22 Las manos rojas

Dhamon se había mantenido apartado de los demás durante la mayor parte del viaje. No tenía apetito, así que comía frugalmente, y dormía poco porque no se sentía cansado y quería evitar los sueños que lo atormentaban. Cuando se dejaba vencer por el sueño, su mente se llenaba de imágenes de un rojo dragón de llamas. A veces el dragón estaba rodeado de volcanes en erupción y dracs cubiertos de escamas rojas que exhalaban chorros de fuego. Otras veces, detrás del dragón había legiones de goblings, hobgoblings y Caballeros de Takhisis, todos de fuego, que crepitaban y silbaban con malevolencia.

Los sueños se hicieron progresivamente menos frecuentes a medida que el Yunque de Flint se acercaba a la isla de Schallsea, hasta que un día desaparecieron por completo. Cuando divisaron la Escalera de Plata bajo la pálida luna llena que la iluminaba —la Ciudadela de la Luz, donde vivía Goldmoon—, Dhamon se tranquilizó. El barco atracó en la bahía y Dhamon, Ampolla y el marinero se dirigieron a la costa en una chalupa. Tras ser admitidos por dos guardias, los tres amigos se cruzaron con varios estudiantes de Goldmoon antes de llegar a sus aposentos.

El antiguo caballero había decidido enseñar la alabarda a Goldmoon y hablarle del Dragón de Bronce, Centella. Quizás ella conociera los orígenes del arma y supiera cómo había llegado a manos del dragón. Pero primero tendría que examinar la escama incrustada en su muslo. Aunque no le había producido dolor alguno, Dhamon temía que fuera la causa de sus pesadillas.


Las estrellas parpadeaban sobre el Pico de Malys, y una solitaria luna pálida coronaba el horizonte. La Roja inclinó la cabeza hacia atrás y rugió. Las llamas se elevaron hacia el cielo en una erupción de calor abrasador que la ayudaba a desahogar su enorme cólera. Volvió a rugir, y esta vez el sonido fue tan intenso que hizo temblar la montaña. A modo de respuesta, los volcanes que rodeaban la meseta arrojaron columnas de humo sulfuroso.

Cuando un nuevo rugido comenzó a nacer en el vientre de Malys, los volcanes tronaron al unísono y volvieron a entrar en erupción. Torrentes de lava descendieron por sus cuestas y formaron un río alrededor de las garras de la Roja. El humo continuó ascendiendo hasta fundirse con las llamas del dragón y ocultar las estrellas y la luna.

Su débil vínculo con Dhamon Fierolobo había desaparecido por completo cuando el hombre se había acercado a la maldita isla de Schallsea. La Roja conocía a la sacerdotisa —uno de los miembros más poderosos de los Héroes de la Lanza— y sabía que era aquella mujer con atributos divinos quien interfería con su influencia.

—Me apoderaré del hombre y del arma —silbó—. No permitiré que me arrebaten un botín tan importante.

Malys había descubierto que había otros objetos mágicos excepcionales: una lanza que había pertenecido a un hombre llamado Huma, una corona que descansaba bajo las olas, con los dimernestis, un anillo que estaba en el dedo de un misterioso hechicero. Pero la Roja sospechaba que ninguno de esos objetos era tan poderoso como la alabarda.

Las llamas continuaron esparciéndose por el cielo y, mientras la lava le cubría las garras, Malystryx, la Roja, cerró los ojos e invocó toda su fuerza arcana.

En las afueras de Ankatavaka, Usha Majere miraba a Groller a los ojos. El semiogro le tendió una mano con la intención de consolarla. En la otra mano empuñaba con fuerza la lanza de Huma. El semiogro sonrió, pero no habló ni dio ninguna explicación a Usha. Las palabras eran innecesarias; ya había suficientes en el pergamino que Palin leía por segunda vez.

El lobo rojo estaba sentado a los pies de Groller y a pocos pasos de Fiona Quinti, la joven Dama de Solamnia procedente del castillo Atalaya del Este, que sujetaba la Dragonlance de Rig.

Ulin y Gilthanas no habían aparecido cuando Palin los había invocado con su magia. Ulin tampoco había explicado lo que planeaba cuando, una hora antes, había entrado en contacto con su padre, pidiéndole que pronunciara el encantamiento que los transportaría a su lado.

