te diré dónde puedes encontrarla.
Las lágrimas desbordaron mis ojos. La habían asesinado antes de que llegase el momento de considerarme preparada. Puede que nunca hubiese llegado.
Sabes que amé a tu abuelo más que a nadie en el mundo.
Eso creía. Su matrimonio había gozado de unos cimientos inquebrantables…, eso daba por sentado. Las pruebas mostraban que quizá no lo fueron tanto.
Pero tenía tantas ganas de tener hijos, tantas ganas. Creía que si tenía hijos mi vida sería perfecta. No era consciente de que rezar a Dios para tener una vida perfecta fuese una estupidez. Fui tentada más allá de mi capacidad de resistirme. Supongo que Dios me castigaba por mi avaricia.
El era muy guapo. Pero supe que no era una persona real en cuanto lo vi. Más tarde me dijo que era parte humano, pero nunca vi demasiada humanidad en él. Tu abuelo se fue a Baton Rouge, un largo viaje por aquel entonces. Más tarde, esa misma mañana, sufrimos una tormenta que arrancó un gran pino junto al camino y lo bloqueó. Intenté cortar el pino para que tu abuelo pudiera traer la camioneta por el camino. Hice una pausa para comprobar si la ropa tendida en el patio trasero se había secado y él emergió del bosque. Tras ayudarme a mover el árbol (bueno, lo movió él solo), le di las gracias, por supuesto. No sé si sabes esto, pero si le das las gracias a uno de ellos, quedas obligada. No sé por qué; son simplemente buenos modales.
Claudine lo había mencionado de pasada cuando la conocí, pero en ese momento supuse que no era más que etiqueta feérica. Sin perder los modales, procuré no agradecerle nada directamente a Niall, incluso cuando intercambiábamos regalos en Navidad. Hizo falta cada átomo de mi autocontrol para no pronunciar la palabra «gracias». Siempre optaba por fórmulas como «¡Oh, te has acordado de mí! ¡Sé que me encantará!», antes de apretar los labios. Pero Claude… Pasaba tanto tiempo con él que sabía a ciencia cierta que le había agradecido que sacase la basura o que me acercase la sal. ¡Mierda!
En fin, le pregunté si quería beber algo. Tenía sed y yo estaba sola y deseaba un bebé. Por aquel entonces, tu abuelo y yo llevábamos cinco años casados y nunca hubo ni la sombra de embarazo. Pensé que algo no funcionaba, aunque no descubrimos de qué se trataba hasta que un médico nos dijo que las paperas habían…, bueno. Pobre Mitchell. No era culpa suya, sino de la enfermedad. Le dije que había sido un milagro que tuviésemos dos, que no necesitábamos los cinco o los seis que nos hubiesen gustado. Él nunca me miró extrañamente por todo eso. Estaba convencido de que nunca había estado con otro hombre. Eran ascuas de un antiguo fuego en mi mente. Ya era bastante malo haber caído una vez, pero dos años más tarde Fintan volvió y tampoco pude resistirme, y no fueron las únicas veces. Era tan extraño. ¡A veces creía que lo olía! Pero cuando me daba la vuelta, era Mitchell.
Pero tener a tu padre y a Linda hizo que la culpa mereciera la pena. Los adoraba, y deseaba que no hubiesen muerto tan jóvenes por mi pecado. Al menos Linda y Hadley estén donde estén, y al menos Corbett os tuvo a ti y a Jason. Veros crecer ha sido una bendición y un privilegio. Os quiero más de lo que puedo expresar con palabras.
Bueno, llevo un buen rato escribiendo. Te quiero, cielo. Ahora tengo que hablarte del amigo de tu abuelo. Era un hombre moreno, muy grande y hablaba de forma muy fina. Dijo que era una especie de benefactor, de padrino, pero yo no confiaba en él. No parecía un hombre de Dios. Apareció después de que Corbett y Linda nacieran. Cuando nacisteis vosotros, pensé que quizá se presentaría otra vez. Y claro que apareció, de repente, una vez mientras cuidaba de Jason y de ti, cuando los dos estabais en la cuna. Os hizo un regalo a cada uno. Dijo que no era de los que pueden depositarse en una cuenta bancaria y que hubiesen sido muy útiles cuando os vinisteis a vivir conmigo.
Luego se presentó otra vez, hace algunos años. Me dio esta cosa verde. Me contó que las hadas se lo regalan entre sí cuando se enamoran, y Fintan se lo había dado para que me lo entregase si él moría antes que yo. Dijo que contenía un conjuro mágico. Dijo que esperaba que no tuviese necesidad de usarlo nunca. Pero si era necesario, me explicó que recordase que era de un solo uso, no como la lámpara del cuento, que te otorga muchos deseos. Lo llamó cluviel dor, y me enseñó cómo lanzarlo.
