14 Una reunión peligrosa

Gilthanas quitó el cordón del cuello de su túnica azul índigo, lo usó para recogerse el cabello y se metió los mechones sueltos detrás de sus prominentes orejas de elfo. Luego, sin aflojar el paso, se alisó la túnica y tiró de un par de hilos sueltos. Era una de las prendas que Rig había comprado para él hacía menos de una semana en Gander, donde habían dejado a la mayoría de los refugiados de los Eriales del Septentrión. Afortunadamente, a partir de ese momento el barco había quedado menos atestado.

El marinero había comprado ropas coloridas para todos y había entregado un saquito de monedas de acero a cada pasajero. Gilthanas recordó que la generosidad de Rig había sorprendido gratamente a Feril, aunque esa buena obra no había salvado al marinero de las reprimendas de la kalanesti.

Gilthanas apuró un poco el paso para ablandar sus nuevas botas de cuero. Feril caminaba a su derecha, y ambos se habían rezagado un poco con la intención de conversar. El elfo había llegado a la conclusión de que la kalanesti era una persona temible, y se alegraba de haberle caído bien. Le convenía mantener su amistad con ella. Acarició la empuñadura de su alfanje prestado y advirtió que Feril lo miraba. La elfa tragó saliva y desvió la vista.

—¿No te gustan mis orejas? —bromeó él—. Porque a mí no me molestan las tuyas. Aunque en realidad es imposible verlas debajo de todos esos rizos.

Feril negó con la cabeza. El hombre se refería a que ella era una kalanesti y él un qualinesti, bastante más alto y de piel más clara, un aristócrata comparado con los Elfos Salvajes. En el pasado, las distintas razas de elfos no se llevaban muy bien, aunque bajo la tiranía de los señores supremos habían comenzado a limar sus diferencias. En algunos territorios, los qualinestis, los kalanestis y los silvanestis habían unido sus fuerzas. Una de dichas colonias residía en la costa meridional de Ergoth del Sur.

—¿Tus orejas? —repitió ella con una risita—. No; no es eso. —Hizo una pequeña pausa—. Dhamon tenía el cabello rubio y solía recogérselo igual que tú.

Gilthanas la miró con expresión compasiva.

—En el barco me han hablado mucho de él. Tengo entendido que era un buen hombre, a pesar de que en el pasado formó parte de la Orden de los Caballeros de Takhisis. Parece que estabais muy unidos.

—Eso deseábamos, aunque el destino no nos dio ninguna oportunidad. —Feril respiró hondo y miró al cielo—. De todos modos no habría funcionado. Él era humano.

—¿Y qué tienen de malo los humanos? —preguntó Gilthanas con voz lo bastante alta para que lo oyeran Palin y su hijo, que caminaban varios pasos más adelante.

Los Majere miraron por encima del hombro, y Gilthanas dedicó una sonrisa traviesa a Feril. Ulin frunció el entrecejo y cabeceó.

La kalanesti se ruborizó y sonrió a Palin y a su hijo.

—Los humanos no tienen nada de malo. Me caen bien..., en serio. —Una vez que los Majere se volvieron para continuar tras los pasos de sus guías, añadió en voz más baja:— Pero no son como nosotros. Tienen una vida más corta, se consume como una vela. Ven las cosas de otra manera. Ellos prefieren las ciudades, y yo la selva. Se sienten mejor con individuos de su propia raza. No; la relación entre Dhamon y yo no habría prosperado. Además, ya no tiene sentido pensar en ello. Él ha muerto.

—Hace algunas décadas, yo pensaba como tú —confesó Gilthanas—. Era joven y mucho más necio, tanto que estuve a punto de empañar la felicidad de mi hermana Laurana. Dudo que ella haya perdonado mi ignorancia.

—¿Laurana se enamoró de un humano?

—En cierta forma; de un semielfo llamado Talanthas.

—¡El semielfo Tanis! —exclamó Feril con entusiasmo—. He oído hablar de él. Fue un héroe como Caramon y Raistlin y murió poco antes de la guerra de Caos. Sin embargo, no sé mucho más de él..

—Su madre murió al traerlo al mundo y mi familia lo adoptó. Era mi confidente, mi compañero de juegos. Pero era diferente, imperfecto, según pensaba yo entonces, no tan bueno como los qualinesti y, desde luego, un mal partido para mi hermana. Ella se quedó prendada de él la primera vez que lo vio. Un día, mientras jugaban, Laurana le hizo prometer que se casaría con ella cuando fueran mayores. El lo tomó a broma y oí que le hacía la promesa. Entonces sentí la sangre palpitando en mis oídos. Comprendí que mi querida hermana no bromeaba. Llevé a Tanis aparte y lo amenacé, pues estaba firmemente decidido a mantener pura la sangre elfa de mi familia. Acabé con nuestra amistad diciéndole que era un mestizo indigno de mi hermana.

»Tanis se marchó, y a mi hermana se le partió el corazón. Yo estaba muy satisfecho de mí mismo, feliz de haberla salvado. Hasta que él regresó unos años después. Laurana volvió a perseguirlo, con mayor pasión que nunca. Pero Tanis era lo bastante prudente para recordar mis palabras. Él mantuvo las distancias, y yo lo vigilé de cerca.

—¿De modo que nunca llegaron a unirse? —preguntó Feril en voz baja.

—Durante la Guerra de la Lanza, el destino nos llevó al Muro de Hielo y luego a Ergoth del Sur, tu patria. Las tres razas que vivían allí, tu pueblo, el mío y los silvanestis, estaban enfrentados. Aunque compartían el mismo territorio, no se portaban bien unos con otros. Esto me abrió los ojos. Verás; me enamoré de una kalanesti. Mi relación con ella me hizo comprender que los elfos son elfos, y que sus nombres y circunstancias de nacimiento son irrelevantes. Lo que cuenta es lo que hay en el interior de una persona, independientemente de su aspecto.

—¿Y dónde está ella ahora? ¿Qué le pasó?