El encantamiento de Palin sólo había hecho aparecer a Groller, Furia y Fiona, además del pergamino en que Ulin intentaba explicar su ausencia y la de Gilthanas.

—He venido para ayudaros a comprender su decisión —dijo Fiona—. Me han dado permiso para quedarme una temporada con vosotros. Sé que no puedo reemplazar a Ulin y a Gilthanas, pero mi espada es vuestra.

—¿Sabes algo de ese Dragón Dorado llamado Alba? —preguntó Usha.

Fiona negó con la cabeza y miró a Palin.

Era evidente que el hechicero estaba muy afectado por las palabras del pergamino. Miró a su esposa con los ojos llenos de lágrimas.

—Ulin es un hombre hecho y derecho, con mujer e hijos. Pero ¿quién iba a pensar que los abandonaría durante vaya a saber cuánto tiempo para estudiar magia con un dragón? Él y Alba han ido a las islas de los Dragones para advertir a los Dragones del Bien del inminente regreso de Takhisis. Cree que es una misión muy importante.

Los hombros de Palin se encorvaron. No podía controlar la vida de su hijo; no quería hacerlo ni lo intentaría.

—Pero los gemelos son tan pequeños... Tiene una familia. ¿Cómo puede hacerles esto? Lo mismo que yo te hice tantas veces a ti.

Usha soltó la mano de Groller y se acercó a su esposo.

—Puede hacerlo porque es tu hijo y porque se debe a su magia. La magia también fue la razón de que me abandonaras tantas veces.

—Yo siempre regresé.

—Y Ulin también regresará.

Pero Usha se preguntó si de verdad lo haría. Conocía a su hijo mejor que Palin y sabía que la magia era la pasión de Ulin, una pasión más fuerte que la que había sentido su padre.

Palin hizo una bola con el pergamino y lo apretó en su puño. Usha abrazó a su marido.

—Viajaremos a la Torre de Wayreth —le dijo él al oído—. Este asunto de Takhisis...

—¿Y si es verdad? —preguntó Usha.

—Cogeremos el anillo de Dalamar y nos reuniremos con los demás en la Escalera de Plata. Los señores supremos ya son peligrosos de por sí; pero, si la Reina Oscura los ayuda, el peligro se multiplicará por diez.

Recordó brevemente la guerra de Caos, el dolor y la muerte que había acarreado, y sintió un nudo en la garganta. Takhisis y los señores supremos podían desatar una guerra que destruiría Krynn, o por los menos las razas de humanos y humanoides que lo poblaban.

—¿Enviarás a los demás junto a Goldmoon? —preguntó Usha, interrumpiendo sus pensamientos.

Palin asintió.

—Sí; ahora mismo. Sospecho que Goldmoon los aguarda. Y el Custodio y el Hechicero Oscuro me esperan a mí.


—Ya llegan —dijo Goldmoon al aire. Estaba junto a la ventana, contemplando las estrellas—. Sí; Dhamon está con ellos. ¡Me alegró tanto saber que estaba vivo! Tenía el presentimiento de que él era el elegido, Riverwind, y ahora estoy segura. ¿Qué? Sí, claro, lo acompaña el marinero en quien confía Palin. Y Ampolla. Todavía hay esperanza para Ansalon.

Sus dedos acariciaron el medallón que llevaba al cuello.

—Claro que se los entregaré —dijo con la vista fija al frente—. Sí; significa mucho para mí, cariño. Pero ellos creen que ayudará a devolver a Krynn la magia de los dioses. ¿Recuerdas cuánto nos esforzamos para traer la magia curativa al mundo? Entonces éramos jóvenes y parecía una empresa imposible. Pero lo conseguimos, y parece que fue ayer. Tú estabas aquí y...

—Creo que está acompañada. —La voz de la kender procedía de la escalera de caracol—. Espero que no interrumpamos nada importante. Me pregunto quién habrá venido a visitarla a esta hora de la noche.

Ampolla había tomado la delantera porque estaba cansada de ser la última. Sus cortas piernas ascendían por la sinuosa escalera, que parecía rodear todas las habitaciones y estancias vacías de la cúpula cristalina. Subía por el centro para evitar que Rig y Dhamon, con sus piernas más largas y rápidas, la adelantaran por los costados y la dejaran atrás. Finalmente llegaron a la sala oval de la última planta, donde Goldmoon hablaba con alguien. Rig y Dhamon entraron detrás de la kender.

