CAPÍTULO 10

En cuanto a declaraciones dramáticas, la de Eric tuvo un gran impacto. Audrina y Colton se pusieron tensos. Pero yo ya había vadeado esas mismas aguas.

Resoplé, exasperada, y miré a otra parte.

– ¿Te aburres, mi amor? -preguntó Eric. Su voz podría haber hecho temblar al propio hielo.

– Llevamos meses diciendo lo mismo. -Puede que fuese un poco exagerado, pero no demasiado-. Pero todo se ha quedado en palabras. Si vamos a hacer algo malo, dejémonos de tonterías y pongámonos manos a la obra. ¡No va a morir sólo con que lo digamos! ¿Crees que no sabe que está en nuestra lista negra? ¿Crees que no nos estará esperando? – Al parecer, estaba dando un discurso que, hasta el momento, había mantenido en secreto, incluso para mí misma-. ¿Crees que no os está jodiendo a Pam y a ti para provocaros y tener así una justificación para acabar con vosotros? En esta situación, él gana o gana.

Eric me miró como si me hubiese transformado en una cabra. Audrina y Colton se habían quedado con la boca abierta.

Eric abrió la suya para decir algo, pero la volvió a cerrar. No sabía si iba a regañarme o a irse en silencio.

– ¿Qué solución propones? -dijo, con la voz tranquila-. ¿Tienes un plan?

– Reunámonos con Pam mañana por la noche -propuse-. Ella también debería estar en esto. -Además, así ganaría tiempo para pensar en algo y no quedar en ridículo.

– Está bien -aceptó -. Colton, Audrina, ¿estáis seguros de que queréis correr este riesgo?

– Sin duda -afirmó Colton-. Audie, cielo. No tienes por qué hacerlo.

Audrina bufó.

– ¡Demasiado tarde, colega! Todos en el trabajo saben que vivimos juntos. Si te rebelas, estaré muerta aunque no participe. Sólo me queda unirme para que esto salga bien.

Me gustan las mujeres prácticas. La escruté por dentro y por fuera. Era sincera. No obstante, hubiese sido una completa ingenua si no hubiese contemplado que correr a avisar a Víctor también hubiese sido muy práctico. Sería el curso de acción más práctico, con diferencia.

– ¿Cómo sabemos que no le llamarás por teléfono en cuanto salgamos de la caravana? -inquirí, decidiendo que podía habérseme escapado algo.

– ¿Cómo sé yo que no harás tú lo mismo? -repuso Audrina-. Colton os ha hecho un favor avisándoos de lo de la sangre de hada. Creyó lo que Heidi le contó sobre vosotros. Y supongo que tienes las mismas ganas que nosotros de sobrevivir a esto.

– «Superviviente» es mi segundo nombre. Nos veremos mañana por la noche en mi casa -dije. Les apunté la dirección en una vieja lista de la compra. Dado que mi casa estaba aislada y contaba con protecciones mágicas, al menos sabríamos si alguien seguía a Eric, Pam, Colton y Audrina.

Había sido una noche muy larga y empezaba a bostezar con una intensidad que amenazaba la integridad de mi mandíbula. Dejé que Eric condujese hasta Shreveport, ya que estábamos más cerca de su casa que de la mía. Estaba tan cansada y somnolienta que otra sesión de sexo estaba fuera de toda cuestión, a menos que Eric desarrollase un repentino interés en la necrofilia. Se rió cuando le dije eso.

– No, te prefiero vivita, caliente y coleando -afirmó, y me besó en su punto favorito de mi cuello, el que siempre hacía que me estremeciese-. Creo que podría espabilarte un poco -añadió. La confianza es atractiva, pero era incapaz de aunar fuerzas. Volví a bostezar y él rió de nuevo -. Iré a ver a Pam para ponerle al día. También debería preguntarle por su amiga Miriam. Cuando amanezca, Sookie, vete a casa en cuanto te levantes. Dejaré una nota sobre el coche a Mustafá.

– ¿Quién?

– Así se llama mi hombre de día: Mustafá Khan.

– ¿En serio?

Eric asintió.

– Tiene mucha actitud -dijo-. Quedas avisada.

– Vale. Creo que me quedaré en el dormitorio de arriba, ya que tengo que levantarme mientras tú sigues dormido -respondí. Me encontraba en la puerta del dormitorio más grande de la planta baja, donde Eric quería que me «mudase». El anterior era un espacio de juegos de seducción. Eric había hecho que le construyesen unos densos muros y una pesada puerta de doble cierre que daba a las escaleras. Me daba un poco de claustrofobia pasar toda la noche allí, aunque lo había hecho alguna que otra vez si sabía que podía acostarme tarde. El dormitorio de arriba tenía persianas y densas cortinas para proteger a los vampiros de la luz, pero yo mantenía las persianas abiertas y eso lo hacía más tolerable.

