1 Muertes y comienzos

La creciente presión del agua fresca y azul despertó a Dhamon. Flotaba a escasa distancia del cenagoso fondo del lago, con el pecho jadeante, ávido de aire. La pelea con el dragón lo había dejado terriblemente dolorido, pero de algún modo reunió fuerzas y ascendió pataleando hacia la superficie. Mientras subía, notó las extremidades pesadas y entumecidas, y que estaba a punto de perder el sentido. Cuando su cabeza emergió a la superficie, respiró hondo, tosió el agua que le llenaba los pulmones y aspiró el aire con desesperación.

Tenía el cabello pegado sobre los ojos, pero a través de una rendija entre los mechones vio a Palin, Feril y Rig que escalaban una colina no muy lejos de la orilla del lago.

—¡Feril! —Levantó un brazo y chapoteó para llamar la atención de la elfa, pero no consiguió hacer suficiente ruido. Ella estaba demasiado lejos para oírlo y se alejaba más y más a cada paso—. ¡Feril! —volvió a gritar.

Entonces, algo le rozó el cuerpo y le atenazó una pierna. Sus gritos se silenciaron mientras lo arrastraban hacia abajo. El agua bajó por su garganta y la oscuridad lo devoró.

Poco antes del amanecer, el Yunque de Flint zarpó de los muelles de Palanthas. El galeón de casco verde se deslizó tan veloz y silencioso como un espectro a través del laberinto de botes de pesca que ya salpicaban la profunda bahía. Palin Majere se dirigió a la proa, atento al suave chapoteo de las redes sobre el agua y al casi imperceptible crujido de la cubierta del Yunque bajo sus pies calzados con sandalias.

Hijo de los célebres Héroes de la Lanza Caramon y Tika Majere, y uno de los pocos sobrevivientes de la batalla del Abismo, Palin tenía fama de ser el hechicero más poderoso de Krynn. Sin embargo, pese a sus habilidades para la magia y a sus conocimientos arcanos, se sentía indefenso ante los dragones que amenazaban su mundo. Se maldijo por no haber sido capaz de salvar a Shaon de Istar y a Dhamon Fierolobo el día anterior, cuando los había atacado el Azul.

Palin se inclinó sobre la batayola y miró fijamente el punto del horizonte donde el cielo teñido de rosa se encontraba con las olas. Su melena rojiza, salpicada de hebras de plata, se agitaba al viento. Palin se apartó unos mechones de los ojos y bostezó. La noche anterior no había dormido. Los trabajos de reparación del palo mayor, que el dragón había partido en dos durante el ataque, lo habían mantenido en vela toda la noche. Después había oído el chapoteo del agua contra el casco mientras pensaba en sus amigos muertos.

—¡Ya estamos lo bastante lejos! —gritó Rig Mer-Krel, el marinero bárbaro que capitaneaba el Yunque. Hizo una seña a Groller, el semiogro que estaba junto al palo popel. Luego levantó un brazo, señaló las velas, apretó el puño y se llevó rápidamente la mano hacia el pecho.

El semiogro sordo hizo un gesto de asentimiento y comenzó a recoger las velas, esquivando a Furia, el lobo rojo que dormía junto a la base del mástil. El resto de la tripulación se encontraba en el centro del barco. El grupo estaba congregado en torno a un bulto con forma humana, cuidadosamente envuelto en una vela vieja. Jaspe Fireforge, sobrino del legendario Flint Fireforge, se arrodilló junto al bulto y pasó sus rechonchos dedos de enano sobre el cordón de seda. Musitó unas palabras a los ausentes dioses del mar, se acarició la corta barba castaña y reprimió un sollozo.

Feril estaba a su espalda. La kalanesti cerró los ojos, y las lágrimas se deslizaron sobre la hoja de roble tatuada en su mejilla.

—Shaon —murmuró—; te echaré de menos, amiga.

—Yo también te echaré de menos —susurró Ampolla, una kender de mediana edad. Con una mueca de dolor en la cara, manoseó los guantes blancos que cubrían sus pequeñas manos—. Eres la única persona a la que he hablado de mi..., de mi...

—Shaon amaba el mar —comenzó Rig, y su voz potente interrumpió los pensamientos de la kender—. Yo solía bromear con ella y decirle que por sus venas no corría sangre, sino agua salada. Estaba más cómoda en la cubierta de un barco que en tierra firme. Fue mi primera compañera, mi amiga y mi... —El corpulento torso del marinero se sacudió cuando se detuvo para alzar el cuerpo. Sus músculos se tensaron, pues habían lastrado el cadáver para asegurarse de que se hundiera—. Hoy la devolvemos al lugar que adoraba.

Se dirigió a la borda y se detuvo, imaginando el rostro moreno debajo de la lona. Echaría de menos el contacto de su piel y jamás olvidaría su contagiosa sonrisa. Arrojó el cuerpo de su primera compañera por la borda y lo vio hundirse rápidamente.

—Nunca te olvidaré —dijo en voz tan queda que nadie lo oyó.

Feril se acercó a él. La brisa agitó su rizada cabellera cobriza y acarició sus puntiagudas orejas.

