18 Sueños

En la Sala de las Lanzas, Ulin se estiró en su improvisado lecho de pieles. Se alegraba de haber podido despojarse de las incómodas prendas de abrigo y más aun de estar en el interior de un edificio. Aunque estaba agotado, no conseguía conciliar el sueño.

—¿Quién iba a pensar que habría más de una? —musitó mientras miraba las filas de lanzas. Algunas eran auténticas obras de arte; otras, rústicas y sencillas—. ¿Cómo vamos a averiguar cuál pertenecía a Huma? ¿La más antigua? ¿La mejor decorada?

Oyó el feroz zumbido del viento en la montaña, que también silbaba en el interior de la sala y se arremolinaba alrededor de las lanzas, mudo pero misteriosamente persistente.

Sus compañeros se habían dormido en pocos segundos. Gilthanas, tendido a escasos palmos de él, dormía protegiendo con un brazo la lanza de Rig. Groller emitía suaves ronquidos. A su lado, Furia hacía pequeños movimientos espasmódicos con las patas y la cola, como si corriera en sueños. Los dos Caballeros de Takhisis también dormían. Como medida de precaución, les habían atado con cinturones las muñecas y los tobillos.

Fiona Quinti, la joven Dama de Solamnia, estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. Tenía los ojos abiertos.

—¿No puedes dormir? —susurró Ulin.

—Estoy intranquila —respondió ella con otro susurro.

—Aquí estamos seguros —dijo una voz también baja, pero masculina y desconocida.

Ulin apartó las pieles, se incorporó de un salto y miró alrededor buscando a la persona que había pronunciado esas inesperadas palabras. Todos sus compañeros dormían. Se acercó a Fiona y le tendió una mano para ayudarla a levantarse.

—¡Da la cara! —exclamó Ulin, lo bastante alto para despertar a Gilthanas, los Caballeros de Takhisis y Furia.

Groller, ajeno a la conmoción, fue el único que continuó durmiendo.

—Como quieras.

El hablante salió de un estrecho nicho flanqueado por dos lanzas de plata. Bajo y delgado, no aparentaba más de doce o trece años y vestía una sencilla túnica blanca que le llegaba a las rodillas. Tenía las piernas y los brazos desnudos y estaba descalzo.

Furia se acercó a él, gruñendo suavemente.

—¿Qué hace un niño aquí? —preguntó Gilthanas.

El elfo estaba preocupado por la inquietud del lobo y apretó con fuerza la lanza de Rig.

—Ten cuidado —advirtió Ulin—. No es lo que parece o está acompañado. Ningún niño viviría aquí.

—No soy un niño, aunque me gusta esta forma. He pasado más años en la tierra que cualquiera de vosotros. ¿Os sentiríais más tranquilos así?

La silueta del joven se desdibujó y creció en cuestión de segundos. Su piel adquirió el color del pergamino y se llenó de arrugas. Su calva estaba salpicada de manchas de la edad y sus estrechos hombros encorvados.

—¿O quizás así? —Se volvió aun más alto, con la espalda ancha y la piel oscura. Una espesa melena rubia le caía en cascada sobre los hombros. Sus venas sobresalían como sogas de los abultados músculos de sus brazos.

—¿Quién eres? —preguntó Gilthanas—. Explícate.

—Soy el guardián de este lugar —respondió el ser mientras volvía a adoptar la forma de un joven inocente y flotaba hacia el hechicero y los caballeros. Tendió una mano delgada y acarició al lobo. Curiosamente, Furia dejó de gruñir y agitó la cola—. Sois vosotros quienes tenéis que explicaros. De lo contrario os echaré de aquí y tendréis que regresar al frío.

El joven desconocido los interrogó en detalle sobre la misión y sus intenciones de llevarse la lanza de Huma. No obstante, se negó a responder a cualquier pregunta sobre su persona y sólo contestó a unas pocas sobre la tumba y la tierra que la rodeaba.

—Gellidus, o Escarcha, como lo llaman la mayoría de los humanos, sabe que estoy aquí. Pero no puede entrar en este sitio sagrado, de modo que aquí estoy a salvo de él.

—Eres un hechicero o un duende —declaró Gilthanas.

—Cree lo que quieras.

—Seas quien seas, no evitarás que cojamos la lanza de Huma —se arriesgó a decir el elfo.

—No os detendré —respondió el joven—. Pero antes tendréis que encontrarla.

Fiona se aclaró la garganta.

—Su causa es justa —dijo señalando a Ulin y a Gilthanas—. Si tú también eres justo, los ayudarás diciéndoles cuál es la lanza que buscan.

