7 El ataque al fuerte

—Palin...

La voz, dulce y armoniosa, despertó suavemente al hechicero de su profundo sueño. Le dolían las piernas, el pecho y el cuello. Sin embargo, sus heridas comenzaban a cicatrizar y tenía que admitir que se sentía mucho mejor que la noche anterior, a pesar de que sólo había descansado unas horas.

—Palin...

Otra vez la misma voz, aunque no era audible. Al principio pensó que había soñado que lo llamaba una mujer: su esposa Usha. Recordaba haber soñado con ella la noche pasada. Pero ahora estaba despierto y la voz insistía. Parpadeó y miró una roca situada a varios palmos de distancia. El aire se arremolinaba delante de ella, y los granos de arena levantados por el viento titilaban como estrellas diminutas en la luz del amanecer.

Feril dormía a pocos centímetros de él, acurrucada como un perro junto a Ampolla. El marinero también estaba sumido en un sueño profundo, ajeno a la voz que sonaba en la cabeza de Palin y a la brisa mágica. Aunque la gruta donde habían pasado parte de la noche los había resguardado de la tormenta que se había desatado de forma súbita y misteriosa, las rocas no los cubrían por completo ni habían conseguido mantenerlos secos. Pero Palin pensó que era preferible estar húmedo a sudar la gota gorda. De todos modos, el calor llegaría pronto.

—Palin...

—Goldmoon —susurró.

La arena cayó para revelar la imagen translúcida de una mujer. Una melena larga y rubia caía sobre los hombros delgados, y la túnica clara se ondulaba como una nube a sus pies. Sus extraordinarios ojos azules bucearon en los de Palin. Se alegraba de verla pese a que lo que percibía en realidad era la imagen de un encantamiento. Hacía semanas que se habían comunicado por última vez.

—Estaba preocupada por ti —comenzó la sacerdotisa.

Era uno de los primitivos Héroes de la Lanza, responsables de llevar la magia sacerdotal a Krynn seis décadas antes, y continuaba siendo una leal amiga de la familia de Palin. Aunque humana y con más de ochenta años, tenía un aspecto sorprendente para su edad y conservaba toda su vitalidad. Goldmoon seguía fiel a su fe, a pesar de la partida de los dioses y de la muerte de su amado esposo, Riverwind. Había tenido muchos alumnos en el transcurso de los años. Entre ellos se contaba Jaspe Fireforge, el enano que aguardaba en el Yunque de Flint. Palin sentía una gran admiración por ella y con frecuencia le pedía consejo sobre asuntos sentimentales.

—Anoche estaba pensando en los dragones —dijo ella—, y tuve una visión. Vi al Azul, Skie... Tú estabas entre sus garras.

Palin le contó sucintamente cómo él, Rig, Ampolla y Feril habían escapado de la cueva de Khellendros unas horas antes. Luego le habló de los dracs y de cómo suponía que los creaban.

—Ahora nos dirigimos a uno de los fuertes de Skie —añadió—. Debemos tratar de liberar a sus prisioneros y evitar que transformen más personas en dracs. Luego procuraremos derribar a un señor supremo, el Blanco...

—¿Y Dhamon?

Palin agachó la cabeza.

—Lo siento. Un Dragón Azul inferior. Uno que...

La imagen de Goldmoon parpadeó ante la noticia, y Palin vio cómo inclinaba la cabeza y elevaba una muda plegaria.

—Creía que él era el elegido —dijo en voz baja—. Confiaba en que se convirtiera en jefe de los humanos. Yo establecí contacto con él en la Tumba de los Últimos Héroes, lo metí en todo esto, lo llevé hasta ti. Él debía usar la lanza...

—Rig se ha quedado con la lanza —repuso Palin—. Tengo fe en él.

Goldmoon miró al marinero dormido.

—Es valiente —reconoció—, pero también es imprudente y confía demasiado en sí mismo. Ten cuidado, amigo. Asegúrate de que no os enzarce en una lucha imposible de ganar. Hablaremos más tarde.

Goldmoon dio media vuelta y se alejó de la ventana superior de la Ciudadela de la Luz, interrumpiendo su conexión mística con el hechicero.

A centenares de kilómetros de los Eriales del Septentrión, en la isla de Schallsea, ahora Goldmoon se paseaba por el suelo de mármol.

—Estaba tan convencida de que él era el elegido —dijo la sacerdotisa—. Mis visiones, mis adivinaciones, todo apuntaba a Dhamon Fierolobo. Sé tan poco de Rig Mer-Krel... ¿Qué has dicho? —Inclinó la cabeza hacia un lado como si escuchara a alguien, aunque estaba sola en la habitación—. ¿Que confíe en Palin? Claro que confío en él, y tú lo sabes. Siempre he confiado en los Majere. Sí; estoy de acuerdo. Palin sabe juzgar el carácter de las personas. Y, si ha depositado su fe en este bárbaro de los mares, yo también debería hacerlo. ¡Pero hay tanto en juego! Concretamente, el destino de Krynn.

Con los hombros encorvados, caminó hasta una silla y dejó caer en ella su menudo cuerpo.

—Todo era mucho más sencillo cuando tú estabas conmigo —musitó—. Juntos éramos... —Goldmoon cerró los ojos y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla—. Cuando estábamos juntos, yo me sentía completa.


—¿Ya es de día? —Feril bostezó, se estiró y se puso en pie. Se la veía reanimada, con los ojos claros y brillantes—. Vaya tormenta la de anoche. Me despertó varias veces. —Sonrió a Palin y se pasó los dedos por el cabello rizado en un vano intento de peinarlo. Luego tocó a Rig con el pie—. Pongámonos en marcha. Palin parece impaciente.

—Ha estado hablando solo —dijo Ampolla mientras se incorporaba y alzaba la vista al radiante cielo de la mañana—. Del Azul.

El marinero gruñó y se levantó con esfuerzo. Las heridas de su pecho aún parecían frescas, y cada vez que se movía hacía una mueca de dolor. Dejó que Feril le untara lo que quedaba del bálsamo en los cortes.