—Dhamon Fierolobo también ha muerto, aunque no pudimos recuperar su cadáver. Abandonó la Orden de los Caballeros de Takhisis por una causa noble y se sacrificó para matar al Dragón Azul que quitó la vida a Shaon. —La kalanesti sujetaba en su delgada mano un cordón de cuero que había encontrado entre las escasas posesiones llevadas por Dhamon a bordo del Yunque, y al que había atado una flecha—. Dhamon nos reunió. Honremos su memoria y la de Shaon permaneciendo unidos y obligando a los dragones a que nos devuelvan nuestras tierras.

La flecha y el cordón se soltaron de sus dedos y se hundieron en el mar, igual que Dhamon y el Dragón Azul, Ciclón, se habían hundido en un lago cercano.

Durante largo rato, sólo se oyó el leve crujido de los palos del barco. Por fin Rig se apartó de la borda e hizo una señal a Groller. El semiogro izó las velas, y el marinero de piel oscura se dirigió al timón.


Varios días después, a mediodía, Rig, Palin, Ampolla y Feril estaban empapados en sudor en el desierto de los Eriales del Septentrión. Ante ellos había un lagarto de treinta centímetros de largo, con la cola rizada. El animal sacudía su lengua viperina y miraba con especial atención a la elfa que se comunicaba con él. Los demás miraban, pero no entendían ni una palabra de la insólita conversación.

—Sólo podré estar contigo en el desierto durante una breve temporada, pequeño —dijo Feril en voz alta con chasquidos y silbidos.

—Corre conmigo por la arena. Disfruta conmigo de mi bella, bellísima tierra. Hay desierto de sobra para todos.

—Es un desierto muy hermoso —reconoció Feril—, pero necesito saber...

—Caza insectos conmigo. Crujientes escarabajos. Dulces mariposas. Jugosos saltamontes. Muy, muy jugosos saltamontes. Hay suficientes para todos.

—No me interesan los insectos —explicó Feril.

El lagarto pareció decepcionado y dio media vuelta.

—Por favor, no te marches —silbó ella, arrodillándose junto al lagarto.

—¿De qué hablan? —preguntó la kender, que los observaba con su habitual curiosidad—. ¿Sabes de qué hablan, Rig? Lo único que oigo son silbidos. Parecen un par de teteras.

—Calla —la riñó el marinero.

—Ojalá supiera usar así la magia —protestó Ampolla—. Podría hablar con cualquier cosa..., con todo. —La kender se cruzó de brazos y miró al suelo, o al menos a la porción de suelo que alcanzaba a ver bajo su fina túnica anaranjada que el viento tórrido y seco agitaba entre sus cortas piernas. La túnica era otro motivo de irritación. Esa mañana, cuando Ampolla había subido a la cubierta luciendo la larga prenda naranja, guantes y cinturón verdes, Rig le había dicho que parecía una calabaza madura. Ese comentario había bastado para que se decidiera a dejar el sombrero y a ponerse sandalias marrones, en lugar de las botas naranjas a juego—. Palin, ¿no puedes hacer algún conjuro para que todos entendamos lo que dice el lagarto?

—Habla de su inmenso desierto —dijo Feril con una rápida mirada a Ampolla. Acarició la cabeza del lagarto y continuó silbando y chasqueando.

—En verdad es un desierto increíblemente grande —coincidió Ampolla mientras contemplaba el mar de arena que se extendía en todas direcciones. Tenía que forzar la vista para ver los palos del Yunque al norte del horizonte. Tan delgados y lejanos estaban que la kender pensó que parecían agujas de coser pinchadas sobre la blanca tela del paisaje—. Sé que es un desierto muy grande porque vi un mapa. Dhamon lo compró en Palanthas hace varias semanas, antes de que nos internáramos en el desierto, cuando Shaon aún estaba con nosotros. —Hizo una pausa al notar que los labios de Rig se crispaban ante la mención del nombre de Shaon—. Naturalmente —prosiguió rápidamente—, Dhamon no conservó el mapa mucho tiempo. Los dracs nos atacaron y asustaron a los caballos, y el mapa estaba en el caballo de Dhamon, que vaya a saber dónde se encuentra ahora. ¿Crees que estará vivo? ¿Necesitaremos otro mapa? O puede que el lagarto nos solucione el problema. Ya sabes, que dibuje un mapa en la arena con la cola. O quizá...

—¡Calla! —protestaron Palin y Rig casi al unísono.

La kender hizo un puchero, hundió los talones en la arena y miró fijamente al lagarto de cola ensortijada que a su vez miraba con atención a Feril.

—Eres muy listo —silbó la kalanesti.

—Muy, muy listo —añadió el lagarto. Se sentó sobre las pequeñas patas traseras y admiró el terso rostro cobrizo y los ojos brillantes de la elfa—. Soy la criatura más lista de este maravilloso desierto.

—Apuesto a que sabes mucho de lo que sucede aquí.

—Lo sé todo —respondió el lagarto hinchando su pequeño pecho.

—¿Qué sabes del Dragón Azul?

—¿Azul? —El lagarto extendió la cola un instante y parpadeó con expresión perpleja—. ¿Marrón como el barro?