En la tersa cara del niño se dibujó una pequeña sonrisa.

—Os ayudaría si pudiera. Porque, salvo en vuestros dos compañeros —repuso haciendo un gesto hacia los Caballeros de Takhisis—, percibo una gran bondad en todos vosotros. Pero la verdad es que no sé cuál era la lanza de Huma.


Groller se estiró, pero no despertó. El semiogro soñaba. En sus sueños podía oír con claridad, tal como lo había hecho antes de que el dragón destruyera su hogar, su familia y su vida. Podía oír el llanto de los moribundos, los gritos de los heridos.

¿Por qué se habían salvado él y otros pocos?, se preguntaba una y otra vez. ¿Por qué lo habían dejado con vida? ¿Sólo para oír los quejidos de sus hermanos y rezar a los dioses ausentes para que acallaran aquellos sonidos horribles?

Pero aquel día todos los sonidos se habían apagado para siempre, y el semiogro no había vuelto a oír nada más. Había enterrado a su mujer y a sus hijos y se había marchado de su aldea, adonde no regresaría jamás.

Groller nunca supo si un dios perverso había oído sus plegarias y lo había dejado sordo o si su sordera era consecuencia de las atrocidades que había visto aquel día. La causa era irrelevante; lo único que contaba era el silencio vacío y eterno.

Pero en sus sueños oía. Al principio pensó que era el zumbido del viento, un sonido casi olvidado. El zumbido se hizo más intenso y se convirtió en palabras.

Huma, dijo una voz melodiosa. Lanza.

El semiogro vio la imagen de un hombre de torso corpulento, semejante a una estatua. Su armadura emitía un resplandor dorado bajo la luz de las antorchas.

Estas lanzas se usaron en la guerra de Caos, prosiguió la voz descarnada.

Las palabras no salían de la boca del hombre de la armadura dorada. Tampoco de los numerosos espectros que aparecieron de súbito y que vestían armaduras de los Caballeros de Takhisis y los Caballeros de Solamnia. Algunos no llevaban armadura, sino sencillas túnicas y escudos translúcidos. Cada uno de ellos parecía ligado a una lanza en particular.

Estas lanzas fueron empuñadas por Caballeros de Solamnia y por valientes que, aunque no pertenecieron a Orden alguna, lucharon por la gloria de Ansalon, continuó la voz. Lucharon junto a los dioses en la guerra contra Caos.

¿Y cómo llegaron aquí las lanzas?, se oyó preguntar Groller.

Podía oír su propia voz, lo que le permitía corregir la pronunciación. Sus palabras eran claras y graves, en lugar de entrecortadas y nasales.

Yo las llamé, respondió la voz. Unas armas tan honrosas también merecían un último lugar de descanso.

Las imágenes de los caballeros se desdibujaron y enseguida desaparecieron por completo.

¿Eres Huma?¿Acaso eres su espíritu?¿Quién eres si no?

Soy aquello que buscáis.

¿La lanza de Huma?¿Estoy hablando con un arma?

Deseo ardientemente que vuelvan a empuñarme, que lo haga alguien que me recuerda a mi antiguo amo. Ven. Te espero.

Groller escuchó con atención y echó a anclar siguiendo el sonido de la voz descarnada. En su sueño estaba solo. Ulin, Gilthanas, Furia, la joven Dama de Solamnia y los dos Caballeros de Takhisis habían desaparecido.

El semiogro miró las lanzas que lo rodeaban. Algunas le susurraban historias de las últimas batallas en las que habían participado, describiendo a Caos y a los dragones, proclamando el número de vidas que habían segado, llorando la pérdida de los hombres y mujeres que las habían empuñado. Ahora las antorchas brillaban con mayor intensidad y su luz arrojaba largas sombras en el suelo. Mientras Groller caminaba, el suelo descendió abruptamente bajo sus pies. En esta sala había más y más lanzas, dispuestas en una fila tras otra hasta donde alcanzaba la vista de Groller. Todas le hablaban en susurros, pero ninguna más alto que otra, y el semiogro continuó andando tras la voz.

Después de horas de búsqueda, el suelo se niveló y Groller entró en una estancia circular iluminada por antorchas que ardían pero no humeaban. Las paredes eran de brillante mármol blanco. El suelo negro con motas blancas parecía un retazo de cielo nocturno, recortado e instalado allí. En el centro había un bloque rectangular de piedra verde decorado con la imagen de una lanza dorada. La empuñadura estaba decorada con una piedra de jade.

Empúñame otra vez, pidió la voz.