—El fuerte —dijo cuando sus ojos se encontraron con los de la kalanesti, que se apresuró a desviar la vista—. Si podemos fiarnos de la palabra de los wyverns, no estará lejos de aquí. —Apuró lo que quedaba en sus odres y volvió a llenarlos con el agua de lluvia acumulada entre la grietas de la roca—. A ver si podemos zanjar la cuestión antes de mediodía. No quiero volver a viajar a esa hora.

Palin asintió en silencio y echó a andar junto a Ampolla, detrás del marinero y la elfa. Buscó algo para comer en su bolsillo, sacó un trozo de cecina, la partió y ofreció un trozo a la kender. Rig y Feril también comieron mientras caminaban.

A media mañana dejaron atrás el grupo de cactus y el peñasco de rocas negras, y la aguzada vista de la kalanesti divisó una estructura oscura, semejante a un volcán, entre las dunas de arena situadas al norte. A pesar de la distancia, tenía un aire siniestro y misterioso.

—Una torre del fuerte de Khellendros —afirmó Feril con convicción—. Relgoth no puede estar lejos.

A medida que se aproximaban, vieron una porción mayor del negro castillo de arena y de la pequeña ciudad de la que formaba parte. El edificio parecía haber brotado de la tierra, y su monumental perímetro ocupaba prácticamente la mitad de la ciudad en ruinas.

Los cuatro amigos subieron a una duna lo bastante alta para ver por encima de la muralla de la ciudad. Asomándose a la cima, divisaron muchos edificios —casi todos en ruinas— y un pequeño castillo de piedra en el centro. Algunas personas deambulaban por las calles, pero estaba claro que Relgoth ya no era la misma.

El fuerte dominaba la vista, con su negra arena brillando al sol y ocultando los edificios de abajo. El castillo tenía tres torres que se alzaban a más de diez metros y ventanas con forma de escamas de dragón dispuestas a intervalos regulares sobre los muros. Una muralla monumental, vigilada por varios Caballeros de Takhisis, cercaba las torres. El fuerte también parecía rodeado por un profundo foso.

—¡Guau! —exclamó Ampolla—. Nunca había visto nada semejante.

—Khellendros —susurró Palin—. El dragón debe de haber usado su magia para construir este edificio. Sin duda ha descubierto la manera de endurecer la arena como si fuera piedra. Imponente. —Estudió el amplio patio de armas del castillo, en cuyo centro habían trazado un diagrama. El hechicero estaba demasiado lejos para descifrar los extraños símbolos—. Si tuviera mejor vista... —dijo.

—Yo te lo describiré —propuso Feril. Frunció la frente y siguió la mirada del hechicero—. Es como el símbolo de la guarida del dragón.

—¿Así que aquí es donde los dragones convierten a la gente en dracs? —preguntó Ampolla.

—Muy conveniente —dijo Palin—. De este modo, el dragón se ahorra la molestia de transportar a prisioneros díscolos. Sólo tiene que desplazar a sus sumisos dracs.

En el cuarto noreste del patio de armas, detrás del puente levadizo, había unas dos docenas de Caballeros de Takhisis en formación. Recibían órdenes de un individuo enfundado en una capa negra, que se paseaba delante de ellos. Muy cerca, un ancho sendero conducía a las puertas de la ciudad y al desierto. El camino estaba vigilado por caballeros y parecía la única vía de comunicación hacia el interior o el exterior de Relgoth.

—¿Qué son esas bestias? —La kalanesti señaló con el dedo al otro lado de la duna, a cuatro moles grises y lampiñas, que en ese momento entraban en el patio de armas—. Son grandiosos.

—Elefantes —susurró Rig—. Sin duda no son de por aquí. No he visto muchos en mis viajes, pero sé que se encuentran en las proximidades de las Kharolis y en algunas regiones de Kern y Nordmaar. Es muy difícil traerlos aquí.

—Estamos muy lejos de esos países —dijo la elfa—. Nunca he visto unos animales parecidos. Son maravillosos. Acerquémonos.

—Un momento —advirtió Palin cogiéndola del hombro—. Ese fuerte es demasiado para nosotros, incluso si regresamos al barco y traemos a los demás. Mirad a esos caballeros y a los cafres.

—¿Cafres? —Rig siguió la mirada de Palin y avistó cuatro hombres altos de piel azul que caminaban detrás de los elefantes. Eran muy musculosos y sólo vestían taparrabos azules y joyas primitivas. Los hombres iban descalzos—. Caballeros y cafres. Hombres negros y azules, tal como dijeron los wyverns.

—Es pintura azul —explicó el hechicero—. Son guerreros y tampoco son nativos de esta zona. Algunos los llaman bárbaros, pero no son tontos. He oído que son temibles en la lucha. En teoría, la pintura azul sirve para protegerlos o curarles las heridas.

—Me pregunto dónde tendrán a los prisioneros —musitó Feril sin desviar la vista de los elefantes—. Veré si consigo averiguarlo.

La kalanesti cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre la arena. Complacida con la textura áspera y cálida, dejó que sus sentidos penetraran en la duna, concentrándose en un grano tras otro. Mientras se alejaba mentalmente de Palin, Rig y Ampolla, comenzó a sentirse parte del desierto, que a pesar de su magnitud estaba formado por pequeños granos de arena. Llegó al siguiente y al siguiente, y fue desplazándose rápidamente de uno a otro hasta que sus sentidos dejaron atrás las dunas, pasaron por debajo de la muralla y de los Caballeros de Takhisis.

—¿Qué oyes? —preguntó a la arena con voz susurrante y agitada.

—Nos marcharemos cuando se ponga el sol, porque entonces estará más fresco para viajar —oyó que decía el comandante a sus hombres. Las palabras sonaban tan claras como si el hombre se encontrara junto a ella—. Iremos a Palanthas, cogeremos a los prisioneros que están en los calabozos de la ciudad y los traeremos aquí. Ya tienen la mente corrompida por el mal y el dragón no tendrá dificultades para convertirlos en dracs. Tormenta sobre Krynn se alegrará y nos recompensará convenientemente. Podéis hacer lo que queráis hasta el ocaso. Romped filas.