—Azul como el cielo —corrigió Feril.

El lagarto se enfrascó en sus pensamientos.

—¿Un lagarto muy, muy grande? —Feril asintió en silencio—. ¿Con alas de pájaro?

—Sí; el dragón que vuela.

—Haz como yo y no te acerques al lagarto muy, muy grande —aconsejó la criatura de la cola ensortijada—. O te devorará muy, muy rápidamente.

Ampolla tiró de la pernera del pantalón de Rig.

—Me pregunto si Feril le ha dicho al lagarto que esto fue idea tuya. Los demás habríamos preferido ir a Ergoth del Sur en busca del Blanco. Tú tienes la lanza de Dhamon y podrías matarlo.

—Es mi lanza.

—Ahora sí —admitió Ampolla—. Pero hace muchos años pertenecía a Sturm Brightblade, que la usó en la Guerra de la Lanza. Luego fue propiedad de unas personas que la desarmaron y guardaron las piezas como recuerdo. Después Dhamon y Palin volvieron a armarla y perteneció a Dhamon hasta su muerte. Tendrías que haberla traído contigo por si nos topamos con algún dragón. No deberías haberla dejado en el barco con Groller y Jaspe. Quizá tengamos que ir a Ergoth del Sur, después de todo.

—Claro que iremos a Ergoth del Sur —dijo Rig con énfasis.

—De acuerdo, pero aun así creo que deberías haber traído la lanza.

Rig suspiró y murmuró:

—Oye, Ampolla: yo no sé usar la lanza. ¿Contenta?

—Yo creía que sabías usar cualquier arma. Feril dice que eres un arsenal andante.

—Sé usar espadas, dagas, garrotes, boleadoras y un par de armas más. Pero una lanza es algo muy distinto. Es pesada y exige usar las dos manos. Primero quiero practicar un poco, familiarizarme con ella. Si utilizara un arma que no conozco bien, podría hacer más mal que bien.

—En otras palabras, no quieres que Palin sepa que no sabes usar la lanza. Por eso hablas en voz baja; para que él no se entere.

—Ampolla... —gruñó Rig.

—En fin. ¿Para qué ibas a cargar con una lanza tan grande en el desierto? Sólo te haría sentir más calor, sudar y ponerte de mal humor. ¿Sabes? Deberías dársela a alguien que sepa usarla. Quizá a Groller o incluso a...

—Es mi lanza —repitió el marinero—. Tendré tiempo de sobra para practicar en el camino a Ergoth del Sur. Varias semanas o incluso meses.

—Deberíamos emprender viaje a Ergoth del Sur ahora mismo.

—Ya he dicho que lo haremos, pero sólo después de que encontremos la guarida del Dragón Azul. El dragón mató a Shaon, y también a Dhamon mientras agonizaba. Dicen que los dragones tienen grandes tesoros. Y me propongo llevarme todo lo que pueda.

—Bueno, nunca he participado en la búsqueda de un tesoro —dijo Ampolla con alegría—. A pesar del calor, será muy emocionante. Aunque me sorprende que Palin haya aceptado el plan. Él sí que quería ir a Ergoth del Sur.

Rig suspiró.

—Palin ha aceptado porque soy el capitán del barco y me necesita para llegar a Ergoth del Sur.

—He aceptado porque creo que estudiar la guarida de un dragón muerto nos ayudará a aprender muchas cosas sobre los dragones —corrigió Palin—. Podría darnos pistas de cómo vencer a los que siguen vivos.

—Eso siempre y cuando encontremos la guarida —terció Ampolla—. Los pájaros con los que habló Feril esta mañana no resultaron de gran ayuda. Y ahora este lagarto... Bueno; vaya a saber lo que dice.

—Chist —dijo Feril—. No me dejáis oír a mi amiguito.

—El lagarto muy, muy grande se lo come todo —prosiguió la criatura de cola ensortijada—. Come camellos y...

—No volverá a comer nada —silbó Feril—. Está muerto. Lo mató un amigo mío.

El lagarto cerró los ojos y su lengua de color rojo oscuro flameó, cosa que Feril interpretó como una señal de alivio.

—Estoy muy, muy contento de que haya muerto.

—Queremos ver dónde vivía.

—El agujero del lagarto es oscuro y muy, muy apestoso. Huele como la muerte.

—¿Has estado allí?

—Sólo una vez. Entré a cazar escarabajos, pero me marché enseguida. Apesta. Se me quitaron las ganas de comer escarabajos.

—¿Nos llevarás allí?

—No. —El lagarto arrugó su nariz escamosa, extendió la cola y se volvió hacia el sudeste—. El lagarto muy, muy grande vivía por allí. Cerca de las rocas que tocan el cielo. Una larga caminata desde aquí: dos, tres, cuatro días. Pero no será tan larga para ti. Quizás un solo día. —Miró las largas piernas de Feril—. Me alegro mucho de que haya muerto. Ven a correr conmigo por la arena. Busquemos jugosos saltamontes.

Feril negó con la cabeza.

—Hoy no tengo tiempo. —Se incorporó, se sacudió la arena de las rodillas y miró a la criatura que se alejaba reptando.