—Le juré amor eterno, me enamoré tanto que ella se convirtió en mi vida entera y dejé de pensar en Laurana y Tanis. Pero entonces... —Gilthanas hizo una pausa y se acarició la barba— mi amada me reveló su auténtica naturaleza. Me confesó que no era una kalanesti y yo le volví la espalda.

—¿Su verdadera naturaleza?

—Me sentí traicionado. Ella no era quien decía ser, o lo que decía ser. No había sido sincera conmigo. Creía que la conocía, pero no era así. Pensé que se había mofado de mí y que había jugado con mis sentimientos. Ya no estaba dispuesto a confiar en ella y me negué a aceptar mis sentimientos. Luego desaparecí. ¿Desaparecí? ¡Ja!

—¿Fue entonces cuando te encarcelaron?

—Sí, pero fueron los silvanestis quienes lo hicieron. Durante los años de soledad en una celda tuve ocasión de reflexionar sobre mi vida, mi aristocrática vida. Mi propio pueblo me había entregado a los silvanestis. Primero había decidido que Tanis no era lo bastante bueno para mi hermana. Gracias a los dioses, finalmente se casaron. Luego me había obsesionado con Verminaard. Él había matado a algunos de los míos y juré vengarme, pasara lo que pasara. Por último me había ensañado con Silvara. La amaba con toda mi alma, pero la rechacé con la misma pasión con que me había enamorado de ella. Más tarde comprendí que debía haberles dado una oportunidad a ella y a nuestro amor. Cuando por fin me escapé de la prisión, comencé a viajar por todo Ansalon en busca de Silvara. Pero más tarde volvieron a traicionarme y acabé en la prisión donde nos conocimos.

—Es probable que todavía puedas encontrarla.

—Es probable —asintió Gilthanas en voz tan baja que Feril tuvo que esforzarse para oírlo—. ¡Qué mezquino fui! ¡Y qué indigno de ella! La raza no tiene nada que ver con el amor, Feril.

La kalanesti estudió el semblante de Gilthanas durante unos instantes y pensó en la posibilidad de hacerle más preguntas sobre Silvara. Pero el elfo tenía la vista perdida en la distancia.

—Dhamon y yo no tuvimos ocasión de pasar mucho tiempo juntos —murmuró mirando al suelo.

Gilthanas guardó silencio durante un rato.

La mujer delgada y el joven pelirrojo encabezaban la pequeña expedición a través de Witdel. La mayor parte de la ciudad tenía un aspecto miserable. Aunque en el pasado había sido una localidad próspera, ahora pasaba una mala racha que había comenzado con la guerra de Caos. Casi todos los edificios eran de madera y acusaban los estragos del mar y la falta de cuidados: pintura desconchada, puertas colgando de las bisagras. Los carteles de los comercios eran rústicos y algunos estaban tan deteriorados que eran imposibles de descifrar.

Sin embargo, algunos establecimientos parecían marchar viento en popa. A dos manzanas del muelle había una pequeña hostería que estaba en mejores condiciones que la mayoría de los edificios. En el porche colgaban cestos con macetas llenas de flores, y los marcos de las ventanas parecían recién pintados. Cerca de allí estaban reformando y ampliando una tienda de artículos de caza y pesca.

La mujer delgada miró su reflejo en el escaparate de una zapatería e hizo una mueca de disgusto al ver su aspecto desaliñado. Agotada por los sufrimientos padecidos en su cautiverio, no caminaba con excesiva rapidez, pero su andar era resuelto.

—No puedes liberarlos a todos, ¿verdad? —preguntó a Palin—. Es evidente que los Caballeros de Takhisis estarán haciendo prisioneros en otras ciudades y no podréis salvarlos a todos.

Palin no respondió. Sabía que la mujer no esperaba una respuesta.

—Salvar aunque sólo sea a una sola persona es importante —terció Gilthanas—. Nadie debería ser esclavo de los caballeros.

El qualinesti sabía lo que significaba estar prisionero; había pasado más de diez años en manos de los silvanestis. Como segundo candidato al trono, su encarcelamiento había obedecido a razones de conveniencia política. Era un tiempo breve en la vida de un elfo, pero no por eso la experiencia había sido más agradable. Y luego lo habían capturado los Caballeros de Takhisis. Estaba muy agradecido a Palin, Rig, Ampolla y Feril por haberlo rescatado.

En los dos períodos de confinamiento, Gilthanas había tenido ocasión de pensar en muchas cosas, y muy especialmente en una mujer. Ella no era un miembro de su raza, y por eso Gilthanas había negado sus sentimientos. No obstante, durante las interminables horas de cautiverio el elfo había llegado a la conclusión de que el amor estaba por encima de las diferencias raciales.

Varias décadas antes debía encontrarse con su amada cerca de la Tumba de Huma, en Ergoth del Sur, y ahora creía que no acudir a la cita había sido el mayor error de su vida.

En las afueras de la ciudad, Palin detuvo a sus guías.

—¿Es por este camino?

La mujer delgada asintió.

—A unos tres kilómetros de aquí. El campamento está en un claro junto al camino. No tardamos mucho en llegar de allí al muelle, a pesar de que era de noche. Seguidnos.

—Creo que podemos continuar solos —dijo Palin.

La mujer iba a protestar, pero cambió de idea cuando el joven pelirrojo le tiró del brazo.

—Os esperaremos aquí —repuso ella.

Feril adelantó a Palin y se acuclilló al borde del estrecho sendero de tierra que conducía al sudeste.

—Los caballeros van y vienen por este camino.

Señaló unas ramitas rotas y unas hojas de helecho aplastadas y siguió con los dedos el contorno de unas huellas de botas.

—¿Cómo sabes que esas huellas son de los Caballeros de Takhisis? —preguntó Ulin.

—Porque son profundas y relativamente uniformes, como las que hubieran dejado personas con armadura; es decir, soldados. Estas otras seguramente son de los prisioneros que llevaron al muelle. —Feril miró a Palin—. Voy a explorar el camino.