Tras la catastrófica visita de Apio, el creador de Eric, y su «hijo» Alexei, aún temía encontrarme con alguna mancha de sangre cada vez que iba a casa de Eric; incluso creía olerla. Pero algún decorador de amplio presupuesto había cambiado las moquetas y pintado las paredes. Ahora resultaba difícil creer que allí se hubiese producido un hecho violento y la casa rezumaba una especie de olor a tarta de nueces. Esa hogareña fragancia subyacía al leve olor seco de los vampiros, un olor para nada desagradable.

Eché el pestillo de la puerta en cuanto Eric se marchó (nunca se sabe) y me di una ducha rápida. Allí tenía un camisón, algo más elegante que mi habitual uniforme de Piolín. Cuando me estaba relajando en el excelente colchón, creí oír la voz de Pam abajo. Extendí la mano hacia el cajón de la mesilla, encontré el reloj despertador y la caja de pañuelos y los dejé a mano.

Aquello fue lo último que recordé durante unas cuantas horas. Soñé con Eric, Pam y Amelia; estaban en una casa incendiada y yo tenía que sacarlos para que no ardieran. No había que ser un lince para entender el sueño, pero me preguntaba por qué había metido a Amelia en la casa.

Si los sueños fuesen coherentes con la realidad, lo más probable es que Amelia hubiese provocado el incendio tras algún incidente de los suyos.

Salí de la casa a las ocho de la mañana, tras quizá cinco horas de sueño. No me parecían suficientes. Hice una parada en Hardee’s y compré un emparedado de carne y un café. El día se me hizo un poco más animado después. Un poco.

Aparte de una ranchera nueva aparcada frente al coche de Eric, mi casa parecía tranquila y normal bajo la cálida luz matutina. Era un día deslumbrantemente claro. Las flores abiertas a lo largo de los peldaños delanteros se alzaban para absorber los rayos del sol. Conduje hasta la parte de atrás preguntándome quién sería la visita y en qué habitación habría dormido.

Los coches de Amelia y Claude se encontraban en la zona de grava de la parte trasera, dejando apenas espacio para aparcar el mío. Se me hizo algo extraño entrar en mi casa cuando ya había dentro tanta gente. Para cierto alivio mío, aún no notaba ninguna actividad mental. Puse una cafetera y fui a mi habitación para cambiarme de ropa.

Había alguien en mi cama.

– Disculpa -dije.

Alcide Herveaux se incorporó. Tenía el torso desnudo. Del resto no sabía nada, ya que lo tapaban las sábanas.

– Esto es jodidamente extraño -señalé, ascendiendo por una oleada de enfado -. A ver cómo suena la explicación.

Alcide esbozó su típica leve sonrisa, expresión de lo más impertinente si le encuentro en mi cama sin haberme pedido permiso antes. Su expresión pasó a serio y azorado, mucho más apropiada.

– Has roto el vínculo con Eric -dijo el líder de la manada de Shreveport-. Siempre he sido inoportuno en cada una de las ocasiones que hemos tenido para estar juntos. Esta vez no quería perder mi oportunidad. – Aguardó mi reacción con mirada sostenida.

Me dejé caer sobre la antigua silla floreada del rincón. Es donde suelo arrojar la ropa que me quito por la noche. Alcide había tenido la misma idea. Deseaba que mi trasero estuviese imprimiendo unas arrugas a sus prendas que nunca desapareciesen.

– ¿Quién te ha dejado pasar? -inquirí. Debía de albergar buenas intenciones hacia mí para que las protecciones lo hubieran dejado pasar, o de lo contrario Amelia me lo hubiera dicho. Pero en ese momento poco me importaba.

– Tu primo, el hada. ¿A qué se dedica exactamente?

– Es stripper -dije, generosa en la simplificación dadas las circunstancias. No me figuraba que sería tan importante hasta que vi la cara que ponía Alcide-. Entonces, qué. ¿Has decidido que podías colarte en mi cama y seducirme en cuanto atravesase la puerta? ¿Justo a mi vuelta después de haber pasado la noche en casa de mi novio? ¿Tras echarle un polvo que podría figurar en el libro Guinness de los Récords?

Oh, Dios, ¿de dónde había salido todo eso?

Alcide se echó a reír. No parecía poder evitarlo. Me relajé porque, por muy difusas que fuesen las mentes de los licántropos, vi que también se reía de sí mismo.