—Si tú que eres el guardián de la tumba no sabes cuál es la lanza de Huma, ¿cómo vamos a encontrarla? —preguntó Ulin.

El joven se encogió de hombros.

—Tu compañero y tú sois hechiceros. Quizás encontréis la forma de...

—Espera —lo interrumpió Ulin—. ¿Cómo lo has averiguado? —El joven se limitó a sonreír—. Mi magia es limitada —añadió Ulin.

—Yo no soy hechicero —dijo el guardián—. Pero tengo poder para acrecentar tu magia, sobrino nieto de Raistlin Majere. Hace tiempo que aguardo la oportunidad de trabajar con alguien como tú.

—¿Cómo? Ni siquiera has hablado de ti o de...

Ulin se interrumpió al oír pasos en la escalera.

—Hacía mucho tiempo que no venía nadie —dijo el joven con un suspiro—, pero parece que hoy habrá una asamblea.

En lo alto de la escalera apareció una mujer de sorprendente belleza, con una melena rubia y cana bajo el yelmo plateado y unos hermosos ojos azules que centelleaban a la luz de las antorchas. Vestía la brillante armadura de los Caballeros de Solamnia. La seguía una docena de hombres, también Caballeros de Solamnia.

—¡Lady Plata! —exclamó Fiona—. ¿Lo ves, Ulin? Te dije que alguien vendría a buscarme.

La joven solámnica se reunió con sus compañeros y todos formaron un círculo. La sala se llenó con el bullicio de sus voces mientras intercambiaban información. Fiona señalaba a Ulin y a los Caballeros de Takhisis.

Gilthanas miró fijamente al grupo de solámnicos. De repente se llevó una mano al corazón y caminó lentamente hacia uno de ellos.

—¿Silvara? —susurró.

Ulin carraspeó para llamar la atención de sus compañeros.

—¿A qué te referías cuando has dicho que podías «acrecentar» mi magia? —preguntó al joven.

—Por mis venas también corre un poco de magia.

—Eso es obvio.

—Tú puedes absorberla. Yo te indicaré cómo hacerlo.

—¿Y de ese modo podremos encontrar la lanza?

Ulin se peinó el cabello con los dedos y echó un vistazo a los Caballeros de Solamnia.

—Podemos intentarlo.

Gilthanas seguía detrás de la solámnica.

—¡Por todos los dioses! ¿Silvara?

El qualinesti tocó el hombro de la mujer y ésta se volvió.

—Ahora me llamo lady Arlena Plata y estoy con los Caballeros del castillo Atalaya del Este —repuso sin mirar a Gilthanas a los ojos—. He entregado mi vida a la Orden. Estoy feliz y satisfecha y tengo un propósito para seguir adelante. Silvara es un nombre que usaba en el pasado. Lo que entonces pasó entre nosotros también pertenece al pasado.

A pesar de la frialdad de su voz, la mujer permitió que Gilthanas la llevara aparte.

—Perdóname, Silvara... quiero decir, Arlena —dijo Gilthanas. Su voz sonaba ahogada, y el elfo contuvo un sollozo—. Estaba equivocado. Debería haberme reunido aquí contigo. Cometí un gran error, me comporté como un idiota. Debería haber...

—Hemos venido a buscar a Fiona —lo interrumpió lady Plata—. Estaba preocupada por ella. No sabía... qué le había ocurrido —añadió con un hilo de voz. Luego bajó la vista al suelo y tragó saliva—. Supusimos que los Caballeros de Takhisis la habían traído aquí. Los llevaremos con nosotros. Tendrán que responder ante la justicia.

—Silvara... —insistió Gilthanas—. Nunca pensé que volvería a verte. Es como si nos dieran una segunda oportunidad.

—¿De veras? —preguntó ella alzando la vista, y por primera vez lo miró a los ojos—. Tú decidiste que lo nuestro era imposible. Te esperé. Te esperé durante meses, durante casi un año.

—No era consciente de mis propios sentimientos.

—Yo te amaba.

—Y yo todavía te amo —respondió Gilthanas con voz cargada de emoción—. Te quiero más que a mi vida. Por favor, Silvara... tienes que sentir algo por mí. He aprendido que el amor está por encima de la raza, de la carne... de todo. Aunque ahora pareces humana, tenía la certeza de que eras tú. Estamos unidos.

La expresión de la mujer se dulcificó.

—No lo sé —dijo tras un breve titubeo.

—Por favor.

—Gilthanas —intervino Ulin—, lamento interrumpir. Pero creo que deberíamos buscar la lanza, ya que es obvio que no podremos dormir... Salvo Groller, claro, que tiene la suerte de no oír nada de todo este alboroto. El guardián cree que puede ayudarnos.