—¿Sabía algo de la guarida del dragón? —preguntó Rig.

El marinero se enjugó el sudor de la frente y bebió un largo sorbo de agua del odre.

—Por aquí —respondió Feril señalando en la dirección que había indicado el lagarto—. Seguidme.


Poco después del ocaso los cuatro se detuvieron a descansar. No encontraron dónde resguardarse y se contentaron con sentarse en el suelo, junto a una duna. A Palin le dolían las piernas por la caminata y le escocían los pies, pues los granos de arena se filtraban constantemente en sus sandalias de cuero. Las finas prendas de color verde claro ahora estaban oscuras de sudor y se le adherían al cuerpo. Cerró los ojos y procuró pensar en algo fresco.

—¿Estás segura de que por aquí se llega a la guarida? —Rig se tendió a un par de metros de Palin y miró a la kalanesti.

—Sí; en esta dirección.

—¿Cuánto falta para llegar? —El marinero se quitó la camisa. Su oscura piel brillaba de sudor, e intentó en vano secarla con la camisa empapada. Luego volvió a ponérsela—. Llevamos todo el día andando. Es probable que hablar con los animales no sea la mejor manera de encontrar la guarida del dragón.

—¿Se te ocurre una idea mejor? Este viaje fue idea tuya, Rig Mer-Krel —le recordó Feril—. Si no te hubieras empeñado en descubrir la guarida del dragón y en hacerte rico, estaríamos... —Feril se interrumpió, pero pensó: «Estaríamos en Ergoth del Sur, mi patria... hasta que el Dragón Blanco se mudó allí».

Feril dio la espalda a los dos hombres y se concentró en el viento cálido que le acariciaba la cara. Soportaba el calor mucho mejor que los quejicas de sus compañeros. Como buena Elfa Salvaje, estaba habituada a los caprichos de la naturaleza y, en lugar de protestar por las temperaturas extremas, sabía disfrutar de ellas. Contempló el sol que descendía poco a poco, una bola brillante que teñía el desierto de un pálido tono rojo anaranjado. Era una vista fascinante y por un momento deseó que Dhamon estuviera allí para compartirla con ella.

—Al menos cuando lleguemos a Ergoth del Sur no sudaremos —dijo Ampolla. Se llevó la mano enguantada a la cabeza y comenzó a arreglarse el copete. Se mordió el labio inferior y, cuando comenzaron a dolerle los dedos, decidió dejar el cabello como estaba—. Me pregunto si hará mucho frío. Supongo que éste no será tan intenso como aquí el calor. Me estoy ahogando en mi propio sudor.

El marinero sonrió. Era su primera sonrisa desde la muerte de Shaon. Apuró el segundo odre de agua, se recostó sobre la duna y cerró los ojos. Se preguntó qué pensaría Shaon de su viaje por el desierto en busca de la madriguera donde había vivido el dragón que la había matado.

El sonido de un aleteo interrumpió sus pensamientos, y miró hacia una elevación del terreno situada a varios metros de distancia. Un buitre se había posado allí y los observaba, mientras otros pájaros planeaban en círculos a su alrededor.

Feril modeló afanosamente un trozo de arcilla, haciendo una escultura en miniatura del pájaro. Se concentró en los olores y los sonidos del desierto, y su mente flotó en el viento cálido en dirección al buitre. Se concentró más y más, hasta establecer una conexión a través de la distancia y penetrar en los pensamientos del pájaro.

¿Moriréis pronto?, graznó el buitre, y los estridentes sonidos resonaron en la cabeza de Feril. Mi estómago ruge de hambre, pero vosotros podréis llenarlo.

Feril negó con la cabeza.

Me propongo vivir mucho tiempo.

Los humanos no viven mucho tiempo con este calor si no tienen camellos, graznó el pájaro. Pronto os desplomaréis y no volveréis a levantaros. Pronto despediréis el dulce olor de la muerte y nosotros nos daremos un banquete.

Te gusta el olor de la muerte.

Aunque era una afirmación, Feril vio que el pájaro inclinaba la cabeza en señal de asentimiento.

Es muy dulce, graznó.

Entonces es posible que conozcas un sitio cercano donde ese olor está muy concentrado, ¿no es cierto?


Cuando asomaron las primeras estrellas, los cuatro amigos divisaron una inmensa colina rocosa. Se extendía sobre la arena como la espina dorsal de una bestia semienterrada y en algunos sitios alcanzaba los quince metros de altura.

—Las rocas que tocan el cielo —murmuró Feril, recordando las palabras del lagarto de cola ensortijada—. La guarida del dragón está aquí.

Palin se acercó a ella y enfiló hacia la entrada de una cueva sorprendentemente ancha y profunda. Parecía una inmensa y oscura sombra proyectada por la colina y estaba prácticamente oculta bajo el cielo de la noche. Incluso a la luz del día debía de ser difícil de distinguir entre las sombras.

El marinero arqueó las cejas.

—No veo huellas de dragón.

—El viento —dijo Feril señalando la arena que se arremolinaba a sus pies—. Las ha cubierto igual que cubre las nuestras.