– A mí tampoco me pareció una buena idea -indicó con franqueza-, pero Jannalynn pensó que esto sería como un atajo para meterte en nuestra manada.

Ja. Eso explicaba muchas cosas.

– ¿Has hecho esto siguiendo un consejo de Jannalynn? Lo único que esa chica quiere es que me sienta incómoda -declaré.

– ¿En serio? ¿Qué tiene ella en tu contra? O sea, ¿por qué querría hacer eso? Sobre todo si tenemos en cuenta que, si lo hiciera, también me haría sentir incómodo a mí.

Alcide era su jefe en todo, el centro de su universo. Comprendía lo que eso significaba y convine con su bochorno por Jannalynn. No obstante, en mi opinión, Alcide no estaba lo suficientemente incómodo. Estaba convencida de que albergaba la esperanza de que si se sentaba en mi cama con su desgreñado atractivo matutino, quizá reconsideraría mi postura. Pero un buen aspecto no bastaba para mí. Me preguntaba cuándo se había convertido Alcide en un tipo que pensase que sí.

– Lleva un tiempo saliendo con Sam -dije-. Lo sabías, ¿verdad? Acudí a una boda familiar con Sam y creo que Jannalynn piensa que le quité el puesto.

– Entonces ¿Sam no está tan coladito por ella como ella por él?

Tendí la mano y la mecí de un lado a otro.

– Ella le gusta mucho, pero es más maduro y cauto.

– ¿Por qué estábamos sentados en mi dormitorio hablando de eso? -. Bueno, Alcide, ¿crees que podrías vestirte e irte a casa ahora? -Miré el reloj. Eric me había dejado una nota diciendo que Mustafá Khan se presentaría a las diez, dentro de apenas una hora. Como era un lobo solitario, no estaría por la labor de conocer a Alcide y hacer migas.

– Aun así, me gustaría que te unieras a mí -dijo, medio sincero, medio riéndose de sí mismo.

– Siempre es bueno que a una la quieran. Y eres muy mono -intenté que eso sonara a pensamiento residual-, pero sigo con Eric, con o sin vínculo. Además, has intentado tirarme los tejos de la forma más equivocada, gracias a Jannalynn. A todo esto, ¿quién te ha dicho que ya no existe el vínculo?

Alcide se deslizó fuera de la cama y estiró la mano para coger su ropa. Me levanté y se la pasé, manteniendo la mirada en todo momento. Llevaba ropa interior, una especie de monokini. ¿Manakini? Mientras se ponía la camisa, dijo:

– Tú amiga Amelia. Ella y su amigo vinieron al Pelo del perro anoche para tomarse una copa. Estaba seguro de que la conocía, así que nos pusimos a charlar. En cuanto escuchó mi nombre, supo que tú y yo éramos amigos. Se puso muy parlanchina.

Hablar demasiado era uno de los fallos de Amelia. Empecé a albergar una sospecha más oscura.

– ¿Sabía Amelia qué harías esto? -pregunté, indicando con la mano la cama revuelta.

– La seguí a ella y a su novio hasta aquí -dijo Alcide, lo que no era precisamente una negación-. Consultaron con tu primo, el stripper, ¿Claude? Pensó que esperarte aquí sería una gran idea. Creo que hasta se habría unido a nosotros por cincuenta centavos. -Hizo una pausa mientras se abrochaba la cremallera de los vaqueros y arqueó una ceja.

Intenté que no se me notara el asco que sentía.

– ¡Ese Claude! ¡Es un infantil! -exclamé con una sonrisa feroz. En la vida me había hecho nada menos gracia-. Alcide, creo que Jannalynn ha gastado una gran broma a mi costa. Creo que Amelia debería callarse mis cosas y creo que Claude sólo quería ver lo que pasaría. Así es él. ¡Además, tú siempre estás rodeado de lobas macizas que están como un tren, hombretón de la manada! -Le di unos golpecitos en el hombro (más o menos en broma) y noté que se sobresaltaba un poco. A lo mejor había ganado fuerza rodeada de mi familia feérica.

– Entonces, volveré a Shreveport -dijo Alcide-, pero inclúyeme en tu agenda social, Sookie. Aún anhelo una oportunidad contigo. -Sonrió mostrando una dentadura inmaculada.

– ¿Todavía no has encontrado chamán nuevo para la manada?

Se estaba abrochando el cinturón y sus dedos se quedaron petrificados.

– ¿Crees que te quiero por eso?