La kalanesti recorrió una docena de metros por delante de los hechiceros. Estaba en su elemento, con sus aguzados sentidos concentrados en las plantas y el suelo, buscando el rastro de los caballeros. Cuando oyó voces, se agachó y comenzó a andar a gatas hasta que vio un campamento en un claro. Entonces se ocultó detrás de un arbusto grande, apartó las hojas y observó cómo un caballero arrastraba a un alce hacia el claro. El animal tenía una flecha clavada en el pecho. El caballero dejó el alce junto al fuego que estaba avivando uno de sus compañeros y se puso a desollarlo y a cortarlo.

Detrás de la pareja, otros dos caballeros vigilaban a un grupo de personas atadas entre sí por las muñecas y los tobillos. Feril contó diez caballeros y cuarenta y tres prisioneros. Tras observar la escena durante unos minutos, regresó junto a los hechiceros y les contó lo que había visto.

—No me gusta —dijo Ulin.

—Rig diría que son pocos para nosotros —protestó Feril.

—No es que no crea que podemos vencerlos —se apresuró a explicar el más joven de los Majere—, pero temo que algunos prisioneros resulten heridos en la lucha. Sin embargo, tengo una idea.


Un Caballero de Takhisis se internó en el campamento con paso tambaleante. Tenía el peto de la armadura cubierto de sangre y la cara sucia de polvo. Había perdido sus armas y su escudo y el yelmo colgaba de su mano. El resto de los caballeros se pusieron de pie en el acto, desenvainaron sus espadas como un solo hombre y miraron detrás del herido. El caballero que desollaba al alce corrió en auxilio de su compañero. Pero el herido dio un paso atrás, rehusando su ayuda, y señaló hacia el camino que conducía a Witdel.

—¡Deprisa! —gimió—, ¡el barco! —Cayó de rodillas y se cogió el pecho—. Lo han atacado y han liberado a los prisioneros. Tenéis que daros prisa. Los atacantes vienen hacia aquí. Tienen armas y...

Jadeó y cayó de bruces a pocos centímetros del fuego. Su yelmo rodó en el suelo.

El oficial al mando ordenó formar filas.

—Los emboscaremos en el camino —gritó—. ¡Moveos!

Hizo una seña a dos caballeros para que se quedaran vigilando a los prisioneros y encabezó la partida hacia Witdel a paso rápido.

—¿Está muerto? —preguntó uno de los guardias una vez que el resto de los caballeros se hubieron alejado. Dirigió una mirada compasiva y curiosa al caído—. ¿Sabes quién es?

—No lo había visto antes. Debe de venir del barco —respondió el otro. Dio unos pasos en dirección al caído y miró por encima del hombro hacia los prisioneros—. Respira, aunque con dificultad, y, a juzgar por toda esa sangre, morirá pronto. Tendremos que enterrarlo antes del amanecer.

—Quizá podamos hacer algo por él.

—¿No has oído al oficial? —preguntó el segundo caballero—. Ha ordenado que vigiláramos a los prisioneros.

El caballero herido levantó un poco la cabeza, mirando al fuego situado a pocos centímetros de distancia. Podía sentir su calor en la piel. El olor al alce parcialmente destripado era insoportable. La hoguera se avivó ante sus ojos y las llamas se agitaron, no movidas por el viento, sino por la mente del caballero caído. Ordenó al fuego que se elevara y que consumiera la leña como si fuera una bestia hambrienta.

—¡Eh! ¿Qué pasa? —gritó uno de los caballeros.

La sangre y las heridas del caído se habían esfumado. El caballero se incorporó y comenzó a quitarse la armadura negra. Era un hombre alto, con una melena rojiza hasta los hombros, y vestía una sencilla túnica. Una vez en pie, cogió el yelmo, que por arte de magia se convirtió en una maza.

—¡Hechicería! —bramó el otro caballero—. ¡Quédate con los prisioneros! ¡Nos han engañado!

Desenvainó su espada y corrió hacia Ulin, que se había colocado detrás del fuego.

Ulin hizo un ademán y arrojó una chispa hacia la cota del caballero. Éste se detuvo un instante para apagar la llama, y Ulin aprovechó la ocasión para apartarse más y rodear al campamento en una gran bola de fuego que pronto envolvió a los dos caballeros.

Los prisioneros dieron un respingo y se alejaron tanto como sus ataduras les permitieron. Las llamas estaban peligrosamente cerca de ellos, pero Ulin ordenó la retirada del fuego, que se consumió hasta que sólo quedaron unas pocas brasas.

—Tranquilos —dijo—. Todo irá bien. Mis amigos y yo os acompañaremos a la ciudad. —Se acercó y advirtió que la mayoría lo miraban con recelo. Entonces recurrió a otra táctica para tranquilizarlos:— Mi padre es Palin Majere. Está cerca de aquí, ocupándose de los demás caballeros.

Estas palabras cumplieron su cometido, y Ulin comenzó a desatar a los prisioneros.

Feril estaba tendida boca abajo, entre los helechos que bordeaban el camino. La elfa respiró hondo, aspirando el embriagador aroma de la tierra. Estiró los dedos y tocó las hojas, delicadas y fuertes al mismo tiempo. Cerró los ojos y se representó mentalmente los helechos.

—Uníos a mí —murmuró con un tono similar al rumor del viento entre las hojas—. Sentid lo que yo siento. —La kalanesti flexionó varias veces los dedos y sacudió la cabeza. Los helechos imitaron sus movimientos, y ella sintió la energía que ascendía desde las raíces y corría por los tallos. Sintió el sol en su espalda y tuvo la impresión de que absorbía su fuerza—. Uníos a mí —repitió.

Un sonido se filtró en su mundo. Era Gilthanas.

—Los caballeros se acercan —dijo.

Feril oyó el rumor de las hojas que se separaban. Palin estaba de rodillas junto a ella. Luego oyó otros sonidos, rápidos e intensos: botas de cuero corriendo sobre la tierra. Volvió a concentrarse en los helechos.

—Uníos a mí —musitó.

Luego su visión retrocedió y vio el arbusto que estaba junto a los helechos, las hojas como velos del sauce situado a pocos palmos de distancia. Vio las altas hierbas, el musgo, los numerosos rosales silvestres.