—Si es que había huellas que cubrir —dijo Rig—. ¿Cómo sabemos que el buitre te ha dicho la verdad? Puede que no sea más listo que el lagarto. —Miró al hechicero—. Si aquí fuera está oscuro, dentro lo estará más.

—Podríamos esperar hasta mañana —sugirió Feril.

Palin estaba agotado; pero, por mucho que quisiera descansar, deseaba aun más poner fin a esa aventura, regresar al Yunque y escapar de aquel horrible calor. El hechicero cerró los ojos y se concentró hasta percibir la energía a su alrededor y sentir el pulso mágico de la tierra.

En su juventud este pulso era fuerte y poderoso, un don divino fácil de captar y capaz de dar vida a los más grandiosos hechizos. Ahora, en cambio, era como un susurro en el viento, detectable sólo por un hábil hechicero. Los grandes encantamientos requerían fuerza de voluntad y perseverancia. La mente de Palin absorbió la energía natural y la canalizó hacia la palma de su mano, donde la doblegó y le dio forma para crear una variación del hechizo del fuego.

—¡Guau! —exclamó Ampolla.

El hechicero abrió los ojos. En su mano había un resplandeciente orbe de luz, brillante pero no más caluroso que el aire del desierto. La bola emitía alternativamente reflejos blancos, anaranjados y rojos, semejantes a las llamas de una hoguera. La rudimentaria creación mágica funcionaba mejor que una lámpara.

—Veamos qué dejó aquí el dragón —dijo Palin mientras se dirigía a la cueva.

En el interior, el aire quieto estaba impregnado del nauseabundo olor de la muerte. Era tan intenso, que a Palin se le saltaron las lágrimas. Junto a la entrada había montoncillos desperdigados de huesos rotos y pieles de animales. Palin se arrodilló a examinarlos.

—Camellos —indicó—. Sólo una criatura muy grande podría comer camellos.

Se incorporó y se adentró en las profundidades de la cueva, donde el aire era rancio pero no tan hediondo. Descendió por la escarpada cuesta del suelo de piedra y penetró en una cámara inferior de más de cien metros de ancho. La luz del orbe apenas alcanzaba a alumbrar los muros y el techo, y no podía disipar las sombras que cubrían las grietas y protuberancias de las rocas.

—¡Nunca había estado en una cueva tan grande! —exclamó Ampolla—. ¿Por dónde empezaremos? ¡Palin, mira eso!

La kender estaba junto a un afloramiento de piedra y señalaba un punto del suelo del que habían barrido la arena. Palin vio unos profundos surcos en la roca que parecían formar un dibujo, y retiró más arena para ver el dibujo completo. Ampolla lo ayudó durante unos instantes, pero luego corrió a mirar otra cosa. Palin creyó reconocer en parte del diagrama los signos de un encantamiento de transformación que había visto con anterioridad.

—Es curioso que un dragón se fíe de esta clase de magia —reflexionó en voz alta—. Los dragones tienen un poder arcano innato.

Estudió el dibujo con atención. La línea curva representaba cambio y renacimiento. La línea ondulada transversal estaba salpicada de polvo de oro y simbolizaba fuerza y energía, mientras que el círculo lleno de cera que atravesaba la media luna significaba...

—¡Palin! —llamó Feril, que se encontraba a unos metros de distancia. Ella y Ampolla estaban de rodillas, mirando algo en la arena. Sobre sus cabezas había una grieta en el techo de la caverna, y el hechicero vio que la arena se filtraba por ella y caía como copos de nieve—. Deberías ver esto.

La urgencia en la voz de la kalanesti hizo que Palin abandonara el examen del dibujo.

Rig, que había estado ocupado en medir la cueva, se reunió con los demás.

—Es parte de una huella gigantesca —observó, mirando por encima del hombro de la elfa—. Eso significa que tus amigos animales tenían razón: estamos en la madriguera del Dragón Azul. También significa que seguiré bajando hasta encontrar el tesoro. Os dije que el viaje no sería muy largo.

La elfa hizo una mueca de disgusto y señaló una depresión en el suelo.

—Ésa debe de ser la marca de la garra, y, por la posición, yo diría que es el dedo más pequeño de la pata delantera derecha.

—Vaya, vaya —susurró la kender.

—De modo que el dragón tenía una garra muy grande —dijo Rig—. ¿Y qué? Ya lo sabíamos. Lo vimos de cerca cuando mató a Shaon. Vamos, Ampolla, necesitaré ayuda para llenar esto.

Desprendió un par de bolsas de cuero del cinturón y le tendió una a la kender. Pero Ampolla no le hizo el menor caso. Estaba absorta en la contemplación de la huella.

—Esta marca es demasiado grande —señaló Feril—. El dragón que mató a Shaon y a Dhamon no era lo bastante grande para dejar esta huella. No me creeréis, pero tengo la impresión de que nos hemos equivocado de cueva.

—Vaya, vaya —repitió Ampolla en voz aun más baja.

—Y la huella parece reciente. Calculo que sólo tiene un día —prosiguió la elfa.