Sin embargo, Groller estaba a punto de despertar bruscamente, mientras Furia restregaba su húmedo hocico contra el cuerpo del semiogro. Groller hacía movimientos espasmódicos, abriendo y cerrando sus grandes manos y arrugando la frente. El lobo aulló, le lamió la cara y finalmente lo empujó con las patas hasta que el semiogro abrió los ojos.

Groller se incorporó con aire soñoliento. Miró a Ulin y a Gilthanas, y su cara se llenó de asombro cuando vio al nuevo grupo de caballeros.

El hechicero dibujó una línea recta con los labios, se llevó una mano a la frente y la ahuecó como si quisiera protegerse de la luz para buscar algo. Luego señaló las armas y levantó un dedo para indicar el número uno. Repitió el ademán para asegurarse de que Groller lo entendía.

—La lan... za de Hu... ma —dijo Groller—. Yo sé don... de es... tá —articuló el semiogro—. Se... guidme.

El semiogro echó a andar por un pasillo. Ulin, Gilthanas y el guardián cambiaron miradas de asombro y fueron en pos de Groller. Los Caballeros de Solamnia se unieron rápidamente a la procesión. Furia caminaba junto al semiogro.

Groller los llevó hasta un nicho de mármol verde donde había un peto dorado. Abrió un panel que conducía a una pequeña estancia.

El guardián parecía sorprendido.

—Pocas personas saben de la existencia de este lugar —dijo.

Groller entró mientras hablaba de su visión de los espectros y de Huma vestido con una armadura dorada.

—La lan... za de Hu... ma me lla... mó. Quie... re que la u... sen.

Los guió hasta la cámara circular que había visto en su sueño y rodeó con reverencia el bloque de mármol verde con forma de ataúd. Luego acarició la superficie, siguiendo el contorno del dibujo de la lanza dorada. Su dedo índice se detuvo sobre la piedra de jade.

—Hu... ma era un gran hom... bre.

Groller ejerció presión sobre la piedra, y una parte de la pared circular se deslizó a su espalda. Al otro lado se encontraba la Dragonlance, suspendida en el aire mediante un hechizo mágico muy anterior a la guerra de Caos. Era un arma elegante con la punta de un brillante metal argénteo. En la empuñadura de bronce bruñido, con relieves en oro y plata, había imágenes de dragones en plena lucha.

El guardián se quedó boquiabierto.

—Estaba aquí y yo no lo sabía —dijo con voz cargada de estupor.

El semiogro dio un paso al frente y cogió el arma con reverencia. Luego regresó al nicho y volvió a empujar la piedra. La pared circular se cerró.

Ajeno a las palabras de los demás, Groller echó a andar por el pasillo en dirección a la Sala de las Lanzas.

—¿Y a... hora? —preguntó a Ulin.

El hechicero alzó las manos, con las palmas enfrentadas, y las unió lentamente. Era la seña de «cerca», «pronto». Luego inclinó la cabeza hacia un lado y cerró los ojos.

—La magia resulta difícil cuando uno está agotado —dijo con la esperanza de que Groller captara el mensaje—. No podré comunicarme con mi padre hasta que haya descansado.

—Ulin can... sado —descifró el semiogro—. Des... cansa. ¿Nos va... mos ma... ñana?

Ulin asintió con un gesto y se acomodó en su lecho de pieles.

—Debe de ser tarde —dijo a la solámnica. Como no sabía si llamarla Arlena o Silvara, no usó ningún nombre—. Será mejor que os quedéis con nosotros y descanséis.

—Nos iremos mañana. —Se volvió hacia el guardián—. Alba, ¿te importa que pasemos la noche aquí?

«De modo que el guardián tiene nombre», pensó Ulin mientras se cubría con las pieles.

—Siempre sois bienvenidos aquí, amiga mía —respondió el guardián—. Hablaremos más tarde, Ulin.

Dio media vuelta y desapareció en uno de los nichos de la pared.

—¿Conoces al guardián? —preguntó Gilthanas.

—Lo conozco muy bien.

—¿Es posible que volvamos a conocernos? ¿O de verdad es demasiado tarde? ¿Acaso mi estupidez nos ha condenado para siempre?

La mujer frunció los labios.

—No lo sé —respondió por fin.

—¿Hay otro hombre en tu vida? ¿Hay algo entre tú y... Alba?

Ulin no oyó la respuesta. Se había quedado dormido.