El sonido de las botas se acercó, y las plantas comenzaron a moverse al ritmo de los dedos de la elfa. Las ramas del roble que se alzaba sobre su cabeza, el velo del sauce, los helechos; todos se balanceaban, se estiraban, se contorsionaban. El roble rugió e inclinó una rama que atenazó como si fuera un lazo el cuello del primer caballero de la fila. El velo del sauce envolvió a otros dos, sujetándolos con tanta fuerza como una telaraña a unos insectos indefensos.

Feril apretó los puños, y las altas hierbas golpearon como látigos los tobillos de los caballeros, y derribaron a todos aquellos que no estaban junto a los árboles. Los rosales silvestres rodearon las pantorrillas de los caballeros, y los helechos maniataron a los enemigos que cayeron al suelo.

La kalanesti sintió que el dolor penetraba en su mundo, percibió la sensación de las plantas amenazadas por los caballeros que trataban de arrancar las hierbas de su vientre de tierra. Sentía todo lo que sentían las plantas.

Pero ahora Palin se movía entre los helechos, practicando su propio encantamiento. Feril mantuvo sus sentidos concentrados en las plantas y no prestó atención a las chispas de fuego que salían de las puntas de los dedos del hechicero. Luego sintió una oleada de calor en la espalda y las piernas, la percepción de la sangre. Gilthanas empuñaba la espada de Rig y la sangre de los caballeros salpicaba las plantas. La kalanesti ordenó al sauce que envolviera a los caballeros en sus flexibles ramas para obligarlos a arrojar las armas.

Las plantas respondieron y aceleraron sus movimientos, absorbiendo la fuerza de Feril. Los rosales silvestres retrocedieron y atraparon a un caballero en su espinoso abrazo. Mientras éste luchaba contra la planta, tratando de arrancar los tallos, Gilthanas se acercó y lo mató. Otro caballero consiguió separarse del roble quitándose la cota de malla. Pero Palin lo detuvo disparándole flechas de fuego que atravesaron su pecho y lo mataron.

—Moveos conmigo.

Ahora Feril hablaba en voz más alta, separándose del suelo mientras continuaba dirigiendo a las plantas. A su alrededor, el bosque estaba más vivo que nunca; las ramas y los tallos se movían y atrapaban a sus presas como si fueran serpientes y los sarmientos actuaban como lazos. Señaló un pequeño matorral de frambuesas en la vera del camino, y los bucles de tallos finos se enredaron alrededor de tobillos y pantorrillas y derribaron a los pocos caballeros que aún quedaban en pie. En el suelo los aguardaba el moho para liberar su esencia embriagadora y somnífera.

Unios a mí, dijo el moho a los caballeros, relajándolos y sumiéndolos en un sueño profundo que los hacía más fáciles de eliminar.

Palin y Gilthanas se habían visto obligados a matar a la mitad de los caballeros. Feril apartó sus sentidos de las plantas y se dirigió al camino con paso tambaleante. Respiró hondo varias veces para superar el mareo. El encantamiento la había agotado. Cuatro caballeros estaban atados con ramas a los árboles más grandes. Gilthanas les quitó las botas, las partió en dos con el alfanje y las arrojó entre las malezas. Entretanto, Palin recogía las armas de los hombres.

—Estarán descalzos y sin armas —explicó Palin a la kalanesti—, de modo que, incluso si consiguen liberarse, no representarán ningún peligro. ¿Te encuentras bien?

Feril asintió y sonrió.

—Sí; sólo estoy un poco cansada. Vayamos a ver cómo le ha ido a tu hijo.


Cuando Feril, Palin y Gilthanas llegaron al claro, Ulin ya había desatado a la mayoría de los prisioneros. Gilthanas distribuyó rápidamente las armas de los caballeros entre los recién liberados. Ulin recogió su bastón y saludó con un gesto a Palin, que inspeccionaba los restos calcinados de los dos caballeros.

—Larguémonos —dijo Gilthanas con voz apremiante señalando el camino de Witdel—. Deberíamos marcharnos antes de que lleguen más caballeros.

—Algo va mal —dijo Feril. La elfa se movía en círculos, estudiando los árboles que rodeaban el campamento, olfateando el aire y aguzando el oído—. Hay...

—¿Más caballeros? ¿Refuerzos? —preguntó una voz sensual.

Una mujer gruesa, vestida con una túnica gris, entró en el claro. La flanqueaban varios Caballeros de Takhisis con las armas preparadas. Otras dos docenas de caballeros rodeaban el antiguo campamento. Al ver que Palin y Gilthanas empuñaban sus armas, la rechoncha hechicera los atajó con una seña.

—Al menor movimiento, estos hombres dispararán sus flechas.

—Arrojad las armas —dijo un caballero.

Era evidente que estaba al mando, pues lucía la insignia de subcomandante en el hombro.

Tras mirar mejor a Palin, la hechicera se dirigió al oficial al mando.

—Subcomandante Gistere —dijo—, estamos ante un hombre muy importante: Palin Majere.

Aunque su semblante no delató emoción alguna, Gistere clavó los ojos en Palin.

—Arrojad las espadas. Y tú deja ese bastón —añadió dirigiéndose a Ulin—. Poned las manos donde yo pueda verlas. —El oficial escrutó a los hechiceros—. ¡Las armas! —bramó.

Ulin arrojó el bastón, y los prisioneros que estaban a su espalda lo imitaron a regañadientes. Palin alzó las manos con lentitud, sin desviar la vista de los caballeros. Sabía que había otros a su espalda y buscaba desesperadamente con la mente el encantamiento más adecuado. No podía vencerlos a todos con un hechizo sin herir también a sus amigos y a los prisioneros.

Feril frunció los labios y dejó caer los brazos a los lados.

—¿Cómo supisteis que estábamos aquí? —preguntó con voz cargada de furia—. ¿Y cómo habéis podido sorprendernos de esta manera?

La hechicera de la Orden de la Espina dio un paso hacia ella.