—¿Entonces no estamos en la cueva del dragón muerto? —preguntó Rig con voz súbitamente baja. Tragó saliva y miró a Palin—. La lanza está en el barco. No creí que fuéramos a necesitarla en la guarida de un dragón muerto. Será mejor que salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

—Ya es demasiado tarde —bramó una voz desde la entrada de la cueva.

El pánico se apoderó de los cuatro amigos, que se volvieron como un solo ser hacia el hablante. La criatura tenía el color del barro cocido, con manchas aquí y allí. Su cuerpo con forma de dragón estaba prácticamente cubierto de escamas y piel, y en su vientre había zonas que parecían cúmulos de grava. Las alas correosas se asemejaban a las de un murciélago y su hocico era grande y puntiagudo, con una doble fila de dientes afilados que se abrían y cerraban amenazadoramente. Sus grandes ojos con forma de pera, del color del cielo de la noche, se posaron sobre los cuatro amigos.

La criatura sacudió su cola armada de púas, flexionó las garras de sus patas traseras y dio un paso al frente. No tenía patas delanteras; sólo un par de alas con púas en los extremos y un aspecto tan temible como las garras. Las alas extendidas debían de medir quince metros, y su cuello era tan fino y flexible como una serpiente gigantesca. Al aletear levantaba grandes nubes de arena del suelo.

—Un wyvern —observó Palin.

—Es el dragón marrón que mencionó el lagarto —dijo Feril.

—Nunca había visto nada semejante —añadió Ampolla con un dejo de temor en la voz.

—Por lo menos no es un dragón auténtico —señaló Rig, relajándose un poco—. Y es evidente que no pudo dejar esta huella. —Empuñó el alfanje, cuya hoja destelló a la luz del orbe de Palin—. Tampoco es tan grande como el que mató a Shaon. Podré cogerlo.

—¿Coger qué? —rugió la bestia—. ¿Robar algo? Amo furioso.

—Tenía entendido que los dragones alados no hablaban —susurró Palin a Feril.

—Y así es —respondió ella.

—¿Qué encontrar? —Otra voz, tan estridente como una tiza al rozar una pizarra, resonó en la cueva—. ¿Encontrar algo?

El cuarteto vio otro wyvern. Era casi idéntico al primero, aunque algo más pequeño. Moviendo la cola de delante atrás, asomó el cuello por encima del ala extendida de su compañero para ver mejor.

—Personas —dijo el wyvern más pequeño—. Encontrado personas. ¿Deberían estar aquí?

—No sé —respondió el otro—. No estar aquí cuando marchamos. Ahora sí. Cuando marchamos, calor. Ahora, frío. Personas venir entre frío y calor. Personas tontas.

Rig apretó la empuñadura de su alfanje. Sus oscuros ojos iban y venían de un wyvern al otro.

—La idea de buscar el tesoro del dragón fue espléndida —murmuró Feril al marino. Inclinó la cabeza hacia Palin—. Y tú dijiste que la guarida del dragón nos enseñaría unas cuantas cosas. Si me hubierais escuchado, ahora estaríamos de camino a Ergoth del Sur.

—Podría haber sido peor —terció la kender—. Podríamos habernos topado con más dragones... o con el que dejó esa huella.

—Eso me da ánimos —dijo el marino.

—Dejar de hablar. Rendirse —insitió el wyvern más grande. Fijó la vista en Rig—. Arrojar rama brillante. Ahora.

—¡No! —rugió Rig.

Sus pies levantaron una nube de arena cuando cruzó la distancia que lo separaba de la bestia más grande. Alzando la cuchilla por encima de su cabeza, la arrojó con un movimiento basculante y atravesó la piel del vientre del wyvern. El corte no era muy profundo, y el gruñido que emitió la criatura no fue de dolor sino de sorpresa.

—No rendirse —observó el más pequeño, aparentemente impasible ante el ataque de Rig—. ¿Qué hacer ahora? —preguntó a su compañero—. ¿Hacer algo?

—Coger personas —respondió el dragón más grande mientras esquivaba el segundo ataque de Rig—. Entregar álamo.

—Entregar a Tormenta sobre Krynn al regresar —exclamó el otro—. Idea buena.

«Tormenta sobre Krynn», esbozó Palin con los labios.

—¡Estamos en la guarida de Khellendros! ¡Tenemos que salir de aquí!

—¿Khellendros? ¿El señor supremo de los dragones? —gritó Ampolla.

Metió la mano enguantada en uno de sus saquitos y rebuscó con los dedos entre los múltiples objetos del interior. Por fin se vio recompensada y sacó una honda. La kender la cargó con el siguiente objeto que encontró —una nuez—, sujetó la honda encima de su cabeza y arrojó el proyectil. La nuez voló hacia el wyvern más pequeño y le dio en el hocico.

—¡Personas hacer daño!

Palin procuró abstraerse de los sonidos circundantes y se concentró en el orbe que tenía en la mano. Observó cómo los colores se intensificaban y el calor aumentaba en la palma de su mano. Cuando el orbe se calentó tanto que comenzó a quemar, el hechicero lo dejó caer al suelo y continuó concentrándose en él.