Los caballeros se reunieron en pequeños grupos a la sombra de las murallas, mientras los pensamientos de Feril discurrieron por la arena, en dirección a los pies de los cafres que cuidaban a las bestias grises.

—Comparte las palabras conmigo —prosiguió.

Dos de los guerreros pintados de azul hablaban de la asombrosa cantidad de alimento y agua que consumían los animales. Cuando la conversación se centró en el tema de los prisioneros, la elfa intensificó su concentración.

—Los caballeros querer más prisioneros —dijo el más corpulento de los hombres. Con más de dos metros veinte de altura, tenía unos hombros grandiosos y la cabeza afeitada. Su voz era clara y grave, con un acento fuera de lo común—. Ahora más de cien prisioneros. Torre casi llena.

—Dragón querer un ejército —dijo el otro—. Triste forma de conseguirlo. Soldados voluntarios mejor. No como soldados hambrientos.

—Cuando dragón acabar con ellos, soldados voluntarios —afirmó el primero—. Sanos y salvos unos días más. Yo no querer ver eso otra vez.

—Yo nunca ver hombres cambiar.

—Horrible.

—¿Tú en contra de lo que hacer dragón?

El más alto negó con la cabeza.

—Yo no. Paga buena. Mejor trabajar para dragón que ser su presa. Pero yo no querer verlo.

—Destinos peores, quizás. Otros señores supremos capturar personas, tenerlas como ganado y comerlas.

—Muerte no peor que convertirse en drac.

Feril se estremeció y envió sus sentidos de vuelta al cuerpo. Se apresuró a contar lo que había oído. Los cuatro amigos vigilaron el fuerte durante varias horas bajo el sol abrasador. Había unos sesenta Caballeros de Takhisis, de los cuales la mitad o las dos terceras partes se marcharían pronto. El sol ya descendía lentamente hacia el horizonte. Palin sospechaba que otros caballeros ocuparían sus puestos y que era probable que rotaran las tropas. Por fortuna, no habían visto Caballeros de la Orden de la Espina o de la Calavera, lo que significaba que en el fuerte no habría hechiceros.

—Estoy de acuerdo en que debemos hacer algo —dijo por fin Palin—, aunque ellos sean muchos más que nosotros. —Los caballeros se habían reunido y el comandante impartía las últimas órdenes, preparándolos para el viaje—. Pero no podemos entrar en el fuerte como si tal cosa. Incluso después de que la mayoría de los caballeros se marche, quedarán suficientes para vencernos. Sería como regalarles nuestras vidas.

—Tal vez sí podamos entrar como si tal cosa. —La kender miraba por encima del hombro hacia el sur, en dirección contraria a Relgoth—. O a caballo.

En el límite de su campo de visión, distinguió una pequeña caravana que parecía dirigirse hacia allí.


La caravana consistía en diez carros grandes tirados por caballos y cargados con barriles de agua y demás provisiones. Cada carro tenía un conductor, y dos docenas de bárbaros vestidos con holgadas túnicas con capucha acompañaban la caravana.

Rig tuvo que desprenderse de un rubí del tamaño de un pulgar para sobornar al último cochero, que estaba ligeramente rezagado. El marinero y el conductor urdieron un plan. Harían pasar a Palin y a Feril por los primos del cochero y a Ampolla por la hija de ambos. Rig sería un amigo de la familia. A cambio de algunas perlas, el conductor les entregó unas túnicas con capucha e incluso —después de algunos cortes y reformas— un atuendo de talla infantil para Ampolla.

El conductor llamaba al fuerte «el Bastión de las Tinieblas». Explicó que dos veces a la semana entregaban las provisiones: comida, ropa, pintura para los cafres, látigos y correas para controlar a los prisioneros y, lo más importante, agua procedente de un oasis del sur. Los prisioneros, los caballeros y los elefantes consumían mucha agua.

Poco después de la puesta de sol, la caravana llegó a las puertas de la ciudad. Palin sentía la piel ardiente, como si tuviera fiebre, y supuso que a los demás les pasaría lo mismo. Pero con la llegada de la tarde comenzaba a refrescar ligeramente. Una ligera brisa descendió sobre las dunas y agitó el aire alrededor de la ciudad. La brigada de Caballeros de Takhisis acababa de marcharse y torcía por el camino que conducía a Palanthas. Los hombres vestían armadura negra con un lirio de la muerte estampado en el peto. El absurdo protocolo militar les impedía usar prendas más ligeras.

—¡Dejad los barriles en el patio de armas! —gritó un caballero al bárbaro alto y corpulento que dirigía la caravana. Los carros recorrieron parte de la ciudad y entraron en el patio de armas del castillo. Un instante después, deslizaron los barriles por unas rampas colocadas en la parte trasera de los carros. Los barriles rodaron sobre la arena y el puente levadizo, en dirección a la torre central, donde habían instalado un toldo para que el agua no se calentara. Cada carro transportaba una docena de barriles grandes, así que habría que hacer varios viajes para descargarlos todos. En el viaje de vuelta, los hombres traían consigo los barriles vacíos que posteriormente rellenarían en el oasis.

Ampolla correteó alrededor del carro, examinando el terreno, mientras Feril, Palin y Rig ayudaban a los nómadas con los barriles.

—El dragón debería haber construido su castillo de arena más cerca de la fuente —murmuró la kender—. Habría facilitado el trabajo a los nómadas.

La segunda vez que cruzó el puente, Palin bajó la vista hacia el profundo foso. Miles de escorpiones del tamaño de su mano reptaban en el fondo. Las paredes del foso estaban inclinadas para proporcionarles sombra. Susurró a Feril y a Rig que miraran dónde pisaban, pues el foso era más peligroso que si hubiera estado lleno de cocodrilos.