A juzgar por lo descansado que se sentía, el hechicero supuso que ya había amanecido. Se levantó de su lecho de pieles, comenzó a bajar por la escalera y de inmediato vio a Gilthanas y a la solámnica enfrascados en una discusión. Los hombres acababan de despertar y ayudaban a los Caballeros de Takhisis a ponerse en pie. Groller y Furia estaban en la salida del túnel. El semiogro empuñaba la lanza de Huma.

—Tu magia no funcionará aquí —dijo el guardián—. Las paredes están encantadas para impedir que los hechizos de los mortales tengan efecto dentro de sus confines. Es una forma de proteger este lugar.

Ulin comenzó a ponerse las prendas de piel.

—Entonces regresaremos a la tumba y saldremos fuera.

—Antes me gustaría hablar contigo de magia —insistió el joven.

—Bueno; quizás en otra visita —respondió Ulin—. Tenemos prisa. Hay otros buscando la magia arcana y debemos entregar la lanza a mi padre lo antes posible.

El joven suspiró.

—Puedo ayudarte, Ulin Majere. Enseñarte cosas que nunca has soñado.

—¿Nos va... mos a... hora? —preguntó Groller a Ulin mientras enfilaba hacia la abertura situada en el suelo de la Montaña del Dragón.

El hechicero asintió y se volvió hacia Gilthanas.

—¿Nos vamos? —inquirió.

El elfo negó con la cabeza.

—De la tumba, sí, pero no voy al Yunque. Me quedaré aquí. Regresaré con... —hizo una pequeña pausa— Arlena al castillo Atalaya del Este. Veremos si podemos arreglar las cosas.

Un silencio descendió sobre la habitación.

—Bien, entonces vámonos —dijo Ulin señalando la abertura del túnel.

Uno a uno subieron por el túnel de viento y se reunieron junto a las puertas de la tumba, que una vez más se abrieron sin que nadie las tocara. De inmediato, el viento arrastró copos de nieve hacia el interior.

Ulin hizo una señal y el semiogro salió a la nieve. El lobo caminó sobre las huellas que Groller iba dejando.

—Comunicaré tu decisión a los demás —dijo el hechicero a Gilthanas—. No creo que mi padre se alegre. ¿Y la lanza de Rig?

—Dale las gracias a Rig de mi parte —pidió el elfo, tendiéndole el arma—. Y dile que me alegro de no haber tenido que usar su lanza.

Ulin echó a andar hacia el gélido paisaje. A su espalda, los Caballeros de Solamnia reunieron las armas y a sus prisioneros y lo siguieron. El guardián cabeceó con expresión triste y se unió a la procesión.

Desaparecida la fatiga que obstaculizaba su magia, el joven hechicero volvió a concentrarse en la imagen de Palin Majere. La cara de su padre apareció casi de inmediato en su mente.

—Estamos listos, padre —se limitó a decir Ulin.

—¡El dragón! —gritó uno de los Caballeros de Solamnia, rompiendo el hechizo de Ulin—. ¡Escarcha!

Una enorme sombra se deslizó por la nieve, y el hechicero alzó la vista al cielo.

—Gellidus —anunció el guardián—. ¡Volved todos a la tumba!

El dragón se acercó. Con su inmaculada silueta blanca sobre el fondo azul del cielo, ofrecía un aspecto a un tiempo aterrador y fascinante. Sus escamas resplandecían en la nieve que lo rodeaba.

El dragón bajó en picado, abriendo las fauces y exhalando un aliento helado.

—¡No hay tiempo para regresar al edificio! —gritó Ulin a los demás mientras empuñaba la lanza.

El arma era muy pesada y el joven hechicero se preguntó cómo se las habría apañado con ella Sturm Brightblade.

El guardián pasó junto a los caballeros, que se dispersaban mientras desenvainaban sus armas. Descalzo y aparentemente indiferente al frío, el joven agitó los brazos para atraer la atención del dragón.

—¡Aquí, criatura del Mal! —gritó con voz grave.

Ulin miró al extraño niño, que una vez más cambiaba de forma. Su piel brilló y se volvió amarilla y áspera. Su cuerpo comenzó a cubrirse de escamas y su cabello se esfumó, dejando una espinosa cresta que se extendió de la cabeza a la espalda. Su cara estalló y creció hasta convertirse en un hocico al tiempo que sus piernas y brazos se hacían más gruesos, largos y rugosos. Unas garras doradas reemplazaron sus dedos y en su espalda brotó un par de pequeñas alas. De sus mandíbulas salieron brillantes bigotes dorados y en su cabeza equina nacieron cuernos de un dorado más oscuro, semejantes a los de una cabra.