—Hay encantamientos capaces de hacer que los pasos sean tan silenciosos como una débil brisa, mi querida Elfa Salvaje —dijo la mujer—. Un encantamiento que amortigua el ruido de las armaduras. Veníamos al encuentro de los hombres que vigilaban a estos prisioneros y, afortunadamente, percibí que algo iba mal. ¿Los habéis matado a todos?

—¡Basta! —espetó el subcomandante Gistere a la hechicera—. No tenemos tiempo para estas cosas. Eh, tú, te he dicho que arrojaras el arma. —Señalaba a Gilthanas, que blandía el alfanje de Rig—. Si no lo haces, mis hombres dispararán sus flechas contra los prisioneros, ¿entendido? Les ordenaré matar a hombres y mujeres sin armas. Su sangre pesará sobre tu conciencia. No te haré ninguna advertencia más.

—¡No lo hagas! —exclamó una voz desconocida.

Feril abrió los ojos como platos al ver al hombre que entraba en el claro. Estaba desnudo, cubierto sólo por una capa de los Caballeros de Takhisis que sin duda había robado a alguno de los hombres caídos en el camino. No había hecho el menor ruido precisamente porque no llevaba botas ni armadura. Con el cabello y la barba enmarañados, parecía un salvaje.

—¿Dhamon? —preguntó Feril con un hilo de voz. Los latidos de su corazón se aceleraron.

—¿Dhamon? —coreó Palin sin poder creer en sus ojos.

—Bien, un tonto más que se unirá al resto —se mofó el subcomandante Gistere—. Un tonto que morirá muy pronto si no arroja el arma.

A una seña suya, uno de los arqueros apuntó al pecho de Dhamon.

Gilthanas paseó la vista con incredulidad entre Dhamon Fierolobo y el Caballero de Takhisis. Sin soltar el mango de su alabarda, Dhamon se interpuso entre Feril y los caballeros. Un segundo arquero apuntó al hombre de aspecto salvaje.

—Dhamon —susurró la kalanesti cuando éste pasó a su lado.

—En el pasado, los Caballeros de Takhisis eran hombres nobles —dijo Dhamon—. Hace un tiempo jamás habrían amenazado a personas indefensas ni usado armas de distancia contra enemigos que no tenían la misma ventaja. Sólo se enzarzaban en peleas justas. —Miró a Gistere y enarcó una ceja al ver la escama roja en el emblema del lirio—. Pero eso fue antes de que decidieran someterse a los señores supremos y servir a los dragones en lugar de servir a los hombres —añadió señalando con la mano libre a los prisioneros para dar énfasis a sus palabras—. Para ellos sería mejor morir de inmediato que sufrir los tormentos que sin duda les tenéis reservados.

Gistere entornó los ojos y comenzó a alzar una mano para dar orden de disparar a los arqueros. Pero súbitamente sus ojos se desorbitaron y se quedó paralizado. Percibió la presencia de la Roja en su cabeza y sintió un hormigueo en el punto de su pecho donde estaba incrustada la escama.

Este ser me intriga, silbó Malys. Me convendría tener a mi servicio a alguien con el valor suficiente para enfrentarse a tantos hombres. Lo quiero vivo e ileso. Mata a los demás para darle una lección.

El subcomandante Gistere tragó saliva e hizo una seña a los arqueros, señalando diferentes objetivos: Palin Majere, Gilthanas, Ulin, Feril y el más corpulento de los prisioneros. En ese momento, Dhamon arremetió contra él. Gilthanas se unió al ataque mientras el hechicero comenzaba a pronunciar un encantamiento.

Feril, aturdida por el inesperado regreso de Dhamon, recuperó rápidamente la compostura. Más tarde habría tiempo para explicaciones... siempre y cuando sobrevivieran. Rebuscó en su saquito y sacó una concha marina. A su espalda, Ulin musitaba las palabras de otro encantamiento.

En el mismo momento de la llegada de Dhamon, Palin se había decidido por un hechizo. El regreso del antiguo Caballero de Takhisis lo había turbado y tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse y no equivocar las palabras del encantamiento. Mientras recitaba las palabras arcanas, una flecha pasó a su lado y se clavó en la garganta de un prisionero. Oyó el zumbido de otra flecha e inmediatamente después un gemido de Ulin a su espalda.

—¿Hijo? —susurró Palin al tiempo que concluía el hechizo y el aire se llenaba de pequeños fragmentos de oro, plata, rubíes, esmeraldas y jacintos.

La luz mortecina del sol tocó estos fragmentos, que comenzaron a girar y a reflejar un deslumbrante caleidoscopio de colores. Algunos de los caballeros arrojaron las armas para cubrirse los ojos, pero era demasiado tarde: el hechizo de Palin los había enceguecido, y también a la mayoría de los prisioneros.

El hechicero miró por encima de su hombro. Ulin estaba tendido boca abajo, junto a las brasas, y tenía una flecha clavada en la espalda.

—¡Ulin!

Gilthanas corrió hacia su objetivo, la hechicera de la Espina, pero un caballero con una espada de empuñadura larga le cerró el paso. El elfo se hizo a un lado justo a tiempo para escapar al golpe del arma, que atravesó el aire quieto con un ruido silbante.

Dhamon, que estaba junto al qualinesti, trazaba movimientos amplios y oscilantes con la alabarda. Acostumbrado a pelear con espadas, aún no se había familiarizado con su nueva arma. Sin embargo, aunque al principio parecía ingobernable, pronto comenzó a hacer cosas inverosímiles.

Al chocar con la espada de un caballero, la alabarda adquirió un suave resplandor azul y partió la hoja en dos. Luego continuó el movimiento en arco y atravesó la armadura negra del caballero como si fuera de tela. Con la misma facilidad se hundió en la carne que había debajo, y la erupción de sangre cubrió el pecho y la cara de Dhamon. El Caballero de Takhisis murió antes de llegar al suelo.

Dhamon dio media vuelta, parpadeando para aclararse la vista, y se encontró frente a frente con un par de caballeros. Sujetó con firmeza el mango de la alabarda y alzó ésta a la altura de su cintura. Una vez más, la hoja atravesó armas y armaduras, y pronto hubo dos caballeros menos.