Una vez en el patio de armas, el marinero se paseó entre los barriles, ayudando a apilarlos contra el muro, mientras Palin y Feril hacían otro viaje hasta el carro. Rig apoyó las manos contra la negra estructura de arena y se maravilló de su solidez. Desde esa distancia podía ver los granos de arena que componían el muro. Estaban unidos por obra y arte de magia, sin argamasa ni masilla. No eran ladrillos prensados. La muralla, el castillo entero, estaban construidos con millones de partículas de arena misteriosamente unidas entre sí.

Ampolla comenzaba a ponerse nerviosa.

—¿Vais a entrar en el Bastión? —susurró a Palin, mientras éste cargaba otro barril. Su voz sonaba amortiguada bajo la capucha de su túnica, que era demasiado grande y le caía sobre la cara—. El jefe de la caravana ha dicho que nos marcharemos en cuanto acaben de descargar. Pensé que pasarían la noche aquí.

—Está oscureciendo y sin duda preferirán viajar por la noche —observó Palin dejando el barril en el suelo.

—O puede que no soporten pasar mucho tiempo aquí —murmuró Feril.

—Encontraremos un sitio donde ocultarnos. Allí. —El hechicero señaló una precaria cuadra, con cuatro pesebres grandes para los elefantes—. Será un buen escondite.

Los cafres se ocupaban en ese momento de encerrar a los elefantes, que pasarían la noche allí, y Feril se animó ante la perspectiva de ver de cerca a los exóticos animales.

—Eh, vosotros dos —gritó el jefe de la caravana señalando a Palin y a la kalanesti—. ¡Olvidaos de la niña y dejaos de cháchara! ¡Moved más barriles!

La pareja se apresuró a obedecer. Palin comunicó su plan al marinero, y, cuando quedaban sólo una docena de barriles por descargar, los cuatro se escabulleron entre las sombras y entraron en el pesebre de uno de los elefantes. La paja que cubría el suelo estaba húmeda e infestada de insectos y el hedor de los excrementos les hacía saltar las lágrimas. El animal no pareció preocuparse por tener que compartir su casa y continuó comiendo la hierba que le había servido uno de los cafres.

—Apesta. —Ampolla frunció la nariz y buscó un sitio limpio donde sentarse. Sin embargo, dejó de quejarse en el acto cuando el elefante volvió la cabeza para estudiarla—. Nunca había visto una bestia como tú —dijo—. Me pregunto si cabrías en el Yunque. Te daría de comer y...

—No —la disuadió Rig con firmeza y se volvió hacia Palin y Feril—. La torre central, en el interior de la muralla, es para los caballeros. Las torres más pequeñas de los lados están llenas de comida y armas. Los caballeros están permanentemente estacionados aquí.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó la kalanesti.

—Sé escuchar —respondió el marinero con un brillo travieso en los ojos—. Y he hecho unas cuantas preguntas a un par de caballeros que se acercaron a beber agua.

Palin esbozó una sonrisa.

—Espero que no hayas hecho demasiadas preguntas. No debemos despertar sospechas.

Entonces oyó los carros que se movían, el ruido de los látigos sobre los camellos, y deseó con toda el alma que los caballeros no hubieran contado el número de bárbaros que habían entrado en el fuerte. De lo contrario, descubrirían que faltaban tres adultos y una «niña».

—La torre mediana, la más cercana a nosotros, sólo alberga a un par de draconianos. —Rig parecía orgulloso de haber obtenido ese dato—. El administrador del fuerte, un draconiano sivak llamado lord Sivaan, tiene su despacho allí. Los humanos están en el ala más cercana del castillo.

Palin se arrastró hasta la entrada del pesebre y miró hacia la torre de arena negra.

—Necesitan a los draconianos para el hechizo de transformación. Usan una parte de su espíritu para crear los dracs. Tendremos que matarlos para evitar que Khellendros vuelva a usarlos.

—De acuerdo, hazlo tú —sugirió Rig—. Yo me ocuparé de los prisioneros.

—Este es el plan —dijo Palin—: Esperaremos hasta poco antes de medianoche. Para entonces, la mayoría de los caballeros y los cafres estará durmiendo.

—Yo quiero ir a buscar a los prisioneros ahora. Antes de que alguien decida traer agua a los elefantes y descubra que la mitad de los barriles están rotos y vacíos.

—¿Qué? —preguntó Palin en voz demasiado alta. Volvió a bajar la voz y se internó en la oscuridad del pesebre—. ¿Qué has hecho?

Rig sonrió de oreja a oreja.

—Cuando ayudaba a apilar los barriles, hice unos cuantos agujeros estratégicos con mi daga. La arena absorberá gran parte del agua, pero supongo que tarde o temprano notarán las manchas de humedad. Supuse que reducir drásticamente su provisión de agua era una idea estupenda. Es una forma de golpearlos donde más les duele.

Palin respiró hondo. Sin duda sería un golpe para los caballeros, pero también los alertaría de que algo iba mal. Pronto estarían registrando el castillo en busca de los saboteadores.

—De acuerdo, pongámonos en marcha —dijo. Se volvió a mirar al marinero—. Cuando vayas a buscar a los prisioneros tendrás que ser prudente. Y silencioso. No será fácil.

—Sí que lo será. —La kender dejó de contemplar a los elefantes apenas el tiempo suficiente para buscar entre los pliegues de su túnica y sacar un abultado odre de cuero. Tenía un tapón de corcho e hizo un sonido borboteante cuando se lo pasó a Rig—. Pintura —explicó—. Lo robé de uno de los carros. Supuse que los... bueno, creo que los llamáis cafres... no echarían en falta un recipiente menos. Y, si es cierto que tiene propiedades mágicas, tanto mejor.