Él Dragón Dorado medía más de quince metros desde el hocico a la sinuosa cola. Abrió la boca, revelando un sorprendente número de dientes iridiscentes.

—¡Lucha conmigo, Gellidus! —bramó el Dragón Dorado—. ¡Me quieres a mí, y no a estas personas!

—¡Alba! —gritó la solámnica—. ¡No podrás vencerlo solo!

La mujer corrió hacia él, y su resplandeciente armadura rodeó su figura de un halo luminoso.

El Blanco se lanzó sobre el Dorado, abrió la boca y lanzó una ráfaga de fragmentos de hielo. La tormenta de granizo arrastró a Alba y prácticamente lo enterró en la nieve. Pero el joven dragón se levantó de inmediato y soltó un bramido ensordecedor. La fuerza del sonido hizo retroceder a Groller, que se acercaba con la lanza de Huma. Ulin y Gilthanas también recibieron el impacto de las ondas sonoras y estuvieron a punto de perder el equilibrio.

Con sus grandes ojos llenos de furia, el Dragón Blanco cerró las alas y se posó en tierra. Al aterrizar, levantó una avalancha de nieve, y las vibraciones del suelo derribaron a Groller.

El semiogro se levantó con dificultad, apretó con fuerza la empuñadura de la lanza y comenzó a avanzar. Entonces se quedó boquiabierto al ver que Silvara, situada a pocos pasos de distancia, experimentaba una extraordinaria transformación.

La armadura de la elfa se fundió con su carne hasta que su piel adquirió un brillante color plata. Su cabello también se tiñó de plata, descendió por la espalda y se transformó en una imponente cresta con un ribete azul cielo. Le creció una cola al tiempo que sus brazos se alargaban hacia los lados para convertirse en alas. El cuello se estiró hasta parecerse a una serpiente y la cabeza se agrandó mientras las orejas se transformaban en un par de cuernos del color del platino bruñido. La boca de Silvara se proyectó hacia el frente y se llenó de dientes afilados, y sus ojos se transformaron en dos óvalos de resplandeciente zafiro.

Era un imponente Dragón Plateado, cuyo tamaño duplicaba con creces el de Alba. Silvara desplegó sus enormes alas hacia los lados, y tomando impulso con las gruesas patas, flotó en el aire.

La lanza mágica palpitaba entre los dedos del hechicero, que estaba pronunciando las palabras de un encantamiento. Pretendía absorber parte del poder del arma y usarla para canalizar su encantamiento. Mientras Ulin recitaba la última frase arcana y señalaba la cabeza de Escarcha, sintió una helada ráfaga de viento y vio un cúmulo de cristales de hielo avanzando en su dirección. Al mismo tiempo, una bola de fuego salió de la punta de sus dedos y voló hacia el dragón. El fuego chocó contra los misiles de hielo. En los alrededores de la Tumba de Huma, el aire se llenó de vapor en el mismo momento en que la bola de fuego alcanzaba su objetivo y estallaba en la boca del dragón.

El Blanco aulló de dolor al sentir el estallido de calor en sus entrañas, y Groller corrió hacia él, alzando la lanza de Huma.

Lánzame, ordenó la lanza en la mente de Groller. ¡Para eso fui creada!

Pero el Dragón Blanco era tan grande, que el semiogro sólo podía aspirar a herirlo en el vientre. La lanza atravesó las placas blancas y se hundió con facilidad en la carne blanda. La helada sangre del dragón bañó al semiogro. Arrancó la lanza y volvió a clavarla más arriba, esquivando otro aluvión de sangre. Luego hizo una tercera intentona, pero Gellidus ya no estaba a su alcance. El dragón batía las alas y se elevaba en el aire, huyendo del molesto hombrecillo que le había hecho tanto daño.

El Dragón Plateado se lanzó sobre Escarcha, dando zarpazos. Pero, como el señor supremo era más grande y más rápido, esquivó a la hembra con facilidad y descargó sobre ella un golpe con la cola que la lanzó al cielo.

—¡Silvara, no! —gritó Gilthanas.

—¡No podemos ayudarla! —exclamó un Caballero de Solamnia—. ¡Nuestras armas no pueden hacer daño a Escarcha!

El Blanco bajó la vista y vio el charco de su propia sangre, el mortal mestizo y la antigua lanza. Malys le había asegurado que los hombres no podían vencer a los dragones; le había prometido que los humanos no representaban ningún peligro para los señores supremos. Pero Malys no estaba allí, luchando contra un Dragón Dorado y otro Plateado y contra un hombrecillo que empuñaba un arma extraordinariamente poderosa.