—Supongo que en realidad no está acompañada —decidió Ampolla al entrar en la inmaculada estancia—. Mis oídos deben de haberme engañado. —Las blancas y resplandecientes paredes curvas y el suelo de mármol reflejaban la luz de las estrellas, creando la impresión de que la habitación estaba iluminada por una docena de lámparas—. Supongo que me confundí al creer que hablaba con alguien.

Diáfanas cortinas colgaban en distintos puntos de la estancia con fines más decorativos que funcionales. Los muebles claros de abedul, aunque escasos para el tamaño de la habitación, parecían nuevos y refinados.

Goldmoon se apartó de la ventana y se volvió a mirar a Ampolla con una sonrisa en los labios.

Aunque tenía más de ochenta años, no los aparentaba y parecía mucho más joven que hacía unos meses, cuando Dhamon la había visto por primera vez. Su cabello rubio salpicado de hebras de plata caía en grandes rizos sobre sus hombros. Sus azules ojos eran muy claros, pero no opacos ni nubosos como él los recordaba. En una ocasión Jaspe le había dicho que su fe determinaba lo que veía cuando visitaba a la célebre sacerdotisa. Ahora la luz de la luna alumbró los rasgos de su cara, y Dhamon reparó en la flaccidez de su barbilla y de sus brazos.

Sin embargo, Ampolla veía una imagen diferente, una mujer llena de vida y esperanza, con ojos radiantes, sin arrugas ni hombros encorvados.

—Es verdad que la fe determina lo que uno ve —murmuró la kender.

La sacerdotisa se acercó al trío con un andar sosegado y elegante. Tenía un aire imponente, un halo de serena autoridad.

—Me alegro de verte con todo el corazón, Dhamon.

Estrechó la mano de Dhamon y saludó al marinero con una inclinación de cabeza y una sonrisa. Luego hizo un guiño a Ampolla.

Rig estaba encantado de estar ante ella, pero guardó silencio. Era uno de los Héroes de la Lanza, el tema central de incontables leyendas que había oído en las tabernas de los países que había visitado. De repente deseó que Shaon estuviera allí para compartir ese momento con él.

—Yo también me alegro de verte —dijo Dhamon—. Lamento ser tan grosero, pero tengo una escama roja en la pierna, o más bien incrustada en la pierna y...

—Un momento —interrumpió Ampolla. Se acercó a Goldmoon y echó la cabeza atrás para mirar sus resplandecientes ojos—. Dijiste que cuando viniera a la Escalera de Plata me darías el medallón a mí. Bueno, a nosotros. Palin, Feril y Jaspe han ido en busca del cetro, mientras Ulin, Gilthanas, Groller y Furia intentan apoderarse de la lanza de Huma. Espero que ya los hayan encontrado, de lo contrario estos últimos pasarán mucho, mucho frío. También hay un anillo y Palin dijo que se ocuparía de él, pero...

—Mi medallón —dijo Goldmoon. Soltó la mano de Dhamon y una vez más acarició los brillantes bordes de la joya.

Las manos de la kender, que ahora se movían casi con agilidad, se alzaron para coger el precioso medallón y la cadena formada por diminutas estrellas de plata. Pero un instante después Ampolla se quedó boquiabierta. Aunque Goldmoon había puesto la joya en manos de la kender, de su cuello colgaba un duplicado exacto.

Hasta la sacerdotisa se sorprendió.

—¡Por mi fe en Mishakal! ¡El medallón es capaz de duplicarse! —susurró Goldmoon.

—Guau —fue todo lo que pudo decir Ampolla. La kender miró con atención los dos medallones y se rascó la cabeza—. Son idénticos. Ahora me pregunto si no podrías haber hecho cuatro réplicas, así Groller no habría tenido que ir a Ergoth del Sur, ni Palin y Feril al bosque.

—No creo que las cosas funcionen así.

—Ya; supongo que tienes razón. —Ampolla sonrió a la sacerdotisa mientras apretaba el medallón entre sus dedos llenos de cicatrices—. Lo cuidaré muy bien hasta que llegue Palin. Quizá podría usarlo hasta que él lo necesite. ¿Te parece bien?

