Khellendros planeaba a varios centenares de metros del suelo del desierto. La noche estaba fresca, demasiado fresca para su gusto. Si quería calentarla sólo tenía que concentrarse y pronunciar un encantamiento que elevaría la temperatura del aire en torno a su gigantesco cuerpo, pero sabía que pocas horas después el sol traería consigo el ansiado calor. Tenía suficiente paciencia para esperar hasta entonces, y se prometió dedicar por lo menos una parte del día a urdir planes tendido sobre la blanca arena.
Giró el cuerpo, liso y brillante, hacia su madriguera del norte, y sobrevoló una pequeña cuesta rocosa donde dormían dos hombres, una elfa y una kender. Tan ansioso estaba por llegar a su cueva subterránea, que no los vio. Ellos tampoco lo vieron a él, que pareció fundirse con el oscuro cielo. La parte más clara de Khellendros era el vientre, tapizado con gruesas láminas de color azul iridiscente desde el cuello hasta la base de la cola. El resto del cuerpo estaba cubierto de escamas azul zafiro que se volvían casi negras en algunos puntos de su gigantesca grupa. Sus oscuras y correosas alas estaban revestidas de pequeñas escamas, y sus zarpas eran largas y tan blancas como la pálida luna suspendida en la zona más baja del cielo. Sólo Malys era más grande que él; el Azul medía casi veinticinco metros desde el hocico a la punta de la cola. A pesar de su gran tamaño, Khellendros se movía en el suelo con increíble agilidad, rauda y diestramente. Pero en el cielo, su elemento, era incluso más ágil y podía girarse y planear con movimientos delicados y rápidos.
Cuando se aproximó a su guarida, inclinó la cabeza y descargó un rayo que se elevó y se perdió en una nube lejana. El dragón cerró los ojos un instante, llamó a la nube y fundió sus sentidos con los neblinosos zarcillos de un gris blanquecino. Poco después, la nube respondió acariciándole el cuerpo con una lluvia fina. Khellendros descargó otro rayo y luego otro.
La luz parpadeante reveló su magnífica figura. Una espinosa cresta azul marino coronaba su enorme cabeza. Sus ojos, unos orbes delicadamente rasgados, tenían el color de los relámpagos y un brillo perverso. Los cuernos se curvaban hacia arriba y hacia ambos lados de los carrillos, dos excrecencias espigadas de color crema en la base y azul acero en la parte superior. Khellendros era un dragón imponente.
La lluvia comenzó a arreciar, de modo que la sintió mejor contra su gruesa piel. Se puso panza arriba y dejó que corriera sobre las placas de su estómago. Volvió a girarse y descendió en picado hacia la arena, en dirección a la montaña rocosa donde estaba su enorme cueva. Voló hacia la entrada y descendió por el túnel sin que sus patas tocaran la tierra. Las apretó contra el cuerpo mientras las oscuras fauces de la caverna lo devoraban.
—¡No! —rugió, a la vez que se detenía en seco y se quedaba flotando en el aire.
Khellendros entornó los ojos hasta que parecieron dos rendijas doradas y escudriñó la oscuridad, sólo para descubrir que una parte de su amada guarida subterránea se había desmoronado. Apenas quedaba espacio para albergar su gigantesco cuerpo y el de los dos wyverns, que temblaban con nerviosismo.
—Amo en casa —dijo un wyvern—. ¿Amo liberarnos?
El dragón batió ligeramente las alas en sus ahora estrechos confines. Pero fue suficiente para levantar una nube de arena que nubló los ojos de los wyverns.
—¿Liberar, por favor? —imploró el más pequeño mientras parpadeaba furiosamente y movía la cabeza para sacudirse la arena.
Khellendros emitió un rugido que retumbó en su vientre y sonó como un terremoto. Sus fauces centellearon y sus ojos se abrieron como platos.
—Explicadme qué ha pasado. ¡Explicadme esto!
Los wyverns, temerosos, cambiaron una mirada. Luego el más grande tragó saliva, tembló con violencia y giró el cuello para mirar directamente a los grandes ojos de Tormenta sobre Krynn.
—Dracs coger hombres —comenzó la criatura—. Y elfas. Hacer prisioneros.
El wyvern más pequeño asintió con un enérgico movimiento de cabeza.
—Dracs estallar.
—Después... —el wyvern más grande rastreó su pequeño cerebro en busca de una palabra—... magia. Elfa hacer magia.
Miró sus garras inmovilizadas y una vez más intentó zafarse.
—Elfa —convino el otro wyvern—. Elfa hacer magia en el suelo. Hacer caer paredes.
—Elfa mala —añadió el más grande.