Los dragones le habían hecho daño, pero sólo el hombre lo había hecho sangrar. Gellidus no sentía un dolor semejante desde la Purga de los Dragones, cuando había combatido contra los Dragones del Bien que entonces habitaban Ergoth del Sur. Percibió la energía mágica en la lanza, sintió el agudo dolor en el vientre, donde lo habían herido, y rugió con furia. Mientras sus fríos ojos azules miraban con odio la pequeña silueta del semiogro, Gellidus invocó mentalmente al viento.

Sopla más fuerte, más rápido, más frío, ordenó.

La nevisca arreció, y el cielo quedó prácticamente oculto tras un grueso manto helado. El Blanco batió las alas más aprisa, con lo que el viento gélido cobró aun más fuerza y arrojó al hombrecillo de bruces.

Decidiendo que el odioso mestizo ya era un blanco fácil, Gellidus abrió la boca y exhaló. Pero una forma plateada se interpuso entre el dragón y su presa. Silvara, que había regresado, recibió el impacto del proyectil de hielo. El frío intenso sacudió su enorme cuerpo, pero la hembra Plateada soportó el dolor y consiguió permanecer en vuelo. Pasó junto al Blanco, dio media vuelta y se lanzó sobre él con las garras extendidas.

—¡Hechicero! —silbó Alba—. ¡Ven conmigo! ¡Podemos trabajar juntos!

El Dragón Dorado se posó sobre un banco de nieve mientras Ulin caminaba laboriosamente a su encuentro. Con considerable esfuerzo, el hechicero se subió a su grupa y se sentó en la base de su cuello sin soltar la lanza de Rig.

—¡No la he usado antes! —gritó Ulin por encima del rugido del viento—. Estoy loco —añadió en voz más baja para que el Dragón Dorado no lo oyera—. Mira que montar a un dragón...

—La lanza es para guerreros, no para magos —dijo Alba mientras levantaba el vuelo—. No la necesitarás, Ulin Majere.

Las pequeñas alas se agitaron con furia, llevando a Ulin hacia el señor supremo, que en ese momento abría la boca para soltar otro rugido. Ulin intentó afianzarse desesperadamente, y vio con horror cómo la lanza de Rig se le escapaba de las manos. Se agarró a una escama y, pese a los guantes que lo protegían, sintió cómo el borde afilado atravesaba la tela y la piel. Se encogió de dolor, pero no se soltó.

Abajo, Gilthanas corría hacia la lanza caída. Furia brincaba a su lado, mordisqueando los contornos de la sombra del Dragón Blanco.

Escarcha se preparó para el dolor que se le avecinaba y se lanzó tras el dragón más joven. Una sonrisa malevolente se dibujó en su enorme cara.

—¡Absorbe mi magia! —ordenó Alba a Ulin—. ¡Siente la magia que hay en mí y úsala! ¡Deprisa!

El hechicero comenzó a recitar un encantamiento. Las palabras salieron atropelladamente de sus labios, pero se interrumpieron cuando Gellidus hundió las garras en el flanco del Dragón Dorado. Sangre y escamas doradas cayeron al suelo y se perdieron en la enceguecedora nevisca.

—¡Aprisa! —silbó Alba mientras esquivaba al monstruoso Blanco, sólo para volver a avanzar hacia él.

Ulin forzó las palabras de su boca y sintió una creciente ola de energía bajo sus dedos. La energía fluyó hacia su interior, revitalizándolo. Al pronunciar la última sílaba del encantamiento, el viento sopló con frenética fuerza y dobló en un extraño ángulo las alas del Blanco. El señor supremo perdió momentáneamente el equilibrio, y el Dragón Dorado aprovechó la oportunidad para acercarse y lacerarle el vientre de un zarpazo. Luego mordió el cuello del Blanco. La sangre cayó al suelo y tiñó de rosa la nieve.

Escarcha emitió un aullido lastimero que sonó como el zumbido del viento, y exhaló otra ráfaga helada que alcanzó a Ulin. Una oleada de frío se extendió desde el corazón del hechicero hasta sus extremidades, entumeciéndole el cuerpo entero. No sentía las piernas ni los dedos, y tampoco la escama del dragón a la que estaba agarrado. Pero advirtió que caía, y percibió un remolino de viento alrededor de su cuerpo mientras se deslizaba de la grupa del dragón.

Ulin cayó en picado, gritando y sacudiendo los brazos. Sobre su cabeza, el Blanco empujó con las patas delanteras al dragón más joven para alejarlo de sí.

En ese momento Silvara se lanzó sobre la grupa de Escarcha, que perdió el equilibrio por el choque, e intentó arrojarlo al suelo, donde Gilthanas y Groller aguardaban con las lanzas.