El subcomandante Gistere vio que sus arqueros apuntaban a Dhamon y gritó gara que cambiaran de objetivo:

—¡A Palin Majere! ¡Este es mío!

Dhamon derribó a tres caballeros más en el tiempo que Gistere demoró en dar un paso al frente y colocarse en posición de defensa, con la larga espada en una mano y un escudo en la otra.

Dhamon giró en redondo, derribando a otros dos caballeros. Aunque estaba prácticamente cubierto de sangre, no era la suya. Por fin miró al subcomandante y le gritó:

—¡Ordena a tus hombres que paren! No es necesario que derramemos más sangre.

Gistere negó con la cabeza y alzó la espada. Si pudiera infligir a ese hombre una herida pequeña para obligarlo a arrojar el arma...

Lo quiero vivo, le recordó Malystryx en su mente. Y también quiero su arma.

Entretanto, la hechicera se acuclilló detrás de un caballero para protegerse de Gilthanas y señaló con un dedo de uña muy larga al qualinesti, que se demoraba en llegar a su lado porque una flecha lo había alcanzado en el hombro. La mujer rió del dolor del elfo y pronunció una sucesión de palabras indescifrables para quienes la rodeaban.

Pero Gilthanas sabía lo que decía. Aunque él solía fiarse más de la espada que de los maleficios, él también conocía la magia. El elfo apretó los dientes, avanzó con el alfanje y aguardó lo inevitable. Un haz de luz entre anaranjada y rojiza salió del dedo de la hechicera en dirección al pecho del elfo. Gilthanas estaba preparado, de modo que resistió mejor el electrizante dolor. Continuó avanzando y esta vez consiguió derribar al caballero que protegía a la mujer. El alfanje del elfo se hundió en el vientre del hombre, que se desplomó en el acto.

El mágico haz de luz continuó brotando del dedo de la hechicera mientras Gilthanas extraía su arma del cuerpo del caído con considerable esfuerzo. El elfo dirigió una mirada fulminante a la mujer de túnica gris y cayó de rodillas; un dolor insoportable le paralizaba las extremidades. Gilthanas trató de levantar el arma, y soltó una maldición cuando lo atravesó otro rayo. Sus dedos temblaban de manera incontrolable, y el alfanje cayó de sus manos.

—Muere, qualinesti —ordenó la hechicera. Gilthanas hizo un gran esfuerzo para no gritar, y cayó de bruces, temblando de pies a cabeza—. ¡Muere, elfo!

—¡No! —gritó Feril.

La kalanesti había terminado de pronunciar su encantamiento y arrojó la concha de mar a la hechicera. La concha se detuvo en el aire, encima de la cabeza de la mujer, y un instante después el aire que la rodeaba se llenó de un resplandor verde azulado. Perlas de agua cayeron sobre su túnica gris y se extendieron sobre su cara como una capa de sudor.

La hechicera dio un respingo y se llevó las manos al pecho, abandonando el hechizo que atormentaba a Gilthanas. Más agua de mar cubrió su piel y su ropa. La mujer gimió y cayó al suelo, soltando espuma por la boca y por su ancha nariz. Hasta Gilthanas se sorprendió de este inusitado truco mágico. Feril había convertido el aire que rodeaba a la hechicera en agua de mar, y ésta había ahogado a su adversaria.

El qualinesti se incorporó con dificultad y se arrancó la flecha del hombro.

—Gracias —dijo a Feril mientras recogía su alfanje y miraba alrededor.

Le dolía el hombro y su brazo comenzaba a entumecerse, pero apartó el dolor de su mente. Feril ya invitaba a los árboles y las plantas de la zona a unirse a la lucha, y las ramas avanzaban como serpientes para amarrar a los caballeros.

Cuando uno de ellos corrió a examinar a la hechicera caída, Gilthanas fue a su encuentro. Sus espadas chocaron y ambos retrocedieron para levantarlas. El qualinesti se arrojó al suelo, rodó hacia adelante bajo el arco del arma de su contrincante y le clavó el alfanje de Rig en el abdomen.

Gilthanas oyó exclamaciones de asombro a su espalda. Las plantas de Feril habían enredado a varios caballeros, que estaban aterrorizados por lo que ocurría. El elfo se lanzó sobre otro caballero. Por el rabillo del ojo vio cómo Dhamon mataba a otros dos hombres y luego se detenía a arrancar las flechas de sus piernas. El suelo estaba bañado de sangre, y el luchador de aspecto salvaje tenía que andar con cuidado para no tropezar con los cadáveres.

Palin Majere dejó escapar un suspiro de alivio al ver que Ulin había conseguido sentarse. El hechicero volvió a centrar su atención en las luces titilantes que aún llenaban el aire de la mitad del claro. Se concentró y aumentó el poder del hechizo. Los fragmentos de piedras preciosas y los trocitos de oro y plata brillaron con más fuerza —como las chispas de una hoguera— y se arremolinaron en torno a los caballeros, quemando las caras y las manos de aquellos que no estaban atrapados entre el follaje.

Ulin se unió a la lucha. El joven hechicero dirigía las pocas energías que le quedaban a las brasas del antiguo campamento. Los lefios ardientes se elevaron en el aire y cayeron sobre los caballeros. Los dedos de Ulin señalaban cada objetivo y las brasas obedecían, infalibles. Ulin apenas conseguía mantenerse consciente y sabía que estaba perdiendo mucha sangre.

Feril se agachó justo a tiempo para esquivar dos flechas. Rebuscó en su saquito, se puso a cuatro patas y rodó de lado para sortear otra andanada de flechas. Luego se incorporó de un salto y corrió al encuentro de Dhamon justo a tiempo para verlo matar a otro caballero y acercarse al subcomandante.

—¡Ya podemos dar la lucha por concluida! —gritó Dhamon—. ¡Te quedan sólo seis hombres! Bastará con que digas una palabra para salvarles la vida.