Entonces la criatura describió a los prisioneros con tanto detalle como le permitió su limitado vocabulario: el marinero negro con su inagotable colección de armas, la elfa de piel cobriza con la cara pintada, la kender semejante a una niña que había lanzado perlas a los dracs y el hombre mayor con hebras de plata en el cabello rojizo. El dragón demostró especial interés por la descripción del miembro más viejo del grupo.
—¿Ahora liberar? —preguntó el wyvern más pequeño—. ¿Liberar, por favor?
Khellendros rugió con más fuerza. Su gigantescos ollares temblaron, aspirando los olores extraños de su guarida, y sus ojos se posaron en las manchas de sangre seca del suelo y los muros.
—¿Dónde están los prisioneros?
—Escapar —respondieron los wyverns al unísono.
El dragón sacudió la cabeza y la acercó a los wyverns. Su rugido fue apagándose hasta convertirse en un débil bramido. Se sentó sobre sus cuartos traseros, agitando furiosamente la cola.
—Y...
El más pequeño de los wyverns tragó saliva.
—Prisioneros hacer estallar dracs. Guardias. Sólo estallar dos.
—Otros abajo cuando derrumbar la cueva —añadió su compañero y miró con esperanza al dragón—. ¿Ahora liberar?
—Cuando llegue Fisura.
Khellendros se tendió como pudo en la cueva y cerró los ojos. El parloteo de los wyverns se convirtió en murmullos plañideros y luego se detuvo por completo. Tenían miedo de despertar al dragón y avivar su ira.
Pero el dragón no estaba dormido. Pensaba en los dracs perdidos, en las horas de trabajo desperdiciadas y en Palin Majere, a quien se proponía cazar y matar. El hechicero era el vástago de Caramon y Tika Majere, los responsables de la muerte de Kitiara. En consecuencia, era enemigo del dragón. Y ahora, por culpa de Palin y sus amigos, tendría que recrear su ejército de dracs y reconstruir su guarida. Khellendros dejó escapar un suave gruñido y concentró sus pensamientos en la tormenta del exterior, permitiendo que su mente jugara con ella. Hizo caso omiso de la nerviosa respiración de sus patéticos siervos marrones. El viento silbaba y los truenos retumbaban; sonidos que prefería a cualquier música. Los relámpagos descendían para besar la arena.
Y, mientras la tormenta arreciaba, Khellendros pensó en Kitiara.
Poco antes del amanecer una figura diminuta entró en la cueva de Khellendros. La criatura medía poco más de un palmo, y su tersa piel tenía el color de los muros de piedra. Sus negros ojos eran dos esferas sin pupilas que parecían demasiado grandes para su espigada cara, y sus orejas estaban pegadas a ambos lados de la calva cabeza. No llevaba ropa y tenía los dedos muy largos.
El hombrecillo avanzó arrastrando los pies y pasó junto a los wyverns, que guardaron silencio, pero lo miraron con expectación. Se aproximó a Tormenta sobre Krynn y se detuvo a pocos pasos de la punta del monumental hocico azul del dragón. Los grandes ojos amarillos se abrieron.
—Fisura —masculló el dragón—, Palin Majere ha estado aquí.
El hombrecillo miró detrás del dragón y vio los muros caídos.
—¿Ha descubierto tus planes?
Khellendros negó con la cabeza, levantando nubes de arena en todas las direcciones. La piel de Fisura brilló momentáneamente y luego la arena atravesó su cuerpo.
—No, duende, no sabe nada. Nunca hablo de mis planes en presencia de los wyverns.
—Ah, volver a El Gríseo... —suspiró el hombrecillo con añoranza.
Era un huldre oscuro, un miembro de la antigua raza de duendes que antes de que los dioses se marcharan de Krynn podía acceder a las numerosas dimensiones superpuestas en el mundo. El Gríseo era su hogar, un reino de nubes turbulentas y espíritus errantes, un lugar sin tierra: sólo bruma. No había podido regresar allí desde que se había suprimido la magia. Al igual que el Azul, tenía un aura mágica innata. Pero no era lo bastante poderosa para transportarlo más allá de Krynn, ni siquiera con la ayuda de uno de los numerosos Portales desperdigados por el territorio.
Fisura había conocido a Khellendros en uno de estos Portales. El dragón pretendía usarlo para regresar junto al espíritu de Kitiara, en El Gríseo. Perfeccionar a los dracs formaba parte de su plan para robar su espíritu e introducirlo en el cuerpo de un drac.
—Volver a casa —musitó Fisura en voz alta.
—Encontrar el espíritu de Kitiara —exclamó Tormenta sobre Krynn.
El dragón había jurado proteger a Kitiara Uth Matar, el único ser humano que había conocido que parecía tener alma de dragón y una mente tan calculadora e inteligente como la suya. Kitiara había muerto varias décadas antes, un día en que estaba lejos de él. Khellendros había sentido que su espíritu volaba lejos de Krynn y lo había buscado en vano. Resuelto a encontrar su espíritu y a volver a reunirse con su pareja, había rastreado una dimensión tras otra.