– Creo que podría tener algo que ver -aventuré, con la voz seca. La figura del chamán de manada había decaído en los tiempos modernos, pero el Colmillo Largo seguía buscando uno. Alcide me había inducido a tomar una de las drogas que utilizan los chamanes para potenciar sus visiones, y había sido una experiencia tan escalofriante como intensa. No deseaba volver a pasar por ella. Me había gustado demasiado.

– Es verdad que necesitamos un chamán -admitió Alcide-. E hiciste un gran trabajo aquella noche. Está claro que tienes lo que hace falta para el trabajo. -Ingenuidad y escaso juicio eran requisitos indispensables -. Pero te equivocas si crees que es la única razón por la que deseo una relación.

– Me alegra oírlo, porque de lo contrario no tendría una gran opinión de ti -dije. Esa conversación dio un portazo definitivo a mi parte bondadosa-. Volvamos a destacar que no me ha gustado un pelo la forma en que has abordado esto y que tu cambio desde que te has convertido en líder de manada deja mucho que desear.

Alcide estaba genuinamente sorprendido.

– No he tenido más remedio que cambiar -apuntó-. No estoy muy seguro de lo que insinúas.

– Te has acostumbrado demasiado a ser el rey de todos -argumenté-. Pero no estoy aquí para decirte que deberías cambiar porque no es más que una opinión. Sabe Dios que yo misma he atravesado muchos cambios, y estoy segura de que algunos de ellos no le han hecho ningún bien a mi carácter.

– Ni siquiera te gusto. -Sonaba casi consternado, pero con un toque de incredulidad que reforzaba mi perspectiva.

– Ya no tanto.

– Entonces sólo he hecho el ridículo. – Ahora estaba un poco enfadado. Pues bienvenido al club.

– Una emboscada no es la mejor forma de llegar a mi corazón. O a cualquier otra parte de mí.

Alcide se fue sin decir más. No escuchó hasta que le dije lo mismo de varias formas distintas. ¿Sería ésa la clave? ¿Decir las cosas tres veces?

Observé la marcha de su ranchera para asegurarme de que se iba. Volví a mirar el reloj. Aún no eran ni las nueve y media. Cambié las sábanas de la cama a toda prisa, metí la ropa sucia en la lavadora y la puse en marcha (no quería imaginar cuál sería la reacción de Eric si se metiese en mi cama y detectase el olor de Alcide Herveaux). Aproveché el tiempo que me quedaba hasta la llegada de Mustafá Khan para limpiar un poco la casa en vez de despertar a Amelia y a Claude para echarles nada en cara. Estaba cepillándome el pelo y recogiéndomelo en una coleta cuando escuché una moto en el exterior.

Mustafá Khan, lobo solitario, pero puntual. Llevaba un pequeño pasajero detrás. Miré por la ventana delantera cómo descendía de la Harley y se encaminaba hacia la puerta para llamar. Su acompañante se quedó en la moto.

Abrí la puerta y tuve que alzar la vista. Khan medía alrededor de uno ochenta y tres, llevaba el pelo rapado, reducido a un manto que recordaba los pinchos de un erizo. Llevaba unas gafas de sol que le conferían un aspecto a lo Blade, pensé. Su tez era marrón dorada, como el tono de las galletas de chocolate. Al quitarse las gafas, comprobé que el color de sus ojos equivalía al corazón de chocolate de la galleta. Y ésa era la única cosa remotamente dulce de su aspecto. Inspiré con fuerza y capté el olor de algo salvaje. Noté que mi familia feérica descendía las escaleras a mi espalda.

– ¿Señor Khan? -dije educadamente-. Pase, por favor. Me llamo Sookie Stackhouse y ellos son Claude y Dermot. -Por la expresión ávida de Claude, no era la única que había pensado en las galletas de chocolate. Dermot sólo parecía cansado.

Mustafá Khan les echó una ojeada y los descartó, lo cual demostraba que no era tan avispado como hubiera podido esperarse, o sencillamente que no los consideró parte de su encargo.

– He venido a por el coche de Eric -dijo.

– ¿Querría pasar un momento? He hecho café.

– Oh, bien -murmuró Dermot, saliendo disparado hacia la cocina. Lo oí hablando con alguien, así que deduje que Amelia o Bob ya estaban en circulación. Bien. Quería tener unas palabras con mi amiga Amelia.

– No bebo café -declaró Mustafá-. No tomo estimulantes de ningún tipo.

– Entonces ¿querría un vaso de agua?

– No. Querría volver a Shreveport. Tengo una larga lista de tareas pendientes para el señor Cadáver Altivo Todopoderoso.

– ¿Cómo es que aceptó el trabajo si tiene una opinión tan pobre de Eric?