Goldmoon asintió con un gesto, y Ampolla se colgó rápidamente la cadena al cuello con cuidado de que no se enredara con su copete. La kender tenía muchísimas preguntas en mente, pero decidió que no era el momento más oportuno para hacerlas. Se volvió hacia Dhamon y dijo:

—¿A qué esperas? ¿Por qué no le has contado lo de la escama en tu pierna?


Aparecieron a los pies de la Ciudadela de la Luz. Jaspe se abrazó el estómago y luchó contra las náuseas hasta que el encantamiento de Palin llegó a su fin. Feril, fascinada por la sensación que acababa de experimentar, aspiró la dulce fragancia del mar.

—Si hubiéramos tenido más tiempo, habríamos venido en barco —dijo el enano a Fiona—. Estos viajes mágicos son turbadores. Interesantes, pero turbadores. —Se sentó en el primer escalón y dejó escapar un profundo suspiro—. Dame unos minutos para que me recupere y luego te presentaré a Goldmoon.

—¿La señora de la Ciudadela? Será un honor conocerla. —La joven Dama de Solamnia sonrió al enano—. Y ese tal Rig que mencionaste, ¿también está ahí dentro?

—Sí, con Dhamon —respondió Feril.

—Rig está aquí —dijo el enano señalando hacia la costa, donde había una chalupa amarrada a un bloque de granito de forma cónica. Luego señaló a la bahía, donde estaba el Yunque de Flint—. Aquél es su barco. Lo compré yo con un trozo de jaspe que me regaló mi tío Flint. Es una larga historia, aunque estoy seguro de que Ampolla te la contará tarde o temprano. Y aquel que está sentado en la costa es su contramaestre, Groller Dagmar.

—Me gustaría devolverle esto —dijo la joven cargando la lanza sobre el hombro derecho. Dio una palmada a la larga espada que llevaba a la cintura—. Esta arma no es pesada ni difícil de manejar, pero Rig debe de ser muy fuerte si usa la lanza.

—Todavía no la ha usado —replicó Jaspe mientras se incorporaba y comenzaba a subir por la escalera. Feril lo adelantó, saltando los peldaños de dos en dos. Estaba ansiosa por volver a ver a Dhamon.

—Ah, el amor —murmuró el enano—. Si han ido a ver a Goldmoon, estarán en la última planta, así que será mejor que empecemos, pues es un largo viaje. ¿Vienes, Groller?

El semiogro, que estaba sentado en la costa junto a Sageth, no se inmutó. El enano inclinó la cabeza a un lado, puso los índices delante del pecho y los flexionó.

—¿Vienes? —repitió haciendo un gesto hacia la puerta.

Groller negó con la cabeza mientras acariciaba el cuello de Furia.

—No —respondió—. Me gus... ta estar aquí. Me que... daré aquí con el vie... jo. —El semiogro contempló el reflejo de las estrellas que danzaba sobre las olas—. Te espe... raremos a... quí, Jas... pe.

—Como quieras —dijo el enano.

—Así me ahorro la subida —añadió el viejo. Acarició su amada tablilla, que apenas podía leer a la luz de la luna—. A mis piernas no les gustan las escaleras. Además, la luna está baja, perfecta para lo que tenemos que hacer. Debemos destruir los objetos mágicos en tierra sólida, quizás en un sitio como aquél. —Su brazo delgado señaló una llanura al norte de la isla—. Allí no hay edificios ni personas. Tal vez Groller pueda ayudarme a escoger un lugar.

Jaspe cerró la mano derecha, puso el puño sobre la palma de la izquierda, y levantó esta última, como si ayudara a subir al puño. El enano señaló a Sageth y repitió la seña.

Groller echó un último vistazo al barco que se mecía sobre las olas y ayudó a Sageth a levantarse.

—Te ayu... daré —dijo.

—Tardaremos un rato —gritó el enano por encima del hombro—. Goldmoon y yo tenemos muchas cosas que contarnos. Pero iremos a buscaros en cuanto nos pongamos al día.


Dhamon llevaba unos pantalones holgados con los extremos metidos en las cañas de las botas. Sujetó la alabarda con la mano izquierda y se levantó la pernera del pantalón con la derecha, dejando al descubierto la escama.

Goldmoon se arrodilló frente a él y vio el reflejo de su cara en la escama. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¡Por mi fe en Mishakal! —susurró—. Qué magia perversa. Parece...