Unos minutos después, Rig se marchó hacia la zona del castillo donde estaban los prisioneros. Había dejado la mayor parte de su ropa en el pesebre del elefante, junto con la mayoría de sus armas... excepto tres. Su alfanje seguía amarrado a su cintura y llevaba una daga en la mano derecha. Feril le había confeccionado un taparrabos con la tela de la túnica y él había ocultado una segunda daga en la cinturilla. Ampolla había pintado el taparrabos a juego con la piel y el cabello corto del marinero. No era tan alto como la mayoría de los cafres, pero sí igual de musculoso, y la creciente oscuridad lo ayudaría a pasar inadvertido.

El marinero azul pasó tranquilamente junto a tres centinelas, que apenas si se dignaron mirarlo. Luego se escabulló entre las sombras de una arcada. Un segundo después de que pasaran los caballeros, Palin salió del pesebre y se dirigió a la torre mediana amparado por la penumbra. Llevaba dos de las dagas del marinero y seguía vestido con la túnica con capucha. Si lo cogían, diría que los miembros de la caravana lo habían dejado allí accidentalmente y que buscaba un sitio donde dormir.

Feril y Ampolla lo vieron desaparecer al otro lado del umbral. Luego la kalanesti se arrastró hacia el fondo del pesebre y se situó junto al elefante. Acarició la rugosa y áspera piel del animal y, poniéndose de puntillas, lo rascó detrás de la enorme oreja. Moldeó una bola de arcilla con la forma aproximada del elefante y pocos segundos después ambos se enfrascaron en una conversación plagada de bufidos y gruñidos que Ampolla se quejaba de no entender.


Al otro lado de una de las arcadas del castillo, en una pequeña cámara, había dos cafres con orejas puntiagudas. Estaban tan abstraídos afilando las espadas con muelas, que al principo no prestaron atención al marinero. Un pasillo sombrío se abría tras ellos y Rig echó a andar hacia allí. Pero los cafres olfatearon el aire, miraron mejor al marinero y llegaron a la conclusión de que no era uno de ellos.

El más grande, que debía de medir al menos dos metros veinte, fue el primero en levantarse y gritar a Rig en una lengua desconocida. A modo de respuesta, el marinero le arrojó una daga que se hundió en el cuello del cafre. El grandullón rebotó contra la pared y cayó sentado. Se quitó la daga del cuello y apretó la herida con las manos. Su respiración era entrecortada, pero no murió.

El compañero del herido dio un paso al frente, dibujando grandes arcos con la espada y gritando a voz en cuello.

Rig se agachó para esquivar una estocada y se lanzó hacia adelante con el alfanje, con toda la intención de empalar al cafre. Pero el hombretón azul era ágil y saltó hacia un lado.

—Intruso —espetó a Rig, prietos los dientes. Ya no hablaba en un idioma misterioso.

El cafre volvió a arremeter, y el marinero se salvó por los pelos, apretándose justo a tiempo contra la pared de arena. Cuando el grandullón pasó junto a él, Rig tomó impulso y le clavó el codo en el costado. Pero el golpe ni siquiera turbó al guerrero, cuya piel pintada de azul parecía actuar como una armadura. El marinero se agachó para esquivar otra estocada.

Dispuesto a ganar un poco de terreno para maniobrar, Rig corrió hacia el pasillo y luego volvió a enfrentarse a su oponente. Se llevó la mano izquierda al taparrabos, buscando la daga. Con un único movimiento empuñó el arma y la lanzó. Fue un buen tiro, y la hoja de la daga se hundió hasta el mango en el estómago del cafre.

Pero el grandullón no se desplomó. Las propiedades curativas de la pintura lo protegían, de modo que el musculoso hombre azul miró la daga, la cogió por el mango y la liberó. La brillante sangre roja manaba a borbotones de la herida mortal, pero el cafre estaba resuelto a seguir en sus pies hasta que consiguiera llevarse consigo al intruso.

Con un gruñido gutural, se lanzó hacia el frente, alzando la espada por encima de su cabeza. Rig se puso de cuclillas y levantó el alfanje, preparado para atajar el golpe. Pero de repente el cafre voló por los aires, y su espada cayó a los pies del marinero. Había resbalado en su propia sangre. Rig saltó hacia un lado para evitar que el guerrero le cayera encima y hundió su alfanje entre los omóplatos del cafre, que no volvió a levantarse.

El marinero respiró hondo un par de veces y miró a su alrededor. El otro cafre seguía sentado contra la pared, con los ojos abiertos, pero sin parpadear. La pintura no había podido protegerlo de la herida mortal.

La conmoción había sido breve y sin duda las gruesas paredes del castillo la habían amortiguado. Nadie fue a investigar... al menos por el momento. Rig recuperó sus dagas, las limpió en el taparrabos de uno de los cafres y cogió su alfanje. Luego corrió por el pasillo en busca de los prisioneros.


Palin subió por una escalera de caracol. Las dagas de Rig le habían servido para despachar al par de guardias distraídos que había encontrado al pie de la escalera. El hechicero había considerado la posibilidad de dormirlos con un encantamiento, pero llegó a la conclusión de que debía ahorrar energías para el futuro.

Pensó que el camino estaba despejado, hasta que encontró a otro caballero en lo alto de la escalera.

—No deberías estar aquí, nómada —le espetó el caballero. Miró a la abertura de la capucha de Palin—. Será mejor que te marches con la caravana.

—La caravana partió hace un rato —replicó Palin.

El caballero hizo ademán de quitarle la capucha, pero Palin se agachó y lo esquivó.

—¡Intruso! —gritó el caballero. Levantó la espada por encima de su cabeza y la dirigió a Palin.

El hechicero dio un salto, pero no fue lo bastante rápido. La espada le cortó en el brazo, y no pudo contener un grito de dolor.

Cuando el caballero volvió a lanzarse sobre él, Palin usó su magia sobre sí mismo y desapareció. El caballero cruzó el espacio vacío donde antes había estado el hechicero, rodó escaleras abajo y yació inmóvil en el suelo.

Palin respiró hondo varias veces y se miró el brazo. La manga de su brazo izquierdo estaba oscura, empapada de sangre. El hechicero se arrancó la otra manga, se hizo un torniquete en la herida y enfiló hacia la única puerta de esa planta. La puerta tenía una ventana pequeña, a través de la cual se veían dos sivaks.