– No es mal tipo para ser un vampiro -gruñó Mustafá-. Bubba también es un tío legal. ¿El resto? -Escupió. Sutil, pero capté la idea.

– ¿Quién le acompaña? -pregunté, inclinando la cabeza hacia la Harley.

– Es usted muy curiosa -dijo.

– Ajá. -Volví a mirarlo directamente, sin dar un paso atrás.

– Ven aquí un momento, Warren -llamó Mustafá, y el pequeño hombre descendió de la moto y se nos acercó.

Warren mediría uno setenta y cuatro, era pálido, pecoso y le faltaban algunos dientes. Pero cuando se quitó las gafas de motorista, resultó que sus ojos eran claros y serenos y no vi ninguna marca de colmillos en su cuello.

– Señorita -dijo con educación.

Volví a presentarme. Era interesante que Mustafá tuviera un amigo de verdad, un amigo del que no quería que nadie (bueno, yo) supiera nada. Mientras Warren y yo intercambiábamos comentarios sobre el tiempo, el musculoso licántropo pasó un mal rato intentando contener su impaciencia. Claude desapareció, aburrido por Warren, perdida la esperanza de interesar a Mustafá.

– ¿Cuánto tiempo llevas en Shreveport, Warren?

– Oh, Dios mío, he vivido allí toda la vida -respondió Warren-. Salvo cuando estuve en el ejército. Pasé allí quince años.

No había costado nada sacar información de Warren, pero Eric quería que comprobase a Mustafá. Pero hasta ahora el aspirante a Blade no estaba colaborando. La puerta no era el mejor lugar para mantener una conversación relajada. En fin.

– ¿Mustafá y tú os conocéis desde hace mucho tiempo?

– Pocos meses -explicó Warren, echando una mirada al hombre más alto.

– ¿Qué es esto? ¿El juego de las veinte preguntas?

Le toqué el brazo, que era como tocar una rama de roble.

– KeShawn Johnson -dije pensativa tras hurgar un poco en su mente-. ¿Por qué te cambiaste el nombre?

Se puso rígido y tensó la boca.

– Me he reinventado -contestó-. No soy un esclavo de las malas costumbres llamado KeShawn. Soy Mustafá Khan, y soy dueño de mí mismo. Me pertenezco sólo a mí.

– Muy bien -acepté, esforzándome para parecer agradable-. Encantada de conocerte, Mustafá. Que Warren y tú tengáis un buen viaje de vuelta a Shreveport.

Había averiguado todo lo posible por ese día. Si Mustafá iba a rondar a Eric durante un tiempo, ya iría captando retazos de su mente para unirlos más tarde y hacerme una imagen completa. Por extraño que pareciera, me sentí mejor con Mustafá después de conocer a Warren. Estaba convencida de que Warren lo debía de haber pasado muy mal y debía de haber cometido actos reprobables, pero también pensaba que, en esencia, era un tipo de fiar. Sospeché que lo mismo podría decirse de Mustafá.

Tenía ganas de esperar y ver.

A Bubba le caía bien, pero eso no tenía por qué bastar. A fin de cuentas, Bubba bebía sangre de gato.

Me alejé de la puerta, afianzándome para afrontar mi siguiente tanda de problemas. Encontré a Claude y a Dermot cocinando. Dermot había encontrado en la nevera un tarro cilíndrico de galletas Pillsbury. Había abierto el bote y había echado las galletas sobre la bandeja del horno. También había precalentado el horno. Claude estaba preparando unos huevos, lo cual no dejó de asombrarme. Amelia estaba sacando los platos y Bob estaba sentado a la mesa.

Odiaba interrumpir una escena tan doméstica.

– Amelia -dije. Se había estado concentrando sospechosamente en los platos. Alzó la cabeza a toda prisa, como si hubiese oído el disparo de una escopeta. Crucé la mirada con ella. Culpable, culpable, culpable-. Claude -proseguí con más sequedad en el tono, y me miró por encima del hombro y sonrió. Ahí no había culpabilidad. Dermot y Bob simplemente parecían resignados-. Amelia, le has contado mis cosas a un licántropo -remarqué-. No a cualquiera, sino al líder de la manada de Shreveport.

Y estoy segura de que lo hiciste adrede.

Amelia se ruborizó.