—¿Me pides que nos rindamos? —preguntó Gistere. Volvió a levantar el escudo y oyó la voz de Malys en su cabeza. El dragón decía que rendirse estaba fuera de la cuestión. No quería que cogieran e interrogaran a sus caballeros en el territorio de otro dragón. Prefería que murieran todos... Gistere incluido. El subcomandante hizo una seña a cuatro de los caballeros supervivientes, ordenándoles atacar.

—¡Los quiero vivos! —gritó.

Un caballero continuó luchando contra Gilthanas mientras otro corría hacia Palin. Feril echó un vistazo alrededor, preocupada por Ulin pero más aun por Palin, que estaba desarmado y demasiado cansado para practicar otro encantamiento. Corrió junto al hechicero.

En ese momento, un aullido retumbó en el claro. Furia entró como un relámpago en el campamento —un bulto volador de rojo pelaje— y derribó al caballero que atacaba a Palin. Palin cogió el bastón de su hijo mientras el lobo hincaba los dientes en la garganta del caballero caído.

A unos pasos de allí, Dhamon esbozó una sonrisa burlona y, cogiendo con fuerza el mango de la alabarda, trazó grandes arcos con la hoja para mantener a raya a cuatro caballeros. Uno trató de pasar por debajo del arma, pero Dhamon le asestó una patada en el abdomen cubierto por la cota de malla. El destelleante filo azul de la alabarda cortó el aire cuando alzó el arma y, descargándola sobre el hombro del caballero, la hundió hasta la mitad de su pecho. Dhamon liberó la hoja con facilidad y descargó un tajo a un segundo caballero que se había arriesgado a dar un paso al frente. El arma atravesó la espada del caballero y continuó su mortífero camino, matándolo en un instante.

Ahora sólo quedaban dos caballeros, y ambos se mantenían a una distancia prudencial de Dahmon. Lo rodearon, buscando la ocasión para atacar, pero Dhamon los mantenía a raya, desplazándose a los lados y blandiendo la alabarda.

Cuando el caballero que peleaba con Gilthanas desvió la vista para mirar a los demás, el qualinesti avanzó y hundió la hoja del alfanje en la mano enguantada. La espada cayó al suelo, y el caballero se vio obligado a retroceder. Gilthanas hizo un gesto con la barbilla, señalando el camino que continuaba al otro lado del claro.

—Yo en tu lugar, huiría —susurró. El caballero echó un rápido vistazo al subcomandante—. No repetiré el ofrecimiento —añadió el qualinesti.

Sin desviar la vista de Gilthanas, el caballero retrocedió otro par de pasos. Luego dio media vuelta y huyó. Gilthanas vio a Palin arrodillado junto a su hijo. Feril hablaba con los Majere, pero en voz demasiado baja para que el elfo la oyera.

Gilthanas volvió a mirar a Dhamon que acababa de matar a otro caballero. El único sobreviviente había arrojado la espada y suplicaba piedad. El subcomandante gruñó un «cobarde» a su hombre, extendió el brazo en el que empuñaba la espada e hizo un saludo burlón a Dhamon.

—Bárbaro, te llevaré vivo, aunque para ello tenga que cortarte algún miembro.

—Alguien como tú es incapaz de vencerme —replicó Dhamon dando un paso al frente.

A pesar de su armadura, Gistere era ágil y esquivó con facilidad los primeros golpes de Dhamon. Luego dio un salto al frente, se agachó debajo de la alabarda y lanzó una estocada a la pierna ya herida de su adversario. Gistere dio en el blanco y tras varios asaltos consiguió hacer retroceder a Dhamon.

—Eres bueno —observó Dhamon mientras adoptaba una postura defensiva—, pero yo tengo un arma mejor.

—Y yo soy mejor espadachín —se burló Gistere.

El subcomandante dio un salto al frente, esquivando un golpe demasiado bajo de la alabarda de Dhamon. El caballero aterrizó junto a su contrincante, alzó la espada y le asestó un golpe en el hombro con la empuñadura.

Dhamon cayó de rodillas. El golpe había sido brutal y rápidamente le siguió otro. Mientras el aire abandonaba sus pulmones, Dhamon retrocedió blandiendo la espada.

—¡No! —gritó a Gilthanas, que acudía en su ayuda—. ¡Esta pelea es mía!

Gistere sonrió y se acercó a Dhamon. La fuerza de sus brazos y piernas era un don otorgado por Malys. A diferencia de su oponente, aún no había empezado a sudar. El cuerpo de Dhamon estaba empapado en sudor en todos los sitios libres de sangre.

—Creo que será una pelea corta —dijo el caballero mientras lanzaba una estocada.

Pero Dhamon se incorporó de un salto en el último momento y levantó el arma con la punta hacia arriba. La alabarda partió la espada del caballero y continuó ascendiendo hacia el pecho del caballero. La afilada hoja atravesó la cota de malla y el peto que había debajo como si fueran de tela. Sin embargo, en lugar de hundirse en la carne, rebotó.

Gistere tomó impulso, saltó por encima de Dhamon y corrió hacia el cadáver de uno de los caballeros. Recogió su espada y se volvió justo a tiempo para ver un destello plateado descendiendo hacia él.

Dhamon, que había reaccionado con la misma rapidez que el caballero, blandió su arma trazando un gran arco en el aire. Esta vez la hoja se hundió en el estómago de Gistere, unos centímetros por debajo de la escama roja.

El subcomandante soltó la espada y se llevó las manos a la herida. Cayó de rodillas, con las manos empapadas de sangre.

Me has fallado, subcomandante Rurak Gistere, dijo la voz de Malys en su cabeza.

—¡Todavía no! —gritó.

Pero entonces se mareó y sus piernas comenzaron a temblar. Gistere cayó de espaldas y su garganta se llenó de sangre.

Dhamon, que estaba a su lado, se arrodilló para oír lo que intentaba decir el subcomandante.

—La cota de malla —gimió Gistere—. ¡Quítamela, por favor!