Eran los draconianos más grandes que había creado Takhisis, incubados en huevos de Dragones Plateados y educados para seguir los perversos designios de la Reina Oscura. El cuerpo de uno de los sivaks, cubierto de escamas plateadas, era casi esquelético. Sus brillantes ojos negros estaban hundidos en sus cuencas y su cola de saurio apuntaba al suelo. Con la cabeza inclinada en un gesto de vergüenza, escuchaba la regañina de otro sivak, más grande y robusto, sentado detrás de un escritorio de madera. Palin adivinó que el sivak más corpulento era lord Sivaan, el administrador del siniestro fuerte, y estaba claro que el flacucho era uno de sus esbirros. Palin respiró hondo e irrumpió en la estancia. Lord Sivaan se puso en pie de un salto, arrojando la silla al suelo. Palin alzó el brazo ileso y disparó una flecha de fuego al corpulento pecho del sivak. Cuando se volvió, vio que el flacucho caminaba furtivamente hacia la puerta. Palin permaneció inmóvil un instante, compadeciendo a la patética criatura, y el sivak se volvió para arrojarle un cuchillo. Palin lanzó otra llamarada. El abrasador rayo de luz atravesó el pecho del esbirro en el acto. La daga cayó al suelo y el sivak se desplomó.

Debilitado por el esfuerzo y la herida del brazo, Palin salió de la habitación con paso tambaleante y cerró la puerta a su espalda.

El pasillo estaba vacío. El hechicero se detuvo un instante y se apoyó contra la pared para mantener el equilibrio. Sabía que los sivaks asesinados por humanos adoptaban la apariencia de su asesino, proclamando la identidad de éste a los que encontraran su cadáver. Los cuerpos del despacho delatarían el aspecto de Palin durante varios días. No había forma de evitarlo, ya que este efecto formaba parte del encantamiento a que Takhisis los había sometido al nacer. La Reina Oscura quería saber quién mataba a sus criaturas.

Palin bajó rápidamente por la escalera. Sentía una opresión en el pecho, la garganta seca y un dolor palpitante en el brazo. El caballero que había empujado por la escalera lo esperaba abajo.


Rig avanzó por el pasillo con la rapidez y el sigilo propios de un gato. Una antorcha solitaria y mortecina le proporcionaba la luz imprescindible para orientarse. La pintura azul le producía picores por todo el cuerpo, pero resistió la tentación de rascarse para evitar desprenderla.

El aire sofocante y fétido estaba impregnado de olor a sudor y orina. Al torcer por una esquina vio una sucesión de celdas, vigiladas por otro cafre. El guardia era enorme, con piernas como troncos y brazos gruesos y musculosos. Medía más de dos metros veinte, y la espada amarrada a su cintura era extraordinariamente grande y larga.

El cafre inclinó la cabeza a un lado y miró a Rig, que apretó la empuñadura de su daga. Dijo algunas palabras incomprensibles para el marinero y arrugó la frente. El marinero se encogió de hombros, sonrió y dio por concluida la farsa sacando la daga.

El cafre cayó en la cuenta de que Rig no era uno de sus compañeros y se arrojó sobre él en el acto. La daga voló de la mano del marinero y se hundió en el pecho del grandullón. Sin embargo, el cafre continuó avanzando, y Rig se apartó de su camino apretándose contra la pared del pasillo.

Sin molestarse en arrancarse el cuchillo del pecho, el cafre se volvió y arremetió contra Rig.

Se enzarzaron en una feroz pelea; dos grandes y borrosas manchas azules contra un fondo de muros negros. Después de unos minutos, Rig dio unos pasos atrás. Había decidido que la mejor táctica era cansar al cafre herido. Se agachó y saltó, avanzó y retrocedió, hasta que la pérdida de sangre y el esfuerzo marearon al cafre, que cayó de bruces al suelo, muerto. Rig se arrodilló y de inmediato encontró las llaves entre las escasas ropas del muerto.

Fue hasta la celda más cercana, abrió la puerta y se estremeció al aspirar el hedor que salía de allí. La celda no tenía retrete. Los excrementos se alineaban contra la pared y media docena de elfos se acurrucaban en el espacio sobrante, con capacidad para apenas dos o tres. Los demacrados e inexpresivos elfos miraban al vacío con sus hundidos ojos. Tenían la piel mugrienta y las ropas manchadas de sudor y orina. Un par de ellos, apretujados en el único catre de la celda, parecían cadáveres. Rig los miró mejor y observó un casi imperceptible movimiento ascendente y descendente en sus pechos.

Tragó saliva.

—Salgamos de aquí —dijo haciendo una seña hacia el exterior, pero los elfos permanecieron inmóviles, mirándolo con expresión ausente—. Escuchad, no he venido a llevaros para que os conviertan en dracs. —Se restregó el brazo hasta levantar la pintura y les enseñó la piel oscura que había debajo. De inmediato comprendió que eso no probaba nada. No sabía de qué color eran los cafres debajo de la pintura—. Estoy aquí para rescataros. Palin Majere, Feril y...

—¿Majere? —La débil voz masculina procedía del catre. Un elfo de pelo largo y enmarañado y una cicatriz en la cara se levantó con dificultad—. ¿El hechicero?

—Está fuera. Tenemos que darnos prisa —dijo Rig.

Volvió a señalar la puerta, y esta vez los elfos lo siguieron lentamente, arrastrando los pies. El marinero abrió rápidamente el resto de las celdas.

Una de ellas albergaba sólo a mujeres. Otra contenía más de veinte hombres, que debían de haber llegado hacía poco porque parecían algo más sanos y andaban más aprisa. En una tercera había un solo ocupante: un anciano que se aferraba con desesperación a una tablilla de arcilla, a la que farfullaba palabras incomprensibles. Rig tuvo que levantarlo del catre y arrastrarlo al pasillo, donde aguardaban los demás prisioneros.