– Sookie, pensé que con el vínculo roto, quizá querrías que alguien más estuviese al tanto, y hablaste de Alcide, así que cuando lo vi, pensé que…

– Fuiste allí a propósito para asegurarte de que lo supiera -continué de forma implacable-. Si no, ¿por qué escoger ese bar de entre todos los que hay? -Bob parecía a punto de decir algo, pero alcé mi dedo índice y lo señalé. Desistió-. Me dijiste que iríais al cine en Clarice. No a un bar de licántropos en la dirección contraria. -Tras acabar con Amelia, me dirigí al otro culpable-. Claude -repetí, y su espalda se puso tiesa, si bien no dejó de cocinar los huevos-. Has dejado entrar a alguien en casa, en mi casa, sin estar yo, y no contento con eso, le has permitido meterse en mi cama. Eso es imperdonable. ¿Por qué me has hecho algo así?

Claude apartó cuidadosamente la sartén del fuego y lo apagó.

– Me parecía un tipo agradable -contestó-. Y pensé que, por una vez, te apetecería hacer el amor con alguien que aún conserve el pulso.

Sentí que algo saltaba en mi interior.

– Vale -dije con voz muy controlada-. Escuchadme. Me voy a mi habitación. Comed el desayuno que estáis preparando, haced vuestras maletas y marchaos. Todos. – Amelia se puso a llorar, pero no pensaba ablandar mi postura. Estaba sumamente enfadada. Miré el reloj de la pared -. Quiero esta casa vacía en cuarenta y cinco minutos.

Me fui a mi habitación, cerrando la puerta con exquisita suavidad. Me tumbé en la cama e intenté leer un poco. Pasados unos minutos, alguien llamó a la puerta. Lo ignoré. Tenía que mostrarme resuelta. Las personas que vivían en mi casa me habían hecho cosas que sabían condenadamente bien que no debían, y tenían que saber que no iba a tolerar tales intromisiones, por muy bienintencionadas (Amelia) o picaras (Claude) que fuesen. Hundí la cara entre las manos. No era fácil mantener el nivel de indignación, sobre todo habida cuenta de que no estaba acostumbrada, pero sabía que ceder a mi impulso de abrir la puerta y dejar que se quedasen no traería nada bueno.

Al tratar de imaginarme haciéndolo, me sentí tan mal que supe que su marcha era lo que más genuinamente deseaba.

Había sido tan feliz de ver a Amelia, tan complacida por su disposición a venir tan rápidamente desde Nueva Orleans para reforzar las protecciones mágicas de mi casa.

Y también tan perpleja al ver que había dado con un modo de romper el vínculo, hasta el punto de prestarme a aplicarlo sin pensármelo demasiado. Debí haber llamado a Eric primero para advertirle. No tenía ninguna excusa por haber tomado una decisión tan abrupta, salvo que, con toda probabilidad, habría intentado disuadirme. Era un argumento tan pobre como haberme dejado convencer de tomar las drogas del chamán en la reunión de la manada de Alcide.

Ambas decisiones eran culpa mía. Eran errores que yo había cometido.

Pero ese impulso de Amelia de intentar manipular mi vida sentimental era algo imperdonable. Era una mujer adulta y me había ganado el derecho a tomar mis propias decisiones sobre con quién compartir mi vida. Hubiese deseado conservar su amistad para siempre, pero no si iba a manipular los acontecimientos para transformar mi vida en algo que le satisficiese más.

Y Claude había gastado una de sus bromas, un truco de los más artero y travieso. Eso tampoco me había gustado. No, debía marcharse.

Cuando transcurrieron los tres cuartos de hora y salí de la habitación, me sorprendió un poco comprobar que me habían hecho caso. Mis huéspedes habían desaparecido… con la salvedad de Dermot.

Mi tío abuelo estaba sentado en las escaleras de atrás, junto a su abultada bolsa de deportes. No intentó llamar la atención sobre sí mismo de ninguna manera, y supongo que se habría quedado allí sentado hasta que abriese la puerta para irme al trabajo. Pero lo hice antes para sacar las sábanas de la lavadora y meterlas en la secadora.

– ¿Qué haces aquí? -pregunté con la voz más neutral que pude articular.

– Lo siento -dijo. Eran palabras que habían faltado amargamente hasta entonces.

Si bien una parte de mí se relajó al oír esas palabras mágicas, aún estaba en mis trece.

– ¿Por qué dejaste que Claude hiciese eso? -pregunté. Mantenía la puerta abierta, obligándolo a volverse para hablar conmigo. Se levantó y me encaró.

– No estaba de acuerdo con lo que hacía. No creía que fueses a preferir a Alcide cuando estás tan colada por un vampiro, y no pensaba que el desenlace sería bueno, ni para ti ni para los demás. Pero Claude es voluntarioso y terco. No tuve la energía necesaria para discutir con él.

– ¿Por qué no? – A mí me parecía algo bastante obvio, pero cogió a Dermot por sorpresa. Apartó la mirada hacia las flores, los arbustos y el césped.