El elfo levantó la lanza y miró hacia arriba, entornando los ojos para ver a través de la nieve.

—¡Silvara! —gritó.

Gellidus giró en el aire y volvió a descargar su aliento helado. Alcanzó al Dragón Plateado en el hocico, ahogándolo momentáneamente con los conos de hielo que penetraron en su boca y sus ollares.

—¡Has ganado esta batalla, Silvara! —gritó Gellidus—. Pero sólo porque me has pillado por sorpresa. Regresaré cuando esté listo y descansado. Disfruta de tu dulce y breve victoria, porque no tendrás otra.

—¡No ganarás! —gritó Alba pasando junto al Blanco—. Encontraremos más dragones como nosotros y nos uniremos para luchar contra ti.

—¡Estúpido jovencito! —Escarcha echó la cabeza atrás y rió. Se elevó más en el cielo y batió las alas con fuerza, agitando el viento—. ¡No importa cuántos dragones como vosotros consigáis reunir! —gritó por encima del ruido—. Al final perderéis. ¡Takhisis regresará! —Giró en el aire y su risa lo siguió, retumbando en las montañas cercanas—. ¡Malystryx traerá a la Reina Oscura! ¡Y ella gobernará Krynn!

El viento aulló y las montañas temblaron, amenazando con causar una avalancha.

—¡Takhisis! —susurró Ulin mientras luchaba por salir de entre la nieve. Estaba vivo de milagro y volvía a sentir sus entumecidos miembros.

El Dragón Dorado aterrizó cerca de él.

—Debo regresar rápidamente al barco y contarle lo que he oído a mi padre —dijo Ulin mientras caminaba con paso tambaleante al encuentro de Alba—. Takhisis. El Blanco ha dicho que la Reina Oscura regresará.

—¡Volved dentro! —ordenó Silvara. Cuando se posó en la tierra, su cuerpo volvió a transformarse y de inmediato recuperó la apariencia de una mujer solámnica—. ¡Deprisa!

Alba flotó hacia la tumba cambiando de forma en el camino. Unos instantes después, volvía a ser el joven de brillante cabello rubio y resplandecientes ojos verdes.

Ulin echó un último vistazo al cielo e hizo una seña a Groller y Gilthanas, que se apresuraron a entrar en la tumba, seguidos por los Caballeros de Solamnia y los prisioneros. En cuanto entraron en el edificio, las puertas de bronce se cerraron tras ellos.

—Al revelarnos, nos arriesgamos a que los señores supremos nos destruyan —dijo Silvara respirando entrecortadamente—. Y, ahora que Gellidus sabe que estoy en su territorio, tratará de hacer algo. Es probable que creyera que Alba no representaba un gran peligro, pero dos dragones... —Se volvió a mirar a Alba—. Por suerte no puede entrar aquí ni puede dañar los poderosos muros exteriores de la Tumba de Huma.

—Aunque puede sepultarla en la nieve —explicó Alba—. De hecho, lo hace a menudo.

Silvara asintió.

—Sin embargo, la magia que usaron para construir este edificio mantiene alejado el Mal. La tumba es más fuerte que el Blanco.

—¿Y qué pasa con los Caballeros de Takhisis? —Gilthanas señaló a los prisioneros maniatados—. Han entrado, a pesar de ser malos.

—Lo cierto es que vosotros los obligasteis a entrar. No entraron por propia voluntad. Además, no son tan perversos como el Dragón Blanco. Sin duda hay un ápice de bondad en su corazón.

Ulin procuró ordenar sus ideas. La noticia del regreso de Takhisis lo había dejado atónito.

—Goldmoon cree que los dioses sólo se han retirado temporalmente y que observan a los mortales desde lejos —dijo—. Está convencida de que algún día regresarán. Pero Takhisis... —Se apoyó sobre la lustrosa pared y se dejó caer al suelo—. Si la Reina Oscura vuelve, estaremos perdidos.

—Regresará —sentenció uno de los Caballeros Oscuros irguiendo los hombros—. Lo dice la profecía.

Alba lo fulminó con la mirada.

—Palin Majere debe enterarse de las palabras del Blanco —dijo el Dragón Dorado—. Él puede advertir a otros, incluidos sus amigos hechiceros. No obstante, no será Ulin quien se lo diga.

Los ojos del joven dragón resplandecieron.

Ulin le devolvió la mirada y recordó cómo había absorbido el aura mágica de Alba para potenciar su propio hechizo.

—Gilthanas, yo también me quedo aquí.

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