Así que supongo que Fintan ha muerto, aunque temía hacer ninguna pregunta a aquel hombre. No volvía ver a Fintan desde el nacimiento de Linda y tu padre. Los cogió en brazos y se marchó. Me avisó que no podría volver jamás, que era muy peligroso para él y los niños, que sus enemigos lo seguirían si seguía visitándonos, aunque lo hiciera disfrazado. Creo que insinuaba que ya me había visitado disfrazado, y eso me preocupa. ¿Y por qué iba a tener enemigos? Supongo que las hadas no siempre se llevan bien y igual que la gente. A decir verdad, me he sentido cada vez peor por tu abuelo cada vez que veía a Fintan, así que cuando dijo que se iba de una vez por todas, confieso que me sentí aliviada. Aún me siento muy culpable, pero cuando recuerdo haber criado a tu padre y a Linda, me siento muy contenta por haberlos tenido, y hacer lo mismo con Jason y contigo ha sido una gran alegría para mí.
En fin, esta carta es tuya ya que te dejo la casa y el cluviel dor. Puede parecer injusto que Jason no reciba nada mágico, pero el amigo de tu abuelo dijo que Fintan os había estado observando a los dos y que tú eras quien debía tenerlo. Espero que nunca tengas que saber nada de esto. Siempre me he preguntado si tu pequeño problema no tendrá que ver con que seas un poco hada, pero entonces ¿cómo es que a Jason no le pasa lo mismo? ¿O a tu padre y a Linda? A lo mejor «sabes cosas» por puro azar. Desearía haberte podido curar para que tuvieras una vida normal, pero tenemos que aceptar lo que Dios nos da, y tú has sido realmente fuerte lidiando con esto.
Por favor, ten cuidado. Espero que no te enfades conmigo o pienses mal de mí. Todos los hijos de Dios somos pecadores. Al menos mi pecado hizo que tú, Jason y Hadley vinieseis al mundo.
Adele Hale Stackhouse (tu abuela).
Había tanto en lo que pensar que no sabía por dónde empezar.
Me sentía aturdida, desconcertada, curiosa y confusa a la vez. Antes de poder detenerme, recogí la otra reliquia, la vieja bolsa de terciopelo. Aflojé la cuerda, que no tardó en ceder entre mis dedos. Abrí la bolsa y dejé caer sobre mi mano lo que llevaba dentro, un cluviel dor, el regalo de mi abuelo feérico.
Me encantó al momento.
Era de un ligero color verde cremoso con filigranas de oro. Era como una de las tabaqueras de la tienda de antigüedades, pero no había en Splendide nada tan precioso. No veía agarre ni bisagra alguna; ni siquiera se abrió cuando presioné o giré suavemente la tapa, y definitivamente había una tapa decorada con oro. Hmmm. La caja redonda no estaba dispuesta a revelar sus secretos todavía.
Muy bien. A lo mejor tenía que investigar un poco. Dejé el objeto de lado y me quedé sentada con las manos entrelazadas sobre la mesa, perdiendo la mirada en el vacío. Tenía la cabeza rebosante de pensamientos.
Sin duda, la abuela estaba muy emocionada cuando escribió la carta. Si nuestro «abuelo» le había dado más información sobre el regalo, o había obviado su mención o sencillamente se había olvidado. Me pregunté en qué momento se obligaría a realizar esa confesión escrita. Obviamente la había hecho después de la muerte de la tía Linda, que ocurrió cuando la abuela ya había cumplido los setenta. Reconocí al amigo de mi abuelo, estaba bastante segura de ello. Sin duda, ese «padrino» era el señor Cataliades, el abogado demonio. Sabía que debió de costarle confesar por escrito que se había acostado con otro hombre que no era su marido. Mi abuela siempre había sido una mujer fuerte, así como una devota cristiana. Tal confesión debió de atormentarla.
Puede que se hubiese juzgado a sí misma, pero ahora que me había recuperado del pasmo de ver a mi abuela como una mujer, yo sí que no iba a hacerlo. ¿Quién era yo para arrojar ninguna piedra? El sacerdote me había dicho que todos los pecados son iguales a ojos de Dios, pero no podía evitar sentir (por ejemplo) que un violador de niños era peor que alguien que hubiera defraudado al fisco o una mujer solitaria que hubiese tenido una experiencia sexual clandestina por anhelar un bebé. Probablemente me equivocara, porque tampoco podemos escoger qué reglas obedecer, pero así es como me sentía.
Arrinconé de nuevo mis confusos pensamientos y retomé el cluviel dor. El tacto de su suavidad era un puro placer, como la felicidad que sentía cada vez que abrazaba a mi bisabuelo, en ocasiones hasta doscientas. Tenía el tamaño de dos galletas Oreo apiladas. Lo froté contra mi mejilla y me entraron ganas de ronronear.
¿Hacía falta una palabra mágica para abrirla?
– Abracadabra -dije-. Por favor y gracias.
No, no funcionó, y además me sentí como una tonta.
– Ábrete sésamo -susurré-. Un, dos, transfórmate a la de tres. -Nada.