Tras una pensativa pausa, mi tío abuelo dijo:

– Nada me ha importado gran cosa desde que Niall me hechizó. Bueno, desde que Claude y tú rompisteis el hechizo, para ser más preciso. Es como si no pudiera dar con ningún propósito, como si no tuviese ni idea de lo que quiero hacer el resto de mi vida. Claude sí tiene uno. Y creo que seguiría tan satisfecho aunque no lo tuviese. Claude puede llegar a ser muy humano. -Y entonces pareció atónito, como si se diese cuenta de que, en mi estado radical actual, pudiese considerar sus ideas como un argumento perfecto para mandarlo a paseo junto con los demás.

– ¿Y cuál es el propósito de Claude? -pregunté, ya que la cuestión había suscitado todo mi interés -. No es que no quiera hablar de ti, pero pensar que Claude puede tener planes concretos me llama mucho la atención.

– Ya he traicionado a una amiga -dijo. Al cabo de un momento me di cuenta de que se refería a mí-. No quiero traicionar a otro.

Ahora sí que me preocupaban los planes de Claude. No obstante, eso tendría que esperar.

– ¿Por qué crees que sientes esa inercia? -pregunté, retomando el tema.

– Porque no le debo lealtad a nadie. Desde que Niall se aseguró de que me quedase fuera de nuestro mundo, desde que pasé tanto tiempo vagando en la locura, ya no me siento parte del clan del cielo, y el clan del agua no me aceptaría aunque quisiera aliarme con ellos. Mientras siguiera maldito -añadió precipitadamente-. Pero no soy humano y no me siento como uno. Apenas puedo hacerme pasar por un hombre durante varios minutos. Los demás seres feéricos del Hooligans, el grueso de ellos, sólo se han unido por casualidad. – Dermot agitó su rubia cabeza. Si bien su pelo era más largo que el de Jason (le llegaba a los hombros y le cubría las orejas), jamás se había parecido tanto a mi hermano -. Ya tampoco me siento como un hada. Me siento…

– Como un extraño en una tierra extraña -dije.

Se encogió de hombros.

– Puede ser.

– ¿Sigues queriendo acondicionar el desván?

Exhaló sostenida y lentamente. Me miró de soslayo.

– Sí, tengo muchas ganas. ¿Me dejarías?

Entré en casa, cogí las llaves del coche y el dinero que guardaba en mi hueco secreto. La abuela me había inculcado su creencia en lo bueno que es tener un rincón oculto para guardar los ahorros. El mío se encontraba en un bolsillo interior de cremallera de mi impermeable, que estaba colgado al fondo del armario.

– Puedes coger mi coche para ir al Home Depot de Clarice -le propuse-. Toma. Sabes conducir, ¿verdad?

– Claro -asintió, mirando las llaves y el dinero ávidamente-. Hasta tengo carné de conducir.

– ¿Cómo te lo has sacado? -pregunté, profundamente sorprendida.

– Acudí a una oficina de la administración un día que Claude estaba ocupado -explicó -. Me las arreglé para que creyeran ver los papeles necesarios. Tenía magia suficiente para hacerlo. Responder las preguntas del test no fue complicado. Observé a Claude, así que persuadir al funcionario tampoco me costó demasiado.

Me pregunté si muchas de las personas que me cruzaba al volante habrían hecho lo mismo. Eso explicaría muchas cosas.

– Está bien. Dermot, ten cuidado, por favor. Ah, ¿sabes cómo funciona el dinero?

– Sí, la secretaria de Claude me lo enseñó. Sé contarlo e identificar las monedas.

«Si es que eres todo un hombrecito», pensé, pero no habría sido nada educado verbalizarlo. La verdad es que se había adaptado muy bien para ser un hada enloquecida por la magia.

– Muy bien -asentí-. Pásalo bien, no te gastes todo mi dinero y vuelve antes de una hora porque tengo que ir al trabajo. Sam dijo que podía entrar más tarde hoy, pero no quiero pasarme.

– No te arrepentirás de esto, sobrina. – Abrió la puerta de la cocina, metió su bolsa de deportes, brincó los peldaños, se metió en mi coche y se quedó mirando el salpicadero con mucha atención.

– Eso espero -me dije mientras se abrochaba el cinturón y emprendía la marcha (lentamente, a Dios gracias) -. Sinceramente, eso espero.

Mis ex huéspedes no se habían sentido en la obligación de fregar los platos. No podía decir que me sorprendiera. Me encargué yo y despejé la encimera a continuación. La inmaculada cocina me hizo sentir que había hecho un buen progreso.