Tocó con precaución la escama y se estremeció, como si se hubiera pinchado con una aguja. Luego escuchó con horror el relato de Dhamon sobre el moribundo Caballero de Takhisis.

—Es un maleficio terriblemente poderoso —dijo la sacerdotisa alzando la vista para mirar a Dhamon—. Magia de dragones.

—El caballero dijo que moriría si me la arrancaba —explicó Dhamon.

—¿Crees que podrás hacer algo? —preguntó Ampolla con una expresión de inquietud en su cara angelical.

El marinero miró con curiosidad por encima de la cabeza de la kender. Había oído hablar a Feril y Dhamon de la escama, pero era la primera vez que la veía.

—No estoy segura —respondió Goldmoon mirando a Dhamon a los ojos—. Me gustaría intentarlo. No creo que debas seguir llevando esta..., esta cosa. Quizá sea arriesgado extirparla, pero ¿me autorizas a hacerlo?

—Por favor.

El antiguo Caballero de Takhisis la miró a los ojos y percibió una presencia en el fondo de su mente, una presencia que no había sentido en los últimos días. La cara de la hembra Roja flotaba ante sus ojos, superponiéndose a la imagen del rostro de la hechicera.

La escama palpitó con más fuerza que nunca. Dhamon sintió que su voluntad se escapaba y su cuerpo comenzaba a arder. Cogió con fuerza la empuñadura de la alabarda y apretó los dientes hasta sentir dolor en las mandíbulas.

—¿Te ocurre algo, Dhamon? —oyó que preguntaba el marinero.

Pero era como si Rig estuviera muy lejos, pues su voz sonaba amortiguada.

—¡No! —gimió Dhamon, resistiéndose a las imágenes del sueño.

Por un instante la cara de la Roja tembló como las llamas, pero luego se hizo más clara y definida, con las escamas brillantes y los ojos oscuros como charcos de magma buceando en los suyos, quemándolo, ocupando todo su campo de visión.

Eres mío, Dhamon Fierolobo, ronroneó Malys mientras se estiraba en su meseta.

La voz del dragón sonó tan clara y cercana como si la emitiera Goldmoon. Dhamon sacudió la cabeza en un intento por aclarar sus sentidos. Se preguntó si estaría dormido, si volvía a soñar.

Mi vasallo, silbó el Dragón Rojo. Mío para...

—No soy vasallo de nadie —respondió Dhamon.

Mi vasallo, repitió el dragón esta vez más alto, tanto que su voz retumbó en la cabeza de Dhamon. Un vasallo bajo mi control. ¡Usa tu arma!

—¡Dhamon! —Rig dio un paso al frente y apartó a Goldmoon y a la kender. En ese momento oyó pasos en la escalera—. Espero que sea Palin —dijo, presa de una súbita inquietud.

Con los ojos rojos y resplandecientes, Dhamon dejó caer la pernera de su pantalón sobre la escama. Sintió que sus manos empuñaban la alabarda, sintió que el dragón movía sus miembros. Él era una marioneta, y Malys tiraba de los hilos. Las llamas que salían de la boca de la Roja formaron una corona alrededor de su gigantesca cabeza.

¡El arma! ¡Úsala ya!

—¿Qué haces? —preguntó Rig al ver que Dhamon blandía la alabarda.

Trató de detenerlo, pero el antiguo caballero se zafó y fue directamente hacia Goldmoon, que retrocedía asustada.

—¡Para! —gritó Ampolla—. ¡Dhamon! ¡Déjala en paz!

—Mi fe me protegerá —susurró Goldmoon mientras retrocedía hacia la ventana—. Mishakal me salvará.

Dhamon levantó la alabarda y corrió hacia ella.

Feril entró en la habitación en el preciso momento en que Rig se lanzaba sobre Dhamon y lo arrojaba al suelo, obligándolo a soltar su arma. La kalanesti se quedó atónita, incapaz de entender lo que sucedía. Entonces vio que Ampolla cargaba su honda. ¿A quién apuntaba? ¿A Rig o a Dhamon? ¿Y cómo había empezado todo? Oyó los pasos del enano y de la joven solámnica en la escalera. ¿Qué estaba ocurriendo allí?

—¿Te has vuelto loco? —bramó el marinero.

Dhamon había recuperado la alabarda, pero Rig volvió a arrojarlo al suelo de una patada.