Pero pensar en la magia me dio una idea. Envié un correo electrónico a Amelia, uno que no me resultó nada fácil de redactar. Sé que los correos electrónicos no son del todo seguros, pero tampoco tenía ninguna razón para considerar que alguien pudiera considerar mis escasos mensajes como algo de importancia. Escribí: «Odio preguntarlo, pero aparte de investigar el asunto del vínculo de sangre, ¿podrías averiguar una cosilla sobre las hadas? Las iniciales son c.d.». Era todo lo sutil que podía ser.
Luego volví a admirar el cluviel dor. ¿Había que ser hada de pura sangre para abrirlo? No, no podía ser. Fue un regalo para mi abuela, presumiblemente para su uso en caso de extrema necesidad, y ella era completamente humana.
Deseé que no hubiese estado tan escondido en el desván cuando atacaron a mi abuela. Cada vez que recordaba cómo la dejaron tirada en el suelo de la cocina como un despojo, ahogándose en su propia sangre, me sentía enferma y furiosa. Quizá si hubiese tenido tiempo de hacerse con él podría haberse salvado.
Y con ese pensamiento ya tuve suficiente. Devolví el cluviel dor a su bolsa de terciopelo y volví a meter la carta de la abuela en el sobre. Ya tenía todo el desbarajuste emocional que podía soportar durante un tiempo.
Tenía que esconder esos objetos. Por desgracia, su anterior y excelente escondite había sido llevado a un almacén de Shreveport.
Quizá pudiera recurrir a Sam. Podría guardar la carta y el cluviel dor en su caja fuerte. Pero habida cuenta de los recientes ataques al bar, quizá no era el mejor sitio para guardar cosas valiosas. Podía conducir hasta Shreveport y usar la llave que Eric me había dado de su casa para encontrar un escondite allí. De hecho, era más que probable que Eric también tuviese una caja fuerte, aunque no hubiese tenido nunca la ocasión de enseñármela. Tras darle vueltas, ésa tampoco me pareció una buena idea.
Me pregunté si mi deseo por mantener los objetos cerca se debía a que no quería separarme del cluviel dor. Me encogí de hombros. Independientemente de cómo hubiese llegado esa convicción a mi mente, estaba segura de que mi casa era el lugar más seguro, al menos por el momento. Podía meter la fina caja verde en el hueco de dormir para vampiros del armario del cuarto de invitados…, pero eso no era más que un hueco, ¿y si Eric necesitaba usarlo?
Tras darle más vueltas todavía, dejé el sobre en la caja con los demás papeles sin revisar que encontré en el desván. No interesarían a nadie aparte de mí. Ocultar el cluviel dor fue algo más complicado, especialmente por el impulso que sentía siempre de sacarlo de la bolsa una y otra vez. Esa pugna me hizo sentir muy… «gollumesca».
– Mi tesssooorooo -murmuré. ¿Serían Dermot y Claude capaces de sentir la proximidad de un objeto tan extraordinario? No, por supuesto que no. Había estado en el desván todo ese tiempo y no habían notado nada.
¿Y si se habían mudado conmigo con la esperanza de encontrarlo? ¿Y si sabían o sospechaban que pudiera estar en mi casa? O, lo que era más probable, ¿y si insistían en quedarse conmigo porque su proximidad hacía que se sintiesen más felices? A pesar de saber que esa teoría estaba llena de fallos, fui incapaz de sacudírmela de la cabeza. No era mi sangre feérica lo que los atraía, sino la presencia del cluviel dor.
«Vale, te estás volviendo paranoica», me dije a mí misma severamente, y me arriesgué a echar un nuevo vistazo a la superficie verdosa. Pensé que parecía una polvera compacta. Esa idea fue la que me reveló su escondite perfecto. Saqué el objeto de su bolsa de terciopelo y lo metí en el cajón del maquillaje de mi tocador. Abrí mi caja de polvos sueltos y esparcí un poco por encima del cluviel dor. Añadí un pelo de mi cepillo. ¡Ja! Estaba satisfecha con el resultado. Posteriormente metí la bolsa aterciopelada en el cajón de las medias y los cinturones. Mi razón me decía que el objeto no era más que una vieja bolsa, pero mis emociones la contradecían alegando que era algo valioso porque mis abuelos lo habían tenido en sus manos.
Eran tantos los pensamientos que rebotaban en mi mente que la cerré a cal y canto durante lo que quedó de día. Después de dedicar un poco de tiempo a las tareas del hogar, decidí ver las series mundiales universitarias de softball por la ESPN. Adoro el softball porque lo jugué en el instituto. Adoraba ver a esas fuertes mujeres de todas partes de Estados Unidos; me encantaba verlas jugar los partidos con todas sus fuerzas, a toda velocidad, sin escatimar esfuerzos. Mientras veía el partido, me di cuenta de que conocía a otras dos mujeres que encajaban con ese perfil: Sandra Pelt y Jannalynn Hopper. Había una moraleja en todo ello, pero no estaba segura de cuál era.