Mientras doblaba las sábanas, aún calientes de la secadora, me dije a mí misma que lo estaba llevando bien. Ojalá pudiera decir que no pensé en Amelia, que me arrepentí de todo, que me reafirmé en que había tomado la decisión correcta.

Dermot volvió antes de la hora. Estaba más feliz y animado de lo que nunca lo había visto. No me había dado cuenta de lo deprimido que había estado hasta que vi cómo se encendía, casi literalmente, con un propósito. Había alquilado una lijadora y había comprado pintura y plásticos, cinta adhesiva y rasquetas, brochas y rodillos, así como un dosificador para la pintura. Tuve que recordarle que tenía que comer algo antes de ponerse a trabajar. Y también tuve que recordarle que tenía que irme a trabajar en un plazo no demasiado largo.

Además, esa noche había reunión de la cumbre en mi casa.

– Dermot, ¿conoces a alguien con quien puedas pasar la noche hoy? -pregunté con cautela-. Eric, Pam y dos humanos vendrán a verme esta noche, después del trabajo. Somos como una especie de comité de planificación y tenemos trabajo. Ya sabes lo que pasa cuando los vampiros y tú coincidís en una casa.

– No tengo por qué ir a ninguna parte con nadie -respondió Dermot, sorprendido-. Puedo quedarme en el bosque. Es un sitio que me encanta. Por lo que a mí respecta, el cielo nocturno es tan bueno como el diurno.

Pensé en Bubba.

– Puede que Eric haya situado un vampiro en el bosque para que vigile la casa durante la noche -expliqué-. ¿Te importaría ir a un bosque más alejado? -Me sentía fatal por imponerle tantas restricciones, pero no me quedaba más remedio.

– Supongo que no -dijo con la voz de quien se esfuerza por ser tolerante y servicial-. Me encanta esta casa -añadió-. Hay en ella algo increíblemente hogareño.

Viéndolo sonreír mientras paseaba la mirada en derredor, estuve más segura que nunca de que la presencia oculta del cluviel dor era la razón por la que mi familia feérica había venido a quedarse conmigo, más que por mi fracción de sangre en común. Pero estaba dispuesta a admitir que Claude creía genuinamente que la razón de la atracción era mi sangre. Si bien sabía que tenía un lado más dulce, también estaba convencida de que si tenía noticia del valioso artefacto feérico, un artefacto que le permitiría cumplir su sueño más preciado (volver al otro mundo), no dudaría en derruir la casa para encontrarlo. Instintivamente pensé que no me gustaría interponerme entre Claude y el cluviel dor. Y a pesar de que sentía algo más cálido y genuino en Dermot, aún no estaba dispuesta a confiar plenamente en él.

– Me alegra que seas feliz aquí -dije a mi tío abuelo-. Y buena suerte con el proyecto del desván. -Lo cierto era que no necesitaba otro dormitorio arriba, ahora que Claude se había ido, pero opté por que Dermot tuviera algo que hacer-. Si me disculpas, iré a prepararme para ir a trabajar. Puedes ponerte a lijar el suelo. -Me había contado que empezaría por ahí. No sabía si ése era el orden adecuado o no, pero preferí dejárselo a él. A fin de cuentas, teniendo en cuenta el estado del desván cuando él y Claude me ayudaron a despejarlo, cualquier trabajo que emprendiese sería una mejora. Me aseguré, eso sí, de que utilizase una mascarilla mientras lijaba. Era una lección que había aprendido viendo programas de televisión sobre reformas hogareñas.

Jason se presentó durante su pausa del almuerzo mientras me estaba maquillando. Salí de la habitación y me lo encontré escrutando todo el material que había traído Dermot.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó a su casi gemelo. Era evidente que Jason albergaba sentimientos encontrados hacia Dermot, pero me di cuenta de que se sentía mucho más relajado con nuestro tío abuelo cuando Claude no estaba. Interesante. Subieron juntos las escaleras para echar un vistazo al desván vacío. Dermot no dejaba de hablar.

A pesar de que se me estaba haciendo tarde, les preparé unos sándwiches, dejándolos en un plato sobre la mesa, junto con dos vasos con hielo y sendas Coca-Colas antes de ponerme el uniforme del Merlotte’s. Al volver, me los encontré en la mesa manteniendo una viva conversación. No había dormido lo suficiente, había tenido que espantar a los invitados de mi casa y no había llegado a ninguna conclusión con Mustafá o su acompañante. Pero ver a Dermot y Jason conversando sobre lechadas, pinturas en espray y ventanas a prueba de humedades, hizo que sintiera que el mundo volvía a enderezarse un poco.

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