Dhamon sacudió la cabeza y una vez más recurrió a la voluntad que aún conservaba en un lugar pequeño y lejano de su mente para tratar de controlarse.

—¿Loco? —se oyó decir. La voz era suya, pero las palabras no—. ¡Al contrario! ¡Por fin he recuperado la cordura!

El antiguo Caballero de Takhisis dio un salto y golpeó con ambos puños el estómago del marinero. Fue un golpe brutal, alimentado por la fuerza de la Roja, e hizo que Rig se doblara y cayera de rodillas.

Haciendo gala de su destreza, Ampolla arrojó una andanada de piedrecillas a Dhamon. Pero los reflejos del antiguo caballero eran más rápidos que nunca y esquivó los proyectiles mientras se agachaba para recoger su arma.

—¡Dhamon! —Feril corrió hacia él—. ¿Qué te pasa?

Cuando sus dedos se cerraron sobre la empuñadura de la alabarda, Dhamon sintió un calor abrasador en las palmas de las manos. El arma le quemaba la piel.

Es un arma del Bien, silbó Malys. Y ahora tus actos distan mucho de ser bondadosos.

Dhamon se concentró para obligar a sus dedos a soltar la empuñadura y rezó para que Rig se levantara, para que Feril lo detuviera.

No lo hagas, dijo Malys. Tu piel sanará y podrás empuñar esa arma. Te enseñaré a controlar el dolor. Tú y la alabarda sois míos. ¡Úsala!¡Mata a la elfa!

—¡No! —gritó Dhamon al tiempo que sus brazos trazaban un arco y dirigían la alabarda hacia la kalanesti.

Una expresión de horror cruzó por la cara de Feril, que se arrojó al suelo para esquivar el golpe. Y, desde aquel pequeño y lejano lugar de su mente, Dhamon vio con horror cómo la empuñadura caía sobre la nuca de su amada. Feril perdió el conocimiento.

—¡Guardias! ¡Guardias! —gritó Ampolla mirando hacia la escalera—. ¡Detente, Dhamon, por favor!

Pero Dhamon no se detuvo. Se dirigía a Rig, que se levantaba con el alfanje en la mano.

—Nunca me has caído bien —dijo el marinero con los dientes apretados—. Sólo te soportaba para no molestar a Feril y a Palin. ¿Antiguo Caballero de Takhisis? ¡Nos engañaste a todos! —Saltó hacia la derecha para esquivar un golpe de la alabarda. La hoja atravesó la holgada manga del marinero y le laceró el brazo. Rig sintió una intensa punzada en el hombro que se irradió hacia el pecho y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para seguir sujetando el alfanje—. Será mejor que no la hayas matado —añadió mientras esquivaba un segundo golpe y echaba un vistazo a Feril.

Esta vez Dhamon se vio forzado a saltar a un lado para esquivar el alfanje de Rig. El marinero retrocedió, blandió su arma en la mano derecha y metió la izquierda en el escote en «V» de su camisa. Sacó dos dagas, apuntó y se las arrojó a Dhamon.

La primera daga pasó por encima del hombro de Dhamon y cayó cerca de Goldmoon, que parecía estar rezando o recitando un encantamiento. La segunda se alojó en el hombro izquierdo del antiguo caballero. Dhamon sintió el dolor, así como todavía sentía el intenso calor de la alabarda en las manos, pero Malys no le permitió más titubeos. Lo obligó a dar un salto al frente y a blandir el arma otra vez.

Esta vez la alabarda alcanzó a Rig en el estómago, del que manó un brillante hilo de sangre. El marinero se llevó la mano izquierda a la herida y retrocedió unos pasos.

—¡Por la barba de Reorx! —exclamó Jaspe—. ¿Qué pasa aquí?

—¡Es Dhamon! ¡Ve a buscar a los guardias! —gritó Ampolla mientras arrojaba otra lluvia de piedrecillas. Esta vez dio en el blanco y los proyectiles rebotaron contra el pecho de Dhamon—. ¡Tenemos que detenerlo!

Más dolor. Dhamon quería encogerse, escapar, curarse, echar a Malys de su mente. Deseaba que Feril estuviera bien y no quería hacer daño a nadie más.

El antiguo caballero se volvió hacia Goldmoon.

—¡La sacerdotisa! —exclamó Malys con la voz de Dhamon.