Al mismo tiempo, Feril se arrojó sobre su estómago, extendió las manos y retiró frenéticamente la arena hasta que sus dedos tocaron la piedra fría. Palpó la superficie pulida, dura, antigua y poderosa. Cerró los ojos y dejó volar los sentidos hasta filtrarse en la piedra y fundirse con ella. La elfa se sintió fuerte y pesada, floja, imperturbable y primitiva. Percibió la arena sobre la roca, los pies de sus compañeros, el calor del fuego mágico de Palin y las garras de los wyverns.

Sé como el agua, pidió a la roca. Fluye conmigo.

Feril sintió que la piedra respondía a sus órdenes mentales y se volvía blanda como arcilla. Se esforzó para hundir los dedos en la piedra.

—Más blanda —insistió—. Fluye como el agua. Deprisa. —Muy pronto obtuvo su recompensa y pudo hundir las manos en la piedra líquida, fresca y espesa como el barro. Sus dedos trabajaron afanosamente para crear un arroyo de líneas ondulantes—. Ahora apártate de mí. Corre como un río.

—Fuego hacer daño. No gustar —protestó el wyvern más pequeño.

Palin había transformado el orbe en una auténtica hoguera y una llamarada alcanzó al dragón más pequeño, chamuscándole el pecho y un ala. La criatura batía frenéticamente las alas para apagar el fuego y refrescarse. El hechicero volvió a concentrarse en las llamas y ordenó a otra lengua de fuego que atacara al wyvern. Sus estridentes chillidos resonaron en la caverna.

—¡Personas no rendirse! —gritó el wyvern más pequeño—. Personas hacer daño. Quemarnos. ¿Todavía coger?

—¡No coger! —respondió el wyvern más grande. Distraído por el fuego y por su compañero, la criatura no advirtió que Rig se le acercaba. El marino volvió a arrojar su alfanje y esta vez la hoja produjo un corte profundo que dejó una franja de sangre negra en el vientre del dragón. La bestia rugió, arremetió con la cabeza y sus fauces estuvieron a punto de cerrarse sobre el cuerpo de Rig, pero el ágil marinero se salvó por los pelos dando un salto hacia atrás.

—¡Matar personas! —gritó el wyvern más pequeño mientras atacaba con la cola.

La punta con púas derribó a Rig, cuya espada chocó ruidosamente contra el suelo.

El marinero reprimió un grito mientras una punzada de dolor se extendía desde la púa al centro de su pecho y regueros de fuego y hielo le recorrían el cuerpo de arriba abajo. Rig se dobló hacia adelante, sacudido por unos temblores incontrolables.

—¡No ser justo! ¡El oscuro ser mío! —aulló el wyvern más grande mientras apartaba a su compañero y se acercaba a Rig.

—¡Mío también! —protestó el pequeño. Balanceó otra vez la cola e hirió el hombro de Rig—. ¡Compartir! ¡Después el del fuego! —gritó, mientras esquivaba una de las llamaradas de Palin y azotaba el pecho de Rig con la cola de púas.

Esta vez el marino no pudo reprimir los gritos. Se revolcó sobre la piedra, consumido por las oleadas alternas de frío y calor.

—Mío para comer. —Los labios del wyvern más grande se curvaron en un amago de sonrisa. Su cuello de serpiente se dobló hacia adelante, en dirección al desesperado marinero. Abrió la boca, pero la cerró de inmediato porque una lluvia de piedrecillas cayó sobre su hocico.

—¡Deja en paz a Rig! —gritó la kender, buscando otro proyectil en la bolsa. Volvió a cargar la honda y de inmediato arrojó una andanada de botones y guijarros brillantes a los dragones. Luego corrió junto a Rig y comenzó a arrastrarlo fuera del alcance de la bestia.

—¡Odiar dolor! —gritó la criatura más grande, y su grave voz retumbó entre los muros de la caverna—. ¡Dolor! ¡Dolor! Coger a la pequeña.

—¡No poder! —gritó el más pequeño—. La cueva atraparme. No poder moverme.

Como lava líquida, la piedra fluía alejándose de Feril y rodeando a Palin, Rig y Ampolla y rezumaba entre las garras del dragón.

—Endurécete —ordenó Feril—. Vuelve a ser dura. —Respiraba aguadamente por el agotamiento, pero sintió que la piedra por fin respondía y volvía a su estado sólido. Entonces Feril se arrodilló, sacudió la cabeza para aclarar los sentidos y vio cómo un rayo del fuego de Palin caía sobre el más grande de los wyverns. Las llamas envolvieron por completo la cabeza de la bestia, cuyos gritos resonaron, ensordecedores, en el espacio cerrado de la caverna. El olor a carne quemada era insoportable.

Consciente de que los wyverns ya no representaban amenaza alguna, Palin dejó de concentrarse en el orbe y las llamas se apagaron.

La kender miró la cara del wyvern más grande e hizo una mueca de asco al ver trozos de hueso asomando bajo la mandíbula inferior. La bestia continuaba gruñendo de dolor y sacudiendo la cola hacia ellos, pero la kender y el marinero estaban fuera de su alcance.