Tosió y un hilo de sangre se deslizó sobre su labio inferior. Dhamon lo sentó y le quitó la cota de malla. En el musculoso pecho del caballero resplandecía una escama roja.

Gilthanas se había acercado, movido por la curiosidad.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando la escama.

Feril se reunió con ellos y contuvo el aliento al ver de cerca a Dhamon. El joven, semidesnudo y con el pelo enmarañado, parecía un animal. Furia, con el hocico chorreando sangre, se acurrucó junto a la kalanesti y olfateó a Dhamon.

Los labios del subcomandante continuaban moviéndose, de modo que Dhamon se inclinó y acercó el oído a la boca del moribundo. Gistere palpó la escama, levantó los bordes, y con las pocas fuerzas que le quedaban, la arrancó de su piel.

Al hacerlo soltó un aullido de dolor. Los dedos le ardían tanto como le había ardido el pecho cuando Malys le había incrustado la escama. Dhamon cogió al caballero entre sus brazos y le miró fijamente el pecho, el hoyo sanguinolento en el sitio donde había estado la escama y la propia escama que el caballero aferraba entre sus dedos.

—No podrás vencer —gimió el subcomandante. Sintió que la mente de Malystryx se separaba de la suya, y un frío intenso se apoderó de su cuerpo. Se estremeció y miró a Dhamon a los ojos—. No sabes a qué te enfrentas. —En sus labios se dibujó una pequeña sonrisa mientras apretaba la escama contra la pierna desnuda de Dhamon—. Quítatela y morirás igual que yo.

La escama se adhirió de inmediato a la carne de Dhamon, se fundió con su pierna como una segunda piel y lo quemó como si estuvieran marcándolo a fuego. Dhamon gimió de dolor. Una corriente abrasadora le recorría todo el cuerpo, comprimiéndole y secándole la garganta. Soltó al caballero, cayó de espaldas y sus dedos se hundieron en la tierra. El dolor continuó irradiándose en angustiosas oleadas que bullían al ritmo de los latidos de su corazón.

—¿Qué has hecho? —gritó Feril al subcomandante.

Pero sus palabras cayeron en oídos sordos, pues el hombre había muerto. Se arrodilló junto a Dhamon para auxiliarlo, pero no consiguió detener sus convulsiones.

Furia daba vueltas alrededor de Dhamon y gruñía, manteniendo una distancia prudencial. Palin apartó al lobo y se acercó sosteniendo a Ulin.

—Magia negra; no cabe duda —dijo el mayor de los Majere.

—¡Tenemos que arrancársela! —exclamó Feril cogiendo la escama.

—¡No! —advirtió Gilthanas procurando separar a la kalanesti de Dhamon—. El caballero ha dicho que moriría si se quitaba la escama. Es probable que dijera la verdad. No sabemos qué clase de maleficio le han hecho.

—¡Lo está matando! Tenemos que hacer algo.

—Espera —dijo Palin—. Mira.

El hechicero sujetó mejor a su hijo, que perdía y recuperaba alternativamente el conocimiento.

Feril y los tres hombres vieron cómo las convulsiones de Dhamon remitían poco a poco. Estaba tendido de espaldas y jadeaba, tratando de llevar aire a sus pulmones. Después de unos instantes, sus ojos se encontraron con los de la elfa, que lo ayudó a incorporarse.

—Estoy bien —afirmó.

En efecto, se sentía mejor que unos minutos antes; más fuerte, a pesar del hormigueo de su pierna.

—No lo entiendo —dijo Feril—. ¿Qué te ha hecho? ¿Y esa escama? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo es que estás...?

—¿Vivo? —El hormigueo había desaparecido y ya no sentía el calor de la escama, aunque se miró la pierna y vio que seguía allí—. Feril, yo... —La kalanesti se arrojó a sus brazos y le tiró de la barba para obligarlo a inclinar la cabeza—. La historia de mi supervivencia es muy larga —dijo entre beso y beso—. Ya tendré tiempo de contártela. —La estrechó con más fuerza y los besos se hicieron más apasionados—. En cuanto a la escama, tendremos que extirparla —dijo cuando se apartó un instante para respirar.

—Ejem —carraspeó Gilthanas con diplomacia.

Dhamon y Feril se separaron muy lentamente. Él entrelazó los dedos con los de la kalanesti y apartó a regañadientes los ojos de ella para mirar a Palin, Ulin y Gilthanas. Por extraño que pareciera, el lobo continuó gruñendo a cierta distancia de Dhamon.

—Está claro que es una escama de dragón —observó Palin mientras señalaba la pierna de Dhamon—. La estudiaré en cuanto lleguemos al barco. No vamos a arriesgarnos a perderte por segunda vez extirpándola aquí.

Gilthanas liberó la alabarda del cuerpo del caballero y puso la empuñadura en la mano libre de Dhamon.

—Un arma sorprendente —comentó el qualinesti.

—Forma parte de la larga historia que he mencionado.

Dhamon miró largamente al elfo y luego a Feril.

—Ah, éste es Gilthanas —presentó ella—. Lo encontramos en el desierto. —Volvió a besar a Dhamon—. Pero esa historia también puede esperar.

—Entonces marchémonos de aquí —sugirió Gilthanas—. Es probable que haya otros caballeros en las inmediaciones, y aunque tienes un arma maravillosa, ya no estamos en condiciones para pelear.

—Independientemente de cómo has llegado aquí, me alegro de verte —dijo Palin. El hechicero miró al antiguo caballero de arriba abajo y luego señaló a Ulin con la barbilla—. Dhamon, éste es mi hijo.

—Deja que lo lleve yo —ofreció Dhamon. Entregó la alabarda al hechicero y cargó con facilidad a Ulin en andas—. No es tan pesado como parece.

El grupo dio media vuelta y enfiló hacia Witdel, con Feril y Dhamon a la cabeza. Detrás, el grupo de cautivos liberados conversaba animadamente sobre el rescate.

—Es una suerte que Feril no tenga nada en contra de los humanos —dijo Gilthanas haciendo un guiño a Palin—. De lo contrario, la relación entre ella y Dhamon no prosperaría.

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