Goldmoon tenía la espalda apoyada contra la ventana y lo miraba con expresión desafiante.

—Lucha —dijo en voz apenas audible—. Lucha contra quienquiera que se haya apoderado de ti. He penetrado en tu espíritu y sé que eres fuerte y bueno. ¡Puedes luchar contra el que te domina!

No lo suficientemente fuerte, dijo Malys a Dhamon. La quiero muerta.

Dhamon dio un paso hacia Goldmoon y luego otro. Oyó que Rig volvía a moverse a su espalda; su oído, ahora extraordinariamente sensible, le permitió seguir las pisadas del marinero en el suelo de mármol. De súbito, el antiguo caballero empujó la alabarda hacia atrás y golpeó con el mango el estómago herido del marinero.

Con su aguzado sentido del oído oyó el gemido de Rig, el chasquido del alfanje en el suelo, el ruido del corpachón que se desplomaba. Luego oyó los pasos del enano y de alguien más, una persona que fue incapaz de identificar. Oyó el sonido de nuevos proyectiles de piedra y sintió su roce en la mejilla.

Le dolía todo el cuerpo, tanto que no entendía cómo seguía en pie. Pero Malys le infundía una fuerza sobrehumana.

¡Mata a la sacerdotisa!

—¡Dhamon! ¡Es Goldmoon! ¿Acaso has perdido el juicio? —dijo Jaspe mientras corría a interponerse entre Dhamon y la sacerdotisa.

Ampolla también corría, pero para Dhamon no supuso ningún esfuerzo levantar la pierna, darle en la cara con la bota y hacerla volar por los aires. Al mismo tiempo, sus manos se movían hacia delante y hacia arriba, blandiendo la candente alabarda mágica.

La hoja descendió en arco, reflejando la luz de las estrellas que se filtraba a través de la ventana, danzando hacia el pecho del enano.

Jaspe levantó el martillo con la intención de parar el golpe, pero fue inútil. El enano no había estado en el bosque cuando el arma de Dhamon había atravesado las espadas de los Caballeros de Takhisis como si fueran de tela.

Jaspe vio que la hoja descendía, vio el martillo que se elevaba para defenderlos a él y a Goldmoon, vio cómo la alabarda cortaba el grueso metal y continuaba su mortífero curso. La hoja le atravesó el pecho, causándole un dolor desgarrador, y la sangre comenzó a esparcirse a su alrededor. El enano lanzó un sollozo involuntario y se agarró el pecho húmedo y caliente. Después experimentó un frío intenso y la oscuridad lo envolvió.

—Mi fe me protegerá —susurró Goldmoon, con los ojos cerrados, mientras Dhamon se acercaba.

Ahora Malys movía las piernas de su vasallo muy lentamente, saboreando el momento. A su espalda, Dhamon oyó el silbido de una espada y la respiración agitada de una mujer. ¿Quién?

Giró la cabeza porque Malys quería saber quién estaba allí. Era una mujer joven e insegura, vestida con la detestada armadura de los Caballeros de Solamnia. La joven se encogió y blandió la espada.

Mátala, ordenó Malys.

Dhamon miró fijamente la armadura, la Corona y el Martín Pescador grabados en el peto. Sir Geoffrey Quick lo había salvado en el pasado, lo había convertido al Bien. ¿Acaso esta solámnica podría salvarlo también?, ¿matarlo antes de que él continuara derramando sangre?

¡No puedes luchar contra mí!, silbó Malys en su cabeza. ¡Eres mío!

La mujer se desplazó hacia la derecha y comenzó a moverse en círculos. Miró el cuerpo del enano y notó que Rig, Feril y Ampolla estaban inmóviles.

—¡No matarás a Goldmoon! —gritó Fiona Quinti—. ¡Seas quien seas, ya has terminado de matar!

La joven, que se había colocado delante de la sacerdotisa, levantó la espada y, con un movimiento limpio y ágil, la dirigió hacia el pecho de Dhamon.

Pero el antiguo Caballero de Takhisis era más rápido. Detuvo el golpe con la alabarda, partiendo en dos el arma de la mujer. Luego extendió una pierna, enlazó los tobillos de la joven y la derribó.

Un instante después estaba junto a Goldmoon, dispuesto a levantar su arma y bajarla por última vez.