Palin ayudó a levantarse a Rig. Miró las heridas del marinero y palpó con suavidad la zona circundante, que estaba hinchada.

—Creo que es una especie de veneno —dijo—. Deberíamos haber traído a Jaspe. Él sabría qué hacer.

—¿Qué haremos con ellos? —La kender miró a los wyverns atrapados.

—Son abominaciones de la naturaleza —declaró Feril—. Morirán aquí. Larguémonos antes de que llegue el dragón.

—Esta vez no voy a discutir —respondió Rig. Otra oleada de calor recorrió sus extremidades, y el marinero apretó los dientes. A continuación sintió un frío intenso y comenzó a temblar como una hoja—. Me siento muy mal —murmuró y cayó inconsciente junto a Palin.

—Tendrás que ayudarme a llevarlo —dijo Palin a la elfa—. Una vez fuera, podremos...

El hechicero no pudo acabar su frase, pues un rayo le dio en la espalda y los arrojó a él y al marinero varios metros más adelante. En el preciso momento en que aterrizaron en el suelo cubierto de arena, se oyó un pequeño trueno.

—¡Dracs! —exclamó Ampolla mientras buscaba otra vez su honda.

Feril se volvió a tiempo para ver una criatura emergiendo de un oscuro túnel en el fondo de la caverna. Tenía forma de hombre y unos ojos inquietantes, y estaba cubierto de minúsculas escamas azul zafiro que brillaban a la luz del fuego de Palin. Una cresta de escamas triangulares se extendía desde la coronilla, a lo largo de la espalda y hasta la punta del corto rabo, y unas alas ligeramente curvas se abrían desde los omóplatos. La criatura agitó las alas con suavidad y se elevó a un metro del suelo de la caverna.

Feril había encontrado criaturas semejantes unas semanas antes, cuando aún estaba con Dhamon, y sabía que no era fácil vencerlas.

—¡Coger a personas malas! —ordenó el wyvern más grande al drac.

—¡Matar personas! —gritó el más pequeño.

El drac sonrió, dejando al descubierto una ristra de dientes blancos como perlas de los que salían pequeño rayos, que también brotaban de las garras de sus manos y sus pies, y corrió hacia la kalanesti.

Entonces Ampolla soltó el cordón de la honda y bañó al drac con coloridos trozos de piedra y metal. Aunque la criatura no sufrió ningún daño, se sorprendió y se acuclilló en el suelo de la cueva.

La elfa aprovechó los preciosos segundos conseguidos por la kender para correr hacia el alfanje caído de Rig. En el preciso momento en que oía el crepitar del segundo rayo, cerró la mano sobre la empuñadura del arma. Ampolla gritó al recibir el impacto de un rayo que salió de las garras del drac y que la lanzó contra la pared de la caverna.

—¡Perversa criatura! —bramó la elfa al tiempo que arremetía contra el drac. El arma le pesaba mucho, pero la blandió del mismo modo que había visto hacer al marinero, levantándola por encima de la cabeza a la par que cargaba. Cuando estuvo cerca la balanceó en el aire y luego la dejó caer con todas sus fuerzas. La hoja atravesó el omóplato del drac, y sus brazos se agitaron e intentaron cogerla mientras Feril liberaba el alfanje.

Esta vez apuntó al cuello. La hoja descendió con suma rapidez y prácticamente decapitó a la bestia. El drac resistió durante unos instantes y finalmente estalló en una bola de crepitantes rayos. Feril cerró los ojos, pero ya era demasiado tarde. Deslumbrada y con el cuerpo dolorido, dio un paso atrás y tanteó con la mano libre, buscando el muro de la caverna.

—¿Te encuentras bien, Ampolla? —preguntó la kalanesti.

—No —respondió la kender—. Me duele todo el cuerpo.

—¿Puedes andar?

—Sí; pero Palin y Rig no. Creo que están vivos, pero no se mueven.

—Continúa hablando —ordenó Feril—. Me guiaré por el sonido de tu voz. Tendrás que ayudarme a sacarlos de aquí. —Comenzaba a ver retazos de color: el gris de la piedra, el blanco de la arena, el rojo del fuego de Palin, que seguía ardiendo. Sin embargo, los colores se fundían entre sí—. Será difícil, Ampolla.

—¿Difícil? Querrás decir imposible. Los dos son muy corpulentos.

Mientras caminaba hacia la kender, Feril procuraba concentrarse, enfocar los objetos. Pero de repente se detuvo en seco e inclinó la cabeza. Había oído un aleteo a su espalda; tenue, pero inconfundible. Se volvió a tiempo para ver un borroso arco de luz que avanzaba a su encuentro, procedente de una sombra azul: otro drac. Lo seguían otras cuatro manchas azules.

—¡Corre, Ampolla! —gritó mientras se arrodillaba.

Un rayo pasó por encima de su cabeza. Otro drac abrió la boca y disparó un segundo rayo. Feril lo esquivó y cayó en el camino de un tercero. El rayo le dio en el hombro y la arrojó violentamente al suelo.

—¡Feril!

La kender echó un último vistazo a sus amigos caídos y al drac que se acercaba y luego echó a correr más rápidamente de lo que había corrido en su vida.

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