El marinero continuó liberando cautivos con rapidez, mirando una y otra vez hacia el pasillo, temeroso de que aparecieran más cafres.

—¡Dejadnos en paz! —gritó alguien detrás de una puerta cerrada.

Al abrirla, vio con horror que allí había varias mujeres y más de una docena de niños y niñas. Los caballeros también secuestraban criaturas. En el suelo había cuencos de madera, llenos de gachas espesas e infestados de insectos. Era el primer indicio de que alimentaban a los prisioneros. Las mujeres lo miraron con expresión desafiante y se pusieron delante de los niños.

—¡No iremos sin resistirnos! —espetó una de ellas al marinero, agitando un huesudo puño.

—Tranquilas —dijo el elfo que había reconocido el nombre de Majere—. Nos están rescatando.

La mujer miró al marinero azul con desconfianza, pero el elfo de pelo enmarañado la tranquilizó y la sacó con suavidad de la celda. Los demás los siguieron, mientras Rig se ocupaba del resto de los prisioneros.

En las dos celdas del fondo había cadáveres apilados como leños. Basándose en los distintos niveles de descomposición, Rig calculó que algunos llevaban muertos un día, mientras que otros estaban pudriéndose allí desde hacía varias semanas.

—¿Alguna celda más? —preguntó el marinero a la patética congregación.

El elfo de pelo enmarañado señaló en la dirección por la que había llegado Rig.

—Tengo entendido que arriba hay más celdas, pero supongo que también estarán vigiladas.

El marinero empuñó su alfanje y se alejó del grupo de prisioneros.


Palin bajó los últimos peldaños corriendo y saltó sobre el caballero, que se desplomó bajo su peso. El aire abandonó los pulmones del caballero con un bufido sordo. El hechicero le quitó el yelmo y, cogiéndolo por un mechón de pelo castaño oscuro, le echó la cabeza atrás y le puso la daga en el cuello. Palin lo miró a los ojos.

—¿Steel Brightblade? —susurró el hechicero.

En ese momento oyó un grito en el exterior del fuerte.

—¡El agua!

El caballero aprovechó la distracción para empujar a Palin, pero sus movimientos eran torpes y lentos. El hechicero le clavó la daga en el pecho, en una rendija entre las planchas de la armadura, y el hombre abrió la boca para gritar. Palin volvió a hundir la daga y la sangre ahogó el grito.

Con la pechera de la túnica empapada de sangre, Palin se levantó con dificultad y salió al patio de armas justo a tiempo para ver a Rig al frente de una multitud de personas harapientas. Un cafre dobló una esquina y señaló al hechicero manchado de sangre.

—¡Intrusos! —bramó.

—¡El agua ha desaparecido! —exclamó una voz desde algún lugar del patio de armas.

—¡Mirad! —dijo un caballero en lo alto de la torre más cercana—. ¡Los prisioneros escapan!

Se llevó un cuerno a los labios y el aire vibró con un silbido estridente.

—¡Palin! —gritó Ampolla—. ¡Aquí!

La kender agitaba frenéticamente los brazos. El hechicero vio a tres Caballeros de Takhisis, maniatados y amordazados, junto a las cuadras. Cerca de allí, la kalanesti hacía señas a los elefantes para que cargaran contra un grupo de caballeros y cafres.

Tres elefantes levantaron la trompa y barritaron prácticamente al unísono. Siguiendo las instrucciones de la elfa, removieron la arena con las patas y arremetieron contra los caballeros. Los cuatro elefantes los pisotearon y doblaron por una esquina del fuerte.

Palin se quitó las ropas ensangrentadas, aunque la túnica y las calzas que llevaba debajo también estaban manchadas. Los caballeros y los draconianos habían perdido tanta sangre que tenía la piel húmeda. Respiró con dificultad, y sus resecos labios articularon un encantamiento. A su espalda, Rig gritaba a los prisioneros. Delante de él, oyó los gritos de los primeros caballeros que caían bajo las patas de los elefantes.

En todas partes reinaba el caos. La kalanesti luchaba con un caballero que había conseguido eludir a los elefantes. La kender cargó su honda con excrementos de las bestias y disparó contra los caballeros. El elefante más grande empaló a un caballero con un colmillo y arrojó el cuerpo destrozado a un lado.

Rig hizo una seña a los prisioneros para que huyeran y se unió a la pelea. Se escurrió entre dos de los encolerizados elefantes y clavó su cuchillo a diestro y siniestro derramando sangre en cada estocada.

Desde algún lugar del patio interior, hacia donde habían ido los elefantes, se oían gritos de dolor y órdenes estridentes.

—¡A la muralla! —dijo alguien—. ¡Coged los arcos!

Palin continuó murmurando las palabras de su encantamiento hasta que de su mano brotó energía convertida en una poderosa fuerza mágica.

Miró el castillo de arena, los muros negros, las torres y las almenas. Pronunció las últimas palabras de su hechizo, instando a los cimientos del castillo a derrumbarse.

En ese preciso momento, una andanada de flechas llenó el aire. Aunque alcanzaron a los elefantes, sólo sirvieron para enloquecerlos. Una de las flechas hirió a Palin en el hombro derecho. Una segunda y una tercera se clavaron en su pierna izquierda. El hechicero gimió de dolor y cayó de rodillas. Otra flecha se hundió en la arena, peligrosamente cerca. Aunque el dolor era intenso, el hechicero consiguió arrinconarlo en su mente. No podía permitir que lo dominara, que rompiera su concentración. En estas condiciones era difícil practicar su magia, pero no imposible. Se mordió el labio inferior y fijó la vista en el suelo de arena del castillo.

—¡Palin! —gritó Feril mientras corría a su encuentro.

El hechicero oyó sus pasos sobre la arena y sintió que el suelo vibraba en lo más profundo de las entrañas de la tierra. Otra flecha se hundió en su brazo haciéndolo estremecer de dolor. Las sensaciones —el barritar de los elefantes, el dolor, el ardor de su piel quemada por el sol, y el calor húmedo y pegajoso de la sangre— comenzaron a superponerse.