¡No!, gritó Dhamon desde el pequeño lugar de su mente al tiempo que la alabarda se hundía en el hombro de la sacerdotisa. ¡Por todos los dioses! Vio caer a Goldmoon. Una mancha roja tifió su túnica blanca y comenzó a extenderse hacia el suelo. ¡No!

En la altiplanicie del territorio otrora llamado Goodlund, Malystryx lanzó un rugido de placer. La montaña tembló, los volcanes entraron en erupción y el pequeño ejército de dracs rojos que la rodeaban lucharon para mantener el equilibrio.

—¡Eres mío, Dhamon Fierolobo! —bramó Malys con su voz silbante e inhumana—. ¡Ven conmigo, vasallo! ¡Y trae tu arma mágica!

«Estoy perdido», pensó Dhamon. Mientras sus piernas corrían sobre el suelo cubierto de sangre y sus manos continuaban ardiendo, echó un último vistazo a sus compañeros caídos. ¿A cuántos de ellos había matado? ¿Cuántos estaban heridos? ¿Y Feril? Sus pies volaron escaleras abajo, cruzaron la planta baja de la Ciudadela de la Luz y luego la playa en dirección a la chalupa.

Su aguzado sentido del oído captó unos pasos a su espalda, los pasos de un hombre corpulento. Era el marinero. Rig seguía vivo.

Dhamon saltó a la chalupa, dejó el arma en el suelo de la embarcación y se alejó de la costa. Se alegraba de poder soltar el arma candente. La piel de sus manos estaba ampollada y roja, pero ahora la Roja lo obligaba a coger los remos y dirigirse al barco.

Divisó al marinero en la costa. Rig gritó algo, palabras furiosas que Dhamon sabía que merecía. Luego se arrojó al agua, y continuó gritando con los puños en alto. Pero el negro no podía alcanzar a Dhamon y finalmente retrocedió, regresó a la Ciudadela y desapareció en el interior.

Ahora Dhamon estaba cerca del Yunque de Flint y podía ver a los marineros al otro lado de la batayola. Gritaban preguntas, pero el dragón no les hizo caso, no permitió que Dhamon respondiera. Obligó a Dhamon a empuñar de nuevo la alabarda y dirigirla a la línea de flotación. El antiguo caballero asestó un golpe tras otro a la proa, destrozando el casco y arrancando gritos de terror a los sorprendidos marineros. El arma se hundió en la madera una y otra vez, atravesándola como si fuera tela. Comenzó a entrar agua y el barco escoró. Sólo cuando el dragón se hubo asegurado de que el barco se hallaba irremediablemente perdido, y cuando un arquero comenzó a descargar una lluvia de flechas desde la cubierta, la Roja dejó que Dhamon se alejara remando.

Ven conmigo, ordenó. Ven al Pico de Malys. Eres un vasallo excelente.


En la última planta de la Ciudadela de la Luz, Feril recobró el conocimiento y se arrastró hacia Ampolla. La kender estaba inmóvil y respiraba con dificultad. Tenía los labios partidos y cubiertos de sangre, y la patada de Dhamon le había roto la nariz. Feril se levantó con dificultad.

Fiona estaba inconsciente, pero no parecía herida. Goldmoon estaba muerta y Jaspe...

Feril se arrodilló junto al enano, que estaba empapado en sangre. La herida en el pecho era profunda. La alabarda había fracturado un par de costillas y atravesado un pulmón, pero Jaspe estaba milagrosamente vivo... al menos por el momento.

—Conozco la magia para curar, pero no puedo practicarla sola —murmuró la kalanesti—. Ayúdame, Jaspe. —Le cogió la mano regordeta y se la llevó al pecho. Luego puso sus manos sobre la herida, como había hecho con Palin unas semanas antes. Luchó contra las lágrimas que le anegaban los ojos—. Ayúdame, amigo, por favor.


A varios kilómetros de distancia de la Ciudadela de la Luz, Groller y el anciano examinaban una amplia extensión de tierra. Furia olfateaba alrededor del perímetro de la zona y de vez en cuando levantaba la cabeza para mirar a Sageth. Ninguno de los dos hombres imaginaba lo que había ocurrido en la sala de Goldmoon.

—Es una suerte que no puedas oírme —dijo el anciano con una risita. Miró a la tablilla y se dirigió a ella:— Este sitio servirá. Ya no falta mucho.

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