En Krynn pasaron décadas, mientras el tiempo discurría rápidamente al otro lado de los Portales. Tras encontrarla en El Gríseo, Khellendros había regresado a Krynn en busca de un cuerpo adecuado para albergar su espíritu perdido. Había vuelto convertido en un dragón enorme, de un siglo de edad según los parámetros de Ansalon. El aumento de tamaño suponía también un aumento de poderes. Sin embargo, había perdido aquel que le permitía regresar a El Gríseo.
—¿Cuántos objetos mágicos crees que necesitaremos, duende? —preguntó Khellendros.
Fisura se restregó la barbilla.
—La magia arcana es poderosa. Yo diría que seis piezas semejantes deberían contener suficiente energía para abrir un Portal que nos conduzca a El Gríseo.
—Tengo dos —declaró el dragón—. Necesitamos otras cuatro. —Khellendros señaló a los wyverns con una garra. Las criaturas miraron primero al dragón y al huldre y luego a sus propios pies—. Libéralos y deja que se marchen. Son inútiles.
—Te prometí otros centinelas, Amo del Portal. Unos más listos.
—Pues cumple tu promesa, duende.
El huldre se puso en pie y se acercó a los wyverns, que movían las cabezas y el rabo como un par de perritos alegres.
—¿Liberar, por favor? —suplicó el más pequeño—. Hambre. Sed.
Fisura se detuvo y tocó el suelo de la caverna. Un tenue resplandor azul salió de la punta de sus dedos y rodeó las garras de los wyverns. La piedra era el elemento de Fisura. Le ordenó mentalmente que se apartara de las criaturas, y, cuando la roca se ablandó y se abrió, los wyverns batieron frenéticamente las alas, elevándose. Tuvieron la precaución de no tocar parte alguna de la cueva, temerosos de que volvieran a atraparlos, y observaron cómo Fisura reparaba la piedra, dejándola como nueva.
—Libres —dijo el más grande con un dejo de júbilo en su grave voz.
—Sois auténticamente libres —asintió el huldre. Se elevó en el aire y señaló el túnel que conducía al desierto—. Libres para volver a casa.
—¿Al bosque? —preguntó el más grande—. ¿Al bosque frío? ¿Al bosque sombrío?
—Aquí calor —dijo el más pequeño—. ¿Ir a sitio más frío? ¿Decirlo el dragón?
—¡Fuera! —rugió el dragón.
Miró cómo los wyverns enfilaban a la abertura de la cueva, chocando entre sí en una loca competencia por ver quién salía primero.
—Tú también deberías marcharte, duende. Tienes obligaciones, como ayudarme a recuperar la antigua magia —prosiguió Khellendros, dirigiéndose al huldre.
Fisura se hundió en la roca como un topo, y fue dejando una grupa de piedra a su paso. Ascendió por el túnel hacia la salida. Unos instantes después, la grupa de piedra vibró y volvió a aplanarse.
El Azul tamborileó en el suelo con una garra. Él también tenía que ir a un sitio alejado de su guarida. Malys se había puesto en contacto con él unas horas antes, reclamando su presencia. Quería informarse sobre la creación de dracs, pues estaba reuniendo especímenes humanos con el fin de iniciar su propio proceso de fabricación. A Khellendros le enfurecía que hubiera descubierto a sus dracs tan pronto. Pero no podía retroceder en el tiempo y obligarla a olvidar a sus escamosas criaturas. De modo que había aceptado enseñarle a crearlas. Le había dicho que lo haría como un favor.
«Te enseñaré, Malys —pensó—. Y luego tú instruirás a los demás señores supremos, como tienes planeado. Pero yo también prepararé a Ciclón, un Dragón Azul inferior con quien no has contado en tus maquinaciones. Habrá más dracs azules que criaturas de otros colores creadas por el resto de los dragones.»
Khellendros frunció su escamosa frente. Hacía tiempo que no sabía nada del dragón más joven, su lugarteniente. Cumpliendo sus órdenes, Ciclón había atacado el barco de Majere hacía ya muchos días.
El dragón salió de su cubil al sol de la mañana. Se estiró en la arena y dejó que el intenso, bendito calor se filtrara entre sus escamas. Tomaría el sol durante unas horas y luego visitaría a Malys. Más tarde se pondría en contacto con Ciclón, pero por el momento no quería molestarse en hacerlo. El Azul merecía pasar un rato al sol. Sí; más tarde llevaría al joven dragón al fuerte del desierto, le daría una clase práctica sobre la fabricación de dracs, le permitiría regocijarse con los gritos de los prisioneros humanos y tomar conciencia de la magnitud del poder que los dragones ejercían sobre Ansalon.