—¿Qué pasa? —oyó que preguntaba un caballero—. ¡El Bastión! ¡Huid!

Hubo otras palabras, pero el hechicero ya no podía descifrarlas. Se dejó envolver por una agradable oscuridad.

Luego sintió que Feril tiraba de él, ayudándolo a levantarse. Sus piernas parecían de plomo y se negaban a moverse, y mucho menos a soportar su peso, pero la kalanesti insistía. «¿Fue esto lo que sintieron mis hermanos, lo que sintió mi primo Steel? —se preguntó Palin—. ¿Sufrieron una agonía semejante antes de morir?»

Feril le pasó el brazo por debajo de la axila izquierda, lo puso de pie y comenzó a arrastrarlo. Las vibraciones del suelo se intensificaban, y Palin giró la cabeza hacia el fuerte. Las murallas se desmoronaban y las torres se plegaban sobre sí mismas. La arena negra estallaba. Los caballeros apostados en las murallas y las torres caían al foso, y a aquellos que sobrevivieran a la caída les aguardaba una muerte aun más horrible.

—Los escorpiones —murmuró Palin.

Una ruido seco destacó sobre el bullicio y el suelo tembló. Uno de los elefantes había caído, asesinado por los caballeros. Los otros tres continuaron cargando contra los caballeros y los cafres, creando un mar de sangre y miembros destrozados.

Ampolla corrió hacia Feril y Palin, y los tres vieron a Rig. Estaba cubierto de sangre: la suya y la de los caballeros con los que había combatido. El marinero corría hacia el camino que conducía a las puertas de la ciudad y al desierto. Los prisioneros ya marchaban con paso tambaleante por ese camino, apremiados por los gritos de Rig. Algunos llevaban a sus compañeros en andas o a rastras.

Feril y Ampolla condujeron a Palin en esa dirección. Los caballeros que pasaron a su lado estaban demasiado ocupados luchando por su vida para detenerlos. Procuraban esquivar las patas y los colmillos de los elefantes y miraban con ojos desorbitados a los millares de escorpiones que salían del foso.

Los escorpiones reptaban sobre los caballeros caídos, se metían entre las planchas de las armaduras y picaban las manos, el cuello o la cara de sus víctimas. Los caballeros gritaban y se retorcían en el suelo, tratando de ahuyentar a los arácnidos. Pero, si espantaban a uno, otros tres ocupaban su lugar. Las mortíferas criaturas también trepaban por las piernas de los cafres, que se movían frenéticamente para quitárselos de encima. Pendientes de los escorpiones, los cafres no podían defenderse de los elefantes y muchos de ellos cayeron bajo sus enormes patas mientras las bestias seguían a la kalanesti.

—Cuántas muertes —susurró Palin. Recordó la guerra de Caos y el suelo del Abismo cubierto de cadáveres de Caballeros de Takhisis, Caballeros de Solamnia y dragones.

—Si no nos damos prisa, nosotros seremos los siguientes —dijo la kender.

Feril y Ampolla empujaron al hechicero, a quien prácticamente llevaban en andas.

—Tenemos que detenernos a curar tus heridas —dijo la elfa—. O morirás desangrado.

Palin negó con la cabeza.

—No estoy tan mal. Seguid adelante —insistió—. Ampolla tiene razón; tenemos que largarnos de aquí y alejarnos de los escorpiones.

Feril protestó, pero habían llegado al borde del hoyo, donde se habían encaramado los prisioneros fugados, y sus exaltados murmullos acapararon su atención.

Rig hablaba con el demacrado elfo de cabello rubio, largo y enmañarado y ropas harapientas, que había convencido a los prisioneros de que se fiaran del marinero de piel azul. Cuando vio a Palin, Ampolla y Feril, corrió hacia ellos.

—Ya lo tengo —dijo Rig. La kalanesti y la kender dejaron que sujetara al hechicero.

—¿Palin Majere? —preguntó el prisionero mirando los vidriosos ojos del hechicero. Su voz sonaba débil, pero cargada de reverencia—. He oído hablar de ti. Conozco a tus padres. Eres el hechicero más poderoso de Krynn.

—Ahora no me siento tan poderoso —respondió Palin—. Y tú eres...

—Gilthanas. —El hombre se puso un mechón de pelo detrás de una oreja sucia pero graciosamente puntiaguda—. Era el segundo candidato al trono de Qualinesti. Nos has salvado a todos. —Hizo un amplio ademán con la mano para incluir al centenar de hombres, mujeres y niños que los rodeaban—. Te debemos algo más que la vida. Estábamos destinados a...

—Convertiros en dracs —concluyó Rig.

—Los elfos no —corrigió Gilthanas—. Al parecer, no nos querían para eso. A mí me capturaron cuando intentaba evitar el secuestro de humanos en las afueras de Palanthas. Me condenaron a morir ejecutado por mi insolencia.

—¿Has dicho que te llamabas Gilthanas? —preguntó Palin, parpadeando y mirando a su alrededor, tan desorientado como si acabara de despertar. Se volvió a mirar al elfo y estuvo a punto de perder el equilibrio—. Mi padre me contó historias del legendario Gilthanas. ¿Dónde has estado? Tu hermana esperó tu regreso durante mucho tiempo. Tenemos que marcharnos de aquí antes de que vuelva el dragón.

El marinero asintió.

—Nos aguarda un largo viaje por el desierto. —Palin hizo un gesto afirmativo y se mareó. Rig se apresuró a auxiliarlo y lo levantó casi sin esfuerzo—. Feril, ¿crees que podrías convencer a esos animales de que aceptaran algunos jinetes?

—Espero que el dragón no adivine quién es el responsable de esta carnicería —dijo Gilthanas—. Los dragones son una raza vengativa.

—Skie se enterará —murmuró Palin. El hechicero recordó a los sivaks muertos, que ahora habrían adoptado la cara y el cuerpo de su asesino. Finalmente se rindió al dolor y al cansancio y se sumió en un pacífico estado de inconsciencia.

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